Con frecuencia me encontré sorprendida, entre aquellas gentes de la calle de Aribau, por el aspecto de tragedia que tomaban los sucesos más nimios, a pesar de que aquellos seres llevaban cada uno un peso, una obsesión real dentro de sí, a la que pocas veces aludían directamente.
El día de Navidad me envolvieron en uno de sus escándalos; y quizá porque hasta entonces solía estar yo apartada de ellos me hizo éste más impresión que otro alguno. O quizá por el extraño estado de ánimo en que me dejó respecto a mi tío Román, al que no tuve más remedio que empezar a ver bajo un aspecto desagradable en extremo.
Aquella vez la discusión tuvo sus raíces ocultas en mi amistad con Ena. Y mucho más tarde, recordándolo, he pensado que una especie de predestinación unió a Ena desde el principio a la vida de la calle de Aribau, tan impermeable a elementos extraños.
Mi amistad con Ena había seguido el curso normal de unas relaciones entre dos compañeras de clase que simpatizan extraordinariamente. Volví a recordar el encanto de mis amistades de colegio, ya olvidadas, gracias a ella. No se me ocultaban tampoco las ventajas que su preferencia por mí me reportaba. Los mismos compañeros me estimaban más. Seguramente les parecía más fácil acercarse así a mi guapa amiga.
Sin embargo, era para mí un lujo demasiado caro el participar de las costumbres de Ena. Ella me arrastraba todos los días al bar —el único sitio caliente que yo recuerdo, aparte del sol del jardín, en aquella universidad de piedra— y pagaba mi consumición, ya que habíamos hecho un pacto para prohibir que los muchachos, demasiado jóvenes todos, y en su mayoría faltos de recursos, invitaran a las chicas. Yo no tenía dinero para una taza de café. Tampoco lo tenía para pagar el tranvía —si alguna vez podía burlar la vigilancia de Angustias y salía con mi amiga a dar un paseo— ni para comprar castañas calientes a la hora del sol. Y a todo proveía Ena. Esto me arañaba de un modo desagradable la vida. Todas mis alegrías de aquella temporada aparecieron un poco limadas por la obsesión de corresponder a sus delicadezas. Hasta entonces nadie a quien yo quisiera me había demostrado tanto afecto y me sentía roída por la necesidad de darle algo más que mi compañía, por la necesidad que sienten todos los seres poco agraciados de pagar materialmente lo que para ellos es extraordinario: el interés y la simpatía.
No sé si era un sentimiento bello o mezquino —y entonces no se me hubiera ocurrido analizarlo— el que me empujó a abrir mi maleta para hacer un recuento de mis tesoros. Apilé mis libros mirándolos uno a uno. Los había traído todos de la biblioteca de mi padre, que mi prima Isabel guardaba en el desván de su casa, y estaban amarillos y mohosos de aspecto. Mi ropa interior y una cajita de hoja de lata acababan de completar el cuadro de todo lo que yo poseía en el mundo. En la caja encontré fotografías viejas, las alianzas de mis padres y una medalla de plata con la fecha de mi nacimiento. Debajo de todo, envuelto en papel de seda, estaba un pañuelo de magnífico encaje antiguo que mi abuela me había mandado el día de mi primera comunión. Yo no me acordaba de que fuera tan bonito y la alegría de podérselo regalar a Ena me compensaba muchas tristezas. Me compensaba el trabajo que me llegaba a costar poder ir limpia a la universidad, y sobre todo parecerlo junto al aspecto confortable de mis compañeros. Aquella tristeza de recoser los guantes, de lavar mis blusas en el agua turbia y helada del lavadero de la galería con el mismo trozo de jabón que Antonia empleaba para fregar sus cacerolas y que por las mañanas raspaba mi cuerpo bajo la ducha fría. Poder hacer a Ena un regalo tan delicadamente bello me compensaba de toda la mezquindad de mi vida. Me acuerdo de que se lo llevé a la universidad el último día de clase antes de las vacaciones de Navidad y que escondí este hecho, cuidadosamente, a las miradas de mis parientes; no porque me pareciera mal regalar lo que era mío, sino porque entraba aquel regalo en el recinto de mis cosas íntimas del cual los excluía a todos. Ya en aquella época me parecía imposible haber pensado nunca en hablar de Ena a Román, ni aun para decirle que alguien admiraba su arte.
