Capítulo 51

Lanzando ayes y sudando avanzamos pesadamente bajo el sol a lo largo del Misisipi. Hacia el cielo se alzaban enormes árboles que nos infundían respeto con su altura. Por lo menos ya no me escocían tanto las nalgas. La única capaz de verle algo positivo a la situación era Rabanito, naturalmente:

—Al menos con tanto sudar perderemos algo de peso.

—Me alegro por aquellos de nosotros que lo necesiten —refunfuñó Susi, si bien dio la impresión de que quejarse le suponía un gran esfuerzo.

Ahora que nos encontrábamos desprotegidos en un lugar desconocido, tenía que lidiar nuevamente con sus inseguridades.

De manera que yo entendía por qué estaba de tan mal humor. Pero hay días en que se pueden entender las debilidades del otro y sin embargo sentir ganas de cerrarle la boca con una boñiga.

Tras una pesada caminata de dos horas los árboles desaparecieron de súbito, subimos un terraplén y nos vimos en una vasta pradera. Propuse pastar un poco, a Champion le sonaban de tal modo las tripas que las ardillas huían despavoridas. Allí la hierba no era tan jugosa como en la dehesa de nuestra última finca, pero no estaba mal y, sobre todo: la comíamos en libertad. Quizá, pensé agotada, debiéramos quedarnos en ese sitio. En un lugar que aunque no era paradisiaco nos proporcionaba agua y una comida aceptable.

—¡Mirad! —chilló Susi, arrancándome así de mis pensamientos.

Señalaba nerviosamente con el morro a un toro que venía hacia nosotros. Era mucho más imponente que Champion o que cualquier otro toro que hubiéramos visto en nuestra vida. Un animal grande, poderoso, bello. Sin embargo, su aspecto deslumbrante, soberbio, no era lo más impresionante en él. No, lo más impresionante era el color de sus manchas.

—¡Marrón! —exclamó Hilde.

Era la primera vez en su vida que veía a alguien que también tenía manchas marrones. ¡Y encima era un toro!

—Marrón… Marrón… Marrón… —balbucía.

Nunca la había visto tan confusa, tan enajenada.

El toro vino hacia nosotros decididamente con pasos elegantes, majestuosos. Manchas marrones nos miró con curiosidad. Un poco por encima del hombro, ésa fue la impresión que me dio. Se dirigió a Hilde sin preámbulos y le dijo:

Baby, no sois de por aquí, ¿verdad?

Ella fue absolutamente incapaz de contestar. Era su sueño más íntimo: un toro con manchas como las suyas. ¡Un toro del que pudiera enamorarse!

—Me llamo Boss[14], ¿y tú, baby?

—Marrón —balbució Hilde.

—Me alegro de conocerte, Marrón.

—Marrón.

—¿Sabes decir algo más que marrón, Marrón?

—Quiero tener.

—¿Quiero tener? —Boss parecía divertirse—. No te referirás a mí, ¿no?

—¡Marrón!

Madre mía, teníamos que ayudar a Hilde antes de que se fuera de la lengua. Me uní a ella y expliqué:

—En este momento mi amiga está un poco confundida…

—Claro, baby —dijo el marrón Boss sonriendo—, es una reacción vacuna de lo más normal al verme.

—Questo non tiene precisamente complejo de inferioridade —apuntó Giacomo.

—¿Y por qué iba a tenerlo? —inquirió Susi, visiblemente impresionada por el imponente cuerpo.

—¿Y por qué iba a tenerlo? —preguntó asimismo el toro.

—Marrón —repitió Hilde en señal de aprobación.

—¿Por qué habla así? —quiso saber Boss—. ¿Sus padres eran hermanos?

—No —dije yo—, pero es la primera vez que ve a un toro con manchas marrones.

—Bueno, pues ya va siendo hora de que conozca de verdad a uno —afirmó Boss, risueño, de forma inequívocamente ambigua y muy seguro de sí mismo.

Ese toro no sabía nada de inseguridades.

Hilde miró al suelo, ni siquiera podía mirarlo a los ojos, de cohibida que se sentía. El tipo había conquistado su corazón en un santiamén. ¡Increíble! Jamás habría creído que vería a Hilde tan cambiada.

