Capítulo 31

No sé cuándo volví en mí, despatarrada. El suelo seguía siendo inestable, pero ahora de manera distinta. No se movía la caja entera, tan sólo el suelo se balanceaba ligeramente, y no podía juzgar si era cosa del aturdimiento que tenía o del suelo en sí. El hecho de que la oscuridad siguiera siendo absoluta no me ayudaba precisamente a orientarme. A mí lado estaba Champion, o al menos eso creía notar, si bien su voz sonaba infinitamente lejana.

—Creo que vamos por el mar ese.

Solté un suspiro de alivio: habíamos conseguido escapar de Old Dog. Con ese consuelo perdí otra vez el conocimiento.

—No conseguirás escapar de mí —dijo Old Dog.

Ambos estábamos de nuevo en medio de una densa capa de nieve, en la senda que discurría entre el abismo y la enorme pared rocosa que se perdía en el cielo.

La tormenta de nieve me azotaba el rostro; estaba demasiado desorientada para decir nada.

—Vaya, ¿a quién tenemos aquí? —El perro rió al tiempo que señalaba con su pataza algo a mis espaldas.

Me volví en la angosta senda, con cuidado de no resbalar y caer al abismo. Esperaba ver a Champion, que tal vez pudiera salvarme…, aunque probablemente tuviera las mismas posibilidades si se enfrentaba con Old Dog que una liebre con un cochie. Sin embargo, la figura que se aproximaba desde lejos en el serpenteante camino era más pequeña, más delicada…, aún era un ternero. Un animal joven, pequeño, que tendría sólo un día. Era de un blanco radiante, y ello no se debía a la nieve sino a que no tenía una sola mancha en la piel. Al pequeño le temblaba el cuerpo entero. Era mi ternero. Sin duda. Lo quería más que a mi vida y deseaba darle calor de inmediato. Pero Old Dog me dirigió una sonrisa breve, me rodeó y salió corriendo. Directamente hacia el ternerito tembloroso. Y yo grité… Y grité… Y grité…

Cuando desperté aún reinaba la oscuridad y sentía una gran pesadez en el morro. De manera que pregunté:

—Dime, Champion, ¿me estás tapando el morro? —Mi voz sonó poco clara, ahogada.

—No —susurró él.

—Entonces, ¿qué pasa? —quise saber, porque me costaba respirar.

—Estoy sentado en tu morro.

—¿Queeé?

—Que estoy sentado en tu morro —repitió—. Las personas nos oirán si no paras de dar gritos.

Tras el estupor inicial pregunté:

—¿Por qué no me tapas la boca sin más?

—Uy, es que no se me ocurrió.

No lo podía entender. Y menos aún podía entender que no hiciera ademán de moverse.

—¿Champion?

—¿Sí?

—¡QUÍTATE DE ENCIMA DE UNA VEZ!

—No grites tanto —pidió él.

Antes de que pudiera darle un mordisco en las nalgas oímos la voz del gordo con la cara peluda al otro lado de la caja.

—En el contenedor hay algo.

¡Vaca tonta! ¡Por mi culpa nos habían descubierto!

El flaco con la cara peluda contestó:

—Pues habrá que abrirlo.

—Mierda, eso suena a trabajo.

—Si hay ratas, el cargamento se irá a la porra y el capitán se cabreará con nosotros.

—Bueno, pues lo abrimos y echamos las ratas al mar —dijo el barbudo gordo suspirando.

—Menos mal que no somos ratas —dijo Champion aliviado al tiempo que se me quitaba de encima de una vez.

—Me temo que por desgracia a ésos les dará lo mismo —le respondí entre susurros.

Ambos contuvimos la respiración, asustados. La puerta del contenedor se abrió ruidosamente, y el sol atravesó las esponjas y nos cegó. Cuando se pasa tanto tiempo a oscuras, hasta un rayito de sol mínimo hace daño en los ojos. Y a tenor de las boñigas de Champion ya llevábamos allí dentro un buen rato.

Atemorizado, Champion se pegó a un rincón del fondo para que no lo vieran las personas. Pero yo sabía de sobra que no serviría de nada. Difícilmente hay un animal en el vasto mundo menos apropiado para esconderse que una vaca.

Los dos barbudos entraron en el contenedor, y la peste a caca de vaca les revolvió las tripas. El gordo comentó:

—Esto huele casi tan mal como el váter de un intercity.

—Ser fontanero de un tren también tiene que ser un oficio bastante duro —reflexionó el flaco.

Se acercaban cada vez más. Champion contuvo la respiración y metió barriga, pero eso tampoco hacía que fuera más invisible. Pocos minutos después, los dos hombres nos descubrieron.

—Ésos no son Bob Esponjas. —El barbudo gordo se maravilló.

—Ya te dije que había oído algo.

—El capi nos va a matar.

—Tío, ahora sí que me gustaría ser fontanero de un tren.

