Capítulo 49

—¡Giacomo! ¿Qué estás haciendo aquí? —exclamé con alegría.

—Io sono sentado entre los barrotes de una ventanita sonriéndoos. —La sonrisa se ensanchó.

—Y diciendo tonterías —repuso Hilde, que aunque revolvió los ojos también se alegró de la sorprendente aparición de Giacomo.

Verlo nos dio esperanzas. Unas esperanzas completamente absurdas, cierto, porque ¿cómo nos iba a librar de una situación tan apurada un gato tan pequeño? Pero esperanzas, al fin y al cabo.

Giacomo se me subió al lomo y nos miró:

—Mamma mia, os habéis puesto todavía más gordas.

—Y tú cada vez eres más encantador —repuso Hilde.

—Ahora sé qué no he echado de menos todas estas lunas llenas.

—Y usted, signorina… —Giacomo le sonrió—. È la que más gorda está.

Susi bufó pero, antes de que pudiera decir nada, Rabanito se abrió paso entre las wagyus hasta llegar hasta nosotras y sonrió.

—Me alegro de que estés aquí.

—Y yo me alegraría de que habláramos de cómo salir de aquí —intervino Champion.

No le hacían ninguna gracia las estrecheces del vagón, al fin y al cabo ya había estado encerrado una vez, en el cochie del ganadero. Aunque su memoria no lo recordara, algo en su cuerpo lo hacía: se le notaba porque sus ojos se movían nerviosamente a un lado y a otro y tenía sudor en la frente.

—Ah. —Giacomo rió—. Si tambene está il tontaino.

—¿A quién llamas tú tontaino? —resopló Champion.

—Sólo un tontaino haría questa pregunta. —El gato rió con más ganas, una risa en cierto modo artificial.

Me di cuenta de que Giacomo nos ocultaba algo. Tampoco es que fuera muy difícil verlo: a fin de cuentas se hallaba lejos de su ama. ¿La habría encontrado? Sea lo que fuere, pensé: el tontaino… Esto… Champion estaba en lo cierto. Teníamos problemas más urgentes que el extraño comportamiento del gato. Por eso le pregunté:

—¿Nos puedes ayudar a salir de aquí?

Echó un vistazo al vagón, vio a todas las vacas y su rostro se ensombreció. Respondió muy, muy serio:

—Sí, pero non.

—¿Podrías ser un poco más claro? —pidió Hilde.

—Sí, pero non —repitió el gato.

—¿A eso lo llamas tú claridad?

Y él susurró:

—Os puedo sacar a vosotras, pero non a tutte.

—Ahora sí que me ha quedado algo más claro —aseguró Rabanito.

—¿Cómo que no a todas? —No fui tan rápida como mi amiga.

—La mayoría tendrá que quedarse aquí.

Susi fue la más rápida en reaccionar:

—Si no formo parte de «la mayoría», no pasa nada.

Susi, así era ella, siempre pensando en sus compañeros vacunos.

A los demás nos invadió una desagradable sensación: ¿dejar morir a otros mientras nosotros sobrevivíamos? ¿Estaba eso bien? En caso de que formáramos parte de los que consiguieran huir, claro.

En lugar de seguir dándole vueltas a estas cuestiones, las aparté por de pronto de mi cabeza y le pregunté al gato lo más obvio:

—¿Y cómo vamos a salir de aquí?

Giacomo fue hasta la gran puerta del vagón, por la que supuestamente nos metieron las cowgirls cuando estábamos inconscientes. Afianzada a la puerta de madera había una barrita de hierro muy pequeña. Giacomo la señaló, la llamó «pasador» y sonrió:

—È molto facile: sólo tenéis que levantarlo con il morro.

Me planté allí en el acto y levanté el pasador. La puerta se deslizó hacia un lado con suma facilidad, y por la abertura entró un viento muy fuerte. Probablemente las personas no consideraran a las vacas tan inteligentes como para comprender el mecanismo de la cosa esa, el pasador, y por desgracia no se equivocaban: sin el gato no habríamos sabido abrir la puerta. Me disponía a abrirla del todo cuando Giacomo exclamó:

—Attenzione!

Para entonces yo ya sabía lo que significaba esa palabra: dentro de un momento alguna mierda que aún no conocía nos daría un montón de problemas.

