10

Salí de casa de Ena aturdida, con la impresión de que debía de ser muy tarde. Todos los portales estaban cerrados y el cielo se descargaba en una apretada lluvia de estrellas sobre las azoteas.

Por primera vez me sentía suelta y libre en la ciudad, sin miedo al fantasma del tiempo. Había tomado algunos licores aquella tarde. El calor y la excitación brotaban de mi cuerpo de tal modo que no sentía el frío ni tan siquiera —a momentos— la fuerza de la gravedad bajo mis pies.

Me detuve en medio de la vía Layetana y miré hacia el alto edificio en cuyo último piso vivía mi amiga. No se traslucía la luz detrás de las persianas cerradas, aunque aún quedaban, cuando yo salí, algunas personas reunidas, y, dentro, las confortables habitaciones estarían iluminadas. Tal vez la madre de Ena había vuelto a sentarse al piano y a cantar. Me corrió un estremecimiento al recordar aquella voz ardorosa que al salir parecía quemar y envolver en resplandores el cuerpo desmedrado de su dueña.

Aquella voz había despertado todos los posos de sentimentalismo y de desbocado romanticismo de mis dieciocho años. Desde que ella había callado yo estuve inquieta, con ganas de escapar a todo lo demás que me rodeaba. Me parecía imposible que los otros siguieran fumando y comiendo golosinas. Ena misma, aunque había escuchado a su madre con una sombría y reconcentrada atención, volvía a expandirse, a reír y a brillar entre sus amigos, como si aquella reunión comenzada a última hora de la tarde, improvisadamente, no fuera a tener fin. Yo, de pronto, me encontré en la calle. Casi había huido impelida por una inquietud tan fuerte y tan inconcreta como todas las que me atormentaban en aquella edad.

No sabía si tenía necesidad de caminar entre las casas silenciosas de algún barrio adormecido, respirando el viento negro del mar o de sentir las oleadas de luces de los anuncios de colores que teñían con sus focos el ambiente del centro de la ciudad. Aún no estaba segura de lo que podría calmar mejor aquella casi angustiosa sed de belleza que me había dejado escuchar a la madre de Ena. La misma vía Layetana, con su suave declive desde la plaza de Urquinaona, donde el cielo se deslustraba con el color rojo de la luz artificial, hasta el gran edificio de Correos y el puerto, bañados en sombras, argentados por la luz estelar sobre las llamas blancas de los faroles, aumentaba mi perplejidad.

Oí, gravemente, sobre el aire libre de invierno, las campanadas de las once formando un concierto que venía de las torres de las iglesias antiguas.

La vía Layetana, tan ancha, grande y nueva, cruzaba el corazón del barrio viejo. Entonces supe lo que deseaba: quería ver la catedral envuelta en el encanto y el misterio de la noche. Sin pensarlo más me lancé hacia la oscuridad de las callejas que la rodean. Nada podía calmar y maravillar mi imaginación como aquella ciudad gótica naufragando entre húmedas casas construidas sin estilo en medio de sus venerables sillares, pero a las que los años habían patinado también con un encanto especial, como si se hubieran contagiado de belleza.

El frío parecía más intenso encajonado en las calles torcidas. Y el firmamento se convertía en tiras abrillantadas entre las azoteas casi juntas. Había una soledad impresionante, como si todos los habitantes de la ciudad hubiesen muerto. Algún quejido del aire en las puertas palpitaba allí. Nada más.

Al llegar al ábside de la catedral me fijé en el baile de luces que hacían los faroles contra sus mil rincones, volviéndose románticos y tenebrosos. Oí un áspero carraspeo, como si a alguien se le desgarrara el pecho entre la maraña de callejuelas. Era un sonido siniestro, cortejado por los ecos, que se iba acercando. Pasé unos momentos de miedo. Vi salir a un viejo grande, con un aspecto miserable, de entre la negrura. Me apreté contra el muro. Él me miró con desconfianza y pasó de largo. Llevaba una gran barba canosa que se le partía con el viento. Me empezó a latir el corazón con inusitada fuerza y, llevada por aquel impulso emotivo que me arrastraba, corrí tras él y le toqué en el brazo. Luego empecé a buscar en mi cartera, nerviosa, mientras el viejo me miraba. Le di dos pesetas. Vi lucir en sus ojos una buena chispa de ironía. Se las guardó en su bolsillo sin decirme una palabra y se fue arrastrando la bronca tos que me había aterrado. Este contacto humano entre el concierto silencioso de las piedras calmó un poco mi excitación. Pensé que obraba como una necia aquella noche actuando sin voluntad, como una hoja de papel en el viento. Sin embargo, apreté el paso hasta llegar a la fachada principal de la catedral, y al levantar mis ojos hacia ella encontré al fin el cumplimiento de lo que deseaba.

