No sé a qué fueron debidas aquellas fiebres, que pasaron como una ventolera dolorosa, removiendo los rincones de mi espíritu, pero barriendo también sus nubes negras. El caso es que desaparecieron antes de que nadie hubiera pensado en llamar al médico y que al cesar me dejaron una extraña y débil sensación de bienestar. El primer día que pude levantarme tuve la impresión de que al tirar la manta hacia los pies quitaba también de sobre mí aquel ambiente opresivo que me anulaba desde mi llegada a la casa.
Angustias, examinando mis zapatos, cuyo cuero arrugado como una cara expresiva delataba su vejez, señaló las suelas rotas que rezumaban humedad y dijo que yo había cogido un enfriamiento por llevar los pies mojados.
—Además, hija mía, cuando se es pobre y se tiene que vivir a costa de la caridad de los parientes, es necesario cuidar más las prendas personales. Tienes que andar menos y pisar con más cuidado… No me mires así, porque te advierto que sé perfectamente lo que haces cuando yo estoy en mi oficina. Sé que te vas a la calle y vuelves antes de que yo llegue, para que no pueda pillarte. ¿Se puede saber a donde vas?
—Pues a ningún sitio concreto. Me gusta ver las calles. Ver la ciudad…
—Pero te gusta ir sola, hija mía, como si fueras un golfo. Expuesta a las impertinencias de los hombres. ¿Es que eres una criada, acaso?… A tu edad, a mí no me dejaban ir sola ni a la puerta de la calle. Te advierto que comprendo que es necesario que vayas y vengas de la universidad…, pero de eso a andar por ahí suelta como un perro vagabundo… Cuando estés sola en el mundo haz lo que quieras. Pero ahora tienes una familia, un hogar y un nombre. Ya sabía yo que tu prima del pueblo no podía haberte inculcado buenos hábitos. Tu padre era un hombre extraño… No es que tu prima no sea una excelente persona, pero le falta refinamiento. A pesar de todo, espero que no irías a corretear por las calles del pueblo.
—No.
—Pues aquí mucho menos. ¿Me has oído?
Yo no insistí, ¿qué podía decirle?
De pronto se volvió, espeluznada, cuando ya se iba.
—Espero que no habrás bajado hacia el puerto por las Ramblas.
—¿Por qué no?
—Hija mía, hay unas calles en las que si una señorita se metiera alguna vez, perdería para siempre su reputación. Me refiero al barrio chino… Tú no sabes dónde comienza…
—Sí, sé perfectamente. En el barrio chino no he entrado… pero ¿qué hay allí?
Angustias me miró furiosa.
—Perdidas, ladrones y el brillo del demonio, eso hay.
(Y yo, en aquel momento, me imaginé el barrio chino iluminado por una chispa de belleza).
El momento de mi lucha contra Angustias se acercaba cada vez más, como una tempestad inevitable. A la primera conversación que tuve con ella supe que nunca íbamos a entendernos. Luego, la sorpresa y la tristeza de mis primeras impresiones habían dado una gran ventaja a mi tía. «Pero —pensé yo, excitada, después de esta conversación— este período se acaba». Me vi entrar en una vida nueva, en la que dispondría libremente de mis horas y sonreí a Angustias con sorna.
Cuando volví a reanudar las clases en la universidad me parecía fermentar interiormente de impresiones acumuladas. Por primera vez en mi vida me encontré siendo expansiva y anudando amistades. Sin mucho esfuerzo conseguí relacionarme con un grupo de muchachas y muchachos compañeros de clase. La verdad es que me llevaba a ellos un afán indefinible que ahora puedo concretar como un instinto de defensa: sólo aquellos seres de mi misma generación y de mis mismos gustos podían respaldarme y ampararme contra el mundo un poco fantasmal de las personas maduras. Y verdaderamente, creo que yo en aquel tiempo necesitaba este apoyo.
Comprendí en seguida que con los muchachos era imposible el tono misterioso y reticente de las confidencias, al que las chicas suelen ser aficionadas, el encanto de desmenuzar el alma, el roce de la sensibilidad almacenado durante años… En mis relaciones con la pandilla de la universidad me encontré hundida en un cúmulo de discusiones sobre problemas generales en los que no había soñado antes siquiera y me sentía descentrada y contenta al mismo tiempo.
