Capítulo 50

A quienquiera que esté al tanto de mi historia, vaca, cerdo, persona, hámster o piojo errante, le doy un consejo para la vida: si se puede evitar, no hagas nunca, pero nunca, la bomba desde una altura de cincuenta vacas.

Al chocar contra el agua sentí un gran dolor en el pompis, que se vio superado en el acto por un problema mucho más acuciante: la extraordinaria falta de aire. Me seguí sumergiendo en las profundidades infinitas del Misisipi, y el hecho de que el agua fría me refrescara por el momento las doloridas nalgas en realidad no supuso ningún consuelo. Mis burbujas de aire ascendían hacia las nalgas de los demás, que nadaban en la resplandeciente superficie iluminada por el sol. Intenté como una loca alcanzarlos moviendo las patas frenéticamente, pero el impulso de la caída hizo que me hundiera cada vez más, por mucho que mis cuatro patas patalearan tratando de impedirlo. Cuando los pulmones me ardían y de mi boca ya no salía ninguna burbuja de aire, mis esfuerzos dieron resultado: ya no me hundía, incluso estaba subiendo. Con una mezcla de esperanza y pánico moví con más brío si cabe las patas. Ahora parecía que los pulmones me iban a estallar, pero me aproximaba a la superficie. Con cada patada me dolían más los músculos, estaba a punto de perder el conocimiento, pero me hallaba demasiado cerca del aire salvador, ni siquiera a una vaca de distancia de él, para rendirme. Tenía que aguantar como fuera. ¡Tenía que hacerlo! Por mi ternero.

Mis patas se movían débil y descoordinadamente, pero seguí ascendiendo, hasta que mi cabeza se dio contra algo. Al otro lado de la superficie, amortiguado por el agua, oí que Susi soltaba:

—Eh, vaca tonta, ¡que ése es mi culo!

Sería de lo más estúpido, pensé, que precisamente ese pompis fuera lo último que viese en la tierra.

La aterradora idea me confirió la fuerza necesaria para rodear el culo de Susi, algo que sin embargo me costó algún tiempo, ya que en las últimas lunas llenas se había vuelto gigantesco. Asomé la cabeza en la superficie, escupí agua —me satisfizo ver que le daba a Susi—, y, jadeando, llené con avidez de aire mis doloridos pulmones. Cuando tuve algo de aliento, miré primero a las vacas mojadas que nadaban a mi lado y después al puente: arriba ya no se veía nada, el tren —y con él todas las wagyus— había desaparecido. Sólo se seguía escuchando el traqueteo de las ruedas, pero incluso ese ruido se alejaba deprisa, se fue debilitando hasta enmudecer por completo. Era insoportable: nuevamente nos habíamos salvado, y nuevamente otras vacas iban hacia la muerte.

—Y ahora, ¿qué hacemos? —me preguntó Hilde.

Los demás también me miraban: gracias al proceder de Hilde habían comprendido que volvía a ser la líder. De manera que tenía que comportarme como tal, por mucho que me costara en ese momento, así que contesté:

—Nadaremos hacia la orilla.

—Eso también se me habría ocurrido a mí —observó Susi, más cansada que mordaz.

Nos dirigimos todos hacia la pedregosa orilla, salimos como pudimos del agua, nos desplomamos en el suelo y nos secamos al alto sol del mediodía.

—¡Ay, mi culo! —se quejó Champion, arrepintiéndose de haber hecho la bomba.

Ello me recordó en el acto el mío, que asimismo me ardía soberanamente.

—Tenéis el pompis todo rojo —comentó Rabanito—. La abuelita Hamm-Hamm tenía una receta secreta para eso, ¿queréis saber cuál era?

—¡¡¡No!!! —exclamamos a coro Champion y yo.

¿Quién habría pensado que volveríamos a estar de acuerdo en algo?

Hilde me miró y me preguntó:

—¿Qué quieres hacer ahora?

Me habría gustado responder: buscarme un culo nuevo. Por lo demás, sólo se me ocurría mi plan inicial:

—Tenemos que ir a la India.