Ena se quedó conmovida y tan contenta cuando encontró en el paquete que le di la graciosa fruslería, que esta alegría suya me unió a ella más que todas sus anteriores muestras de afecto. Me hizo sentirme todo lo que no era: rica y feliz. Y yo no lo pude olvidar ya nunca.
Me acuerdo de que este incidente me había puesto de buen humor y de que empecé mis vacaciones con más paciencia y dulzura hacia todos de la que habitualmente tenía. Hasta con Angustias me mostraba amable. La Nochebuena me vestí, dispuesta a ir a Misa del Gallo con ella, aunque no me lo había pedido. Con gran sorpresa de mi parte se puso muy nerviosa.
—Prefiero ir sola esta noche, nena…
Creyó que me había quedado decepcionada y me acarició la cara.
—Ya irás mañana a comulgar con tu abuelita…
Yo no estaba decepcionada, sino sorprendida, pues a todos los oficios religiosos, Angustias me hacía ir con ella y le gustaba vigilar y criticar mi devoción.
La mañana de Navidad apareció espléndida cuando ya llevaba muchas horas durmiendo. Acompañé, en efecto, a la abuela a misa. A la fuerte luz del sol, la viejecilla, con su abrigo negro, parecía una pequeña y arrugada pasa. Iba a mi lado tan contenta, que me atormentó un turbio remordimiento de no quererla más.
Cuando ya volvíamos, me dijo que había ofrecido la comunión por la paz de la familia.
—Que se reconcilien esos hermanos, hija mía, es mi único deseo y también que Angustias comprenda lo buena que es Gloria y lo desgraciada que ha sido.
Cuando subíamos las escaleras de la casa oímos gritos que salían de nuestro piso. La abuela se cogió a mi brazo con más fuerza y suspiró.
Al entrar encontramos que Gloria, Angustias y Juan tenían un altercado de tono fuerte en el comedor. Gloria lloraba histérica.
Juan intentaba golpear con una silla la cabeza de Angustias y ella había cogido otra como escudo y daba saltos para defenderse.
Como el loro chillaba excitado y Antonia cantaba en la cocina, la escena no dejaba de tener su comicidad.
La abuelita se metió en seguida en la riña, aleteando e intentando sujetar a Angustias, que se puso desesperada.
Gloria corrió hacia mí.
—¡Andrea! ¡Tú puedes decir que no es verdad! Juan dejó la silla para mirarme.
—¿Qué va a decir Andrea? —gritó Angustias—; sé muy bien que lo has robado…
—¡Angustias! ¡Cómo sigas insultando, te abro la cabeza, maldita!
—Bueno, ¿pero qué tengo que decir yo?
—Dice Angustias que te he quitado un pañuelo de encaje que tenías…
Sentí que me ponía estúpidamente encarnada, como si me hubieran acusado de algo. Una oleada de calor. Un chorro de sangre hirviente en las mejillas, en las orejas, en las venas del cuello…
—¡Yo no hablo sin pruebas! —dijo Angustias con el índice extendido hacia Gloria—. Hay quien te ha visto sacar de casa ese pañuelo para venderlo. Precisamente es lo único valioso que tenía la sobrina en su maleta y no me negarás que no es la primera vez que revuelves esa maleta para quitar de ella algo. Dos veces te he descubierto ya usando la ropa interior de Andrea.
Esto era efectivamente cierto. Una desagradable costumbre de Gloria, sucia y desastrada en todo y sin demasiados escrúpulos para la propiedad ajena.
—Pero eso de que me haya quitado el pañuelo no es verdad —dije oprimida por una angustia infantil.
—¿Ves? ¡Bruja indecente! Más valdría que tuvieras vergüenza en tus asuntos y que no te metieras en los de los demás. Éste era Juan, naturalmente.
—¿No es verdad? ¿No es verdad que te han robado tu pañuelo de la primera comunión?… ¿Dónde está entonces? Porque esta misma mañana he estado viendo yo tu maleta y allí no hay nada.
—Lo he regalado —dije conteniendo los latidos de mi corazón—. Se lo he regalado a una persona.
Tía Angustias vino tan deprisa hacia mí, que cerré los ojos con un gesto instintivo, como si tratara de abofetearme. Se quedó tan cerca, que su aliento me molestaba.
—Dime a quién se lo has dado, ¡enseguida! ¿A tu novio? ¿Tienes novio?
Moví la cabeza en sentido negativo.
