En los días que siguieron el viaje fue tranquilo, no hubo ningún incidente, y nos vino pero que muy bien. Al fin y al cabo las vacas han nacido para llevar una vida monótona. Hubo momentos en los que incluso deseé poder viajar eternamente por el mar. Seguro que la India no era más apacible que ese eterno balanceo en el mar infinito. Quizá pudiésemos convencer a las personas de que nos dejaran quedarnos con ellas. Se portaban bien con nosotras y a todas luces disfrutaban de nuestra presencia. Incluso daba la impresión de que dotábamos de un nuevo sentido a su vida.
—Cuidador de animales tiene que ser un buen oficio —opinó el barbudo gordo cuando Rabanito le dio un lametazo en agradecimiento por las zanahorias.
—Mucho más satisfactorio que marinero, que sólo transporta por el océano peluches, planchas o lanzagranadas —convino el flaco.
—Y mucho mejor que ser amenazado por piratas somalíes.
—Uf, sí, en comparación con lo otro no es nada divertido.
—A los cuidadores de animales no les pasa mucho.
—Salvo, quizá, a los somalíes.
—Deberíamos cambiar de oficio.
—Pues sí, la verdad. Cuidador de animales es el primer oficio al que no consigo encontrarle peros.
Susi esbozó una leve sonrisa mientras rumiaba unas zanahorias especialmente jugosas.
—Estos hombres son más majos que nuestro ganadero.
Hilde la provocó:
—Tienes muy buen ojo para lo evidente.
—Por lo menos se me da bien algo, aunque no tomar las riendas de mi vida —replicó Susi con tristeza.
Cuanto más se prolongaba el viaje, cuanto más nos alejábamos del que fuera nuestro hogar, tanto más parecía lamentar Susi la vida que había llevado hasta entonces.
Poco a poco incluso Hilde empezaba a compadecerse de la vaca que peor le caía. Y ése era un sentimiento que no terminaba de manejar bien.
—¿Susi? —le dijo.
—¿Sí?
—No sé, me gustas más que cuando no eras sino una pava tonta.
—Sinceramente, yo nunca me he terminado de gustar a mí misma —respondió Susi.
Y al hacerlo se mostró tan débil y vulnerable que Hilde ni siquiera le soltó un: es muy comprensible, sino que no dijo nada.
Por la noche, cuando los barbudos roncaban, el capitán hasta se atrevía a venir con nosotras. Solía sentarse conmigo en el suelo, se apoyaba en mi lomo mientras me rascaba detrás de la oreja y se pasaba allí horas sin decir nada, únicamente contemplando el cielo estrellado. Sin embargo, en una ocasión, tarde, se echó a llorar: «Nunca debí ser marino. De ese modo habría estado con mi hija. Pasó tan poco tiempo en este mundo, sólo veintidós años, y la mayor parte de ellos yo no estuve…».
Lloró y lloró en mi piel, y yo lo dejé hacer con mucho gusto. En ese momento comprendí que no era fácil que la felicidad durara, pero que la infelicidad se quedaba para siempre. Si el amor era una porquería, la infelicidad era una auténtica porquería.
Cuando dejó de llorar, el hombre se sentía mejor y yo, curiosamente, también. Por lo visto uno siempre se sentía más satisfecho cuando a otro le iba peor: ¿en qué estaría pensando Naia cuando insufló en las vacas esa forma de sentir? ¿Querría inculcarnos con ello humildad y gratitud? ¿O darnos fuerza para ayudar a los demás? ¿O acaso no pensaba en nada, como cuando creó la puñetera infelicidad? O Naia era una vaca muy, muy sabia, cuya sabiduría uno no entendía de golpe y porrazo, o era una vaca tonta.
Sea como fuere, ya no me sentía tan mal como las primeras horas que pasamos a bordo. También porque para entonces el ternero iba creciendo en mi vientre; incluso ya se me notaba un poco. Y me sorprendía sonriendo cuando notaba esa sensación en el bajo vientre. Me imaginaba simplemente que el pequeño quería hablar de ese modo conmigo, y le respondía. Y cuando lo hacía acababa diciendo cosas tan tontas como:
—Ayayayay, mi pequeñín, vas a ser un mocoso meoncete precioso.
Hilde oyó esto y dijo:
—Si sigues hablando así con él, será un mocoso meoncete con disfasia.
A partir de entonces decidí hablar con el pequeño para mis adentros, y así los demás no podrían oírme. Y hablando de los demás: cuando estábamos todos tumbados apaciblemente, me llenaba de orgullo haber llevado tan lejos a mi pequeña vacada, y sin que ni uno solo de nosotros hubiera resultado herido. Tal vez no fuera tan mala líder como Hilde quería que pensara.
Cuanto más me iba animando esos días, tanto mayores eran las esperanzas que concebía: quizá la felicidad acabara viniendo a mí.
Sin embargo, primero vino a mí Rabanito.
Y me confesó su amor.