El ternero cayó en la nieve debajo de mí y nada más hacerlo empezó a mugir para que sus pequeños pulmones pudieran llenarse de aire por vez primera. De forma que oí a mi hijo antes de verlo. Apenas percibí sus dulces, torpes mugidos, todos mis dolores infernales se esfumaron.
Me hice a un lado para ver al pequeño, que se levantó sobre las delgadas y vacilantes patas y mugió con su débil vocecita. Aunque estaba todo pegajoso y, por tanto, ni siquiera podía abrir los ojos del todo, era hermosísimo. Me acerqué a él de inmediato para darle lametones, y se calmó en el acto y dejó de mugir. Disfrutaba de mi cercanía, y me regaló su amor incondicional desde el primer segundo. Y yo a él el mío.
Mientras le limpiaba los ojos, Giacomo dijo en voz baja:
—Chupar questo è un poco asqueroso…
Y Susi añadió con repugnancia y sin molestarse lo más mínimo en hablar bajo:
—Ahora sí que estoy segura de que no quiero tener hijos.
Pero ni siquiera ella fue capaz de fastidiarme ese momento maravilloso.
Hilde rió y dijo:
—Es una niña…
Cierto, era una niña. Una niñita preciosa con la piel completamente blanca, sin una sola mancha negra, como si fuese de nieve. Ese ternero era muy especial. No sólo porque fuese mío.
También Champion susurró:
—Una niña.
Y en su voz había amor y respeto por la recién nacida.
Orgulloso y feliz, pero también cauto, se acercó a nosotras. Cuando terminé de limpiar a la pequeña, él me dio un lametón en el morro. Con cariño y delicadeza. Jamás habría pensado que pudiera ser tan tierno.
—Questo se pone cada vez más asqueroso —aseguró Giacomo.
Caían los primeros copos de nieve, y la pequeña temblaba debido al viento. Instintivamente, con torpeza se metió debajo de mí para protegerse del frío.
—¡Es tan mona! —exclamó con alegría Rabanito—. Por favor, ¿puedo ser su tía, aunque no sea su verdadera tía? —Y comenzó a dar saltitos nerviosos alrededor de mí y de la ternera mientras me miraba con unos ojos como platos—. ¡Por favor, por favor, por favor!
No pude evitar reírme.
—Serás la mejor tía del mundo.
—Vaya sí lo seré —aseguró, jubilosa, Rabanito.
—¿Y cómo se va a llamar la piccola? —preguntó Giacomo.
Hasta ese momento no me había parado a pensar en ello, todo había sido muy movido, y además la pequeña había venido al mundo antes de tiempo. Miré sin querer a Champion, que se limitó a esbozar una sonrisa tímida, a todas luces él tampoco había pensado en eso.
Caían más copos de nieve, y Hilde apuntó:
—Siento interrumpir la búsqueda de nombre antes incluso de que haya empezado, pero necesitamos un lugar a cubierto para dormir.
Y Susi precisó:
—De lo contrario a la pequeña no le hará falta el nombre.
Sonó brutal, pero lo había dicho con absoluta preocupación. Nosotras, vacas gordas, podíamos aguantar bien el frío, pero mi ternerita flaca no. En ese momento supe cuál era la primera ley de una madre: cuanto más ama una a su ternero, tanto más se preocupa por él.
—No es muy probable que por aquí haya algún lugar adecuado para dormir —razonó Susi.
—De todas formas tenemos que buscarlo —zanjó, resuelto, Champion, y nadie le contradijo.
El grupo se puso en movimiento. Champion y yo situamos a la pequeña entre ambos para que el viento le diera lo menos posible y avanzamos muy despacio para no cansarla. Tenía frío y tiritaba, pero así y todo se sentía protegida entre su madre y su padre.
Su madre y su padre…
… Qué bien sonaba.
Mientras subíamos lentamente el sendero hacia la cima, bajo una nieve cada vez más copiosa, recé: querida Naia, a lo largo de las últimas lunas llenas me has ido dando menos motivos para creer en tu bondad, por no mencionar en tu inteligencia. O incluso en tu mera existencia. Mi enfado contigo ha ido en aumento y, para ser sincera, puedes estar contenta de que entretanto no te hayas topado conmigo en la oscuridad. Pero ahora me dirijo a ti: por favor, por favor, por favor, no permitas que mi pequeña muera de frío. Haz que encontremos refugio. Si no escuchas esta plegaria, te prometo que no volveré a creer en ti. Ni volveré a dirigirte uno solo de mis pensamientos.
En ese momento, Hilde anunció:
—¡Ahí hay una cueva!
Alcé la vista al nevado cielo donde suponía a Naia y sonreí agradecida. Tal vez debiera haberla amenazado antes.
Champion y yo condujimos despacio a la ternera hasta la entrada de la cueva, que se adentraba en las profundidades de la roca. Entramos, contentos de librarnos de la nieve y el cortante viento, y empezamos a calentarnos. Aunque la pequeña seguía helada, sobreviviría a la noche. Se me acercó a las ubres y supe exactamente lo que quería. Le di leche… Un procedimiento que fue tan insólito como increíble. Insólito porque era un ser vivo el que extraía la leche de mi cuerpo, y no una fría ordeñadora, e increíble porque estaba alimentando a mi pequeña, le daba vida y fuerza, y al hacerlo establecía con ella una proximidad y un cariño que no había sentido antes.
Cuando se hubo saciado, las dos nos tumbamos en el pedregoso suelo de la cueva y ella se pegó a mí, aunque seguía temblando y, por tanto, no conseguía dormirse. Yo le podía dar algo de calor, pero no era suficiente para que se sintiera bien del todo. Miré a Champion: en ese momento, para sentirse segura, la ternera necesitaba no sólo a su madre sino también a su padre. Champion lo entendió en el acto y se unió a nosotras, de manera que ambos le dimos calor a la pequeña, que dejó de tiritar y se quedó dormida entre los dos.
Los demás ya roncaban, mientras fuera, ante la cueva, dejaba de nevar. La noche cayó, la luz de las estrellas nos iluminaba débilmente, y nosotros dos seguíamos mirando a nuestra pequeña ternera blanca, que dormía. No nos cansábamos de hacerlo.
—La quiero —le dije a Champion en voz baja, para no despertar a la pequeña.
—Y yo —aseguró él—, tanto que duele.
—Un dolor de una belleza inmensa —convine.
—Y a ti también te quiero —musitó Champion.
Me dejó sin habla un instante. Nunca me lo había dicho. Ni siquiera cuando todavía no había perdido la memoria y vivíamos en la finca.
Claro que ahora éramos dos vacas muy distintas.
Él ya no era el toro impetuoso que sólo pensaba en sí mismo, ni yo la vaca tonta romántica que a su manera, con el sueño de fundar una familia, también pensaba sólo en ella misma.
Y le contesté:
—Yo también te quiero.
Nos miramos a los ojos, una mirada profunda, rebosante de amor. Con nuestra ternerita en medio. Nunca en mi vida había sido tan feliz.