Dos días después de la borrascosa escena que he contado, Angustias desempolvó sus maletas y se fue sin decirnos adonde, ni cuándo pensaba volver.
Sin embargo, aquel viaje no revistió el carácter de escapada silenciosa que daba Román a los suyos. Angustias revolvió la casa durante los dos días con sus órdenes y sus gritos. Estaba nerviosa, se contradecía. A veces lloraba.
Cuando las maletas estuvieron cerradas y el taxi esperando, se abrazó a la abuela.
—¡Bendíceme, mamá!
—Sí, hija mía, sí, hija mía…
—Recuerda lo que te he dicho.
—Sí, hija mía…
Juan miraba la escena con las manos en los bolsillos, impaciente.
—¡Estás más loca que una cabra, Angustias!
Ella no le contestó. Yo la veía con su largo abrigo oscuro, su eterno sombrero, apoyada en el hombro de la madre, inclinándose hasta tocar con su cabeza la blanca cabeza y tuve la sensación de encontrarme ante una de aquellas últimas hojas de otoño, muertas en el árbol antes de que el viento las arranque.
Cuando al fin se marchó quedaron mucho rato vibrando sus ecos. Aquella misma tarde sonó el timbre de la puerta y yo abrí a un desconocido que venía en su busca.
—¿Se ha marchado ya? —añadió él mismo, ansioso, como si hubiera venido corriendo.
—Sí.
—¿Puedo entonces ver a su abuela?
Le hice pasar al comedor y él lanzó a toda aquella ruinosa tristeza una mirada inquieta. Era un hombre alto y grueso, con las cejas muy grises y espesas.
La abuelita apareció con el niño pegado a sus faldas, con su espectral y desastrado señorío, sonriéndole dulcemente sin reconocerle.
—No sé de dónde…
—He vivido muchos meses en esta casa, señora. Soy Jerónimo Sanz.
Miré al jefe de Angustias con curiosidad impertinente. Parecía un hombre de mal genio, que se contuviera con dificultad. Iba muy bien vestido. Sus ojos oscuros, casi sin blanco, me recordaron a los de los cerdos que criaba Isabel en el pueblo.
—¡Jesús! ¡Jesús! —decía la abuelita, temblona—. Claro que sí… Siéntese usted. ¿Conoce a Andrea?
—Sí, señora. Ya la vi la última vez que estuvo aquí. Ha cambiado muy poco…, se parece a su madre en los ojos y en lo alta y delgada que es. En realidad, Andrea tiene un gran parecido con la familia de ustedes.
—Es igual que mi hijo Román; si tuviera los ojos negros sería como mi hijo Román —dijo la abuela inesperadamente.
Don Jerónimo resopló en su sillón. La conversación sobre mí le interesaba tan poco como a mí misma. Se volvió a la abuela y vio que se había olvidado de él, ocupada en jugar con el niño.
—Señora. Yo quisiera la dirección de Angustias… Es un favor que le pido a usted. Ya sabe…, tengo algunos asuntos en la oficina que sólo ella puede resolver, pues…, no se ha acordado de eso… y…
—Sí, sí —dijo la abuela—. No se ha acordado… Se le ha olvidado a Angustias decir adonde iba. ¿Verdad, Andrea? Sonrió a don Jerónimo con sus ojillos claros y dulces.
—Se ha olvidado de dar su dirección a todo el mundo —concluyó—, quizás escriba… Mi hija es un poco especial. Figúrese usted, tiene la manía de decir que su cuñada, que mi nuera Gloria no es perfecta…
Don Jerónimo, enrojecido sobre su blanco cuello duro, buscó un momento para despedirse. Desde la puerta me lanzó una mirada de odio singular. Tuve el impulso de correr tras él, de cogerle por las solapas y de gritarle furiosa:
«¿Por qué me mira usted así? ¿Qué tengo yo que ver con usted?». Pero, naturalmente, le sonreí y cerré la puerta con cuidado. Al volverme encontré la cara de la abuelita, infantil, contra mi pecho.
—Estoy contenta, hijita. Estoy contenta, pero me parece que esta vez me tendré que confesar. Estoy segura, sin embargo, de que no será un pecado muy grande. Pero de todas maneras…, como quiero comulgar mañana…
—¿Es que le has dicho una mentira a don Jerónimo?