De manera que abrí con cuidado. El viento me dio con fuerza en la cara, me aturdió y casi me lanzó fuera. Pero eso no fue lo peor ni con mucho: ante mis ojos, a una velocidad increíble, desfilaron árboles. Al verlos me mareé y a punto estuve de perder la orientación. Miré abajo instintivamente, y vi pasar piedras a la misma velocidad increíble, de manera que me mareé más aún. Se me fue un poco la cabeza, y entonces lo entendí: no eran los árboles y las piedras los que pasaban a toda prisa ante nosotros ¡sino el vagón el que dejaba atrás a toda velocidad las piedras y los árboles con nosotros dentro! Y acto seguido comprendí algo mucho peor: si caía del vagón y me daba contra las piedras, me quedaría aplastada como un escarabajo cuyas últimas palabras fueron: «Esa sombra que tenemos ahí arriba ¿es la pata de una vaca…?».

Me retiré un poco del borde del vagón y me volví hacia los demás miembros de mi pequeña vacada, que miraban en silencio los árboles que pasaban volando, mientras las wagyus se pegaban a las paredes, asustadas, para alejarse todo lo posible de la puerta. Estaban todos demasiado horrorizados para mugir algo. La primera que recuperó el habla fue Hilde:

—Así no podremos saltar.

—Ah, sí que podréis —aseguró el gato, haciéndose oír con el fuerte viento.

—O el gato está como una cabra o lo estoy yo —opinó Susi.

—¿Por qué tiene que ser una de dos? —espetó Hilde.

—Dentro de unos minutos questo tren pasará por un ponte enorme, y ahí podréis saltar —contó el gato.

A lo que Champion repuso:

—Desde luego el gato está como una cabra.

Hilde le dio la razón:

—Si nos tiramos de un puente, caeremos sobre las piedras desde una distancia aún mayor.

—Caeréis al agua. Il ponte cruza il Misisipi.

Rabanito se quedó pasmada:

—¿Qué cruza el pipí?

—A tu abuelita Ton-tón le gustaría —afirmó Susi.

—¡Deja de llamarla Ton-tón!

—Lela-Lela.

—¡Eso tampoco!

—¿De cabeza contra el árbol-De cabeza contra el árbol?

Furiosa, Rabanito iba a responder algo, pero el gato explicó:

—Il Misisipi è un río.

Todos exhalamos un hondo suspiro: ¿teníamos que saltar de ese vagón en marcha a un río desde un puente? Ahora sí que no cabía la menor duda: el gato estaba como una verdadera cabra.

—¿Qué tenéis que perder?

—¿La vida? —apuntó Susi.

—Que sólo podréis ganar de ese modo.

—Eso también es verdad. —Hube de admitirlo. Íbamos rumbo a una muerte segura, así que debíamos decidir entre la fiebre aftosa o la lengua azul.

Sin embargo, si sobrevivíamos al choque, tendríamos una oportunidad, ya que las vacas sabíamos nadar. Pero eso sería si sobrevivíamos a la caída. No me gustaba nada ese «si».

—Pero il ponte non è largo… —advirtió Giacomo—. Tenéis que ser molto rápidas y dejar atrás a le altre.

—Y entonces, ¿qué será de ellas? —preguntó Rabanito.

—Allora, las wagyus acabarán en los platos de los gourmets. —El gato suspiró, un suspiro apenas audible debido al viento.

Si los gourmets se atrevían a hacer eso —primero mimar a las vacas para que tuvieran más chicha en las costillas y su carne fuera más tierna—, me gustaban aún menos que las personas normales.

Les dije a los demás:

—Debemos llevarnos a todas las wagyus que podamos.

—¿Debemos? —inquirió Susi, que sólo quería salvar su pellejo.

La miré mal.

—Habrá que preguntarles, digo yo —añadió en voz baja.

Giacomo suspiró de nuevo.

—Non te irá molto bene. Ellas non tienen tanta experiencia con la vita como vosotras. Las suas esperanzas serán mayores que el miedo, y por eso se quedarán en il vagón confiando en un happy end.

—¿Qué es un happy end? —Se interesó Rabanito—. No sé, suena bien.

—Algo que sólo existe en la fantasía —aclaró el gato, y fue evidente que al decirlo no pensaba, a juzgar por su mirada tristona, en las wagyus sino posiblemente en su ama. Después se dominó, sacó el cuello por la puerta y exclamó—: ¡Il ponte viene! ¡Preparaos para saltar!

Nos acercamos a la puerta —todos los que no éramos wagyus— y echamos un vistazo con cuidado. El viento estuvo a punto de volarnos la cabeza. Tras una curva vimos el puente, que era sumamente alto, mediría al menos cincuenta vacas.

—Yo de ahí no me tiro —aseguró Susi.