Pons, el más joven de mi grupo, me dijo un día:
—Antes, ¿cómo podías vivir, siempre huyendo de hablar con la gente? Te advierto que nos resultabas bastante cómica. Ena se reía de ti con mucha gracia. Decía que eras ridícula, ¿qué te pasaba?
Me encogí de hombros un poco dolida, porque de toda la juventud que yo conocía Ena era mi preferida.
Aun en los tiempos en que no pensaba ser su amiga, yo le tenía simpatía a aquella muchacha y estaba segura de ser correspondida. Ella se había acercado algunas veces para hablarme cortésmente con cualquier pretexto. El primer día de curso me había preguntado que si yo era parienta de un violinista célebre. Recuerdo que la pregunta me pareció absurda y me hizo reír.
No era yo solamente quien sentía preferencia por Ena. Ella constituía algo así como un centro atractivo en nuestras conversaciones, que presidía muchas veces. Su malicia y su inteligencia eran proverbiales. Yo estaba segura de que si alguna vez me había tomado como blanco de sus burlas, realmente debería haber sido yo el hazmerreír de todo nuestro curso.
La miré desde lejos, con cierto rencor. Ena tenía una agradable y sensual cara, en la que relucían unos ojos terribles. Era un poco fascinante aquel contraste entre sus gestos suaves, el aspecto juvenil de su cuerpo y de su cabello rubio, con la mirada verdosa cargada de brillo y de ironía que tenían sus grandes ojos.
Mientras yo hablaba con Pons, ella me saludó con la mano. Luego vino a buscarme atravesando los grupos bulliciosos que esperaban en el patio de letras la hora de la clase. Cuando llegó a mi lado tenía las mejillas encarnadas y parecía de un humor excelente.
—Déjanos solas, Pons, ¿quieres?
—Con Pons —me dijo cuando vio la delgada figura del muchacho que se alejaba— hay que tener cuidado. Es de esas personas que se ofenden enseguida. Ahora mismo cree que le he hecho un agravio al pedirle que nos deje…, pero tengo que hablarte.
Yo estaba pensando que hacía sólo unos minutos también me había sentido herida por burlas suyas de las que hasta entonces no tenía la menor idea. Pero ahora estaba ganada por su profunda simpatía.
Me gustaba pasear con ella por los claustros de piedra de la universidad y escuchar su charla pensando en que algún día yo habría de contarle aquella vida oscura de mi casa, que en el momento en que pasaba a ser tema de discusión, empezaba a aparecer ante mis ojos cargada de romanticismo. Me parecía que a Ena le interesaría mucho y que entendería aún mejor que yo sus problemas. Hasta entonces, sin embargo, no le había dicho nada de mi vida. Me iba haciendo amiga suya gracias a este deseo de hablar que me había entrado; pero hablar y fantasear eran cosas que siempre me habían resultado difíciles, y prefería escuchar su charla, con una sensación como de espera, que me desalentaba y me parecía interesante al mismo tiempo. Así, cuando nos dejó Pons aquella tarde no podía imaginar que la agridulce tensión entre mis vacilaciones y mi anhelo de confidencias iba a terminarse.
—He averiguado hoy que un violinista de que te hablé hace tiempo…, ¿te acuerdas?…, además de llevar tu segundo apellido, tan extraño, vive en la calle de Aribau como tú. Su nombre es Román. ¿De veras no es pariente tuyo? —me dijo.
—Sí, es mi tío; pero no tenía idea de que realmente fuera un músico. Estaba segura de que aparte de su familia nadie más sabía que tocara el violín.
—Pues ya ves que yo sí que le conocía de oídas.
A mí me empezó a entrar una ligera excitación al pensar que Ena pudiera tener algún contacto con la calle de Aribau. Al mismo tiempo me sentí casi defraudada.
—Yo quiero que me presentes a tu tío.
—Bueno.
