Primero tan sólo unos segundos.
Champion y yo nos dimos contra el suelo con el morro.
Las demás salieron rodando y se despertaron.
Luego el pájaro recuperó el equilibrio.
Susi gritó:
—¿Es que no hay manera de descansar?
Pues no: acto seguido entraron corriendo dos hombres.
—Comandante, ¡pero si son vacas! —exclamó uno.
—Anda, y yo que pensaba que eran hámsters.
—¿En serio?
—¡NO!
—Ah.
—No me extraña que nos hayamos quedado sin combustible, con tanto sobrepeso.
—¿Cómo han llegado aquí estos bichos?
—¿Acaso importa?
—Teniendo en cuenta que sólo tenemos unos minutos, no.
Ambos hombres salieron despavoridos.
—¿Qué pasa? —le pregunté a Giacomo.
A modo de respuesta, el gato juntó las patas y musitó:
—Dio mio, perdona los míos pecatos…
—¿Por qué no me gusta su reacción? —le pregunté a Hilde.
El pájaro volvió a caer, esta vez más rápido aún.
Durante unos minutos quedamos suspendidos entre el suelo y el techo, ingrávidos.
Ahora sí que éramos vacas voladoras.
Y era…
Una sensación de auténtica mierda.
Algunos de nosotros nos deslizamos descontroladamente boca arriba.
Otros se hicieron pis del susto.
Lo cual fue especialmente desagradable para los que flotaban justo debajo.
Mirando hacia arriba.
Así que no fue de extrañar que mugiéramos aterrorizados.
Y algunos de nosotros además asqueados.
Después, el inmenso pájaro volvió a enderezarse.
Pero ello no nos tranquilizó.
Ni siquiera un poco.
Probablemente influyera el hecho de que un ala del enorme pájaro estaba en llamas.
—No creo que eso sea una buena señal —aventuró Champion, asustado.
—Muy perspicaz —apuntó Hilde.
—Yo ya dije que éste no era sitio para una vaca —repitió, llorosa, Rabanito.
—¡Y las personas ya no están aquí! —afirmó Susi mientras señalaba con el morro por la ventana.
Allí, junto al avión, las dos personas planeaban con algo parecido a un paraguas.
—Me temo que eso tampoco es una buena señal —vaticinó Champion.
—Pero ¿cómo han salido de aquí? —quiso saber Susi.
—¿Y de qué cuelgan? —añadió Rabanito.
—Ni idea —respondió Hilde—. Pero, sea lo que sea, yo también quiero una cosa de ésas.
Ahora el pájaro descendía despacio con el morro hacia abajo.
—Esto desde luego no es una buena señal —insistió Champion.
—¿Quieres parar de decir lo que de todas formas pensamos? —espetó Hilde, muy irritada.
El pájaro seguía bajando, cada vez más deprisa.
Las llamas del ala golpeaban una ventana.
—Dio mio, perdona que haya llevado a questas vacas a la morte…
A continuación el pájaro se precipitó en picado a la tierra.
Caímos por el vientre del pájaro.
Y gritamos.
Y gritamos.
Hasta que dejamos de gritar.
Me di con el morro contra una de las cajas.
Me desmayé.
—No sé quién será ese «Dio mio» —oí decir aún a Susi—, pero yo, desde luego, no te perdono.