Cuando llegamos a tierra, el capitán se reunió delante del barco con dos hombres de aspecto severo a los que llamó agentes de aduanas de Estados Unidos y que llevaban en las alforjas unas cosas que parecían escopetas pequeñas. Y les dio a los tipos enfadados unas hojas verdes que tenían todas el mismo tamaño y, por tanto, no parecían naturales, como si no fuesen de un árbol o una planta. Los hombres empezaron a sonreír con codicia, de manera que el capitán les dio más hojas verdes. Le pregunté a Giacomo de qué iba aquello y me dijo:
—Para las personas il dinero è más importante que la comida, la bebida, el amore y el sexo.
—¿Por qué? —quise saber, perpleja.
—Perque con él consiguen comida, bebida, amore y sexo.
—No suena muy lógico —advertí.
—Una persona lógica è una contradiccione en sí misma —suspiró el gato.
A continuación, el capitán se volvió hacia nosotras: sin duda iba a informarnos de que estábamos a salvo y nos llevaría al paraíso del que les hablara a los marineros. Pero no pudo hacerlo, ya que Hilde gritó:
—¡CORRED!
Y salió disparada. Naturalmente Rabanito la obedeció en el acto, pero también Susi y Champion siguieron a nuestra nueva líder. Y yo debía tomar una decisión: el paraíso o mi vacada. Pero en realidad no era una decisión: un paraíso sin los míos…, no era un paraíso. De manera que también yo eché a correr.
El capitán nos gritó desesperado:
—¡No os vayáis!…
Y aún oí decir al barbudo flaco:
—Si fuéramos cowboys, podríamos echarles el lazo.
A lo que el barbudo gordo repuso:
—Ahora que lo pienso, seguro que ser cowboy es mejor que ser cuidador de animales: los salones, el whisky y las mujeres, sobre todo las mujeres…
Pasamos corriendo por delante de barcos y grúas y salimos de la zona portuaria a una calle que era mucho mayor que la que llevaba a Cuxhaven y por la que pasaban cochies enormes. Enfilamos el arcén, y aunque estábamos sin resuello, Hilde seguía espoleándonos. Era una líder enérgica, de las que no aceptaba como argumento para hacer un descanso algo como: no puedo más o las pezuñas me echan humo o creo que voy a vomitar ahora mismo. Incluso a Champion le costaba mantener el ritmo, y me dijo mientras a nuestro lado pasaban como flechas los enormes cochies:
—Creo que preferiría seguirte a ti.
Y esbozó una sonrisa encantadora. Puede que en ese momento incluso me hubiera alegrado, pero a fin de cuentas se trataba de Champion, y sabía que después de una frase así de bonita sólo había que contar hasta tres para que soltara alguna estupidez. De manera que comencé a contar para mí: Uno… Dos… Tres…
—Porque si te siguiera a ti —añadió risueño Champion— te vería ese culo tan bonito.
Ay, era tan previsible.
—Es que me pareces muy atractiva.
Otra cosa agradable, pero también esta vez estaba segura de que sólo tendría que volver a contar hasta tres para escuchar alguna bobada. Uno… Dos…
—Puede que sea porque con el embarazo tienes las ubres más grandes.
Era incluso más rápido.
—Ahora en serio —continuó, y la sonrisa se le borró de la cara—, sería estupendo que intentáramos conocernos de nuevo, por el ternero, pero también por nosotros.
Eso me hizo sentir una inseguridad absoluta: ¿intentarlo de nuevo? En lugar de planteármelo seriamente, preferí contar una vez más para mis adentros, ya que si decía acto seguido alguna tontería, y seguro que era así, no tendría que responder a su proposición. Uno… Dos… Tres…
Nada.
Cuatro… Cinco… Seis…
No decía nada, tan sólo me miraba expectante mientras trotábamos a la par.
Siete… Ocho… Nueve…
¡Madre mía, no decía ninguna estupidez! Lo que significaba que tendría que dar una respuesta. Pero ¿cuál? ¿Y si me la jugaba y le hacía caso? ¿Y correr el riesgo de que volviera a engañarme?