—Sí, sí… —y la abuela se reía.
—¿Dónde está Angustias, abuela?
—A ti tampoco puedo decírtelo, picarona… Y me gustaría, porque tus tíos creen muchas barbaridades de la pobre Angustias que no son verdad y tú podrías creerlas también. La pobre hija mía lo único que tiene es muy mal genio… Pero no hay que hacerle caso.
Gloria y Juan vinieron.
—¿De modo que no se ha fugado Angustias con don Jerónimo? —dijo Juan, brutalmente.
—¡Calla!, ¡calla!… De sobra sabes que tu hermana es incapaz.
—Pues nosotros, mamá, la vimos la noche de Nochebuena volver a casa con don Jerónimo casi de madrugada. Juan y yo nos escondimos en la sombra para verlos pasar. Debajo del farol que hay a la entrada se despidieron, don Jerónimo le besó la mano y ella lloraba…
—Hija —dijo la abuela, moviendo la cabeza—, no todas las cosas que se ven son lo que parecen.
Un rato después la vimos salir desafiando la sombra helada de la tarde para confesarse en una iglesia cercana.
Entré en el cuarto de Angustias y el blando colchón desguarnecido me dio la idea de dormir allí mientras ella estuviera fuera. Sin consultarlo a nadie trasladé mis ropas a aquella cama, no sin cierta inquietud, pues todo el cuarto estaba impregnado del olor a naftalina e incienso que su dueña despedía, y el orden de las tímidas sillas parecía obedecer aún a su voz. Aquel cuarto era duro como el cuerpo de Angustias, pero más limpio y más independiente que ninguno en la casa. Me repelía instintivamente y a la vez atraía a mi deseo de comodidad.
Horas más tarde, cuando la casa estaba en la paz de la noche —corta tregua obligatoria—, ya de madrugada me despertó la luz eléctrica en los ojos.
Me incorporé sobresaltada en la cama y vi a Román.
—¡Ah! —dijo con el ceño fruncido, pero esbozando una sonrisa—, te aprovechas de la ausencia de Angustias para dormir en su alcoba… ¿No tienes miedo a que te ahogue cuando se entere?
Yo no le contesté, pero le miré interrogante.
—Nada —dijo él—, nada…, no quería nada aquí.
Brusco, apagó otra vez la luz y se fue. Luego le oí salir de la casa.
Durante los siguientes días yo tuve la impresión de que esta aparición de Román a altas horas de la noche había sido un sueño; pero la recordé vívidamente poco tiempo después.
Fue una tarde de luz muy triste. Yo me cansé de ver los retratos antiguos que me enseñaba la abuela en su alcoba. Tenía un cajón lleno de fotografías en el más espantoso desorden, algunas con el cartón mordisqueado de ratones.
—¿Ésta eres tú, abuela?
—Sí…
—¿Éste es el abuelito?
—Sí, es tu padre.
—¿Mi padre?
—Sí, mi marido.
—Entonces no es mi padre, sino mi abuelo…
—¡Ah!… Sí, sí.
—¿Quién es esta niña tan gorda?
—No sé.
Pero detrás de la fotografía había una fecha antigua y un nombre: «Amalia».
—Es mi madre cuando pequeña, abuela.
—Me parece que estás equivocada.
—No, abuela.
De sus antiguos amigos de juventud se acordaba de todos.
—Es mi hermano… Es un primo que ha estado en América…
Al final me cansé y fui hacia el cuarto de Angustias. Quería estar allí sola y a oscuras un rato. «Si tengo ganas —pensé con el ligero malestar que siempre me atacaba al reflexionar sobre esto— estudiaré un rato». Empujé la puerta con suavidad y de pronto retrocedí, asustada: junto al balcón, aprovechando para leer la última luz de la tarde, estaba Román, con una carta en la mano.
Se volvió con impaciencia, pero al verme esbozó una sonrisa.
—¡Ah!… ¿Eres tú, pequeña?… Bueno, ahora no me huyas, haz el favor.
Me quedé quieta y vi que él con gran tranquilidad y destreza doblaba aquella carta y la colocaba sobre un fajo de ellas que había sobre el pequeño escritorio (yo miraba sus ágiles manos, morenas, vivísimas). Abrió uno de los cajones de Angustias. Luego sacó un llavero de bolsillo, encontró enseguida la llavecita que buscaba y cerró el cajón silenciosamente después de haber metido las cartas dentro.
