A lo largo de las lunas llenas que siguieron la vida fue sencillamente estupenda.
Los días eran calurosos; las noches, tibias; y las personas nos trataban como a dioses.
Todos nuestros servidores humanos eran mujeres, y se llamaban Jill, Jane, Mary y Poppins; estas últimas eran gemelas. Se hacían llamar cowgirls, significara lo que significase eso exactamente. Estaban morenas, llevaban pantalones azules, camisa blanca y un gran sombrero de paja. Las cuatro se pasaban el día entero riendo y se ocupaban de nosotros a las mil maravillas. No sólo nos daban masajes, nos frotaban la piel y nos ofrecían exquisiteces, no, muy de mañana también nos daban un trago del agua más increíble que habíamos probado en nuestra vida, que era rojiza y que las cowgirls llamaban Chianti. Al beber un trago, uno sentía una agradable euforia o un dulce mareo durante un rato. Teníamos la piel cada vez más bonita, estábamos cada vez más gordos y nuestra carne era una delicia, blanda y tierna. Durante ese tiempo, el bienestar hizo que olvidara todas mis preocupaciones: dejé de pensar en Old Dog —cómo nos iba a encontrar, cuando ni siquiera nosotros mismos sabíamos exactamente en qué lugar del mundo estábamos—, y me daba lo mismo que Hilde me hubiera arrebatado el liderazgo de nuestro grupito, puesto que allí ya no nos hacía falta un líder. Incluso estaba convencida de que Giacomo había encontrado la felicidad y se fumaría algo con su ama alegremente.
Mi vientre cada vez estaba más abultado, por un lado debido a la buena alimentación, pero por otro también porque el ternero crecía dentro de mí. A veces sonreía a Champion, que para entonces ya tenía completamente curada la herida de la barriga y siempre estaba rozándome con las pezuñas cuando pastábamos…, de un modo muuuy casual, claro. Yo me dejaba hacer encantada y era capaz de imaginarme empezando una nueva vida con él en ese sitio. Que él también lo deseaba ya me lo había dicho en el camino del puerto a Nueva York. En ese paraíso delicioso olvidé definitivamente todo lo que me había hecho, y cada vez tenía más ganas de que fuésemos de nuevo pareja.
Pero no sólo Champion y yo nos entregábamos a esos pensamientos; también Rabanito intentó después de esas lunas llenas confesarle su amor a Hilde de una vez por todas, a pesar del tremendo miedo que tenía de que Hilde dejara de ser su amiga. Por tanto no fue un intento demasiado directo, y desde luego no muy hábil.
—¿Hilde? —inquirió Rabanito un bonito día mientras las dos dormitaban juntas al sol.
—¿Sí? —repuso la aludida, levantando únicamente a medias los párpados.
—Cuando a una vaca y a otra vaca les gusta jugar juntas al «tú llevas la boñiga» y de repente la primera vaca propone un juego diferente al que a la otra no le apetece nada jugar, ¿tú crees que después pueden seguir siendo amigas?
En el rostro de Hilde se leía una única palabra, y ésta era: ¿eh?
—¿Tú crees que una amistad resiste algo así? —insistió Rabanito.
—¿Por qué no iba a hacerlo?
—Porque el otro juego se llama «caricias en las ubres» —repuso en voz baja Rabanito.
—¿Caricias en las ubres?
—Así llamaba la abuelita Hamm-Hamm a cuando uno quería acariciar las ubres…
—Ya… —contestó Hilde, un tanto aturdida.
—Cuando lo que se quería era acariciarle algo a un toro, la abuelita Hamm-Hamm lo llamaba caricias en el…
—¡No lo quiero saber! —exclamó Hilde. Y eso era exactamente lo que yo pensaba.
Rabanito, desconcertada, guardó silencio un instante y después dijo con cautela:
—No has respondido a mi pregunta.
Hilde miró a Rabanito y empezó a entender de qué iba eso de «acariciar las ubres».
—¿Estás enamorada de una vaca del grupo?
—¿Por qué…?, ¿por qué lo dices…? —balbució Rabanito.
Al mirar a nuestra amiga, Hilde podría haber respondido perfectamente: porque te has puesto roja. Pero no dijo nada. Probablemente intuyera qué ubres quería acariciar. Y Hilde la quería, sí, pero no como le habría gustado a Rabanito. Por otro lado, quería tanto a Rabanito como amiga que no podía soportar hacerle daño. De manera que Hilde salvó a la vaca del quebradizo hielo del amor levantándose y proponiendo alegremente:
—Anda, basta de cháchara, vamos a jugar al «tú llevas la boñiga».
Rabanito asintió, y en lugar de seguir insistiendo, empezó a darles patadas a las boñigas feliz y contenta, para gran disgusto de Susi, a la que una le dio en toda la cara y rezongó:
—A veces me dais un asquito…
Rabanito daba la impresión de estar aliviada por no tener que vérselas con un desaire directo, pues así su corazón podía albergar la ilusión de que Hilde tal vez la amara. Y es que a veces las ilusiones deparan más alegría que la realidad.