—Entonces no es verdad. Es una mentira que dices para defender a Gloria. No te importa dejarme en ridículo con tal de que quede bien esa mujerzuela…
Corrientemente tía Angustias era comedida en su modo de hablar. Aquella vez se debió contagiar del ambiente general. Lo demás fue muy rápido: un bofetón de Juan, tan brutal, que hizo tambalearse a Angustias y caer al suelo.
Me incliné rápidamente hacia ella y quise ayudarle a levantarse. Me rechazó, brusca, llorando. La escena, en realidad, había perdido todo su aspecto divertido para mí.
—Y escucha, ¡bruja! —gritó Juan—. No lo había dicho antes porque soy cien veces mejor que tú y que toda la maldita ralea de esta casa, pero me importa muy poco que todo dios se entere de que la mujer de tu jefe tiene razón en insultarte por teléfono, como hace a veces, y que anoche no fuiste a Misa del Gallo ni a nada por el estilo…
Creo que me va a ser difícil olvidar el aspecto de Angustias en aquel momento. Con los mechones grises despeinados, los ojos tan abiertos que me daban miedo y limpiándose con dos dedos un hilillo de sangre de la comisura de los labios…, parecía borracha.
—¡Canalla! ¡Canalla!… ¡Loco! —gritó.
Luego se tapó la cara con las manos y corrió a encerrarse en su cuarto. Oímos el crujido de la cama bajo su cuerpo, y luego su llanto.
El comedor se quedó envuelto en una tranquilidad pasmosa. Miré a Gloria y vi que me sonreía. Yo no sabía qué hacer. Intenté una tímida llamada en el cuarto de Angustias y noté con alivio que no me contestaba.
Juan se fue al estudio y desde allí llamó a Gloria. Oí que empezaban una nueva discusión que hasta mí llegaba amortiguada como una tempestad que se aleja.
Yo me acerqué al balcón y apoyé la frente en los cristales. Aquel día de Navidad, la calle tenía aspecto de una inmensa pastelería dorada, llena de cosas apetecibles.
Sentí que la abuelita se acercaba a mi espalda y luego su mano estrecha, siempre azulosa de frío, inició una débil caricia sobre mi mano.
—Picarona —me dijo—, picarona…, has regalado mi pañuelo. La miré y vi que estaba triste, con un desconsuelo infantil en los ojos.
—¿No te gustaba mi pañuelo? Era de mi madre, pero yo quise que fuera para ti…
No supe qué contestar y volví su mano para besarle la palma, arrugada y suave. Me apretaba a mí también un desconsuelo la garganta, como una soga áspera. Pensé que cualquier alegría de mi vida tenía que compensarla algo desagradable. Que quizás esto era una ley fatal.
Llegó Antonia para poner la mesa. En el centro, como si fueran flores, colocó un plato grande con turrón. Tía Angustias no quiso salir de su cuarto para comer.
Estábamos la abuela, Gloria, Juan, Román y yo, en aquella extraña comida de Navidad, alrededor de una mesa grande, con su mantel a cuadros deshilachado por las puntas.
Juan se frotó las manos, contento.
—¡Alegría! ¡Alegría! —dijo, y descorchó una botella. Como era día de Navidad, Juan se sentía muy animado. Gloria empezó a comer trozos de turrón empleándolos como pan desde la sopa. La abuelita reía, dichosa, con la cabeza vacilante después de beber vino.
—No hay pollo ni pavo, pero un buen conejo es mejor que todo —dijo Juan.
Sólo Román parecía, como siempre, lejos de la comida. También cogía trozos de turrón para dárselos al perro.
Teníamos semejanza con cualquier tranquila y feliz familia, envuelta en su pobreza sencilla, sin querer nada más. Un reloj que se atrasaba siempre dio unas campanadas intempestivas y el loro se esponjó, satisfecho, al sol.
De pronto a mí me pareció todo aquello idiota, cómico y risible otra vez. Y sin poderlo remediar empecé a reírme cuando nadie hablaba ni venía a cuento, y me atraganté. Me daban golpes en la espalda, y yo, encarnada y tosiendo hasta saltárseme las lagrimas, me reía; luego terminé llorando en serio, acongojada, triste y vacía.
Por la tarde me hizo ir tía Angustias a su cuarto. Se había metido en la cama y se colocaba unos paños con agua y vinagre en la frente. Estaba ya tranquila y parecía enferma.
—Acércate, hijita, acércate —me dijo—, tengo que explicarte algo… Tengo interés de que sepas que tu tía es incapaz de hacer nada malo o indecoroso.