Nos quedamos calladas. Yo estaba esperando que Ena me explicara algo. Ella, tal vez que hablara yo. Pero sin saber por qué me pareció imposible comentar ya, con mi amiga, el mundo de la calle de Aribau. Pensé que me iba a ser terriblemente penoso llevar a Ena delante de Román —«un violinista célebre»— y presenciar la desilusión y la burla de sus ojos ante el aspecto descuidado de aquel hombre. Tuve uno de esos momentos de desaliento y vergüenza tan frecuentes en la juventud, al sentirme yo misma mal vestida, trascendiendo a lejía y áspero jabón de cocina junto al bien cortado traje de Ena y al suave perfume de su cabello.
Ena me miraba. Recuerdo que me pareció un alivio enorme que en aquel momento tuviéramos que entrar en clase.
—¡Espérame a la salida! —me gritó.
Yo me sentaba siempre en el último banco y a ella le reservaban un sitio sus amigos, en la primera fila. Durante toda la explicación del profesor yo estuve con la imaginación perdida. Me juré que no mezclaría aquellos dos mundos que se empezaban a destacar tan claramente en mi vida: el de mis amistades de estudiante con su fácil cordialidad y el sucio y poco acogedor de mi casa. Mi deseo de hablar de la música de Román, de la rojiza cabellera de Gloria, de mi pueril abuela vagando por la noche como un fantasma, me pareció idiota. Aparte del encanto de vestir todo esto con hipótesis fantásticas en largas conversaciones, sólo quedaba la realidad miserable que me había atormentado a mi llegada y que sería la que Ena podría ver, si llegaba yo a presentarle a Román.
Así, en cuanto terminó la clase de aquel día me escabullí fuera de la universidad y corrí a mi casa como si hubiera hecho algo malo, huyendo de la segura mirada de mi amiga.
Cuando llegué a nuestro piso de la calle de Aribau deseé, sin embargo, encontrar a Román, porque era una tentación demasiado fuerte darle a entender que conocía el secreto —secreto que al parecer él guardaba celosamente— de su celebridad y de su éxito en un tiempo pasado. Pero aquel día no vi a Román a la hora de la comida. Esto me decepcionó, aunque no llegó a extrañarme, porque Román se ausentaba con frecuencia. Gloria, sonando los mocos a su niño, me pareció un ser infinitamente vulgar, y Angustias estuvo insoportable.
Al día siguiente y algunos otros días más rehuí a Ena hasta que pude convencerme de que al parecer ella había olvidado sus preguntas. A Román no se le veía por casa.
Gloria me dijo:
—¿Tú no sabes que él se va de cuando en cuando de viaje? No se lo dice a nadie, ni nadie sabe adonde va más que la cocinera… («¿Sabrá Román —pensaba yo— que algunas personas le consideran una celebridad, que la gente aún no le ha olvidado?»). Una tarde me acerqué a la cocina.
—Diga, Antonia, ¿sabe usted cuándo volverá mi tío?
La mujer torció hacia mí, rápidamente, su risa espantosa.
—Él volverá. Él nunca deja de volver. Se va y vuelve. Vuelve y se va… Pero no se pierde nunca, ¿verdad, Trueno? No hay que preocuparse.
Se volvía hacia el perro que estaba, como de costumbre, detrás de ella, con su roja lengua fuera.
—¿Verdad, Trueno, que no se pierde nunca?
Los ojos del animal relucían amarillos mirando a la mujer y los ojos de ella brillaban también, chicos y oscuros, entre los humos de la lumbre que estaba comenzando a encender.
Estuvieron así los dos unos instantes, fijos, hipnotizados. Tuve la seguridad de que Antonia no añadiría una palabra a sus poco informadores comentarios.
No hubo manera de saber nada de Román hasta que él mismo apareció un atardecer. Estaba yo sola con la abuela y con Angustias, y además me encontraba algo así como en prisión correccional, pues Angustias me había cazado en el momento en que yo me disponía a escaparme a la calle andando de puntillas. En un instante así, la llegada de Román me causó una alegría inusitada.
Me pareció más moreno, con la frente y la nariz quemada del sol, pero demacrado, sin afeitar y con el cuello de la camisa sucio.
