¡Cuántos días sin importancia! Los días sin importancia que habían transcurrido desde mi llegada me pesaban encima, cuando arrastraba los pies al volver de la universidad. Me pesaban como una cuadrada piedra gris en el cerebro.
El tiempo era húmedo y aquella mañana tenía olor a nubes y a neumáticos mojados… Las hojas lacias y amarillentas caían en una lenta lluvia desde los árboles. Una mañana de otoño en la ciudad, como yo había soñado durante años que sería en la ciudad el otoño: bello, con la naturaleza enredada en las azoteas de las casas y en los troles de los tranvías; y sin embargo, me envolvía la tristeza. Tenía ganas de apoyarme contra una pared con la cabeza entre los brazos, volver la espalda a todo y cerrar los ojos.
¡Cuántos días inútiles! Días llenos de historias, demasiadas historias turbias. Historias incompletas, apenas iniciadas e hinchadas ya como una vieja madera a la intemperie. Historias demasiado oscuras para mí. Su olor, que era el podrido olor de mi casa, me causaba cierta náusea… Y sin embargo, habían llegado a constituir el único interés de mi vida. Poco a poco me había ido quedando ante mis propios ojos en un segundo plano de la realidad, abiertos mis sentidos sólo para la vida que bullía en el piso de la calle de Aribau. Me acostumbraba a olvidarme de mi aspecto y de mis sueños. Iba dejando de tener importancia el olor de los meses, las visiones del porvenir y se iba agigantando cada gesto de Gloria, cada palabra oculta, cada reticencia de Román. El resultado parecía ser aquella inesperada tristeza.
Cuando entré en la casa empezó a llover detrás de mí y la portera me lanzó un gran grito de aviso para que me limpiara los pies en el felpudo.
Todo el día había transcurrido como un sueño. Después de comer me senté, encogida, metidos los pies en unas grandes zapatillas de fieltro, junto al brasero de la abuela. Escuchaba el ruido de la lluvia. Los hilos del agua iban limpiando con su fuerza el polvo de los cristales del balcón. Primero habían formado una capa pegajosa de cieno, ahora las gotas resbalaban libremente por la superficie brillante y gris.
No tenía ganas de moverme ni de hacer nada, y por primera vez eché de menos uno de aquellos cigarrillos de Román. La abuelita vino a hacerme compañía. Vi que trataba de coser con sus torpes y temblonas manos un trajecito del niño. Gloria llegó un rato después y empezó a charlar, con las manos cruzadas bajo la nuca. La abuelita hablaba también, como siempre, de los mismos temas. Eran hechos recientes, de la pasada guerra, y antiguos, de muchos años atrás, cuando sus hijos eran niños. En mi cabeza, un poco dolorida, se mezclaban las dos voces en una cantinela con fondo de lluvia y me adormecían.
ABUELA.—No había dos hermanos que se quisieran más. (¿Me escuchas, Andrea?). No había dos hermanos como Román y Juanito… Yo he tenido seis hijos. Los otros cuatro estaban siempre cada uno por su lado, las chicas reñían entre ellas, pero estos dos pequeños eran como dos ángeles… Juan era rubio y Román muy moreno, y yo siempre los vestía con trajes iguales. Los domingos iban a misa conmigo y con tu abuelo… En el colegio, si algún chico se peleaba con uno de ellos, ya estaba el otro allí para defenderle. Román era más pícaro…, pero ¡cómo se querían! Todos los hijos deben ser iguales para una madre, pero estos dos fueron sobre todos para mí… como eran los más pequeños… como fueron los más desgraciados… Sobre todo Juan.
GLORIA.—¿Tú sabías que Juan quiso ser militar y, como le suspendieron en el ingreso de la Academia, se marchó a África, al Tercio, y estuvo allí muchos años?
