Capítulo 30

Nadie se opuso, Susi incluso aceptó mi propuesta con vehemencia:

—Estupendo, así no tendré que ir con ese idiota.

Y Champion, ofendido, constató:

—Creo que no eres tan maja cuando te enfadas.

Giacomo explicó que debíamos escondernos atrás del todo para que las personas no nos descubrieran cuando cerraran los contenedores. Además, añadió, después las cosas se pondrían algo movidas, cuando la grúa hiciera su trabajo y cargara las gigantescas cajas en el barco. Durante ese tiempo, él subiría a bordo sin más, un gato pasaría más inadvertido para las personas que una vaca.

Rabanito, Hilde y Susi desaparecieron en una de las cajas azules, y Champion y yo nos abrimos paso hasta el fondo entre las esponjas en el otro contenedor y allí nos acurrucamos, por mi parte cuidándome muy mucho de poner cierta distancia entre los dos. Durante un rato estuvimos callados, hasta que Champion dijo:

—¿Lolle…?

—Ojito con volver a preguntarme si tengo el periodo.

—No me atrevería, después de la patada que me diste… —repuso, y al hacerlo esbozó una sonrisa encantadora, que pude distinguir perfectamente gracias a los primeros, débiles rayos de sol matutino que entraban por la puerta abierta del contenedor.

Su sonrisa me ablandó, y es que si alguien podía esbozar una sonrisa encantadora ése era Champion. Las sonrisas eran a él lo que las ventosidades a Tío Pedo. Y los nervios a Susi.

—Lo siento —continuó—, no estás engordando.

Eso era bonito. Iba a contestar: y tú no eres idiota, cuando añadió:

—Como mucho un poquito.

Así que no le dije nada.

—Me resultas muy familiar —aseguró afablemente.

Naia mía, ¿estaba recuperando la memoria?

—Me sorprende —siguió—, pero me encuentro a gusto estando tan cerca de ti.

Se movió un poco hacia mí, tanto que casi me tocaba.

¿Y si me quería? ¿Y si teníamos una oportunidad para volver a estar juntos, como en su día Naia y Hurlo?

De cómo Hurlo salvó a Naia

Hurlo satisfacía a las vacas de la vacada, pero este hecho no lo satisfacía a él. Echaba mucho de menos a Naia. A sus ojos asomó agua, que formó una lágrima gigantesca, y al final ni siquiera el poderoso Hurlo la pudo contener. La lágrima cayó al suelo e inundó la tierra. Murieron todas las lombrices, a excepción de la primera, que se quejó:

—Ahora tendré que dejar que un pájaro me vuelva a trocear.

Hurlo se disculpó de mil modos distintos y contó lo mucho que echaba de menos a Naia. Y la lombriz de tierra espetó:

—¿Y por qué no vas en su busca en lugar de ir por ahí lloriqueando?

—Eso no se me había ocurrido —repuso Hurlo, maravillado con su propia necedad.

—Es que eres un macho tonto y no un hermafrodita listo —razonó la lombriz.

—Si así se es tan listo como tú, me gustaría ser hermafrodita —aseguró Hurlo.

—Para ello tendrías que renunciar a tu miembro.

—Ah, en ese caso no quiero serlo —afirmó Hurlo.

Hurlo salió decidido en busca de Naia. Buscó en todos los pastos, campos y dehesas, y finalmente llegó a los árboles del fin del mundo. Se adentró valientemente en el bosque, cuya oscuridad no le infundió ningún miedo. Cuando llegó a un pequeño arroyo sinuoso de aguas cristalinas, le salió al paso un oso enorme que lo amenazó:

—Soy Praxx, el guardián del bosque, el de los dientes poderosos.

Cualquier criatura habría salido corriendo. Cualquiera salvo Hurlo, que le devolvió una mirada aún más temible y repuso:

—Déjame pasar o serás Praxx, el de los dientes rotos.

El oso rehuyó la mirada resuelta de Hurlo y se echó a temblar:

—Creo que será mejor que me busque otro bosque.

—Una idea muy buena —aprobó Hurlo.

