Capítulo 44

«Pío, pío…».

Oí cuando recobré el conocimiento.

«Pío, pío…».

Necesitaba algo más para abrir los ojos.

«Pío, pío».

Y me pregunté: ¿pío? ¿Cómo que pío?

«Pío, pío, pío», escuché, casi como si fuese una respuesta a la pregunta que no había formulado. No cabía duda de que eran trinos de pájaro, lo cual resultaba desconcertante, ya que antes de que me dispararan y me hirieran —o tal vez incluso me mataran— no había visto ningún pájaro. En cambio ahora ya no oía a las personas, ni los cochies ni las escopetas que resonaran antes en mis oídos. Tampoco notaba el aire caliente, sofocante, de la gran ciudad, sino que un viento suave me acariciaba el morro, lo justo para reanimarme.

El trino de los pájaros —daba la impresión de que eran dos enamorados seduciéndose— se convirtió en un extraño canto, mucho más bello de lo que había oído nunca entonar a un ave cantora: «Heaven, I am in heaven, and my heart beats so that I can hardly speak, when I am flying with you, cheek to cheek…»[13].

Finalmente abrí los ojos y descubrí que estaba en un prado. La hierba era tan verde y parecía tan lozana como si no fuese de este mundo. De no haberme impresionado tanto su exuberancia le habría dado un bocado de inmediato. Pero, en vez de hacer eso, me levanté y vi justo encima de mí dos vistosos pájaros cantores. Volaban uno en torno al otro, enamorados, mejilla contra mejilla, en el despejado cielo, cuyo azul radiante era más claro y más hermoso de lo que había visto nunca. Como si fuese otro cielo. ¿Sería posible que existieran dos cielos? ¿O incluso más? Ay, ¿qué sabía yo del vasto mundo?

Giré sobre mi propio eje: la dehesa parecía extenderse por todas partes hasta el infinito, sin que se viera una sola casa, un tractor o cualquier otra cosa construida por las personas. Todo aquello me permitió llegar a una única conclusión: el cielo de Naia existe realmente… Y yo, vaca vieja, me encuentro en él.

No, alto, se podía llegar a otra conclusión: si de verdad existe el reino de los cielos, no tendría que esforzarme tanto en la vida real. O, mejor dicho, no tendría que romperme los cuernos.

Mientras le daba vueltas a todo esto, vi de repente, contra la radiante luz del sol, que se me acercaba una vaca. ¡Naia mía! ¡Sin duda era Naia!

El corazón se me puso en la garganta. Pero, qué digo, ¡se me puso en los cuernos! ¿Qué trato debía darle a la diosa vaca? ¿Me echaba a sus pies? O, teniendo en cuenta la cantidad de tonterías que había que aguantar en la vida, ¿y si le mugía abiertamente mi opinión?

La luz del sol me cegaba, no veía bien a Naia, que cada vez estaba más cerca. Me iba poniendo más y más nerviosa: dentro de un momento conocería a la diosa vaca y, si no me mordía la lengua, la haría enfadar en el acto, cosa que desde luego no era lo mejor cuando uno acababa de llegar al reino de los cielos.

Ahora la vaca se hallaba a escasos metros, y con cada paso que daba hacia mí lo veía con mayor claridad: ésa no era Naia… Pero si era… ¡¿Rabanito?!

—Por fin has despertado… —dijo riendo mi amiga.

—¿Estamos todos en el reino de los cielos? —le pregunté.

En lugar de responder, Rabanito siguió riendo.

—¡Eres taaan rica, Lolle!

Y me dio un lametazo, que, aunque me hizo bien, no disipó mi confusión.

—¿Estamos o no estamos en el reino de los cielos? —insistí, y pensé que lo que había dicho Rabanito, «¡Eres taaan rica, Lolle!», implicaba que allí había algo que yo no entendía.

—Estamos en un paraíso, pero no en el reino de los cielos —aclaró Rabanito.

Yo seguía sin entender nada. Para ser sincera, entendía menos que nada, aunque desde el punto de vista del cálculo puro y duro eso no fuese posible.

—Ven, que te lo enseño. —Rabanito sonrió, y enroscó su rabo en el mío y echó a andar conmigo por esa hierba maravillosa que resultaba increíblemente mullida bajo las pezuñas y que olía tan fresca. Decidí que no quería abandonar nunca esa dehesa increíble, se encontrara donde se encontrase.

Al cabo de un rato vi que entre la hierba alta, verde, había una vacada. Entre los animales se hallaban Champion, Hilde y Susi, pero además de ellos allí pastaban muchas otras vacas, quizá cincuenta. Eran extrañas, fascinantes, directamente majestuosas. También eran mucho más grandes y fuertes que nosotros, y tenían una piel negra que brillaba con el sol. En comparación con esas criaturas nosotros parecíamos sucios y venidos a menos. Sin embargo, a esas vacas de aspecto dichoso no parecía importarles nuestra apariencia. Me dedicaron una sonrisa encantadora, aunque también algo extasiada.

—Son nuestras nuevas amigas —me explicó Rabanito—. Las wagyus.

¿Las wagyus? Ése era el nombre que había mencionado el capitán.

Una de las lustrosas vacas, sin duda me sacaría una cabeza, se levantó y me saludó con amabilidad.

—Soy Maggie, la mayor de nuestra pequeña vacada. Bienvenida a la dehesa Ponderosa.

Maggie parecía de lo más encantadora. No a la manera de Rabanito, sino más bien completamente sumida en sus ensoñaciones.

—Encantada, Maggie —contesté, aunque en realidad no lo estaba, puesto que me hallaba aún demasiado confundida.

—Aquí la comida es excelente. —Aplaudió Champion, cuya herida ya había sanado un tanto.

Probablemente había estado sin sentido mucho tiempo.