ABUELA.—Cuando volvió trajo muchos cuadros de allí… Tu abuelo se enfadó cuando dijo que se quería dedicar a la pintura, pero yo le defendí y Román también, porque entonces, hija mía, Román era bueno… Yo siempre he defendido a mis hijos, he querido ocultar sus picardías y sus diabluras. Tu abuelo se enfadaba conmigo, pero yo no podía soportar que los riñesen… Pensaba: «Más moscas se cogen con una cucharada de miel»… Yo sabía que salían por las noches de juerga, que no estudiaban… Les esperaba temblando de que tu abuelo se enterara… Me contaban sus picardías y yo no me sorprendía de nada, hijita… Confiaba en que, poco a poco, sabrían dónde estaba el bien, empujados por su corazón mismo.
GLORIA.—Pues Román no la quiere a usted, mamá; dice que los ha hecho desgraciados a todos con su procedimiento.
ABUELA.—¿Román?… ¡Je, je! Sí que me quiere, ya lo creo que me quiere… pero es más rencorosillo que Juan y está celoso de ti, Gloria; dice que te quiero más a ti…
GLORIA.—¿Dice eso Román?
ABUELA.—Sí; la otra noche, cuando yo buscaba mis tijeras… era ya muy tarde y todos estabais durmiendo, se abrió la puerta despacito y apareció Román. Venía a darme un beso. Yo le dije: «Es inicuo lo que haces con la mujer de tu hermano; es un pecado que Dios no te podrá perdonar…». Y entonces fue… Yo le dije: «Es una niña desgraciada por tu culpa, y tu hermano sufre también por tu causa. ¿Cómo te voy a querer igual que antes?»…
GLORIA.—Román antes me quería mucho. Y esto es un secreto grande, Andrea, pero estuvo enamorado de mí.
ABUELA.—Niña, niña. ¿Cómo iba a estar Román enamorado de una mujer casada? Te quería como a su hermana, nada más…
GLORIA.—Él me trajo a esta casa… Él mismo, que ahora no me habla, me trajo aquí en plena guerra… Tú te asustaste cuando entraste aquí la primera vez, ¿verdad que sí, Andrea? Pues para mí fue mucho peor… Nadie me quería…
ABUELA.—Yo sí que te quería, todos te quisimos, ¿por qué eres tan ingrata al hablar?
GLORIA.—Había hambre, tanta suciedad como ahora y un hombre escondido porque le buscaban para matarle: el jefe de Angustias, don Jerónimo; ¿no te han hablado de él? Angustias le había cedido su cama y ella dormía donde tú ahora… A mí me pusieron un colchón en el cuarto de la abuela. Todos me miraban con desconfianza. Don Jerónimo no me quería hablar porque, según él, yo era la querida de Juan y mi presencia le resultaba intolerable…
ABUELA.—Don Jerónimo era un hombre raro; figúrate que quería matar al gato… Ya ves tú, porque el pobre animal es muy viejo y vomitaba por los rincones, decía que no lo podía sufrir. Pero yo, naturalmente, lo defendí contra todos, como hago siempre que alguien está perseguido y triste…
GLORIA.—Yo era igual que aquel gato y mamá me protegió. Una vez me pegué con la criada esa, Antonia, que aún está en la casa…
ABUELA.—Es incomprensible eso de pegarse con un criado… Cuando yo era joven eso no se hubiera podido concebir… Cuando yo era joven teníamos un jardín grande que llegaba hasta el mar… Tu abuelo me dio una vez un beso… Yo no se lo perdoné en muchos años. Yo…
GLORIA.—Yo, cuando llegamos aquí estaba muy asustada. Román me decía: «No tengas miedo». Pero él también había cambiado.
ABUELA.—Cambió en los meses que estuvo en la checa; allí lo martirizaron; cuando volvió casi no le reconocimos. Pero Juan había sido más desgraciado que él, por eso yo comprendo más a Juan. Me necesita más Juan. Y esta niña también me necesita. Si no fuera por mí, ¿dónde estaría su reputación?