Nos sacaron del contenedor profiriendo imprecaciones. El sol estaba alto en el cielo y me cegaba de tal modo que sólo veía estrellitas a través de los ojos cerrados. Mientras pestañeaba para acostumbrarme a la claridad, los hombres decían cosas como: «Esperemos que el capi se haya tomado los antidepresivos», «Y que no haya vuelto a tomarlos con vodka» o «Qué lástima que nunca le dé una sobredosis».

Cuando pude abrir los ojos debidamente perdí todo interés en la conversación, ya que lo que vi me dejó patidifusa: nos encontrábamos en un barco enorme, cuyo suelo oscilaba ligeramente; sobre nuestra cabeza un cielo sin nubes, de un azul radiante; a nuestro alrededor una preciosa agua azul en la que la luz bailoteaba y centelleaba: el mar. Era muy distinto de lo que pensaba, nada violento ni agitado, sino simplemente hermoso. Parecía infinito.

Cuando era una ternerita, siempre trataba de imaginar cómo sería de grande la leche infinita de la que hablaban las leyendas, pero mi pequeño cerebro vacuno jamás habría podido concebir cuán grandiosa era la infinitud. Esas aguas bellas, ligeramente onduladas, llegaban hasta el horizonte, y al parecer continuaban más allá, o eso cantaba Giacomo. Al ver aquello olvidé todo cuando me rodeaba, el peligro, las vacas del otro contenedor, incluso que a Champion no le hacía feliz ser padre. Un profundo respeto inundó mi corazón: la Tierra era más fascinante incluso de lo que me había atrevido a pensar, y yo era una vaca que podía descubrirla. En ese momento sentí una profunda gratitud a la vida.

—Lolle. —Oí que decía Champion.

Sonaba como lejano, puesto que todos mis sentidos estaban en el mar, en su murmullo, su olor a sal, su centelleo azul…

—Lolle, siento interrumpir ese me-he-quedado-embobada-con-esto, pero hay una cosita de nada que quizá debiera preocuparte.

—¿De qué se trata? —Apenas le hice caso, aquel espectáculo me tenía obnubilada.

—¡MIERDA, MIERDA, Y MIERDA, CORREMOS UN GRAN PELIGRO!

Al oír eso sí le hice caso.

Dejé que las estupendas vistas fueran eso, estupendas vistas, y miré de nuevo a las personas, con las que ahora estaba un hombre de cierta edad que a diferencia de los otros no tenía pelo en el rostro, pero sí unos ojos muy tristones.

—Capitán —se dirigió el barbudo gordo al hombre de más edad—, ¿qué hacemos con los animales?

En lugar de responder, el hombre se tragó una bolita redonda y farfulló:

—Vacas a bordo de mi barco… Por Dios, si mi mujer no estuviera siempre metida en casa, me habría jubilado hace tiempo.

Champion me preguntó en voz baja:

—¿Los embisto?

—No creo que después estén muy dispuestos a dejarnos seguir a bordo —repliqué.

—Pues a mí no se me ocurre otra cosa —aseguró él.

—Es que tú eres un toro —le contesté—, y a vosotros nunca se os ocurre nada salvo embestir.

—Claro. Y tú, como eres una vaca, tienes una idea mejor, ¿no? —dijo él, mordaz.

La tenía, en efecto. Cierto que no iba a salvarnos, pero al menos sí nos permitiría ganar tiempo. Me volví hacia el contenedor donde estaban Hilde, Rabanito y Susi y les dije a gritos:

—¡Mugid con ganas!

Por toda respuesta, Susi espetó:

—Tenemos que salir de aquí ahora mismo. Con tanta boñiga nos va a dar algo.

El barbudo flaco se quedó de piedra:

—¡Hay más vacas!

A lo que el mayor respondió:

—Tengo que aumentar la dosis.

Y se tragó otra bolita redonda.

Los barbudos abrieron el otro contenedor. Susi, Hilde y Rabanito salieron atropelladamente, y el flaco observó estupefacto:

—Ahora tenemos cinco vacas a bordo.

—Cuatro vacas y un toro —lo corrigió, picado, Champion, sin que nadie dijera nada al respecto.

El de más edad suspiró.

—Éste no es mi día. La verdad es que no es mi semana. Ni mi mes. Y ahora que lo pienso, ni siquiera es mi vida.

—Pero ¿cómo han podido llegar hasta aquí estas vacas? —preguntó, perplejo, el barbudo gordo.

—No estoy seguro —repuso el capitán—, pero me da que el hecho de que seáis unos chapuceros podría tener algo que ver.

Los dos barbudos miraron al suelo, turbados, y el otro musitó:

—No nos dejarán entrar en la aduana de Nueva York con estos bichos. Tenemos que echarlos al mar.

