Los demás no se habían dado cuenta de que el gato nos había abandonado, posiblemente para siempre. Estaban demasiado impresionados con las gigantescas casas, en cuyos desfiladeros el aire caliente, sofocante, se alzaba como una pared. El ruido era increíble debido a los numerosos cochies, que apenas avanzaban y que podíamos adelantar fácilmente a pie. ¿Cómo podían soportar las personas vivir en un espacio tan estrecho? Vivir así difícilmente podía ser sano.
Hilde nos condujo a las profundidades de ese bosque de casas inmensas, del que temí que no fuésemos capaces de salir jamás. Tendríamos que haber dejado una boñiga en cada esquina, pensé, pero ya nos habíamos adentrado demasiado como para que esa idea pudiera servirnos de ayuda.
Tras un largo deambular llegamos a un sitio con imágenes llamativas, centelleantes, sobre las altas casas. Las personas que se encontraban allí no iban de un lado a otro atropelladamente, sino que sostenían en la mano unas cajitas que llamaban «móvil» o «cámara», y les oí decir palabras como «Times Square», «musicales» y «muy pronto todo esto será de los chinos».
Y oí una voz grave que preguntó: «Vaya, ¿por fin has llegado?».
Despacio, muy despacio, ladeé la cabeza: entre todas las personas que deambulaban por allí estaba, como si tal cosa, Old Dog.