—¿Has disfrutado, hijita? —me preguntó Angustias cuando, todavía deslumbradas, entrábamos en el piso de vuelta de la calle.
Mientras me hacía la pregunta, su mano derecha se clavaba en mi hombro y me atraía hacia ella. Cuando Angustias me abrazaba o me dirigía diminutivos tiernos, yo experimentaba dentro de mí la sensación de que algo iba torcido y mal en la marcha de las cosas. De que no era natural aquello. Sin embargo, debería haberme acostumbrado, porque Angustias me abrazaba y me dirigía palabras dulzonas con gran frecuencia.
A veces me parecía que estaba atormentada conmigo. Me daba vueltas alrededor. Me buscaba si yo me había escondido en algún rincón. Cuando me veía reír o interesarme en la conversación de cualquier otro personaje de la casa, se volvía humilde en sus palabras. Se sentaba a mi lado y apoyaba a la fuerza mi cabeza contra su pecho. A mí me dolía el cuello, pero, sujeta por su mano, así tenía que permanecer, mientras ella me amonestaba dulcemente. Cuando, por el contrario, le parecía yo triste o asustada, se ponía muy contenta y se volvía autoritaria.
Otras veces me avergonzaba secretamente al obligarme a salir con ella. La veía encasquetarse un fieltro marrón adornado por una pluma de gallo, que daba a su dura fisonomía un aire guerrero, y me obligaba a ponerme un viejo sombrero azul sobre mi traje mal cortado. Yo no concebía entonces más resistencia que la pasiva. Cogida de su brazo corría las calles, que me parecían menos brillantes y menos fascinadoras de lo que yo había imaginado.
—No vuelvas la cabeza —decía Angustias—. No mires así a la gente.
Si me llegaba a olvidar de que iba a su lado, era por pocos minutos.
Alguna vez veía un hombre, una mujer, que tenía en su aspecto un algo interesante, indefinible, que se llevaba detrás mi fantasía hasta el punto de tener ganas de volverme y seguirles. Entonces recordaba mi facha y la de Angustias y me ruborizaba.
—Eres muy salvaje y muy provinciana, hija mía —decía Angustias, con cierta complacencia—. Estás en medio de la gente, callada, encogida, con aire de querer escapar a cada instante. A veces, cuando estamos en una tienda y me vuelvo a mirarte, me das risa.
Aquellos recorridos de Barcelona eran más tristes de lo que se puede imaginar.
A la hora de la cena, Román me notaba en los ojos el paseo y se reía. Esto preludiaba una envenenada discusión con tía Angustias, en la que por fin se mezclaba Juan. Me di cuenta de que apoyaba siempre los argumentos de Román, quien, por otra parte, no aceptaba ni agradecía su ayuda.
Cuando sucedía algo así, Gloria salía de su placidez habitual. Se ponía nerviosa, casi gritaba:
—¡Si eres capaz de hablar con tu hermano, a mí no me hables!
—¡Naturalmente que soy capaz! ¡A ver si crees que soy tan cochino como tú y como él!
—Sí, hijo mío —decía la abuela, envolviéndole en una mirada de adoración—, haces bien.
—¡Cállate, mamá, y no me hagas maldecir de ti! ¡No me hagas maldecir!
La pobre movía la cabeza y se inclinaba hacia mí, bisbiseando a mi oído:
—Es el mejor de todos, hija mía, el más bueno y el más desgraciado, un santo…
—¿Quieres hacer el favor de no enredar, mamá? ¿Quieres no meter en la cabeza de la sobrina majaderías que no le importan para nada?
El tono era ya destemplado y desagradable, perdido el control de los nervios.
Román, ocupado en preparar con la fruta de su plato una golosina para el loro, terminaba la cena sin preocuparse de ninguno de nosotros. Tía Angustias sollozaba a mi lado, mordiendo su pañuelo, porque no sólo se veía a sí misma fuerte y capaz de conducir multitudes, sino también dulce, desdichada y perseguida. No sé bien cuál de los dos papeles le gustaba más. Gloria apartaba de la mesa la silla alta del niño y, por detrás de Juan, me sonreía llevándose un índice a la sien.
Juan, abstraído, silencioso, parecía inquieto, a punto de saltar.
Cuando Román terminaba su tarea, daba unos golpecitos en el hombro a la abuela y se marchaba antes que nadie. En la puerta se detenía para encender un cigarrillo y para lanzar su última frase:
—Hasta la imbécil de tu mujer se burla ya de ti, Juan; ten cuidado…
Según su costumbre, no había mirado ni una vez a Gloria.