Angustias le miró de arriba abajo, —¡Quisiera yo saber dónde has estado!
Él la miró a su vez, maligno, mientras sacaba al loro para acariciarle.
—Puedes estar segura de que te lo voy a decir… ¿Quién me ha cuidado al loro, mamá?
—Yo, hijo mío —dijo la abuela, sonriéndole—, no me olvido nunca…
—Gracias, mamá.
La enlazó por la cintura, de modo que parecía que iba a levantarla, y le dio un beso en el cabello.
—A ningún sitio muy bueno habrás ido. Ya me han puesto sobre aviso de tus andanzas, Román. Te advierto que sé que no eres el mismo de antes…, tu sentido moral deja bastante que desear.
Román ensanchó el pecho, como para sacudirse del enervamiento del viaje.
—¿Y si te dijera que tal vez en mis andanzas he logrado averiguar algo sobre el sentido moral de mi hermana?
—No digas absurdos, ¡necio! Y menos delante de mi sobrina.
—Nuestra sobrina no se espantará. Y mamá, aunque abra esos ojillos redondos, tampoco…
Los pómulos de Angustias aparecieron amarillos y rojos y me pareció curioso que su pecho ondulase como el de cualquier otra mujer agitada.
—He estado corriendo algo por el Pirineo —dijo Román—, he parado unos días en Puigcerdá, que es un pueblo precioso, y naturalmente he ido a visitar a una pobre señora a quien conocí en mejores tiempos y a la que su marido ha hecho encerrar en su casona lúgubre, custodiada por criados como si fuese un criminal.
—Si te refieres a la mujer de don Jerónimo, del jefe de mi oficina, sabes perfectamente que la pobre se ha vuelto loca y que antes de mandarla al manicomio él ha preferido…
—Sí, ya veo que estás muy al tanto de los asuntos de tu jefe, me refiero a la pobre señora Sanz… En cuanto a que esté loca, no lo dudo. Pero ¿quién ha tenido la culpa de que llegue a ese estado?
—¿Qué eres capaz de insinuar? —gritó Angustias tan dolorida (esta vez de verdad) que me dio pena.
—¡Nada! —dijo Román con sorprendente ligereza, mientras flotaba bajo su bigote una sonrisa asombrada.
Yo me había quedado con la boca abierta, parada en medio de mi deseo de hablar con Román. Había pasado días excitada con la perspectiva de hablar a mi tío; tantas noticias, que yo creía interesantes y agradables para él, me parecía guardar.
Cuando me levanté de la silla para abrazarle con más ímpetu del que solía poner en estas cosas, me saltaba la alegría de esta sorpresa que le tenía preparada en la punta de la lengua. La escena que siguió me había cortado el entusiasmo.
Con el rabillo del ojo vi a tía Angustias —mientras Román me hablaba— apoyada en el aparador, muy pensativa, afeada por una mueca dolorosa, pero sin llorar, lo que era extraño en ella.
Román se acomodó tranquilamente en una silla y empezó a hablarme de los Pirineos. Dijo que aquellas magníficas arrugas de la tierra que se levantan entre nosotros —los españoles— y el resto de Europa eran uno de los sitios verdaderamente grandiosos del Globo. Me habló de la nieve, de los profundos valles, del cielo gélido y brillante.
—No sé por qué no puedo amar a la naturaleza; tan terrible, tan hosca y magnífica como es a veces… Yo creo que he perdido el gusto por lo colosal. El tictac de mis relojes me despierta los sentidos más que el viento en los desfiladeros… Yo estoy cerrado —concluyó.
Al oírle estaba yo pensando que no valía la pena hablar a Román de que una muchacha de mi edad conociera su talento, que la fama de ese talento a él no le interesaba. Que también para todo halago externo estaba él voluntariamente cerrado.
Román mientras hablaba acariciaba las orejas del perro, que entornaba los ojos de placer. La criada, en la puerta, los acechaba; se secaba las manos en el delantal —aquellas manos aporradas, con las uñas negras— sin saber lo que hacía y miraba, segura, insistente, las manos de Román en las orejas del perro.