—No… No puede ser verdad —dijo Hilde, y de repente paró en seco en el arcén.
Mientras que las demás se alegraron de poder tomar aliento, yo celebré la distracción y miré hacia donde miraba Hilde: al borde de la carretera había un edificio del que salía y entraba un montón de gente que iba comiendo o bebiendo algo. Sobre el edificio se veía una imagen inmensa de un panecillo con carne dentro, y junto al panecillo una vaca enorme rebosante de felicidad. Sumé la vaca y el panecillo y me dio:
—¡¡¡OH, NO!!!
Nos quedamos mirando a los que comían los panecillos de vaca. Una cosa era saber que las personas comían vacas y otra muy distinta era verlas haciéndolo. Todos nosotros sentimos el fuerte impulso de atravesarlas con los cuernos y lanzarlas bien lejos, aun cuando casi todas ellas estaban tan gordas que el lanzamiento no nos resultaría fácil. Sin embargo, ese impulso se vio superado por otro más fuerte aún, que Rabanito y yo ya sentimos aunque no con tanta vehemencia la primera vez que oímos hablar de las atrocidades que cometían las personas: vomitamos todos a los pies de los zampabollos, que por su parte reaccionaron mostrando su repugnancia y diciendo: «Oh my God!» u «Oh my shoes!» u «Oh my, why do I wear sandals?»[6].
Giacomo se rió.
—Io credo que para ésos questo non è precisamente un Happy Meal. —Y acto seguido nos advirtió—: Será mejor que os larguéis.
—¿Podemos vomitar antes? —quiso saber Susi, las patas temblorosas—. No puedo dar un solo paso.
—Si non te muoves, acabarás en los panini.
—¿En qué? —preguntó Susi desconcertada.
—¡Panecillos!
—Huy, pues sí que me puedo mover.
Y Susi salió pitando. Los demás echamos un último vistazo a los bollos, y como no teníamos ninguna gana de acabar cubiertos de cebolla en un futuro próximo, también echamos a correr. Uno de los comevacas gordos soltó:
—Worst marketing gag ever![7]
Pero ninguno nos siguió. Aunque, teniendo en cuenta lo deformes que eran, esas personas gordas probablemente hubieran desfallecido a los pocos metros.
Llegamos a un puente enorme que cruzaba un gran río. Por el puente no pasaban cochies, sino tan sólo personas, que iban a pie o corrían. La mayoría no nos hizo el menor caso, a lo sumo nos dedicaron un minuto de atención, a diferencia de lo que nos sucediera en Cuxhaven, algo que el gato explicó diciendo:
—Hace falta algo más que unas vacas para que un neoyorquino se sorprenda.
Dado que las personas no nos hacían nada, avanzamos más despacio, casi sosegadamente, y observamos con asombro las inmensas casas que se alzaban al final del puente. Eran tan altas que ni siquiera se les veía el final, ya que el sol era cegador.
Aunque allí no nos miraban, Hilde sí clavó la vista en algunas personas, las que tenían la piel negra, un color que nunca habíamos visto. Era fácil adivinar lo que pensaba Hilde: si allí había personas con un color de piel distinto, posiblemente también hubiera vacas de otro color. Tal vez incluso con las manchas marrones de Hilde. Y de ser así, ya no se sentiría sola en el mundo. El brillo de los ojos de Hilde reflejaba literalmente esa esperanza.
Cuando dejamos el puente en el otro lado del río, Giacomo me susurró:
—Alora io tengo que dejaros.
—¿Vas a buscar a tu ama?
—Sí.
Y salió corriendo sin decir una sola palabra de despedida, se largó sin más. Ni siquiera pude darle las gracias debidamente por salvarnos la vida y haberme enseñado que el mundo no terminaba en los árboles que crecían al final de los pastos. Que aunque era más terrible, más pavoroso de lo que imaginaba, también era más bello, impresionante y emocionante. ¡Más mágico! Sin embargo, también entendía la razón por la que nos dejaba: no era feliz con su ama por su culpa, y estaba decidido a volver a serlo. Le deseé toda la suerte del mundo.