Una fuerza más grande que la que el vino y la música habían puesto en mí me vino al mirar el gran corro de sombras de piedra fervorosa. La catedral se levantaba en una armonía severa, estilizada en formas casi vegetales, hasta la altura del limpio cielo mediterráneo. Una paz, una imponente claridad, se derramaba de la arquitectura maravillosa. En derredor de sus trazos oscuros resaltaba la noche brillante, rodando lentamente al compás de las horas. Dejé que aquel profundo hechizo de las formas me penetrara durante unos minutos. Luego di la vuelta para marcharme.

Al hacerlo me di cuenta de que no estaba sola en la plaza. Una silueta que me pareció algo diabólica se alargaba en la parte más oscura. Confieso ingenuamente que me sentí poseída por todos los terrores de mi niñez y que me santigüé. El bulto se movía hacia mí y vi que era un hombre embutido en un buen gabán y con un sombrero hasta los ojos. Me alcanzó cuando yo me lanzaba hacia las escaleras de piedra.

—¡Andrea! ¿No te llamas tú Andrea?

Había algo insultante que me molestó en ese modo de llamar, pero me detuve asombrada. Él se reía ante mí con unos dientes sólidos, de grandes encías.

—Estos sustos los pasan las niñas por andar solas a deshoras… ¿No me recuerdas de casa de Ena?

—¡Ah!… Sí, sí —dije, hosca.

(«¡Maldito! —pensé—; me has quitado toda la felicidad que me iba a llevar de aquí.»).

—Pues sí —continuó, satisfecho—; yo soy Gerardo. Estaba inmóvil con las manos en los bolsillos, mirándome. Yo di un paso para bajar el primer escalón, pero me sujetó del brazo.

—¡Mira! —me ordenó.

Yo vi, al pie de la escalinata, apretándose contra ella, un conjunto de casas viejas que la guerra había convertido en ruinas, iluminadas por faroles.

—Todo eso desaparecerá. Por aquí pasará una gran avenida y habrá espacio y amplitud para ver la catedral.

No me dijo nada más por entonces y empezamos a descender juntos los peldaños de piedra. Ya habíamos recorrido un buen trecho, cuando insistió:

—¿No te da miedo andar tan sólita por las calles? ¿Y si viene el lobito y te come?… No le contesté.

—¿Eres muda?

—Prefiero ir sola —confesé con aspereza.

—No, eso sí que no, niña… Hoy te acompaño yo a tu casa… En serio, Andrea, si yo fuera tu padre no te dejaría tan suelta.

Me desahogué insultándole interiormente. Desde que le había visto en casa de Ena me había parecido necio y feo aquel muchacho.

Cruzamos las Ramblas, conmovidas de animación y de luces, y subimos por la calle de Pelayo hasta la plaza de la Universidad. Allí me despedí.

—No, no; hasta tu casa.

—Eres un imbécil —le dije sin contemplaciones—; vete enseguida.

—Quisiera ser amigo tuyo. Eres una peque muy original. Si me prometes que algún día me llamarás por teléfono para salir conmigo, te dejo aquí. A mí también me gustan mucho las calles viejas y sé todos los rincones pintorescos de la ciudad. Conque, ¿prometido?

—Sí —dije, nerviosa.

Me alargó su tarjeta y se fue.

Entrar en la calle de Aribau era como entrar ya en mi casa. El mismo vigilante del día de mi llegada a la ciudad me abrió la puerta. Y la abuelita, como entonces, salió a recibirme helada de frío. Todos los demás se habían acostado.

