—¡RABANITO! —exclamé cuando la avalancha cesó.
La nieve me había separado del resto, que se hallaba en el recodo, levantando una barrera de más de un metro, de forma que ya no veía a mis amigos.
—Io penso que non è una idea muy buona seguir chillando cuando existe riesgo de avalancha —apuntó tímidamente Giacomo desde el otro lado.
—Pero Rabanito… —insistí desesperada mientras me asomaba a las profundidades del abismo. Sin embargo, no vi nada, ya que la tormenta de nieve seguía azotando. Aunque tal vez fuera mejor así: ver su cadáver habría sido espantoso.
—Sigo viva. —Oímos decir a nuestra amiga.
El corazón se me aceleró de la emoción.
Se había salvado.
¡Mi Rabanito se había salvado!
¡Gracias a Naia!
Era tanto mi agradecimiento a la diosa vaca que estaba dispuesta a llamar a mi ternera como ella.
Pero entonces Rabanito gimió:
—La clave está en «sigo».
Me acerqué al borde y vi que se encontraba suspendida de una roca, a unas cuatro vacas de mí, o para ser más exactos: apoyaba las patas delanteras, la cabeza y el cuello en un saledizo, el resto del cuerpo balanceándose en el aire, sobre el abismo. Era evidente que Rabanito no tenía fuerzas para subir a pulso.
El corazón se me encogió, así no aguantaría mucho, eso estaba más que claro.
—Old Dog cayó al abismo. —Me sonrió—. Ya no volverá a hacerte nada.
Unos segundos antes no había deseado otra cosa, pero ahora la muerte del perro me daba exactamente lo mismo. Mi Rabanito corría un peligro mortal, y yo tenía que salvarla. Pero ¿cómo? Aunque lograra llegar hasta ella sin resbalar y caer al abismo, ¿cómo iba a subirla? Por desgracia, las vacas sólo teníamos pezuñas, no unas manos que pudiéramos entrelazar. Y aunque hubiera tenido manos, probablemente no hubiese podido con su peso, tampoco era yo tan fuerte, ninguna vaca del mundo entero era tan fuerte. Aun así debía intentarlo. De modo que apoyé las patas delanteras en el montón de nieve y le grité:
—Ahora mismo estoy contigo.
—No, Lolle —pidió Rabanito—, es demasiado peligroso.
—Te salvaré —le aseguré al tiempo que subía también las patas traseras en la nieve. Di un peligroso resbalón y conseguí recuperar el equilibrio a duras penas, pero era imposible avanzar un paso más sin precipitarme al abismo.
—Lolle, no seas ingenua —dijo precisamente mi amiga la ingenua—. No mueras innecesariamente. Tu familia te necesita.
Me detuve. Hecha un lío. Sabía que tenía razón, pero no podía dejarla morir sin hacer nada.
El tiempo apremiaba, Rabanito cada vez lanzaba más ayes. Los músculos le dolían, el esfuerzo que le suponía sostenerse en el saledizo era titánico.
Del otro lado del montículo oí decir a Hilde:
—Te quiero, Rabanito.
Estando con las wagyus, Hilde había comprendido lo que significaba para Rabanito, aunque no lo había dado a entender. Ahora, cara a cara con la muerte, quería decir a Rabanito las palabras que ésta tanto deseaba escuchar. Aunque no fuesen verdad, intentaba regalarle a su amiga un último momento de felicidad en la tierra.
—Hilde, mientes fatal. —Rabanito rió jovialmente. Se despeñaría de un momento a otro—. Pero no hace falta que digas embustes por mí… —continuó. Las fuerzas la abandonaban—. He tenido una vida feliz. Ha sido perfecta aun cuando no siempre ha sido perfecta… —No podía seguir sujetándose—. Porque he vivido cada instante… —Dejó de luchar—. Hacedlo vosotros también.
Dejó de intentar evitar lo inevitable.
Mi Rabanito me sonrió por última vez.
Y se precipitó hacia la muerte.