GLORIA.—Román había cambiado antes. En el momento mismo que entramos en Barcelona en aquel coche oficial. ¿Tú sabes que Román tenía un cargo importante con los rojos? Pero era un espía, una persona baja y ruin que vendía a los que le favorecieron. Sea por lo que sea, el espionaje es de cobardes…
ABUELA.—¿Cobardes? Niña, en mi casa no hay cobardes… Román es bueno y valiente y exponía su vida por mí, porque yo no quería que estuviera con aquella gente. Cuando era pequeño…
GLORIA.—Te voy a contar una historia, mi historia, Andrea, para que veas que es como una novela de verdad… Ya sabes tú que yo estaba en un pueblo de Tarragona, evacuada… Entonces, en la guerra, siempre estábamos fuera de nuestras casas. Cogíamos los colchones, los trastos, y huíamos. Había quien lloraba. ¡A mí me parecía tan divertido!… Era por enero o febrero cuando conocí a Juan, tú ya lo sabes. Juan se enamoró de mí en seguida y nos casamos a los dos días… Le seguí a todos los sitios a donde iba… Era una vida maravillosa, Andrea. Juan era completamente feliz conmigo, te lo juro, y entonces estaba guapo, no como ahora, que parece un loco… Había muchas chicas que seguían a sus maridos y a sus novios a todos lados. Siempre teníamos amigos divertidos… Yo nunca tuve miedo a los bombardeos, ni a los tiros… Pero no nos acercábamos mucho a los sitios de peligro. Yo no sé bien cuál era el cargo que tenía Juan, pero también era importante. Te digo que yo era feliz. La primavera iba llegando y pasábamos por sitios muy bonitos. Un día me dijo Juan: «Te voy a presentar a mi hermano». Así mismo, Andrea. Román al principio me pareció simpático… ¿Tú lo encuentras más guapo que Juan? Pasamos algún tiempo con él, en aquel pueblo. Un pueblo que llegaba al mar. Todas las noches Juan y Román se encerraban, para hablar, en un cuarto junto al que yo dormía. Yo quería saber lo que decían. ¿No te hubiera pasado a ti lo mismo? Y además había una puerta entre las dos habitaciones. Creía que hablaban de mí. Estaba segura de que hablaban de mí. Una noche me puse a escuchar. Miré por la cerradura: estaban los dos inclinados sobre un plano y Román era el que decía:
«Yo tengo que volver aún a Barcelona. Pero tú puedes pasarte. Es sencillísimo…». Poco a poco empecé a comprender que Román estaba instando a Juan para que se pasara a los nacionales… Figúrate, Andrea, que por aquellos días fue cuando yo empecé a sentir que estaba embarazada. Se lo dije a Juan. Él se quedó pensativo… Aquella noche en que se lo dije ya te imaginarás mi interés al volver a escuchar tras de la puerta del cuarto de Román. Yo estaba en camisón, descalza, todavía me parece que siento aquella angustia. Juan decía: «Estoy decidido. Ya no hay nada que me detenga». Yo no lo podía creer. Si lo hubiera creído, en aquel mismo momento habría aborrecido a Juan…
ABUELA.—Juan hacía bien. Te mandó aquí, conmigo…
GLORIA.—Aquella noche no hablaron nada de mí, nada. Cuando Juan vino a acostarse me encontró llorando en la cama. Le dije que había tenido malos sueños. Que había creído que me abandonaba sola con el niño. Entonces me acarició y se durmió sin decirme nada. Yo me quedé despierta viéndole dormir, quería ver qué cosas soñaba…
ABUELA.—Es bonito ver dormir a las personas que se quieren. Cada hijo duerme de una manera diferente…
GLORIA.—Al día siguiente, Juan le pidió a Román, delante de mí, que me trajera a esta casa cuando viniese a Barcelona. Román se quedó sorprendido y dijo: «No sé si podré», mirando muy serio a Juan. Por la noche discutieron mucho. Juan decía: «Es lo menos que puedo hacer; que yo sepa, no tiene ningún pariente». Entonces Román dijo: «¿Y Paquita?». Yo no había oído nunca ese nombre hasta entonces y estaba muy interesada. Pero Juan dijo otra vez: «Llévala a casa». Y aquella noche ya no hablaron más de eso. Sin embargo, hicieron algo interesante: Juan le dio mucho dinero a Román y otras cosas que luego él se ha negado a devolverle. Usted lo sabe bien, mamá.