—Y el agua también —dijo alegremente Susi.

—Y el detalle de que aquí no nos quieran sacrificar tampoco es moco de pavo —opinó Hilde, que a todas luces se sentía bien entre las vacas negras. Aunque no tenían manchas marrones como ella, sí tenían un color distinto del nuestro.

Comida excelente. Agua excelente. Hierba excelente. Y ningún peligro. No era de extrañar que en ese sitio las vacas tuvieran mucho mejor aspecto que nosotras. Pero había una cosa que seguía sin entender: ¿cómo habíamos llegado hasta ese lugar? ¿Dónde estaba exactamente la dehesa Ponderosa? Esas preguntas se agolparon en mi boca y salieron en forma de un único suspiro frustrado:

—¡Ahhhh!

—¿Perdona? —inquirió Rabanito.

Hilde sonrió.

—Lolle probablemente quiera saber cómo hemos llegado hasta aquí.

—No, me gustaría saber cómo ejecutar bien una danza de apareamiento —repliqué, mordaz.

—Y eso ¿por qué? —Se interesó Rabanito, para la que la ironía era un idioma extranjero.

Susi se rió.

—Porque cuando Lolle ejecuta su danza de apareamiento es como si tuviera diarrea.

Por lo visto a esa puñetera vaca volvía a irle demasiado bien.

—Ah, por eso. —Rabanito creyó entender—. Bueno, Lolle, yo no creo que cuando bailas parezca que tienes diarrea, quizá más bien algún problemilla de vejiga y…

—¡LO QUE QUIERO SABER DE UNA VEZ ES QUÉ ESTÁ PASANDO AQUÍ! —la corté.

Rabanito estaba completamente perpleja, pero antes de que pudiera decir otra tontería, Hilde tomó la palabra y me contó lo que había que contar: después de que nos dispararan las escopetas, estuvimos durmiendo mucho tiempo. Posiblemente días. Y yo unas horas más que los demás, porque me acertaron más flechas. Entretanto, por lo visto el capitán se ocupó de que los hombres de las escopetas nos perdonasen la vida y nos llevaran lejos, muy lejos de Nueva York, precisamente a esa dehesa, Ponderosa. Maggie y el resto nos habían acogido en su vacada con cordialidad, y decían cosas increíbles de lo bien que se estaba en ese paraíso, lo amables que eran las personas y cómo se dedicaban a una.

—Nos dan masajes —añadió Maggie al relato de Hilde.

A esa vaca, pensé yo, le habían dado demasiadas uvas fermentadas. Personas que daban masajes a las vacas, menuda locura. De vez en cuando, las vacas nos dábamos masajes las unas a las otras con el morro, y en una ocasión Champion probó a hacerme uno con las pezuñas, y fue más o menos igual de agradable que una inflamación de mama. Pero como se esforzó tanto no tuve el valor de decírselo. Pero ¿las personas? ¡Las personas no harían nunca algo así!

—¿Estás segura de que en la palabra masaje en lugar de una jota no hay una ce y una erre? —pregunté a la amable y extasiada Maggie.

—¿Cómo dices? —sonrió ella, sin comprender.

—Seguro que lo que quieres decir es masacre, ¿no?

—¿Por qué iban a querer masacrarnos las personas? —inquirió ella perpleja, pero sin dejar de sonreír.

—¿Porque nos quieren comer? —aventuré yo con impaciencia como posible explicación.

—Lo que dices no tiene sentido. —Maggie rió a carcajadas.

—¿Que no tiene sentido? No soy yo la que ha dicho que las personas nos dan masajes —le solté.

—Lo que dice es cierto. —Hilde sacó del apuro a la gran vaca negra—. A nosotros también nos han tratado con mimo.

Y me contó que las personas las cepillaban e incluso les frotaban la piel con un líquido que olía a rosas para que brillara. Yo seguía pensando que todo eso eran chifladuras, pero Rabanito sonrió y dijo:

—Al fin y al cabo para eso creó Naia a las personas.

Por qué Naia creó a las personas

Naia y Hurlo se hallaban de nuevo entregados a un juego amoroso cuando las furiosas vacas fueron a protestar. Hurlo dijo: «¿Es que aquí no hay forma de que lo dejen a uno tranquilo?».

Naia interrumpió el juego y pidió a Hurlo que continuara solo. Hurlo puso cara de vinagre, y las vacas comenzaron a quejarse: de las moscas, que no podían espantar cuando se les posaban en la nariz; del cerumen de las orejas, que no podían retirarse con las pezuñas; de las boñigas, que nadie enterraba y acababan oliendo irremediablemente a moho; y de muchas, muchas más cosas contra las que no podían hacer nada porque sus pezuñas eran demasiado toscas. Exigieron a Naia que les procurara ayuda de una vez para solucionar todas esas contrariedades. Naia se pasó la noche entera pensando qué podía hacer, para disgusto de Hurlo, cuyas pezuñas asimismo eran demasiado toscas para que «continuara solo». Al amanecer, Naia finalmente vio la luz: sería buena idea crear a una criatura con manos que pudiera estar siempre al servicio de las vacas y se ocupara de todo aquello que ellas no eran capaces de hacer con sus pezuñas. Esa criatura se llamaría persona. La diosa vaca puso a las personas en el mundo y corrió de inmediato junto a Hurlo para que no tuviera que continuar solo torpemente nunca más. Lo malo fue que olvidó decirle a la persona el fin para el que había sido creada.

Tenía el corazón rebosante de alegría: habíamos ido a parar a un lugar donde personas y vacas convivían conforme a lo que fuera la intención inicial de Naia. De modo que nuestro grupito ya no tenía por qué ir a la India, pues ya habíamos llegado al paraíso. ¡Mi ternero podía nacer en ese sitio!