Entré en el cuarto de Angustias, que desde unos días atrás había heredado yo, y al encender la luz encontré que habían colocado sobre el armario una pila de sillas de las que sobraban en todas partes de la casa y que allí amenazaban caerse, sombrías. También habían instalado en el cuarto el mueble que servía para guardar la ropa del niño y un gran costurero con patas que antes estaba arrinconado en la alcoba de la abuela. La cama, deshecha, conservaba las huellas de una siesta de Gloria. Comprendí enseguida que mis sueños de independencia, aislada de la casa en aquel refugio heredado, se venían al suelo. Suspiré y empecé a desnudarme. Sobre la mesilla de noche había un papel con una nota de Juan: «Sobrina, haz el favor de no encerrarte con llave. En todo momento debe estar libre tu habitación para acudir al teléfono». Obediente, volví a cruzar el suelo frío para abrir la puerta, luego me tendí en la cama, envolviéndome voluptuosamente en la manta.

Oí en la calle palmadas llamando al vigilante. Mucho después el pitido de un tren al pasar por la calle de Aragón, lejano y nostálgico. El día me había traído el comienzo de una vida nueva; comprendía que Juan había querido estropeármela en lo posible al darme a entender que, si bien se me cedía una cama en la casa, era sólo eso lo que se me daba…

La misma noche en que se marchó Angustias, yo había dicho que no quería comer en la casa y que, por lo tanto, sólo pagaría una mensualidad por mi habitación. Había cogido la ocasión por los pelos cuando Juan, todavía borracho y excitado por las emociones del día aquél, se había encarado conmigo.

—Y a ver, sobrina, con lo que tú contribuyes a la casa…, porque yo, la verdad te digo, no estoy para mantener a nadie…

—No, lo que yo puedo dar es tan poco que no valdría la pena —dije, diplomática—. Ya me las arreglaré comiendo por mi cuenta. Sólo pagaré mi racionamiento de pan y mi habitación.

Juan se encogió de hombros.

—Haz lo que quieras —dijo de mal humor.

La abuelita escuchó moviendo la cabeza con aire de reprobación, pendiente de los labios de Juan. Luego empezó a llorar.

—No, no, que no pague la habitación…, que mi nieta no pague la habitación en casa de su abuela.

Pero así quedó decidido. Yo no tendría que pagar más que mi pan diario.

Había cobrado aquel día mi paga de febrero y poseída de las delicias de poderla gastar, me lancé a la calle y adquirí enseguida aquellas fruslerías que tanto deseaba…, jabón bueno, perfume y también una blusa nueva para presentarme en casa de Ena, que me había invitado a comer. Además unas rosas para su madre. Comprar las rosas me emocionó especialmente. Eran magníficas flores, caras en aquella época. Se podía decir que eran inasequibles para mí. Y, sin embargo, yo las tuve entre mis brazos y las regalé.

Este placer, en el que encontraba el gusto de rebeldía que ha sido el vicio —por otra parte vulgar— de mi juventud, se convirtió más tarde en una obsesión.

Me acordaba —tumbada en mi cama— de la cordial acogida que me hicieron en casa de Ena sus parientes y de cómo, acostumbrada a las caras morenas con las facciones bien marcadas de las gentes de mi casa, me empezó a marear la cantidad de cabezas rubias que me rodeaban en la mesa.

Los padres de Ena y sus cinco hermanos eran rubios. Estos cinco hermanos, todos varones y más pequeños que mi amiga, se confundían en mi imaginación con sus rostros afables, risueños y vulgares. Ni siquiera el benjamín, de siete años, a quien el cambio de los dientes daba una expresión cómica cuando se reía, y que se llamaba Ramón Berenguer, como si fuera un antiguo conde de Barcelona, se distinguía de sus hermanos más que en estas dos particularidades.

El padre parecía participar de las mismas condiciones de buen carácter que su prole y era además un hombre realmente guapo, a quien Ena se parecía. Tenía, como ella, los ojos verdes, aunque sin la extraña y magnífica luz que animaba los de su hija. En él todo parecía sencillo y abierto, sin malicias de ninguna clase. Durante la comida le recuerdo riéndose al contarme anécdotas de sus viajes, pues habían vivido todos, durante muchos años, en diferentes sitios de Europa. Parecía que me conocía de toda la vida, que sólo por el hecho de tenerme en su mesa me agregaba a la patriarcal familia.