ABUELA.—Niña, no se debe escuchar por las cerraduras de las puertas. Mi madre no me lo hubiera permitido, pero tú eres huérfana… es por eso…
GLORIA.—Como se oía el mar, muchas frases se me perdían. No pude enterarme de quién era Paquita, ni de nada interesante. Al día siguiente me despedí de Juan y estaba yo muy triste, pero me consolaba pensar que iba a venir a su casa. Román conducía el coche y yo iba a su lado. Román empezó a bromear conmigo… Es muy simpático Román cuando quiere, pero en el fondo es malo. Nos parábamos muchas veces en el trayecto. Y en una aldea estuvimos cuatro días alojados en el castillo… Un castillo maravilloso; por dentro estaba restaurado y tenía todo el confort moderno… Algunas habitaciones estaban devastadas, sin embargo. Los soldados se alojaban en la planta baja. Nosotros, con la oficialidad, en las habitaciones altas… Entonces Román era muy distinto conmigo. Muy amable, chica. Afinó un piano y tocaba cosas, como ahora hace para ti. Y además me pidió que me dejara pintar desnuda, como ahora hace Juan… Es que yo tengo un cuerpo muy bonito.
ABUELA.—¡Niña! ¿Qué estás diciendo? Esta picarona inventa muchas cosas… No hagas caso…
GLORIA.—Es verdad. Y yo no quise, mamá, porque usted sabe muy bien que aunque Román ha dicho tantas cosas de mí, yo soy una chica muy decente.
ABUELA.—Claro, hijita, claro… Tu marido hace mal en pintarte así; si el pobre Juan tuviera dinero para modelos no lo haría… Ya sé, hija mía, que haces ese sacrificio por él; por eso yo te quiero tanto…
GLORIA.—Había muchos lirios morados en el parque del castillo. Román quería pintarme con aquellos lirios morados en los cabellos… ¿Qué te parece?
ABUELA.—Lirios morados…, ¡qué bonitos son! ¡Cuánto tiempo hace que no tengo flores para mi Virgen!
GLORIA.—Luego vinimos a esta casa. Ya te puedes imaginar lo desgraciada que me sentí. Toda la gente de aquí me parecía loca. Don Jerónimo y Angustias hablaban de que mi matrimonio no servía y de que Juan no se casaría conmigo cuando volviera, de que yo era ordinaria, ignorante… Un día llegó la mujer de don Jerónimo, que venía a veces, muy escondida, para ver a su marido y traerle cosas buenas. Cuando se enteró de que en casa había una mujerzuela, como ella decía, le dio un ataque. La mamá le roció la cara con agua… Yo le pedí a Román que me devolviera el dinero que Juan le había dado, porque quería marcharme de aquí. Aquel dinero era bueno, en plata, de antes de la guerra. Cuando Román supo que yo había estado escuchando las conversaciones que él tuvo con Juan en el pueblo, se puso furioso. Me trató peor que a un perro. Peor que a un perro rabioso…
ABUELA.—Pero ¿vas a llorar ahora, tontuela? Román estaría un poco enfadado. Los hombres son así, algo vivos de genio. Y escuchar detrás de las puertas es una cosa fea, ya te lo he dicho siempre. Una vez…
GLORIA.—Por aquellos días vinieron a buscar a Román y se lo llevaron a una checa; querían que hablara y por eso no le fusilaron. Antonia, la criada, que está enamorada de él, se puso hecha una fiera. Declaró a su favor. Dijo que yo era una sinvergüenza, una mujer mala. Que Juan, cuando viniese, me tiraría por la ventana. Que yo era la que había denunciado a Román. Dijo que me abriría el vientre con un cuchillo; entonces fue cuando yo le pegué…
ABUELA.—Esa mujer es una fiera. Pero gracias a ella no fusilaron a Román. Por eso la aguantamos… Y no duerme nunca; algunas noches, cuando yo vengo a buscar mi cestillo de costura, o las tijeras, que siempre se me pierden, aparece en la puerta de su cuarto y me grita: «¿Por qué no se va usted a la cama, señora? ¿Qué hace usted levantada?». La otra noche me dio un susto tan grande que me caí…
