Me metí en mi rincón. Si Hilde iba a arreglar las cosas, como quería hacer a toda costa, ¿quién deseaba cargar con la responsabilidad de los demás? A partir de ahora sólo me preocuparía de mí y de mi pequeño, vaya que sí. Le dije al ternero que llevaba en el vientre:
—Mamá cuidará de ti, mi mocoso meoncete.
A lo que Susi comentó:
—Si quieres otro nombre estúpido para el ternero, llámalo cagoncete.
La miré con mala cara, y ella fue lo bastante lista para cerrar el pico. Después arrullé al ternero, bajito:
—Buenas tardes, buenas noches, cubierto de rosas, envuelto en agujas, te beso en la sien. Mañana por la mañana, si Naia quiere, te sentirás bien.
Naturalmente no se trataba de arrullar a un ternero que aún no había nacido —lo más probable es que ni siquiera pudiera oírme—, sino de tranquilizarme a mí misma, pues estaba demasiado agitada para dormirme sin más. Me llevé las pezuñas al vientre y de pronto noté un leve golpeteo. Dejé de cantar en el acto.
Susi se quejó:
—Un «buenas tardes, buenas noches» más y habría hecho con esas agujas algo muy distinto a envolverla.
Pero no la escuché, porque el leve golpeteo que no oía, pero sí sentía, era el latido del corazón de mi ternero.
Ahora sí tenía vida.
Oleadas de dicha inundaron mi cuerpo.
Seguidas de un espantoso escalofrío.
Y es que esos latidos también significaban que pronto volvería a ver a Old Dog.