Susi resopló con desdén:

—¿Y cómo pretendes llegar allí? ¡Ni siquiera sabes dónde estamos!

Cierto, no tenía ni la más remota idea. Pero no quería admitirlo, ya que mi pequeño grupo estaba completamente agotado y desalentado debido a todo lo que había vivido. En ese instante oímos decir al gato:

—Il deporte è la morte.

Vino hacia la orilla saltando de piedra en piedra, a todas luces había abandonado el tren algo después, ya que no tenía ninguna necesidad de tirarse temerariamente del puente, pues con sus flexibles patas podía aterrizar en cualquier parte: sí, era mejor ser gato (aunque en ese caso uno siempre estaría metiendo los puñeteros pelos del bigote en la comida).

—La India está molto, molto lejos… —confesó Giacomo, que era lo que yo me temía, pero no quería oír decir en voz alta—. Pero… Io os juro que os llevaré allí —anunció con una seriedad que no le pegaba nada.

En las últimas lunas llenas que no había estado con nosotros algo lo había cambiado.

—E io sé cómo conseguirlo —continuó mientras con la pata nos invitaba a seguirlo.

Nos levantamos a duras penas y lo seguimos abatidos, siempre a la orilla del río. Para ser más precisa: Champion y yo lo seguimos tambaleándonos. Las nalgas nos dolían con cada movimiento, y constaté que el dolor probablemente fuera lo más tonto que había creado Naia.

Rabanito se ofreció:

—¿Quieres que sople?

—¿Qué? —inquirí perpleja.

—Para que no te duela el trasero —especificó.

—Lo tiene tan gordo que no podrías soplar tanto —se lamentó Susi.

Resoplaba de lo lindo al andar. Al igual que nos sucedía al resto, pues el sobrepeso era un fastidio, y mi vientre de embarazada hacía que caminar me resultara más pesado todavía que a los demás. Para no pensar en el dolor y los ayes, me uní al saltarín Giacomo y le pregunté:

—Dime, ¿cómo nos encontraste?

—Después de pasar unas semanas en Nueva York me enteré por otros gatos que habían atrapado a unas vacas. E io supe que sólo podíais ser vosotras. Averigüé que os habían llevado al rancho de las wagyus. Después fui a reunirme con vosotras y llegué justo cuando las personas os metían en el tren.

—¿Y cómo es que no estás con tu ama? —pregunté con cautela.

El gato no contestó, se miraba las patas al andar.

Mientras sopesaba si seguir insistiendo o dejar que Rabanito me soplara en el trasero, él respondió en voz queda:

—Non la encontré.

—Lo siento mucho —le dije, y se me olvidó del todo el dolor de nalgas. Giacomo había estado buscando a su ama para recuperar la felicidad, y ahora, al parecer, la había perdido para siempre.

—Non lo sientas —replicó el gato—. Ya me sentiré mejor.

—¿Ah, sí? —pregunté, pues no estaba muy segura de a qué se refería.

—Hay cosas en la vita que ya non se pueden arreglar. Pero puedo hacer algo bene en otra parte. Os puedo llevar a la India. Dejé en la estacada a la mía ama, pero a vosotras…, a vosotras non os decepcionaré.

Ahora entendía qué era lo que esperaba Giacomo: si era capaz de ayudarnos, en cierto modo saldaría la deuda que había contraído con su ama. Si lográbamos llegar a la India, podría perdonarse a sí mismo y volver a ser feliz por fin. El gato había unido su felicidad a la nuestra.

Sin embargo, tenía mis dudas de que fuera una decisión inteligente.

Miré a los míos: sus ojos no reflejaban nada, como si en ellos se hubiese apagado el fuego de la pasión. Estábamos gordos y, lo que era mucho peor, abatidos. Habíamos sido expulsados de un paraíso falso, y probablemente ésa fuera la causa de que hubiéramos perdido definitivamente la fe en poder llegar a uno de verdad. Si nuestro humor no cambiaba pronto, estaba más que claro que jamás llegaríamos a la India.