GLORIA.—Yo pasaba hambre. Mamá, pobrecilla, me guardaba parte de su comida. Angustias y don Jerónimo tenían muchas cosas almacenadas, pero las probaban ellos solos. Yo rondaba su cuarto. A la criada le daban algo, de cuando en cuando, por miedo…
ABUELA.—Don Jerónimo era cobarde. A mí la gente cobarde no me gusta, no… Es mucho peor. Cuando vino un miliciano a registrar la casa, yo le enseñé todos mis santos, tranquilamente. «¿Pero usted cree en esas paparruchas de Dios?», me dijo. «Claro que sí; ¿usted no?», le contesté. «No, ni permito que lo crea nadie». «Entonces yo soy más republicana que usted, porque a mí me tiene sin cuidado lo que los demás piensen; creo en la libertad de ideas». Entonces se rascó la cabeza y me dio la razón. Al otro día me trajo un rosario de regalo, de los que tenían ellos requisados. Te advierto que ese mismo día a los vecinos de arriba, que sólo tenían un san Antonio sobre la cama, se lo tiraron por la ventana…
GLORIA.—No te quiero decir lo que padecí aquellos meses. Y al final fue peor. Mi niño nació cuando entraron los nacionales. Angustias me llevó a una clínica y me dejó allí… Era una noche de bombardeos terribles; las enfermeras me dejaron sola. Luego tuve una infección. Una fiebre altísima más de un mes. No conocía a nadie. No sé cómo el niño pudo vivir. Cuando terminó la guerra aún estaba yo en la cama y pasaba los días atontada, sin fuerzas para pensar ni para moverme. Una mañana se abrió la puerta y entró Juan. No le reconocí al pronto. Me pareció altísimo y muy flaco. Se sentó en mi cama y me abrazó. Yo apoyé la cabeza en su hombro y empecé a llorar, entonces me dijo: «Perdóname, perdóname», así bajito. Yo le empecé a tocar las mejillas porque casi no podía creer que era él y así estuvimos mucho rato.
ABUELA.—Juan trajo muchas cosas buenas para comer, leche condensada y café y azúcar… Yo me alegré por Gloria; pensé: «Le haré un dulce a Gloria al estilo de mi tierra»…, pero Antonia, esa mujer tan mala, no me deja meterme en la cocina…
GLORIA.—¡Estuvimos abrazados así tanto rato! ¿Cómo podía suponer yo lo que ha venido después? Era ya como el final de una novela. Como el final de todas las tristezas. ¿Cómo me podía imaginar yo que iba a empezar lo peor? Luego Román salió de la cárcel y era como si resucitara otro muerto. Me hizo todo el daño que pudo acerca de Juan. No quería que se casara conmigo de ninguna manera. Quería que nos echara a patadas a mí y al niño… Yo tuve que defenderme y decir cosas que eran verdad. Por eso Román no me puede ver.
ABUELA.—Niña, los secretos se deben guardar y nunca se deben decir para enemistar a los hombres. Cuando yo era muy jovencilla, una vez… una tarde del mes de agosto, muy azul, me acuerdo bien, y muy caliente, vi algo…
GLORIA.—Pero yo no me puedo olvidar de aquel rato en que estuve así, abrazada a Juan, y de cómo latía su corazón debajo de los huesos duros de su pecho… Me acordé que don Jerónimo y Angustias decían que tenía una novia guapa y rica y que se casaría con ella. Se lo dije y movió la cabeza para decirme que no. Y me besaba el pelo… Lo horrible fue que luego tuvimos que vivir aquí otra vez, que no teníamos dinero. Si no, hubiéramos sido una pareja muy feliz y Juan no estaría tan chiflado… Aquel momento fue como el final de una película.
