El viento hacía que la nieve me diera en la cara. Era como en mis sueños. Old Dog tenía el morro manchado de la sangre del yeti. Igual que en mis sueños. Sólo el sendero por el que avanzábamos era algo distinto. Oí mugir más lastimeramente aún a mi pequeña en la cueva y pedí a Old Dog, las lágrimas corriéndome por el morro, que nos alejáramos un poco más. No quería que la pequeña viese cómo me despedazaban, pero tampoco quería que lo oyera. Sin responder directamente a mi petición, Old Dog echó a andar y yo lo seguí por la densa nieve, unas doscientas vacas más arriba por una senda que cada vez era más estrecha. Con cada paso que daba me sentía más tranquila, resignada. Dejé de llorar y me sequé las lágrimas del morro con la lengua, al hacerlo probé el sabor de la límpida nieve que le caía encima. Tras doblar un recodo, finalmente nos detuvimos, a unas veinte vacas más. El lugar exacto de mis sueños. A nuestra derecha, la roca se alzaba hacia las oscuras nubes; a la izquierda se abría el hondo abismo. Al igual que en los sueños, tampoco ahora podía determinar su profundidad, pues la tormenta de nieve me lo impedía. Sólo la flor helada del borde del camino era distinta, en la realidad tenía un aspecto mucho, mucho más triste aún.
—¿Por qué quieres matarme? —le pregunté a Old Dog mientras la nieve azotaba mi rostro. Creía que por fin tenía derecho a saberlo.
El perro vaciló antes de contestar, pugnaba consigo mismo, algo en él quería que su corazón o, mejor dicho, lo poco que quedaba de él, se abriese. De manera que finalmente dijo:
—Por Tinka…
—Tu perra de aguas.
Recordé a su gran amor, que comió el veneno para ratas que puso el ganadero y murió.
—Estaba preñada cuando murió —confesó Old Dog.
¡Eso yo no lo sabía!
Su voz se tornó incluso un tanto quebradiza.
—Ese día no murió sólo ella, sino también mi hijo.
El perro estaba absolutamente ensimismado, como si reviviera ese momento terrible, como probablemente hiciese una y otra vez cada hora que pasaba despierto, y desde luego en las pesadillas que lo atormentaban de noche.
—Y con ellos murió mi sueño de ser feliz.
—Por eso quisiste quitarte la vida —razoné. Old Dog había ingerido después el veneno que había acabado con Tinka y su futuro hijo.
—Quería reunirme con ellos.
Su voz casi estaba ahogada debido al dolor contenido. Jamás creí que pudiera sentir compasión por Old Dog. Y aunque moriría a manos de él, sabía que Champion y mi ternero sobrevivirían. Sin embargo, seguir vivo cuando la familia de uno había muerto era un destino peor aún que la muerte.
—Los sombríos dioses perro se me aparecieron —contó—. No me dejaron morir, les produce un gran placer ver mi eterno sufrimiento.
Si de verdad existían esos dioses perro y no eran imaginaciones del demente Old Dog, nosotras, las vacas, podíamos estar más que satisfechas de tener sólo a Naia y Hurlo, ya que aunque no eran los dioses más capaces al menos no se regodeaban en el dolor de sus criaturas.
—Tinka siempre quiso tener una familia. —Siguió contando Old Dog, sin tan siquiera mirarme—. Desde que vio a las dos efímeras…
—Zumbi y Pumbi. —Recordé.
—¿A qué vienen esos nombres tan absurdos? —me espetó el perro con agresividad—. Tinka las llamó Meri y Efi.
¿Y se supone que esos nombres son mejores?, me entraron ganas de responder, pero no me pareció muy aconsejable irritarlo más. Por otra parte, ¿qué podía perder si de todas formas quería hacerme pedazos?
—Entonces, ¿entiendes por qué debo matarte? —me preguntó el perro.
Resolví dejarme de miramientos y contesté con insolencia:
—¿Porque no tengo ningún gusto poniendo nombre a unas moscas?
—¡No seas impertinente!
—Te recuerdo que quieres matarme. ¿Qué más me podría pasar?
—Puedo ser especialmente cruel. —Y se rió malicioso.
Me quedé helada.
—Mira por dónde ése es un buen argumento para que no sea impertinente.
—Debes morir porque no es lícito que una vaca tonta como tú viva la felicidad que nos fue negada a Tinka y a mí.
—¿No permites que los demás sean felices? —Apenas podía entenderlo. Abrí tanto la boca del asombro que me entró nieve.
—No. —Fue la escueta respuesta.
—¿Así de simple?
—Así de simple —corroboró él.
Ahora lo entendía: la felicidad tenía enemigos. Su mayor amenaza siempre venía de fuera, no de su ausencia en sí, algo que se olvida con demasiada facilidad cuando se está demasiado ocupado con uno mismo.
Agitada, pregunté:
—¿Le habría gustado eso a Tinka?
Old Dog se detuvo. Había conseguido lo que antes sólo lograra Rabanito: confundirlo.
—No —repuso con aire vacilante—, probablemente no.
Concebí esperanzas: Old Dog amaba tanto a Tinka que si quería conservar su memoria era probable que me perdonara la vida.
—Posiblemente incluso le pareciera espantoso —opiné con suavidad.
—Posiblemente —admitió.
Mis esperanzas aumentaron. Eran unas esperanzas que sólo sienten los que están condenados a morir cuando creen poder escapar una vez más de las garras de la muerte.
Y añadí, con más suavidad aún:
—Si Tinka viviera y se pareciera un poco a mí, le resultaría incluso atroz.
—¡Pero no se parece en nada a ti! —soltó el perro.
En ese momento presentí que había metido la pata.
—Y tampoco vive —aulló con todo el dolor y toda la rabia, maldiciendo al destino que le había jugado una mala pasada.
Aulló, aulló y aulló, cada vez con más furia, cada vez más enloquecido, los gritos resonando distorsionados en las inmensas rocas. Eso hizo que aquí y allá se desprendiera nieve de las pendientes, que fue a parar al abismo. Mi última esperanza de que me perdonara la vida se esfumó.
Old Dog tardó un tanto en calmarse, y después permanecimos un rato frente a frente en medio de la tormenta. En silencio. Y mientras estábamos así, él loco de dolor, yo esperando sus dentelladas, comprendí algo:
—Has perdido.
—¿Por qué? —El perro estaba pasmado.
—Porque yo he conocido la felicidad —repliqué, de pronto completamente serena—. Y eso ya no me lo podrás arrebatar.
El comentario le afectó, y no supo qué decir.
Había ganado de verdad.
A mi manera.
Pensé.
Pero de pronto Old Dog se rió.
—Anda, pero ¿a quién tenemos aquí?
Señaló con su pataza algo que estaba detrás de mí. Me volví en el estrecho sendero y hube de tener cuidado de no resbalar en el helado suelo pedregoso y caer al abismo. Allí estaban mis sueños de nuevo: la figura que subía por la sinuosa senda era mi dulce ternerita.