Estaba contemplando una puesta de sol especialmente bonita, de un rojo encendido, cuando Rabanito se me acercó y dijo balbuciendo:
—Lolle…, tú ya sabes que me gustan las vacas.
—Hay cosas difíciles de olvidar —sonreí.
—Pero hay algo que no le he contado a nadie… —continuó.
—¿De qué se trata? —pregunté, y ya al decirlo intuí que iba a lamentar haber preguntado.
—Me… Me gusta una vaca de nuestro grupo.
—¡Mierda! —Se me escapó.
Rabanito me miró enfadada.
—Quería decir… —Mentí a toda prisa—: Mierda, creo que el ternero me acaba de dar la primera patada.
Lo bueno de tener una amiga tan ingenua como ella era que se le podía mentir con bastante facilidad, porque se lo creía todo. Lo puñetero era que uno siempre acababa sintiéndose mal, porque Rabanito era demasiado buena para engañarla.
—Me alegro de que puedas sentir algo tan increíble como un ternerito en tu vientre.
Esbocé una sonrisa forzada, y ella siguió:
—Siempre he ocultado mi amor y nunca he demostrado nada, porque no quería perder como amiga a la vaca en cuestión, ¿sabes? Pero ahora que hemos vivido tantas cosas y que no tardaremos en llegar a la India, a un lugar precioso donde las vacas son respetadas y sin duda nadie pondrá reparos a que dos vacas se quieran, me pregunto si debería confesarle mi amor a esa vaca…
—¡Mierda y más mierda! —exclamé.
—¿Otra patada? —Se interesó la ingenua de Rabanito.
Ni siquiera asentí, estaba demasiado confusa: ¡Rabanito quería confesarme su amor! Y si lo hacía, yo tendría que explicarle que sus sentimientos no eran correspondidos. Y entonces…, entonces le haría daño. Y no quería hacérselo, porque la quería. Pero sólo como amiga, no como a ella le habría gustado.
—Si otra vaca sintiera lo mismo que tú, sin duda te habrías dado cuenta —repuse, intentando evitar la cuestión con tacto.
—Puede que ella nunca haya demostrado su amor, como yo, por miedo —respondió, esperanzada, Rabanito.
Por desgracia, desde el punto de vista de Rabanito era lógico. Así que, en efecto, abrigaba esperanzas de que fuésemos pareja. Era más ingenua de lo que yo pensaba, y eso era decir mucho. Pero, por otra parte, yo misma lo sabía: donde hay amor, hay esperanza. Por estúpida que ésta fuera. Y es que donde hay amor, también hay estupidez.
—Pero —seguí tratando de disuadir a mi amiga de que me confesara sus sentimientos—, ¿y si esa vaca no te quiere?
—En ese caso por lo menos me habré sincerado.
—Huy —empecé—, la sinceridad está sobrevalorada.
—¿Y eso?
—Hay cualidades mucho, mucho más importantes.
—¿Cuáles?
—Pues… La tolerancia, por ejemplo.
—También me parece importante, pero no más importante.
—La limpieza.
—En comparación con lo otro no me parece importante.
—¡La puntualidad! —Me iba quedando sin ideas.
—¿La puntualidad? —repitió, sin dar crédito, mi amiga.
—Desde luego.
—¿Consideras más importante ser puntual que ser sincera?
Me miró con esos grandes ojos suyos como si yo estuviera como un cencerro.
—A ver, si no fueras puntual, ¿qué serías? —respondí, prácticamente atropellándome al hablar.
—¿Impuntual?
—¡EXACTAMENTE! —confirmé, un tanto nerviosa.
Rabanito no estaba nada convencida.
Desesperada, miré al reluciente mar, que el sol vespertino había teñido de rojo. Sencillamente no quería romperle el corazón a mi mejor amiga. Era preferible que no nos dijéramos la verdad y siguiéramos siendo amigas a perder la amistad por culpa de una verdad estúpida y más que sobrevalorada.
—Bueno, entonces, ¿qué opinas? —preguntó con cautela—. ¿Le confieso mi amor a esa vaca?
¿Qué responder a eso, salvo: no, no, no, de ninguna manera, hablemos mejor de las ventajas de la puntualidad? O démonos con la cabeza contra la borda hasta que hayamos olvidado de qué querías hablar.