El oso salió corriendo y Hurlo continuó avanzando por el bosque hasta llegar a la leche infinita. En ella vio que flotaba Naia, inconsciente, a punto de morir, pues sus lágrimas habían agriado la leche. Pero Hurlo se lanzó sin pensarlo a la leche emponzoñada para salvar a su gran amor. No temía por su vida, pese al gran peligro que corría. Y es que a veces era una ventaja que la reflexión no fuera uno de los puntos fuertes de uno.

Haciendo gala de su increíble fuerza, Hurlo sacó a su amada Naia de la leche y la llevó al bosque. Estaba inconsciente, y él se mantuvo a su lado, velando por ella. Días, semanas, lunas llenas. Cuando Naia por fin abrió los ojos, Hurlo prometió a su gran amor que no volvería a serle infiel. Y Naia, loca de felicidad, lo cubrió de lametones. Días, semanas, lunas llenas.

Champion siguió hablando queda, dulcemente:

—A tu lado me siento tan, tan bien… ¿No serás…?

—No seré ¿qué? —pregunté yo a mi vez, la voz más baja aún.

—¿No serás…?

—¿Qué…? —musité.

—¿Mi hermana?

Ahí estaba otra vez, ¡el dios de los idiotas!

—No —respondí con suma frialdad—, no soy tu hermana.

Por lo visto no éramos Naia y Hurlo, aunque Champion a veces se comportara tan tontamente como Hurlo.

En ese instante oímos pasos que se acercaban y dejamos de hablar. De puro miedo también dejamos de respirar, ya que entre las esponjas vimos a dos hombres con el rostro cubierto de pelo que hacían algo en la puerta del contenedor. Uno era delgado; el otro, gordo. El flaco se quejó:

—Otra vez esta puñetera lluvia, no debería llover en esta época del año. La mierda del cambio climático.

—Me entran ganas de darles una patada en el culo a los fabricantes chinos —soltó el gordo.

—O meterles su CO2 por el culo —propuso el flaco.

Mientras, nosotros seguíamos agazapados en la caja, sin decir ni mu.

—Una vez me hicieron eso en una colonoscopia —contó el gordo.

—Me alegra que me lo cuentes. —El flaco suspiró.

Mientras los dos charlaban, me arrimé más a Champion inconscientemente en busca de protección, mi piel tocando la suya. Me recorrió un hormigueo, un poco como cuando uno acerca el morro a la cerca electrificada, sólo que mucho más agradable y excitante. Como si fuera la primera vez que nos rozábamos. Y en cierto modo era así: la primera vez en este mundo nuevo.

El gordo siguió diciendo:

—Tampoco me gustaría ser un médico de ésos, inflando tripas todo el día y encima mirándolas.

—No, no es una buena profesión —convino el otro—. Pero cuando no se sabe hacer otra cosa, no queda más remedio.

A continuación cerraron la puerta del contenedor con gran estrépito. De pronto la oscuridad era absoluta, ni siquiera nos veíamos las pezuñas. A cambio oímos que los pasos de los hombres se alejaban. Apenas me atrevía a respirar, por un lado porque tenía miedo de que los hombres nos descubrieran, por otro porque el roce de Champion me resultaba desconcertante. Tenía los pelos de punta del nerviosismo. Él también, lo notaba perfectamente. Y eso me turbaba más todavía.

De repente escuchamos un gran crujido y un barullo procedentes de arriba. Me asusté de tal modo que lancé un mugido. Un mugido que se vio acallado por el mugido de Champion, y por suerte los dos fuimos acallados por el traqueteo de la grúa, que cogió el contenedor y lo levantó por los aires. La caja había dejado el suelo, las esponjas salían volando a nuestro alrededor, y yo también salí volando…, directa a Champion.

Quedé encima de él, morro contra morro, pecho contra pecho, ubres contra… Bueno, mejor dejémoslo así.

Sentí su aliento cálido y él, el mío. Si antes ya me recorriera el cuerpo un cosquilleo, ésta de ahora —en la oscuridad y corriendo un peligro de muerte— era la cercanía más enardecedora que uno se pudiera imaginar.

La caja se balanceaba en el aire, ahora algo menos, de forma que los mugidos volvían a resultar inteligibles. Champion me dijo con suavidad:

—Me alegro de que no seas mi hermana.