El resultado no se hacía esperar. Un puñetazo en la mesa y un barboteo de insultos contra Román, que no se cortaban cuando el ruido seco de la puerta del piso anunciaba que Román había salido ya.
Gloria tomaba en brazos al niño y se iba a su cuarto para dormirle. Me miraba un momento y me proponía:
—¿Vienes, Andrea?
Tía Angustias tenía la cara entre las manos. Sentía su mirada a través de los dedos entreabiertos. Una mirada ansiosa, seca de tanta súplica. Pero yo me levantaba.
—Bueno, sí.
Y me premiaba una sonrisa temblona de la abuelita. Entonces, la tía corría a encerrarse en su cuarto, indignada, y sospecho que temblando de celos.
El cuarto de Gloria se parecía algo al cubil de una fiera. Era un cuarto interior ocupado casi todo él por la cama de matrimonio y la cuna del niño. Había un tufo especial, mezcla de olor a criatura pequeña, a polvos para la cara y a ropa mal cuidada. Las paredes estaban llenas de fotografías, y entre ellas, en un lugar preferente, aparecía una postal vivamente iluminada representando dos gatitos.
Gloria se sentaba en el borde de la cama con el niño en las rodillas. El niño era guapo y sus piernecitas colgaban gordas y sucias mientras se dormía.
Cuando estaba dormido, Gloria lo metía en la cuna y se estiraba con delicia, metiéndose las manos entre la brillante cabellera. Luego se tumbaba en la cama, con sus gestos lánguidos.
—¿Qué opinas de mí? —me decía a menudo. A mí me gustaba hablar con ella porque no hacía falta contestarle nunca.
—¿Verdad que soy bonita y muy joven? ¿Verdad?…
Tenía una vanidad tonta e ingenua que no me resultaba desagradable; además, era efectivamente joven y sabía reírse locamente mientras me contaba sucesos de aquella casa. Cuando me hablaba de Antonia o de Angustias tenía verdadera gracia.
—Ya irás conociendo a estas gentes; son terribles, ya verás… No hay nadie bueno aquí, como no sea la abuelita, que la pobre está trastornada… Y Juan, Juan es buenísimo, chica. ¿Ves tú que chilla tanto y todo? Pues es buenísimo…
Me miraba y ante mi cerrada expresión se echaba a reír…
—Y yo, ¿no crees? —concluía—. Si yo no fuera buena, Andreíta, ¿cómo les iba a aguantar a todos?
Yo la veía moverse y la veía charlar con agrado inexplicable. En la atmósfera pesada de su cuarto ella estaba tendida sobre la cama igual que un muñeco de trapo a quien pesara demasiado la cabellera roja. Y por lo general me contaba graciosas mentiras intercaladas a sucesos reales. No me parecía inteligente, ni su encanto personal provenía de su espíritu. Creo que mi simpatía por ella tuvo origen el día en que la vi desnuda sirviendo de modelo a Juan.
Yo no había entrado nunca en la habitación donde mi tío trabajaba, porque Juan me inspiraba cierta prevención. Fui una mañana a buscar un lápiz, por consejo de la abuela, que me indicó que allí lo encontraría.
El aspecto de aquel gran estudio era muy curioso. Lo habían instalado en el antiguo despacho de mi abuelo. Siguiendo la tradición de las demás habitaciones de la casa, se acumulaban allí, sin orden ni concierto, libros, papeles y las figuras de yeso que servían de modelo a los discípulos de Juan. Las paredes estaban cubiertas de duros bodegones pintados por mi tío en tonos estridentes. En un rincón aparecía, inexplicable, un esqueleto de estudiante de anatomía sobre su armazón de alambre, y por la gran alfombra manchada de humedades se arrastraban el niño y el gato, que venía en busca del sol de oro de los balcones. El gato parecía moribundo, con su fláccido rabo, y se dejaba atormentar por el niño abúlicamente.
Vi todo este conjunto en derredor de Gloria, que estaba sentada sobre un taburete recubierto con tela de cortina, desnuda y en una postura incómoda.
Juan pintaba trabajosamente y sin talento, intentando reproducir pincelada a pincelada aquel fino y elástico cuerpo. A mí me parecía una tarea inútil. En el lienzo iba apareciendo un acartonado muñeco tan estúpido como la misma expresión de la cara de Gloria al escuchar cualquier conversación de Román conmigo. Gloria, enfrente de nosotros, sin su desastrado vestido, aparecía increíblemente bella y blanca entre la fealdad de todas las cosas, como un milagro del Señor. Un espíritu dulce y maligno a la vez palpitaba en la grácil forma de sus piernas, de sus brazos, de sus finos pechos. Una inteligencia sutil y diluida en la cálida superficie de la piel perfecta. Algo que en sus ojos no lucía nunca. Esta llamada del espíritu que atrae en las personas excepcionales, en las obras de arte.