—Pues tampoco es para tanto —farfulló, celosa, Rabanito.

—Eso mismo me parece a mí —bufó Champion, que ya no estaba acostumbrado a tener a otro toro a su alrededor. Y para colmo a uno que era mucho más grande que él—. Es demasiado vanidoso.

—Mira quién habla. —Se me escapó.

Champion me miró enfadado. Y no fue sólo el comentario lo que lo enfadó. No, su ira hacia mí tenía unas raíces mucho más profundas. Pero me daba lo mismo, al fin y al cabo había terminado definitivamente con él.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Boss, y añadió, mirando de reojo a Champion—: Además de mirarme el miembro con cara de envidia.

—¡¡¡No miro con cara de envidia!!! —protestó Champion.

—Aunque sería comprensible —opinó Susi, impresionada con tan tremendo espectáculo—. ¡Con eso se pueden derribar árboles!

—Marrón —coincidió Hilde, que hasta entonces no se había interesado nunca por tales cuestiones.

Al menos no volvió a decir «quiero tener».

Champion bufó airado, le habría gustado cruzar los cuernos con el otro toro para reafirmar su masculinidad. Pero antes de que llegaran a eso y posiblemente él resultara herido por el fuerte macho, me interpuse entre ambos y conté:

—Estamos buscando un nuevo hogar.

—Ya —replicó Boss, clavando la vista en nosotros, sobre todo en las hembras—. Aquí no tenemos manchas negras, sólo marrones. Y nuestras vacas no tienen las redondeces que tenéis vosotras, a mis amigos les vais a encantar…

Y esbozó una sonrisa maliciosa. Me sentí reducida a mi aspecto.

—¿Es que hay más toros aquí? —preguntó, esperanzada, Susi, a la que nuevamente no le importaba nada quedar reducida a su aspecto.

—Pues claro, baby, somos diez en total.

—¡Guau! —exclamó Susi.

—¡Marrón, marrón, marrón! —celebró Hilde.

—Podéis uniros a nuestra vacada con mucho gusto —propuso el toro al tiempo que señalaba con el morro a lo lejos.

Allí, contra el sol vespertino, se distinguían algunas vacas con manchas marrones, algo que hizo que a Hilde casi se le parara el corazón de alegría.

—En nuestra pradera vivimos en libertad y sin personas —contó Boss.

¿Sin personas? Si eso era así, ciertamente no sería preciso que emprendiéramos el fatigoso camino a la India, algo para lo que de todas formas nos faltaban la fuerza y la voluntad.

—¡Nos quedaremos aquí! —dijo Susi, encantada.

Champion estaba menos entusiasmado, la perspectiva de que en esa pradera vivieran más toros de mayor tamaño y, sobre todo, mejor dotados, no le resultaba nada halagüeña. Y a Rabanito, claro estaba, no le hacía ninguna gracia cómo Hilde miraba al toro. De manera que mi pequeña vacada no estaba de acuerdo en cuanto a quedarse allí, razón por la cual yo, que era la líder, debía tomar la decisión. Aunque seguía soñando con la India, posiblemente fuera mejor vivir en libertad en ese sitio, en una pradera en condiciones, protegidos por toros fuertes. A saber qué peligros nos aguardaban aún y si conseguiríamos llegar a la India.

Boss planteó:

—Sólo debéis ateneros a unas reglas sencillas.

—Sin problema —respondí con resolución y para gran fastidio de Rabanito y Champion: en ese momento tomé la decisión de quedarnos allí por todos nosotros.

—Debéis honrar a los ancianos —dijo Boss.

—Por descontado —asentí.

—Y no podéis pelearos con las otras vacas cuando pastéis.

—Eso también está claro.

—Y las vacas deben obedecer las órdenes de los toros.

—Eh… ¿cómo dices? —inquirí perpleja.

—Debéis hacer todo lo que os digamos los hombres.

—¿¿¿MARROOOÓN??? —espetó Hilde.

—Eh… —repetí—, ¿y por qué tenemos que hacer eso?

—Porque nosotros somos los machos y vosotras las hembras —replicó Boss como si diera a conocer una ley de la naturaleza.

