Capítulo 52

Esa misma noche volaron sobre nosotros pájaros grandes plateados.

Giacomo nos llevó por campos, caminos vecinales y carreteras solitarias hasta un lugar llamado Minneapolis International Airport. Desde un montículo, y a una distancia prudencial, observamos cómo levantaban el vuelo y se posaban pájaros gigantescos. En la que fuera nuestra finca ya habíamos visto volar a esos pájaros inmensos muy alto en el cielo y, como hacían tanto ruido, suponíamos que sus digestiones eran mucho peores que las de Tío Pedo. Sin embargo ahora, vistos de cerca, nos dimos cuenta de que esos bichos tenían algo raro.

—¡Comen personas! —constató, horrorizada, Rabanito cuando vio que mujeres, hombres y niños desaparecían en las fauces de uno de los pájaros.

Lo curioso era lo bien que las personas aceptaban su destino. ¿Utilizaban los pájaros las mismas triquiñuelas con las personas que las personas con las vacas?

—Se lo tienen bien merecido —opinó Hilde.

A esas alturas, en la jerarquía de los seres vivos, para nosotros las personas se encontraban entre las garrapatas y las solitarias.

—Pero también las escupen —observó Champion al tiempo que señalaba con el morro otro pájaro de cuyas fauces salía un montón de personas.

—Seguro que es porque saben fatal. —Rabanito se estremeció.

Giacomo se rió de nosotros y aclaró que esos pájaros gigantescos no eran seres vivos, sino máquinas, similares a los cochies. Con ellas las personas volaban por todo el mundo. Y nosotros también volaríamos. Le explicamos que en una cosa así no nos meterían ni diez caballos, menos todavía un gato, tras lo cual él preguntó si queríamos ir a la India o no, a lo que nosotros no pudimos manifestar mucha oposición, y él dijo risueño que esa misma noche nos llevaría a bordo de uno de esos pájaros, y ello hizo que Hilde constatara que la vida se caracterizaba por ser más absurda cuando uno pensaba que ya no podía serlo más.

Giacomo nos indicó que nos quedáramos en el montículo mientras él exploraba el aeropuerto en las próximas horas. Después, por la noche, nos deslizamos hasta un matorral que se encontraba a unas treinta vacas de distancia de una barrera que vigilaban dos hombres provistos de escopetas que pugnaban por no quedarse dormidos.

El gato señaló un pájaro tremendamente grande que estaba detrás de la barrera y que llamó avión de transporte. Las fauces de ese monstruo se hallaban abiertas de par en par, y Giacomo nos susurró:

—Bene, tenemos que entrar ahí, pero antes hay que pasar por delante de los dos guardas.

—¿Y cómo vamos a hacer eso? —pregunté en voz baja.

—Tenéis que atropellar a los guardas.

—Un plan muy refinado —comentó Susi con ironía.

La frase podía haber sido de Hilde, pero desde el encontronazo con el toro con manchas marrones mi amiga no había vuelto a decir palabra. Empezaba a preocuparme.

Champion gruñó:

—Pues a mí el plan me gusta. —Y se dirigió a nosotras—: Vosotras quedaos aquí, a salvo.

Y antes de que alguna pudiera reaccionar, salió corriendo de las matas: Champion se precipitaba él solo al peligro por su vacada. Supuse que quería demostrarse —y probablemente también demostrarnos a nosotras— su virilidad.

Los guardas soltaron un grito y sacaron las escopetas, intentaron apuntar a Champion, pero él fue más rápido y los embistió. Los hombres cayeron al suelo y perdieron el conocimiento con el golpe. Nosotras echamos abajo la barrera y corrimos todo lo que pudimos —lo cual, gracias a las barrigonas fofas que habíamos echado, no fue mucho— para cruzar el recinto y llegar hasta una rampa que conducía al vientre del enorme pájaro. Una vez allí nos detuvimos, jadeantes, entre cajas. Cuando volvimos a respirar con cierta normalidad, a Rabanito le llamó la atención un detalle:

—¿Por qué están tan sujetas las cajas?

—Ya lo veréis —respondió el gato, y sonó a que la experiencia no sería muy divertida.

Poco después oímos un fuerte chasquido. Las fauces del pájaro se cerraron. Sin embargo, el interior no estaba completamente oscuro, ya que por las ventanas entraba la luz de las farolas del aeropuerto. De pronto, el gran pájaro comenzó a gruñir y a mí me vibró la panza. Teníamos demasiado miedo para acercarnos a las ventanas y ver qué pasaba. El hecho de que Giacomo cantara feliz y contento «¡Allá vamos!», más que infundirnos valor nos dejó consternadas. El pájaro de transporte se puso en marcha despacio, fue ganando velocidad y finalmente salió disparado por el terreno.

—¡Agarraos forte! —aconsejó el gato, y cogió con las patas uno de los cinturones que afianzaban las cajas.

—¿Por qué? —pregunté.

El pájaro se inclinó y salimos despedidos contra las cajas.

—Por questo —repuso Giacomo mientras el pájaro se despegaba del suelo.

Rodamos por el vientre del pájaro hasta acabar todos amontonados en un rincón, contra la pared. Paralizados por el miedo, miramos por las ventanitas y vimos que el pájaro se alejaba cada vez más de la tierra. Bajo nosotros, en la noche, se veía un sinfín de luces, y yo hasta creí distinguir el Misisipi, por cuya orilla avanzáramos esa misma tarde.

El pájaro de transporte subía cada vez más, hasta llegar a una niebla blanca que se volvía más densa por segundos. Rabanito fue la primera en darse cuenta de qué era esa niebla:

—Son… Son las nubes…

Los pájaros normales no volaban tan alto. El nuestro, sin embargo, volaba incluso atravesando las nubes. Y daba tremendas sacudidas. Poco después se niveló y avanzó apaciblemente por el aire. Las vistas que se nos ofrecían ahora eran impresionantes. El sol salía sobre las nubes, que quedaban por debajo, bañadas de rojo. Naia mía, ¡estaban bajo nosotros!

—Éste no es lugar para una vaca… —se lamentó Susi.

—Ni tampoco para las personas… —añadió Champion.

—Y sin embargo aquí estamos… —constaté yo, maravillada.

—Y es increíble —aprobó, respetuosa, Rabanito.

Lo era.

Éramos vacas voladoras.

Muy cerca del cielo.