Pero estaba claro que eso habría herido a mi Rabanito, razón por la cual no lo dije. Tal vez pudiera hacer como si sintiera dolores de embarazada, tuviera que tumbarme sin pérdida de tiempo y no pudiera seguir hablando. Pero en ese caso mantendríamos la misma conversación al día siguiente, o al otro. Así que lo único que conseguiría sería aplazar lo ineludible, no evitarlo: tenía que decirle a mi mejor amiga que no la quería. Y después pedirle a Naia que nuestra amistad sobreviviera a esa confesión.
—¿Rabanito?
—¿Sí?
—Debo decirte la verdad.
—¿No soy bastante puntual?
—Es otra cosa.
—¿Cuál?
Vacilé, y acto seguido hice acopio de valor y afirmé con voz quebradiza:
—No te quiero.
Ella me miró estupefacta, por un momento se quedó helada. ¿Qué pasaría cuando se le pasara? ¿Lloraría? Seguro. ¿Se vendría abajo? Probablemente. ¿Volvería a acercarse a mí? Quizá no. ¡Ay, ojalá no lo hubiera dicho!
Rabanito empezó a moverse, se echaría a llorar de un momento a otro y mi corazón no lo podría soportar.
—Por favor, Rabanito, no llores… —supliqué.
Pero no lloró. No, se rió. Y se rió más. Y más. Y más. El cuerpo entero temblándole. Naia mía, estaba completamente desquiciada.
—De verdad… De verdad… —consiguió decir entre las risotadas.
—¿De verdad? —inquirí, preocupada por el estado mental de mi amiga.
—De verdad… —Se calmó un tanto—. ¿De verdad pensabas que te quiero?
Y volvió a darle un ataque de risa e incluso se puso a rodar por el suelo.
—Eso pensaba, sí —admití apocada, y de pura vergüenza me entraron ganas de tirarme al mar.
—Lo siento —dijo Rabanito cuando volvió a serenarse y se levantó—, pero no eres mi tipo.
—¿Y por qué no? —solté sin querer, puesto que ahora estaba un poco ofendida.
—Bueno, es que estás un poco gordita.
—Hombre, gracias.
—Y no tienes las patas bonitas —añadió Rabanito con una sonrisa.
—Olvida la pregunta.
—Y cuando te pones nerviosa, bizqueas, y es como si fueras un poco boba.
—He dicho que olvides la pregunta.
—Y a veces la boca te huele fuerte…
—¡RABANITO!
—Vale, vale.
Se calló, pero todavía soltó alguna risita. Por mi parte, miré el mar, primero irritada, luego perpleja. Finalmente me volví hacia ella y le hice la pregunta que había que hacer dada la situación:
—Entonces, ¿a quién quieres?
—A Hilde —repuso en voz baja pero clara.
Bueno, por lo menos no había dicho Susi.
—¿Crees que ella me quiere? —me preguntó mi amiga con absoluta seriedad.
Sinceramente, no tenía ni idea. Desde mi punto de vista no había nada que lo indicase. Absolutamente nada. Claro que tampoco Rabanito había dado a entender nada con respecto a Hilde. Al parecer, en el amor se pueden ocultar muchas, muchas cosas.
Como líder no pude evitar preocuparme por lo que supondría para la vacada y para nuestro viaje de Nueva York a la India si Hilde le decía a Rabanito: por desgracia no te quiero. O incluso: yo a ti también.
Pensé qué consejo darle a Rabanito en ese instante —que le confesara sus sentimientos a Hilde o que se los callara—, y pensé, pensé y pensé. Y entonces una gaviota se me cagó en la cabeza.
Levanté la vista y el siguiente regalito me dio en toda la cara. Siendo vaca era imposible limpiarse la cara: con las pezuñas no se podía, porque una se iba al suelo; el rabo no llegaba hasta la cara; y con la lengua… Eso era ¡puaj!
—¿De dónde salen todas esas gaviotas? —Quiso saber Rabanito mientras me limpiaba amablemente el morro con el rabo.
Sobre nosotras volaba un montón de pájaros. Eran los primeros que veíamos desde hacía mucho.
Giacomo se acercó a nosotras bailoteando por la borda y explicó:
—Nos acercamos a tierra firme, por eso están ahí questas gaviotas. Sólo quedan unas pocas horas para Nueva York.
—¿Qué es Nueva York? —preguntó mi amiga.
Giacomo me miró con cara de asombro.
—Allora, ¿è que non se lo has contado?
—Que no nos has contado ¿qué? —inquirió Rabanito mientras ladeaba la cabeza un tanto y me dirigía una mirada escrutadora.
Y contesté apocada:
—Te vas a reír…