Mientras efectuaba estas operaciones me iba hablando:
—Precisamente tenía yo muchas ganas de charlar esta tarde contigo, pequeña. Tengo arriba un café buenísimo y quería invitarte a una taza. Tengo también cigarrillos y unos bombones que compré ayer pensando en ti… Y… ¿bien? —dijo al terminar, en vista de que yo no contestaba.
Se había recostado contra el escritorio de Angustias y la última luz del balcón le daba de espaldas. Yo estaba enfrente.
—Se te ven brillar los ojos grises como a un gato —me dijo. Yo descargué mi atontamiento y mi tensión en algo parecido a un suspiro.
—Bueno, ¿qué me contestas?
—No, Román, gracias. Esta tarde quiero estudiar.
Román frotó una cerilla para encender el cigarrillo; vi un instante, entre las sombras, su cara iluminada por un resplandor rojizo y su singular sonrisa, luego las doradas hebras ardiendo. Enseguida un punto rojo y alrededor otra vez la luz gris violeta del crepúsculo.
—No es verdad que tengas ganas de estudiar, Andrea… ¡Anda! —dijo acercándose rápidamente hacia mí y cogiéndome del brazo—. ¡Vamos!
Me sentí rígida y suavemente empecé a despegar sus dedos de mi brazo.
—Hoy, no…, gracias.
Me soltó enseguida; pero estábamos muy cerca y no nos movíamos.
Se encendieron los faroles de la calle, y un reguero amarillento se reflejó en la vacía silla de Angustias, corrió sobre los baldosines…
—Puedes hacer lo que quieras, Andrea —dijo él al fin—, no es cuestión de vida o muerte para mí.
La voz le sonaba profunda, con un tono nuevo.
«Está desesperado», pensé, sin saber a ciencia cierta por qué encontraba desesperación en su voz. Él se marchó rápidamente y dio un portazo al salir del piso, como siempre. Yo me sentía emocionada de una manera desagradable. Me entró un inmediato deseo de seguirle, pero al llegar al recibidor me detuve otra vez. Hacía días que yo rehuía la afectuosidad de Román, me parecía imposible volver a sentirme amiga suya después del desagradable episodio del pañuelo. Pero aún me inspiraba él más interés que los demás de la casa juntos… «Es mezquino, es una persona innoble», pensé en alta voz, allí, en la tranquila oscuridad de la casa.
Sin embargo, me decidí a abrir la puerta y subir las escaleras. Sintiendo por primera vez, aun sin comprenderlo, que el interés y la estimación que inspire una persona son dos cosas que no siempre van unidas.
Por el camino iba pensando en que la primera noche que dormí en el cuarto de Angustias, después de la aparición de Román y de haber oído el portazo que dio a su marcha y sus pasos en la escalera, oí salir de la casa a Gloria. El cuarto de Angustias recibía directamente los ruidos de la escalera. Era como una gran oreja en la casa… Cuchicheos, portazos, voces, todo resonaba allí. Impresionada como estaba, me había puesto a escuchar. Había cerrado los ojos para oír mejor; me parecía ver a Gloria, con su cara blanca y triangular, rondando por el descansillo sin decidirse. Dio unos cuantos pasos y se detuvo luego vacilante; otra vez comenzó a pasear y a detenerse. Me empezó a latir el corazón de excitación porque estaba segura de que ella no podría resistir el deseo de subir los peldaños que separaban nuestra casa del cuarto de Román. Tal vez no podía resistir la tentación de espiarle… Sin embargo, los pasos de Gloria se decidieron, bruscamente, a lanzarse escalera abajo, hacia la calle. Todo esto resultaba tan asombroso que contribuyó a que yo lo achacara a trastornos de mi imaginación medio dormida.
Ahora era yo quien subía despacio, latiéndome el corazón, al cuarto de Román. En realidad me parecía que le hacía yo verdadera falta, que le hacía verdadera falta hablar, como me había dicho. Tal vez quería confesarse conmigo; arrepentirse delante de mí o justificarse. Cuando llegué le encontré tumbado, acariciando la cabeza del perro.
—¿Crees que has hecho una gran cosa con venir?