—Ya lo sé. No lo he dudado nunca.
—Gracias, hija, ¿no has creído las calumnias de Juan?
—¡Ah!…, ¿que anoche no estabas en Misa del Gallo? —contuve las ganas de sonreírme—. No. ¿Por qué no ibas a estar? Además, a mí eso no me parece importante. Se removió inquieta.
—Me es muy difícil explicarte, pero…
Su voz venía cargada de agua, como las nubes hinchadas de primavera. Me resultaba insoportable otra nueva escena, y toqué su brazo con las puntas de mis dedos.
—No quiero que me expliques nada. No creo que tengas que darme cuenta de tus actos, tía. Y si te sirve de algo, te diré que creo imposible cualquier cosa poco moral que me dijeran de ti.
Ella me miró, aleteándole los ojos castaños bajo la visera del paño mojado que llevaba en la cabeza.
—Me voy a marchar muy pronto de esta casa, hija —dijo con voz vacilante—. Mucho más pronto de lo que nadie se imagina. Entonces resplandecerá mi verdad.
Traté de imaginarme lo que sería la vida sin tía Angustias, los horizontes que se me podrían abrir… Ella no me dejó.
—Ahora, Andrea, escúchame —había cambiado de tono—; si has regalado ese pañuelo tienes que pedir que te lo devuelvan.
—¿Por qué? Era mío.
—Porque yo te lo mando.
Me sonreí un poco, pensando en los contrastes de aquella mujer.
—No puedo hacer eso. No haré esa estupidez.
Algo ronco le subía a Angustias por la garganta, como a un gato el placer. Se incorporó en la cama, quitándose de la frente el pañuelo humedecido.
—¿Te atreverías a jurar que lo has regalado?
—¡Claro que sí! ¡Por Dios!
Yo estaba aburrida y desesperada de aquel asunto.
—Se lo he regalado a una compañera de la universidad.
—Piensa que juras en falso.
—¿No te das cuenta, tía, que todo esto llega a ser ridículo? Digo la verdad. ¿Quién te ha metido en la cabeza que Gloria me lo quitó?
—Me lo aseguró tu tío Román, hija —se volvió a tender, lacia, sobre la almohada—, que Dios le perdone si ha dicho una mentira. Me dijo que él había visto a Gloria vendiendo tu pañuelo en una tienda de antigüedades; por eso fui yo a registrar la maleta esta mañana.
Me quedé perpleja, como si hubiera metido mis manos en algo sucio, sin saber qué hacer ni qué decir.
Terminé el día de Navidad en mi cuarto, entre aquella fantasía de muebles en el crepúsculo. Yo estaba sentada sobre la cama turca, envuelta en la manta, con la cabeza apoyada sobre las rodillas dobladas.
Fuera, en las tiendas, se trenzarían chorros de luz y la gente iría cargada de paquetes. Los belenes armados con todo su aparato de pastores y ovejas estarían encendidos. Cruzarían las calles, bombones, ramos de flores, cestas adornadas, felicitaciones y regalos.
Gloria y Juan habían salido de paseo con el niño. Pensé que sus figuras serían más ñacas, más borrosas y perdidas entre las otras gentes. Antonia también había salido y escuché los pasos de la abuelita, nerviosa y esperanzada como un ratoncillo, husmeando en el prohibido mundo de la cocina; en los dominios de la terrible mujer. Arrastró una silla para alcanzar la puerta del armario. Cuando encontró la lata del azúcar oí crujir los terrones entre su dentadura postiza.
Los demás estábamos en la cama. Tía Angustias, yo y allá arriba, separado por las capas amortiguadas de rumores (sonidos de gramófono, bailes, conversaciones bulliciosas) de cada piso, podía imaginarme a Román tendido también, fumando, fumando…
Y los tres pensábamos en nosotros mismos sin salir de los límites estrechos de aquella vida. Ni él, ni Román, con su falsa apariencia endiosada. Él, Román, más mezquino, más cogido que nadie en las minúsculas raíces de lo cotidiano. Chupada su vida, sus facultades, su arte, por la pasión de aquella efervescencia de la casa. Él, Román, capaz de fisgar en mis maletas y de inventar mentiras y enredos contra un ser a quien afectaba despreciar hasta la ignorancia absoluta de su existencia.
Así acabó para mí aquel día de Navidad, helada en mi cuarto y pensando estas cosas.