La madre de Ena, por el contrario, daba la impresión de ser reservada, aunque contribuía sonriendo al ambiente agradable que se había formado. Entre su marido y sus hijos —todos altos y bien hechos— ella parecía un pájaro extraño y raquítico. Era pequeñita y yo encontraba asombroso que su cuerpo estrecho hubiera soportado seis veces el peso de un hijo. La primera impresión que me hizo fue de extraña fealdad.

Luego resaltaban en ella dos o tres toques de belleza casi portentosa: un cabello más claro que el de Ena, sedoso, abundantísimo; unos largos ojos dorados y su voz magnífica.

—Ahí donde la ve usted, Andrea —dijo el jefe de familia—, mi mujer tiene algo de vagabunda. No puede estar tranquila en ningún sitio y nos arrastra a todos.

—No exageres, Luis —la señora se sonreía con suavidad.

—En el fondo es cierto. Claro que tu padre es el que me destina para representarle y dirigir sus negocios en los sitios más extraños…, mi suegro es al mismo tiempo mi jefe comercial, ¿sabe usted, Andrea?…; pero tú estás en el fondo de todos los manejos. Si quisieras no me negarías que tu padre te haría vivir tranquila en Barcelona. Bien se vio la influencia que tienes sobre él en aquel asunto de Londres… Claro que yo estoy encantado con tus gustos, mi niña; no soy yo quien te los reprocha —y la envolvió con una sonrisa cariñosa—. Toda mi vida me ha gustado viajar y ver cosas nuevas… Yo tampoco puedo dominar una especie de fiebre de actividad que casi es un placer cuando entro en un nuevo ambiente comercial, con gente de psicología tan desconocida. Es como empezar otra vez la lucha y se siente uno rejuvenecido…

—Pero a mamá —afirmó Ena— le gusta más Barcelona que ningún sitio del mundo. Yo lo sé.

La madre le dirigió una sonrisa especial que me pareció soñadora y divertida al mismo tiempo.

—En cualquier sitio en que esteis vosotros me encuentro siempre bien. Y tiene razón tu padre en esto de que a veces siento la inquietud de viajar; claro que de ahí a manejar a mi padre —sonrió más acentuadamente— va mucha diferencia…

Y ya que estamos hablando de estas cosas, Margarita —continuó su marido—, ¿sabes lo que me ha dicho tu padre ayer? Pues que es posible que la temporada que viene seamos necesarios en Madrid… ¿Qué te parece? La verdad es que en estos momentos yo prefiero estar en Barcelona que en ningún sitio, sobre todo teniendo en cuenta que tu hermano…

—Sí, Luis, creo que tenemos que hablar de eso. Pero ahora estamos aburriendo a esta niña. Andrea, tiene que perdonarnos usted. Al fin y al cabo somos una familia de comerciantes que acaba todas sus conversaciones en asuntos de negocios…

Ena había escuchado la última parte de la conversación con extraordinario interés.

—¡Bah! El abuelo está un poco chiflado, me parece. Tan emocionado y lloroso cuando vuelve a ver a mamá después de tenerla lejos, y enseguida ideando que nos marchemos. Yo no quiero irme de Barcelona por ahora… ¡Es una cosa tonta!… Al fin y al cabo, Barcelona es mi pueblo y se puede decir que sólo la conozco desde que se terminó la guerra.

(Me miró rápidamente y yo recogí su mirada, porque sabía que ella se había enamorado por aquellos tiempos y que éste era su argumento supremo y secreto para no querer salir de la ciudad).

Entre mis sábanas, en la calle de Aribau, yo evocaba esta conversación con todos sus detalles y me sacudió la alarma a la idea de separarme de mi amiga cuando me había encariñado con ella. Pensé que los planes de aquel viejo importante 3Á aquel rico abuelo de Ena —movían a demasiada gente y herían demasiados afectos.

En la agradable confusión de ideas que precede al sueño se fueron calmando mis temores para ser sustituidos por vagas imágenes de calles libres en la noche. El alto sueño de la catedral volvió a invadirme.

Me dormí agitada con la visión final de los ojos de la madre de Ena, que cuando ya nos despedíamos se habían levantado hacia mí, fugazmente, con una extraña mirada de angustia y temor.

Aquellos ojos se metieron en lo profundo de mi sueño y levantaron pesadillas.