—¿Por qué? —inquirí en voz queda.

—Porque la consanguinidad no me va.

Estaba tan atónita que no supe qué contestar.

—Me…, me siento atraído hacia ti —dijo él abiertamente—. Es algo familiar, bueno.

Sonaba bien.

—Mucho más que hacia Susi, ahora me doy perfecta cuenta. Es como si estuviéramos hechos el uno para el otro.

Eso sonaba aún mejor.

—Dime, ¿somos toro y vaca?

En una caja voladora, entre todas aquellas cabezas de esponja, había llegado la hora de la verdad.

—Lo fuimos —repuse.

—¿Lo fuimos? —repitió él—. ¿Y qué pasó entre nosotros?

La caja descendió y comenzó a bambolearse. Estuve a punto de despegarme de Champion, pero él me apretó firmemente contra él con sus fuertes patas.

—Algo bastante tonto —repliqué.

—¿Fui yo ese algo bastante tonto? —inquirió él con cautela.

No dije que no.

—Lo siento —se disculpó en voz baja.

—Más lo siento yo —respondí entristecida.

—¿Me perdonas, haya hecho lo que haya hecho? —preguntó con ojos tiernos.

Si lo perdonaba ahora, acto seguido estaríamos dándonos apasionados lametones, eso estaba claro. Todo se arreglaría, y yo podría ser feliz y vivir con él como las efímeras Zumbi y Pumbi.

Por otro lado, ¿quién me garantizaba que Champion no se liaría con Susi a la primera oportunidad y me volvería a romper el corazón? Pero, por otro, ¿no debía hacer todo cuanto pudiera para superar esa desconfianza? No sólo porque esperaba un ternero suyo, sino también porque nadie que fuese desconfiado en el amor era feliz. Y, por otro, ¿cómo reaccionaría Champion cuando supiera lo del ternero? ¿Lanzaría mugidos de alegría? ¿O rehuiría la responsabilidad?

En ese momento, Champion empezó a darme cariñosos lametones. Fue tan excitante que se me olvidaron todos los peros. Pegué mi morro al suyo, saqué del todo mi larga lengua y la entrelacé apasionadamente con la suya. Él hizo lo mismo con la mía. Nunca lo habíamos hecho de una forma tan salvaje y fogosa. Claro que una situación de peligro hace que uno se muestre mucho, mucho más pasional. Si esas situaciones de peligro no entrañaran tanto peligro, se podrían recomendar sin dudarlo a toda pareja en crisis.

Nos entrelazamos más y más y más y perdimos la noción del tiempo y del espacio y de las esponjas, hasta que volví a notar esa sensación en el bajo vientre y recordé lo que había dicho Rabanito: Champion tenía que saber que iba a ser padre.

A juzgar por la dicha con la que nos besábamos, o al menos eso esperaba yo, sin duda se alegraría, y después seguro que acabábamos enredados de nuevo con más pasión aún. Con las lenguas aún entrelazadas, dije:

—Champfion, zengo que decidze algo.

—¿Qué? —preguntó él, mientras seguíamos enroscados apasionadamente.

—Voy a zened un zednedo.

—¿Un zednedo? No será mío, ¿no?

—No —espeté algo irritada—. Del gazo.

—¿Del gazo? ¿Cómo es pfosible?

—¡Pfues clado que zuyo!

Iba a retirar la lengua, pero antes de que pudiera hacerlo, él repuso:

—Ah.

Nada de pfandásdico, o genial o qué día más incdeíble. Tan sólo: «Ah».

No le hacía ilusión tener un ternero en común.

El corazón se me encogió.

Y Champion añadió, más inseguro aún:

—Endonzes no dienes el pfediodo.

Y se separó de mí y desunimos las lenguas. La caja cada vez se movía más en la bajada, y como él ya no me sostenía con tanta fuerza, me caí y me golpeé aparatosamente contra el suelo del contenedor, que a su vez aterrizó estrepitosamente en el barco. Me di contra la pared, con la cabeza. Lo último que pensé antes de desmayarme fue: el amor no sólo es un auténtico asco, es una porquería.