Yo, que había entrado sólo para unos segundos, me quedé allí fascinada. Juan parecía contento de mi visita y habló deprisa de sus proyectos pictóricos. Yo no le escuchaba.
Aquella noche, casi sin darme cuenta, me encontré iniciando una conversación con Gloria, y fui por primera vez a su cuarto. Su charla insubstancial me parecía el rumor de lluvia que se escuchaba con gusto y con pereza. Empezaba a acostumbrarme a ella, a sus rápidas preguntas incontestadas, a su estrecho y sinuoso cerebro.
—Sí, sí, yo soy buena… no te rías.
Estábamos calladas. Luego se acercaba para preguntarme:
—¿Y de Román? ¿Qué opinas de Román? Luego hacía un gesto especial para decir:
—Ya sé que te parece simpático, ¿no?
Yo me encogía de hombros. Al cabo de un momento me decía:
—A ti te es más simpático que Juan, ¿no? Un día, impensadamente, se puso a llorar. Lloraba de una manera extraña, cortada y rápida, con ganas de acabar pronto.
—Román es un malvado —me dijo— ya lo irás conociendo. A mí me ha hecho un daño horrible, Andrea —se secó las lágrimas—. No te contaré de una vez las cosas que me ha hecho porque son demasiadas; poco a poco las sabrás. Ahora tú estás fascinada por él y ni siquiera me creerías.
Yo, honradamente, no me creía fascinada por Román, casi al contrario, a menudo le examinaba con frialdad. Pero en las raras noches en que Román se volvía amable después de la cena, siempre borrascosa, y me invitaba: «¿Vienes, pequeña?», yo me sentía contenta. Román no dormía en el mismo piso que nosotros: se había hecho arreglar un cuarto en las buhardillas de la casa, que resultó un refugio confortable. Se hizo construir una chimenea con ladrillos antiguos y unas librerías bajas pintadas de negro. Tenía una cama turca y, bajo la pequeña ventana enrejada, una mesa muy bonita llena de papeles, de tinteros de todas épocas y formas con plumas de ave dentro. Un rudimentario teléfono servía, según me explicó, para comunicar con el cuarto de la criada. También había un pequeño reloj, recargado, que daba la hora con un tintineo gracioso, especial. Había tres relojes en la habitación, todos antiguos, adornando acompasadamente el tiempo. Sobre las librerías, monedas, algunas muy curiosas; lamparitas romanas de la última época y una antigua pistola con puño de nácar.
Aquel cuarto tenía insospechados cajones en cualquier rincón de la librería, y todos encerraban pequeñas curiosidades que Román me iba enseñando poco a poco. A pesar de la cantidad de cosas menudas, todo estaba limpio y en un relativo orden.
—Aquí las cosas se encuentran bien, o por lo menos eso es lo que yo procuro… A mí me gustan las cosas —se sonreía—; no creas que pretendo ser original con esto, pero es la verdad. Abajo no saben tratarlas. Parece que el aire está lleno siempre de gritos… y eso es culpa de las cosas, que están asfixiadas, doloridas, cargadas de tristeza. Por lo demás, no te forjes novelas: ni nuestras discusiones ni nuestros gritos tienen causa, ni conducen a un fin… ¿Qué te has empezado a imaginar de nosotros?
—No sé.
—Ya sé que estás siempre soñando cuentos con nuestros caracteres.
—No.
Román enchufaba, mientras tanto, la cafetera exprés y sacaba no sé de dónde unas mágicas tazas, copas y licor; luego, cigarrillos.
—Ya sé que te gusta fumar.
—No; pues no me gusta.
—¿Por qué me mientes a mí también?
El tono de Román era siempre de franca curiosidad respecto a mí.
—Sé perfectamente todo lo que tu prima escribió a Angustias… Es más: he leído la carta, sin ningún derecho, desde luego, por pura curiosidad.
—Pues no me gusta fumar. En el pueblo lo hacía expresamente para molestar a Isabel, sin ningún otro motivo. Para escandalizarla, para que me dejara venir a Barcelona por imposible.