Las otras vacas empezaron a temblar, pero yo escudriñé el cansado rostro del hombre mayor: no tenía ganas de matarnos, y tampoco quería comernos, simplemente quería que nos ahogáramos porque éramos una carga. Así que, me dijo mi cerebro, tendríamos una posibilidad de sobrevivir si lográramos convencerlo de que seríamos de utilidad para las personas de a bordo. Pero ¿cómo? Podíamos dar leche, pero esas personas no daban la impresión de alimentarse a base de leche. La única otra cosa que sabíamos hacer estupendamente era soltar boñigas, si bien no acababa de hacerme a la idea de que los hombres se fueran a poner locos de contentos con eso.

Champion resopló:

—Bueno, yo voto por embestirlos.

—¡No! —exclamé con vehemencia, estaba segura de que si lo hacía los hombres nos echarían al agua sin contemplaciones.

Hilde se mostró de acuerdo con Champion:

—Pues yo creo que el tonto este tiene razón.

—¿A quién llamas tonto? —preguntó él, enfadado.

—Te llamo tonto a ti, pedazo de idiota.

—Pues ojito con volver a llamarme eso.

—¿Tonto o idiota?

—Ambos.

—Yo no te he llamado «ambos».

—¡AHHH! —gruñó él.

—Nunca deja de fascinarme la facilidad de palabra que tienen los hombres.

—No parece que estas vacas se lleven muy bien —afirmó el barbudo flaco.

Por desgracia era verdad. Hasta el momento yo, la líder, no había logrado que estuviésemos unidos, y si no se me ocurría algo a toda prisa, nuestra pequeña vacada moriría.

—Probablemente las vacas sean como las personas —aseveró el mayor—. Salvo por el hecho que los pobres bichos no saben lo mal que los trata el destino.

Hilde mugió:

—A ese respecto me gustaría decir algo.

Como es natural, el hombre no la entendió. Ahora parecía más triste incluso que antes. Un poco como nuestro ganadero. Por lo visto, las personas no eran capaces de ser felices.

—El mundo es tan triste —reflexionó el anciano—. ¿Sabéis lo que pienso a veces? Que el universo no nació de una gran explosión, sino de un suave suspiro.

Se disponía a tomar otra bolita. Al parecer esas cosas lo aliviaban; los barbudos, en cualquier caso, no le proporcionaban ningún consuelo. Bien porque no querían o —lo más probable— porque no podían. En ese momento supe que el capitán se equivocaba: ¡las vacas no son personas! A ese respecto había una grandísima diferencia: cuando una de nosotras estaba triste, se le acercaba otra para hacerle mimos. Hasta Susi y yo lo hicimos cuando creímos que Champion sería sacrificado. Nada más darme cuenta de esa diferencia, supe lo que podíamos proporcionarles a las personas: consuelo.

Me acerqué al viejo capitán, que dejó la bolita y me miró con aire inseguro.

Susi preguntó:

—¿Qué hace esa loca ahora?

Champion contestó:

—Creo que alguna locura.

—No —negó Rabanito—, creo que va a hacer algo muy bonito.

Me situé junto al capitán y comencé a hacerle mimos con suavidad.

Al verlo, Susi torció el gesto.

—No sé cómo a Lolle no le da asco.

Sin embargo, a mí no me parecía nada asqueroso, pues poder dar cariño a alguien no era ningún motivo para sentir repugnancia.

Al hombre le sorprendió mi comportamiento, pero no se apartó. Yo seguí haciéndole mimos, y al poco él sonrió.

—¿Has visto eso? —le susurró el barbudo flaco al otro—. El capitán sonriendo. La última vez que lo hizo fue hace cinco años.

—Cuando su hija aún vivía —añadió el gordo.

¡Naia mía, el anciano había perdido a su ternera!

No era de extrañar que estuviese tan triste. Ahora sí que me daba verdadera pena, y por eso comencé a pasarle la lengua por la cara. Entonces él incluso se rió.

—Eres un verdadero encanto, ¿a que sí?

—No, no lo es —objetó Susi.

El anciano, claro está, no la entendió. De hecho no le hizo el menor caso, pues disfrutaba del contacto conmigo. Se metió las curiosas bolitas en el bolsillo de la chaqueta, me acarició y les dijo a los barbudos:

—Dejaremos que las vacas sigan a bordo.

—¿Y qué hay de la aduana en Nueva York? —quiso saber el flaco.

—Ya se nos ocurrirá algo cuando llegue el momento. —El capitán sonrió.

Los míos suspiraron aliviados, al igual que los barbudos, que por lo visto se alegraban de no tener que matarnos. No eran asesinos, y sólo nos habrían dado muerte si se lo hubiesen ordenado. Por otra parte, en ese caso lo habrían hecho, y entonces serían asesinos. De manera que eran asesinos en potencia.

A decir verdad tendría que haber experimentado un gran alivio al saber que no nos tirarían al mar, pero, apenas se hubo conjurado el peligro más inminente, me sumí en otras cavilaciones: por un lado seguía estando el hecho nada insignificante de que a Champion no le hacía ilusión lo del ternero. Por otro me preguntaba qué sería la Muueva York esa de la que hablaban los hombres. Naia mía, ¿por qué no habían mencionado la India?