¡Dolía mucho!
¿Por qué, por qué dolía tantísimo?
Las vacas teníamos a nuestros terneros de pie, sí, pero de puro dolor me habría gustado hundirme en la nieve y quedarme ahí para siempre.
Los demás estaban a mi alrededor, querían aguantar a pie firme conmigo, literalmente.
—¡Lo conseguirás! —me animó Hilde.
El dolor era tal que no daba crédito.
—Estamos contigo —afirmó cariñosamente Rabanito.
No estaba muy segura de que fuese buena idea parir delante de tanta gente. Resultaba más bien desagradable que todos presenciaran cómo iba perdiendo el control de mí misma sin prisa pero sin pausa.
—Al ver esto, se le quitan a una las ganas de tener un ternero —confesó Susi.
En el caso de Susi estaba bastante segura de que no quería que estuviese presente.
—E io me alegro de ser un huomo —aseguró Giacomo.
Sentí un dolor especialmente intenso y mugí a pleno pulmón.
—¿Quieres que te cante algo para tranquilizarte? —se ofreció la pobre Rabanito.
—¡Ni se te ocurra!
—Porque me sé una canción de lo más animado.
—¡¡¡NO!!!
—Dice así…
Here comes my baby…[15]
Entre dolor y dolor le chillé:
—¡SI CANTAS UNA SÍLABA MÁS, TE MATO!
Durante un segundo no dijo nada.
Y después:
—También me sé una poesía muy bonita…
La fulminé con la mirada.
—… Que creo que no quieres oír —añadió.
—Eres molto perspicaz —observó con ironía Giacomo.
—Gracias —le contestó Rabanito, que tampoco esa vez captó la ironía.
El único que no dijo ni mu en todo el tiempo, algo muy de agradecer, fue Champion.
El dolor era cada vez mayor, tenía la sensación de que se me iba a desgarrar el bajo vientre entero. Y me vino a la cabeza la razón por la cual las vacas teníamos que pasar por semejante tormento al parir.
Por qué Naia creó los dolores
La lombriz de tierra fue a ver a Naia, que en ese momento pastaba al sol. A la diosa vaca le sorprendió que la lombriz tuviera la cara tan verde. Quiso saber qué le había sucedido, y ella respondió:
—Tus vacas, me han sucedido.
Naia no entendió la respuesta, y la lombriz de tierra empezó con sus lamentos:
—Naia, las vacas te veneran y siguen tu ejemplo. Se pasan todo el tiempo haciendo el amor, como hacéis Hurlo y tú.
Naia no pudo evitar reír.
—¡Excelente! Así están satisfechas.
—No, si desde luego ellas sí que lo están, pero ¡nosotras no! —replicó con amargura la lombriz—. Las vacas se reproducen más que los conejos, y ahora hay más vacas que todas las demás criaturas juntas, y les quitan la comida; pero eso no es lo peor.
—Entonces, ¿qué es? —preguntó, preocupada, Naia.
—Los gases.
—¿Los gases? —Naia estaba confusa.
—Son tantas tus vacas que con sus digestiones nos quitan el aire a los demás.
Ahora entendía por qué la lombriz tenía la cara tan verde. De pronto. Naia oyó a cierta distancia un fuerte chasquido y vio una bola de fuego. Quiso que la lombriz le contara qué había sucedido, y ésta le respondió:
—Es otra luciérnaga que ha saltado por los aires en una nube de gas.
Naia se quedó muda de espanto, y la lombriz contó:
—De todos los animales, las luciérnagas son las que más odian a todas esas vacas.
Naia, que lo entendía perfectamente, le pidió consejo a la lombriz. Sin embargo, lo que ésta le recomendó le quitó el habla:
—Lo mejor será que Hurlo y tú no hagáis más el amor.
Eso a Naia le resultaba impensable, de forma que prefirió crear un movimiento interno que se ocupara de que las vacas no quisieran tener terneros con demasiada frecuencia: los dolores. Y aunque los dolores fueron muy importantes para el bienestar del mundo, la propia Naia no quiso sufrirlos.
Sufrir era una buena palabra. Los dolores empezaban a resultarme insoportables. Y ahora odiaba a Naia más aún de lo que se odiaba ella misma. ¿Acaso no pudo crear la muy tonta alguna planta que impidiera a una vaca concebir si se la comía?
El sufrimiento era indecible, y yo mugí y mugí y mugí como nunca en mi vida. Mientras, Giacomo, que miraba las montañas nevadas, comentó:
—Esperemos que con tanto mugido non se desencadene una avalanchia.
—¿Qué es una avalanchia? —preguntó Hilde.
—Un gelato que nos deja hechos un plato.
Los dolores se sucedían a intervalos cada vez más cortos, y yo chillaba aún más fuerte.
—Me temo que en los próximos minutos no creo que Lolle vaya a bajar la voz —le susurró Hilde al gato.
Ahora gritaba a pleno pulmón, a punto de enloquecer. Entonces Champion me dijo en voz baja y sin embargo firme:
—Estoy contigo, siempre lo estaré.
Dos frases.
Dos simples frases.
Que de pronto hicieron que soportara todos los dolores.