Capítulo 60

—Creo que me voy a desmayar —dijo, aterrorizada, Rabanito.

—Y yo contigo —apuntó Susi.

A lo que el gato añadió:

—Io hago catapum tambene con gusto.

Sin embargo, Hilde se dirigió a Old Dog y le preguntó:

—¿Por qué nos has salvado?

También ella estaba visiblemente afectada por el brutal ataque del perro del infierno.

—Sólo yo tengo derecho a mataros —contestó él sonriendo.

—O sea, que salimos de Guatemala y entramos en Guatepeor —razonó ella.

—¿Qué es Guatepeor? —preguntó Rabanito.

—¿Perdona? —contestaron a un tiempo Hilde y Old Dog.

—Que qué es Guatepeor —repitió Rabanito, cuyo cerebro parecía querer distraerse del terrible espectáculo que ofrecía el yeti muerto y de la amenaza que suponía el perro.

Old Dog no supo qué decir. Era la primera vez que lo veía desconcertado.

—Siempre me lo he preguntado —parloteó Rabanito—, y cuando una palabra tan curiosa como ésa se me mete en la cabeza, empieza a dar vueltas y más vueltas y más vueltas y me pone muy nerviosa, y eso no me pasa sólo con Guatepeor, sino también con rábano y con quina…

—¿Quina? —preguntó Old Dog, más perplejo aún.

—De tragar quina. Porque, ¿qué es esa quina? ¿Y para qué tragarla?

—¡Ya basta! —le chilló el perro.

—Y, digo yo, ¿se puede saber qué es un papanatas?

—¡¡¡YA BASTA!!!

Old Dog no podía controlar la situación, algo a lo que no estaba nada acostumbrado. Rabanito probablemente fuera la única criatura en el vasto mundo capaz de desconcertarlo así.

—¿Y qué es una gomita?

—Questo te lo puedo explicar io. —Se ofreció el gato.

—¡¡¡CALLAOS TODOS!!! —gritó Old Dog.

A lo que Rabanito, que ahora estaba muerta de miedo, contestó:

—Vale, ya me callo, cierro el pico, no digo ni pío, lo cual de todas formas sería absurdo, al fin y al cabo soy una vaca, y las vacas no dicen pío, como tampoco dicen oxte ni moxte, y eso que ni siquiera sé exactamente qué significa oxte ni qué moxte. Pero da lo mismo, tampoco diré ni mu, no diré nada de nada, me callaré como una muerta…

El perro estaba a punto de perder los nervios, la mataría de un momento a otro para que cerrara de una vez la boca.

—Pero si me quedo callada como una muerta —continuó cotorreando ella—, ¿qué hago en realidad? ¿Me mato…?

Había llegado el momento.

Old Dog tensó los músculos de las patas y…

Yo me interpuse entre ellos y grité:

—¡No!

El perro me miró con el ojo inyectado en sangre y me apresuré a explicar:

—Sólo me quieres a mí. Deja en paz a los demás. Perdónale la vida y no me defenderé.

—De acuerdo —asintió él.

Sin más, sin necesidad de más palabras; ciertamente la única que le importaba era yo.

—¡De eso nada! —soltó Hilde, y le preguntó al resto—: ¿Qué dijimos ayer?

—¿Que los partos son asquerosos? —repuso, vacilante, Susi.

—No, cuerno hueco. Dijimos: «Uno para todos…».

Todos recordaron la gran promesa que habíamos hecho, y Rabanito, Giacomo y hasta Susi exclamaron al unísono:

—¡TODOS PARA UNO!

No querían dejar que me enfrentara a la muerte sola, lo cual era increíble por su parte. Pero, por desgracia, también estúpido, ya que ello significaría que también ellos morirían. Nadie tenía absolutamente nada que hacer frente al perro del infierno.

—Vosotros os quedáis aquí —les ordené, por tanto, con determinación. Y fue la primera y única vez que di una verdadera orden a los míos. Para protegerlos.

—Pero… —objetó Hilde.

—Ocupaos de la pequeña —les pedí. Y se me saltaron las lágrimas y el labio inferior me empezó a temblar. Todos miraron a mi hija, que estaba pegada a mi pata, atemorizada, y lo entendieron: sola moriría en las montañas, sólo podría sobrevivir con su ayuda.

—Eh… ¿Significa eso que también tenemos que amamantarla? —preguntó Susi con desagrado.

Hilde le lanzó una mirada asesina.

—Sólo era una pregunta —se defendió la aludida—. Y aunque así sea, lo haré con mucho gusto, claro está. Sin duda.

Acaricié con el morro a mi pequeña. ¿Notó quizá que ésa era la última vez? Sea como fuere, le temblaba el cuerpo entero. Le di un empujoncito primero, y como no quería despegarse de mí, algo más fuerte después con la pata para que se fuera con Rabanito, su tía. Mientras, pugnaba con todas mis fuerzas por no llorar. La muerte no me daba miedo, pero saber que no vería crecer a mi hija me rompía el corazón.

—Decidle a Champion que lo quiero —les pedí a mis amigas, y también me empezó a temblar el labio superior. De un momento a otro me echaría a llorar.

—Yo también te quiero —balbució él.

Al parecer, mis palabras lo habían despertado. Se levantó a duras penas. Estaba demasiado débil para tenerse en pie, menos aún para enfrentarse al perro. Pero aun así quería defenderme de él. ¡Era mi héroe!

—Te voy a dar tu merecido… —amenazó a Old Dog, y dio unos pasos y volvió a perder el sentido.

El perro, risueño, hizo una mueca de burla. Mi héroe no podía salvarme. Nadie podía.

Rabanito rompió a llorar, y para no hacer yo lo mismo aparté la mirada y le dije en voz baja a Old Dog:

—Por favor, vayamos fuera.

No quería que la pequeña fuese testigo de cómo mataban a su madre.

Old Dog hizo un breve gesto de asentimiento, y salí de la cueva a la torva de nieve detrás de él, sin volver la cabeza, porque no quería que mi ternera me viese llorar. A mi espalda oí los mugidos desesperados y lastimeros de la pequeña. Naia mía, ni siquiera me había dado tiempo de ponerle nombre. Cuando estuve fuera por fin me eché a llorar. La última vez en mi vida.