ABUELA.—Yo fui la madrina del niño… Andrea, ¿estás dormida?
GLORIA.—¿Estás dormida, Andrea?
Yo no estaba dormida. Y creo que recuerdo claramente estas historias. Pero la fiebre que me iba subiendo me atontaba. Tenía escalofríos y Angustias me hizo acostar. Mi cama estaba húmeda, los muebles, en la luz grisácea, más tristes, monstruosos y negros. Cerré los ojos y vi una rojiza oscuridad detrás de los párpados. Luego, la imagen de Gloria en la clínica, apoyada, muy blanca, contra el hombro de Juan, distinto y enternecido, sin aquellas sombras grises en las mejillas…
Estuve con fiebre varios días. Una vez recuerdo que vino a verme Antonia con su peculiar olor a ropa negra y su cara se mezcló a mis sueños afilando un largo cuchillo. Veía también a la abuelita, joven y vestida de azul, una tarde de agosto, junto al mar. Pero sobre todo a Gloria, llorando contra el hombro de Juan; y las grandes manos de él acariciando sus cabellos. Y los ojos de Juan, que yo conocía extraviados e inquietos, enternecidos por una luz desconocida.
La última tarde de mi enfermedad vino Román a verme. Trajo el loro en el hombro y el perro entró también de una manera impetuosa, dispuesto a lamerme la cara.
—¿Por qué no tocas el piano un rato para mí? Me han dicho que tocas el piano muy bien…
—Sí, sólo de afición.
—¿Y no has compuesto algo para piano, nunca?
—Sí, algunas veces, ¿por qué me lo preguntas?
—Yo creo que deberías haberte dedicado a la música exclusivamente, Román. Tócame eso que compusiste para el piano.
—Cuando estás enferma hablas como si dijeras las cosas con doble intención, no sé por qué. Tecleó un poco y luego dijo:
—Esto está muy desafinado, pero te voy a tocar la canción de Xochipilli… ¿No te acuerdas del idolillo de barro que tengo arriba?… No vayas a creer que es auténtico. Lo fabriqué yo mismo. Pero representa a Xochipilli, el dios de los juegos y de las flores de los aztecas. En sus buenos tiempos, este dios recibía ofrendas de corazones humanos… Yo, muchos siglos más tarde, en un rapto de entusiasmo por él compuse un poco de música. El pobre Xochipilli está en decadencia, como verás…
Se sentó al piano y tocó algo alegre, contra su costumbre. Tocó algo parecido al resurgir de la vida en primavera, con notas roncas y agudas como un aroma que se extiende y embriaga.
—Tú eres un gran músico, Román —le dije y así lo creía de veras.
—No. Tú no tienes ni pizca de cultura musical, por eso me juzgas así. Pero me halaga.
—¡Ah! —dijo cuando estaba ya en la puerta—; puedes creer que he hecho un pequeño sacrificio en tu honor al tocar eso. Xochipilli me trae siempre mala suerte.
Aquella noche tuve un sueño clarísimo en que se repetía una vieja y obsesionante imagen: Gloria, apoyada en el hombro de Juan, lloraba… Poco a poco, Juan sufrió curiosas transformaciones. Le vi enorme y oscuro con la fisonomía enigmática del dios Xochipilli. La cara pálida de Gloria empezó a animarse y a revivir; Xochipilli sonreía también. Bruscamente su sonrisa me fue conocida: era la blanca y un poco salvaje sonrisa de Román. Era Román el que abrazaba a Gloria y los dos reían. No estaban en la clínica, sino en el campo. En un campo con lirios morados y Gloria estaba despeinada por el viento.
Me desperté sin fiebre y confusa, como si realmente hubiera descubierto algún oscuro secreto.