—Piensa en la alternativa —aconsejó Hilde.

—Preferiría pensar en unos pastos verdes.

—Eso lo entiendo —convino Hilde.

—Cualquier cosa antes que seguir en este vagón —declaró Champion, que sudaba y tenía temblores en todo el cuerpo y posiblemente hubiera saltado a la mayor boñiga en llamas del mundo para escapar de la angustiosa estrechez del vagón.

El puente cada vez estaba más cerca, Hilde volvió el hocico hacia mí y me preguntó:

—Y ahora, ¿quién hace de líder y salta la primera?

—Hazlo tú —grité más alto que el viento—. Yo saltaré la última y me ocuparé de que venga conmigo el mayor número de vacas posible.

Hilde me miró como nunca lo había hecho antes y respondió con un fuerte dejo de respeto en la voz:

—Tú siempre piensas en los demás, y yo sólo en avanzar. Eres la única, la verdadera líder.

Me quedé anonadada, estaba claro que me cedía la responsabilidad de la vacada. Porque me consideraba la mejor. Ojalá no la decepcionara, no decepcionara a nadie.

El tren llegó al puente, y Hilde respiró hondo y se tiró del vagón dando un enorme salto de vaca. Cayó… Y cayó… Y gritó: «¡ahhh!», y cayó y gritó más aún y se oyó un plaf… Y no volvió a aparecer.

—De pronto ya no estoy tan segura de que lo del salto sea tan buena idea —dudó Rabanito.

—A mí me ha parecido una mierda desde el principio —confirmó Susi.

Pero en ese instante Hilde salió a la superficie y cogió aire.

—Allá vamos —dijo Champion con valentía, y fue el siguiente en lanzarse al agua, sin pensárselo mucho, mientras gritaba, típico de los machos—: ¡boooomba!

Para entonces ya habíamos llegado a la mitad del puente. Le tocaba a Rabanito, que farfullaba algo que apenas nos resultaba audible:

—Ha llegado el momento de comprobar si también sé disfrutar de este momento.

Y esbozó una sonrisa forzada y se tiró.

Mientras Rabanito aterrizaba en el agua, miré a Susi, que estaba en el borde de la puerta, a mi lado, el miedo reflejado en sus enormes pupilas. Pero ya no había tiempo para palabras, así que di unos pasos atrás y le clavé a Susi los cuernos en el —gracias a la buena alimentación de las últimas lunas llenas— enorme culo. Chilló, saltó del vertiginoso tren y cayó mientras gritaba:

—¡No te puedo ver ni en pintura, Lolle!

No esperé a ver el choque, sino que miré deprisa a las petrificadas wagyus y les supliqué:

—Vosotras también debéis saltar.

—Estáis locas —respondió Maggie, la mayor de las wagyus.

Su vacada entera asintió.

—Pero no tanto como vosotras si os quedáis.

—Confío en las cowgirls —contestó Maggie con voz temblorosa.

Era difícil saber si de verdad confiaba en ellas, pero sí lo suficiente como para no ordenar a su vacada que saltase al agua.

Miré a Cassie, la pequeña wagyu. Seguro que podía convencerla:

—Y tú, ¿qué dices? Siempre has desconfiado de las personas, ¿no es así?

Cassie titubeaba, y mientras, me volví a asomar a la puerta del vagón: en el río nadaban Hilde, Rabanito, Champion y Susi, que levantaron la cabeza para ver dónde estaba yo. Y el final del puñetero puente se acercaba deprisa. Dentro de ni siquiera treinta segundos habríamos llegado a él, y entonces yo moriría con las wagyus.

—¡No nos queda mucho tiempo! —advertí a Cassie. Al menos quería salvarla a ella como fuese.

—Mi sitio está con las mías —repuso en voz muy baja.

Eso era honorable. Y estúpido. Las dos cosas a la vez. Lo que suscitaba la cuestión de si honorable y estúpido no solían ir estrechamente unidos.

Quizá hubiera podido convencer a la pequeña de haber tenido tiempo, pero quizá no. Y no tenía ningún sentido darle vueltas: no tenía tiempo. Asentí y me acerqué a la puerta: el puente casi tocaba a su fin, cinco segundos más y no podría saltar y acabaría siendo comida de lujo. Cinco…

Guau, aquello estaba muy abajo…

Cuatro…

Y el agua daba la impresión de estar helada…

Tres…

Y si me daba en el vientre, podía causarle daños al ternero…

Dos…

Sólo había una posibilidad…

Uno…

—¡BOOOOMBA!