—Un argumento muy curioso —afirmó Rabanito.

—Y ni siquiera bien formulado —añadió Champion.

Acto seguido, Boss preguntó, con aire provocador:

—¿Qué clase de blandengue eres tú?

—En las últimas lunas llenas he aprendido que las vacas son muy capaces —repuso él—. Aunque a veces las mujeres son raras…, bueno, más que a veces…, mucho más que a veces…, llevan a cabo cosas que los toros no conseguiríamos hacer.

Ahora volvía a estar orgullosa de Champion. Qué curioso, pensé, había acabado definitivamente con él y de repente me sorprendía otra vez.

—Si os sometéis a nosotros, esto será un paraíso para vosotras —aseguró Boss—. Aprenderéis a amar a los toros. —Esbozó una sonrisa tremendamente pícara.

Fue la sonrisa más repugnante que había visto a un toro en toda mi vida.

Y Susi soltó:

—¿Le importa a alguien que vomite?

Por lo visto no quería volver a llevar una vida en la que únicamente fuera utilizada por los toros.

—No te cortes —la animó, asqueada, Rabanito.

—Mira a ver si le das en las pezuñas —sugerí.

—En la cara tampoco estaría mal —terció Champion.

Estábamos de acuerdo: ése no podía ser nuestro nuevo hogar. Sería aún peor que nuestra finca o la dehesa de las cowgirls, ya que allí no serían las personas quienes convertirían nuestra vida en un infierno, sino los de nuestra propia especie.

La única que no dijo nada fue Hilde.

Tras lanzarnos al resto una mirada asesina, Boss se dirigió a ella:

—¿Tú qué dices, Marrón? ¿Quieres renunciar a la buena vida con unos tipos de verdad como las locas de tus amigas?

Hilde no dijo nada.

Oh, no, no querría quedarse con él sólo porque tuviera sus mismas manchas, ¿no? ¡No podía ser!

Seguía sin decir nada.

¿Qué haría yo si Hilde quería quedarse con esos monstruos de toros? Tendría que dejar a mi amiga u obligarla a venir con nosotros por la fuerza. ¿Estaría bien? ¿Tenía yo derecho a hacer eso? Al fin y al cabo, vivir en una vacada así siempre había sido el sueño de su vida.

—Entonces qué, Marrón, ¿te quedas con nosotros? —Se interesó el toro.

Hilde abrió la boca para contestar, y yo contuve la respiración y confié en que no dijera «marrón».

—Negra —mugió.

—¿Te llamas Negra? —preguntó, desconcertado, el toro, aún seguro de sí mismo pero desconcertado.

—No, no me llamo así, ¡así es como estoy! —bufó enfadada Hilde al tiempo que le daba con la pezuña precisamente en la parte de su cuerpo de la que tan orgulloso estaba.

Champion apretó los ojos:

—Eso duele sólo de verlo.

—Questo laúd ahora tiene mala salud —coincidió Giacomo.

Boss pegó un aullido y salió corriendo hacia los suyos con el rabo entre las patas (y no me refiero a ése con el que normalmente se espantan las moscas). Mientras se iba aún nos dijo:

—Y estiraréis la pata solas.

Y Champion le chilló:

—Y tú nunca serás feliz con una vaca.

Nuevamente me sorprendía.

En cuanto a la advertencia de Boss, ni siquiera la tuve en cuenta por el momento. Estaba más que aliviada al saber que Hilde se quedaría con nosotros. Entonces se me pasó por la cabeza algo que Giacomo me había contado de la lejana India.

—Dime, en la India toros y vacas son iguales, ¿no? —le pregunté.

—Sí —me confirmó.

—En ese caso nos vamos a la India, ¡tardemos lo que tardemos! —le dije al resto.

—¡Tardemos lo que tardemos! —corearon las demás vacas.

¡El fuego había vuelto a nuestros ojos!

—¡Viva la emancipacione! —exclamó Giacomo.

Nos lo quedamos mirando, no sabíamos qué quería decir eso, y él estaba asombrado consigo mismo:

—Non habría pensado nunca que alguna vez diría algo cosí.

A continuación mugimos todos con más fuerza:

—¡NOS VAMOS A LA INDIA!