Como yo estaba ruborizada y molesta, Román no me creía más que a medias, pero era verdad lo que le decía. Al final aceptaba un cigarrillo, porque los tenía siempre deliciosos y su aroma sí que me gustaba. Creo que fue en aquellos ratos cuando empecé a encontrar placer en el humo. Román se sonreía.
Yo me daba cuenta de que él me creía una persona distinta; mucho más formada, y tal vez más inteligente y desde luego hipócrita y llena de extraños anhelos. No me gustaba desilusionarle, porque vagamente yo me sentía inferior; un poco insulsa con mis sueños y mi carga de sentimentalismo, que ante aquella gente procuraba ocultar.
Román tenía una agilidad enorme en su delgado cuerpo. Hablaba conmigo en cuclillas junto a la cafetera, que estaba en el suelo, y entonces parecía en tensión, lleno de muelles bajo los músculos morenos. Luego, inopinadamente, se tumbaba en la cama, fumando, relajadas las facciones como si el tiempo no tuviera valor, como si nunca hubiera de levantarse de allí. Casi como si se hubiera echado para morir fumando.
A veces, yo miraba sus manos, morenas como su cara, llenas de vida, de corrientes nerviosas, de ligeros nudos, delgadas. Unas manos que me gustaban mucho.
Sin embargo, yo, sentada en la única silla del cuarto, frente a su mesa de trabajo, me sentía muy lejos de él. La impresión de sentirme arrastrada por su simpatía, que tuve cuando me habló la primera vez, no volvió nunca.
Preparaba un café maravilloso, y la habitación se llenaba de vahos cálidos. Yo me sentía a gusto allí, como en un remanso de la vida de abajo.
—Aquello es como un barco que se hunde. Nosotros somos las pobres ratas que, al ver el agua, no sabemos qué hacer… Tu madre evitó el peligro antes que nadie marchándose. Dos de tus tías se casaron con el primero que llegó, con tal de huir. Sólo quedamos la infeliz de tu tía Angustias y Juan y yo, que somos dos canallas. Tú, que eres una ratita despistada, pero no tan infeliz como parece, llegas ahora.
—¿No quieres hacer música hoy, di?
Entonces Román abría el armarito en que terminaba la librería y sacaba de allí el violín. En el fondo del armario había unos cuantos lienzos arrollados.
—¿Tú sabes pintar también?
—Yo he hecho de todo. ¿No sabes que empecé a estudiar medicina y lo dejé, que quise ser ingeniero y no pude llegar a hacer el ingreso? También he empezado a pintar de afición… Lo hacía mucho mejor que Juan, te lo aseguro.
Yo no lo dudaba: me parecía ver en Román un fondo inagotable de posibilidades. En el momento en que, de pie junto a la chimenea, empezaba a pulsar el arco, yo cambiaba completamente. Desaparecían mis reservas, la ligera capa de hostilidad contra todos que se me había ido formando. Mi alma, extendida como mis propias manos juntas, recibía el sonido como una lluvia la tierra áspera. Román me parecía un artista maravilloso y único. Iba hilando en la música una alegría tan fina que traspasaba los límites de la tristeza. La música aquella sin nombre. La música de Román, que nunca más he vuelto a oír.
El ventanillo se abría al cielo oscuro de la noche. La lámpara encendida hacía más alto y más inmóvil a Román, sólo respirando en su música. Y a mí llegaban en oleadas, primero, ingenuos recuerdos, sueños, luchas, mi propio presente vacilante, y luego, agudas alegrías, tristezas, desesperación, una crispación importante de la vida y un anegarse en la nada. Mi propia muerte, el sentimiento de mi desesperación total hecha belleza, angustiosa armonía sin luz.
Y de pronto un silencio enorme y luego la voz de Román.
—A ti se te podría hipnotizar… ¿Qué te dice la música? Inmediatamente se me cerraban las manos y el alma.
—Nada, no sé, sólo me gusta…
—No es verdad. Dime lo que te dice. Lo que te dice al final.
—Nada.
Me miraba, defraudado, un momento. Luego, mientras guardaba el violín:
—No es verdad.
Me alumbraba con su linterna eléctrica desde arriba, porque la escalera sólo se podía encender en la portería, y yo tenía que bajar tres pisos hasta nuestra casa.
El primer día tuve la impresión de que, delante de mí, en la sombra, bajaba alguien. Me pareció pueril y no dije nada.
Otro día la impresión fue más viva. De pronto, Román me dejó a oscuras y enfocó la linterna hacia la parte de la escalera en que algo se movía. Y vi clara y fugazmente a Gloria que corría escaleras abajo hacia la portería.