Los días que siguieron fueron duros: el escaso aire de las montañas nos daba tantos problemas en la subida a la cima como el frío, la nieve y el hambre. Nos alimentábamos de las pocas flores heladas que crecían en el borde del camino. Por suerte, durante nuestra estancia con las wagyus habíamos acumulado una importante capa de grasa de la que podíamos vivir y que a mí además me permitía poder amamantar a mi pequeña. Y cada vez que el agotamiento hacía mella en uno de nosotros y quería tirar la toalla, el resto lo animaba de inmediato, pues ahora éramos una auténtica piña. Pero, qué digo, ahora teníamos la sensación de ser una gran familia. ¡Todos para uno, uno para todos!
Por las noches, cuando buscábamos resguardarnos de la nieve y el viento en cuevas o tras las rocas, nos contábamos historias para no pensar en el frío y el miedo cerval que sentíamos. Sin embargo, estas historias ya no giraban en torno a Naia y Hurlo, sino a unos héroes muy distintos. Nuestras nuevas leyendas tenían títulos como éste:
La ternera blanca
La asombrosa ternera blanca subía por el Himalaya. Con cada metro, el viento era más cortante, el sendero, más resbaladizo y el aire, más escaso. Cualquier otro ternero habría llorado amargamente de miedo, no así la ternera blanca, pues la rodeaban valientes compañeros que le conferían valor. Ahí estaba la vaca de manchas marrones, a la que para entonces le daba lo mismo el color y le había hecho tortilla el miembro a un toro formidable. O la que antes era una vanidosa, que había salvado valerosamente al grupo del pájaro de fuego y ahora era tan altruista que incluso le habría dado leche a la ternera de la que fuese su mayor enemiga. Y estaba la que siempre era encantadora, que había aplastado al perro del infierno y hallado el valor para confesar que era paah-didel-dideli-dideli-dam.
Naturalmente, con la ternera blanca también estaban sus amorosos padres: el toro que perdió la memoria pero descubrió su verdadera naturaleza, y la vaca que buscaba la felicidad y prácticamente la había encontrado, aunque para ello faltaba hallar un nuevo hogar. Sin embargo, hacia allí los conducía el gato extranjero, que antes siempre huía del peligro, pero después decidió cogerlo por los cuernos para proteger a la vacada de las espeluznantes criaturas llamadas gourmets.
Estos amigos que acompañaban a la ternera blanca eran capaces de todo: cruzar el ancho mar, volar por encima de las nubes y, si era preciso, orinar sobre ranas. Eran imbatibles, y conseguirían que la ternera blanca cruzara las montañas, de eso no cabía la menor duda.
Un buen día, la lombriz de tierra se topó con tan valeroso grupito y preguntó:
—¿Y dónde aparece Naia, la diosa vaca, en esta historia?
La madre de la ternera blanca le respondió:
—En ésta no es necesaria.
—Es que me quiero quejar —soltó la lombriz— de que el tiempo cada vez es más variable. Hoy hace calor, mañana frío, hoy llueve, mañana el sol pega otra vez con fuerza… Y digo yo, ¿se puede saber a qué viene esto?
—¿Quién más está harto de oír las quejas de esta lombriz? —La cortó la de manchas marrones.
—Por desgracia es incapaz de disfrutar de nada —apuntó la encantadora.
—Sólo sabe quejarse —confirmó la que antes era vanidosa.
—Probablemente tenga que ver con su extraña vida amorosa —afirmó el toro.
La madre de la ternera bajó el morro hacia la lombriz:
—No puedes acudir siempre a Naia para protestar por todo.
—¿Por qué no?
—Porque cada cual es responsable de su propia felicidad.
La lombriz de tierra se quedó pasmada:
—¡Pues ya podía habérmelo dicho Naia!
Y se alejó echando pestes. Sin embargo, la ternera blanca escuchaba a su madre con gran atención, y de ese modo ya de pequeña aprendió algo que a sus valientes protectores les costó media vida comprender: la felicidad les llega a quienes cogen la vida por los cuernos.
Estas nuevas leyendas tenían gran importancia para nosotros, pues sus protagonistas no eran criaturas sobrenaturales, sino que trataban de lo que nosotras, vacas de carne y hueso, éramos capaces de hacer. Y nos dieron el valor necesario para soportar las oscuras noches.
Gracias a esas historias incluso cobramos fuerza para subir a la cumbre del Himalaya. Sí, ¡las vacas pisamos la cima del mundo!
Temblando debido al frío glacial, cuando el aire era escaso y rozábamos la muerte, pero llenos de orgullo, pues ninguna vacada había conseguido algo igual. Y allí arriba, desnudas, las personas sin duda habrían muerto.
—Madre mía, ¡somos lo más! —exclamó Rabanito, el aliento formando en el helado aire cristales que caían suavemente al suelo.
—De puro buenos que somos, hasta duele —confirmó Hilde.
—¡Guau, guau, guau! —añadió Champion.
—¡Miau! —El gato rió.
—Se me está quedando el culo tieso —apuntó Susi, que era incapaz de dejar de quejarse, puesto que nadie cambia del todo.
De la cima bajamos al valle. Con cada paso hacía más calor, más y más calor.
Y… Llegamos a la India.
Por fin.
Dejamos atrás a los antiguos dioses.
Las montañas, la nieve, el frío.
El dolor, la pena y el peligro.
Y habíamos recuperado nuestro peso de siempre.