Mientras trotábamos por la carretera hacia donde se ponía el sol, apenas nos dijimos palabra: Susi acabó aceptando que Champion ya no recordaba nada y renunció a seguir dándole patadas. Pero ello no hizo mella en su ira. No paraba de lanzarle miradas furiosas de reojo, y él se cuidaba muy mucho de mantenerse lejos. Algo atípico en un toro, Champion caminaba con nosotras en lugar de ir a la cabeza de la vacada. Presentía que en ese entorno desconocido, que no entendía en absoluto, estaba perdido sin nosotras. Por desgracia nosotras no podíamos sacarlo de su confusión. Por una parte, en ese mundo nuevo tampoco nos las arreglábamos mucho mejor, y por otra, Rabanito no tenía ninguna receta para la pérdida de memoria. De haberla tenido, nos explicó, ya la habría utilizado en su día con la abuelita Hamm-Hamm, y no habría estado tan celosa del manzano.
Yo no paraba de debatirme conmigo misma: ¿le decía a Champion que estaba embarazada? Pero ¿qué conseguiría con ello? Él ni siquiera me reconocía, con lo cual la probabilidad de que estallara de alegría al saber que iba a ser padre era relativamente escasa. Además ya tenía bastante con la situación en general, no podía sobrecargarlo más. De modo que decidí no revelarle de momento mi estado.
Al cabo de algún tiempo nos aproximamos a Cuxhave. Ante nosotras vimos casas que eran mucho más altas que la de nuestro ganadero, pero que a su manera parecían al menos igual de sórdidas. En esos establos gigantescos, grises, sucios, debían de vivir muchas personas, eso era evidente. Y, a juzgar por la pinta que tenían las casas, no sería de extrañar que a las personas de ese sitio también les gustara beber aguardiente de mierda.
Dejamos la carretera y nos dirigimos con cautela hacia las casas, ya que según Giacomo teníamos que atravesar esa zona, tanto si nos gustaba como si no. Y no nos gustaba para nada.
Desde las ventanas de los establos nos miraban muchas personas, y en el camino gris que tomamos vacilantes se nos acercaron las primeras. Muchas tenían la piel más oscura que nuestro ganadero, algunas de las hembras llevaban la cabeza cubierta con un pañuelo. Los machos de más edad eran grises y parecían agotados, en cambio muchos de los jóvenes llevaban ropa chillona, de colores, que le hacían desear a uno ser daltónico.
Cada vez venían más, hasta que no tuvimos más remedio que detenernos, pues no queríamos atropellarlas. Se notaba a la legua que esas personas no habían visto nunca vacas de cerca. Al menos no vivas y enteras. Nosotras tampoco habíamos visto nunca a personas así. Y menos a tantas.
—Aquí la mayoría de la gente è como vosotras —dijo Giacomo riendo—, también ha emigrado.
Fuera lo que fuese eso, tantas personas nos daban miedo. Esperaba de un momento a otro que alguien sacara un cuchillo o una escopeta. Pero no pasó nada parecido, sino que una niña pequeña se me acercó y me ofreció una zanahoria. Al aspirar el rico aroma, caí en el hambre canina que tenía, a fin de cuentas apenas habíamos pastado en todo el día. Así que cogí agradecida la zanahoria y me la comí deprisa y corriendo. La niña rió satisfecha, y al verla tan alegre por un momento me cayó bien, aunque fuera una persona.
Se nos acercaron más terneros humanos que nos dieron toda clase de exquisiteces que llevaban consigo. Rabanito exclamó jubilosa:
—¡Tenéis que probar estas golosinas!
—Y el chocolate sabe un poco como la leche, sólo que mucho mejor —añadió Susi.
—Eso no es nada en comparación con estas cosas que se llaman bollos —observó encantado Champion, que sonreía por vez primera desde que perdiese la memoria.
—Mamma mia —se reía Giacomo—. Seréis las primeras vacas con diabetes.
Algunas personas se atrevieron incluso a acariciarnos. Todo aquello ya no parecía tan amenazador. Tal vez, me aventuré a pensar mientras trituraba con fruición una manzana que me dio una mujer mayor, no todas las personas fueran malas.
Mientras las amables personas nos daban de comer, los jóvenes de la ropa vistosa se divertían de lo lindo. Uno que llevaba una gorra ladeada en la cabeza le dijo a otro en cuyo rostro crecían manchones de pelusilla rala:
—Hakan, mira, esa vaca se parece a tu madre.
—Erkan, tío —replicó el otro—, tu madre está tan gorda que ella solita ocupa el vértice de la pirámide alimentaria.
Champion dejó los bollos al oír eso y la sonrisa desapareció de su boca de golpe y porrazo. Suspiró entristecido.
—Yo ni siquiera me acuerdo de mi madre.
Dejé de masticar la manzana, en ese momento Champion me dio mucha pena. Tenía que ser horrible para él. Pero ¿qué le decía yo ahora? ¿Le hablaba de su madre, Karla? ¿De que era muy liberal y por eso en la vacada la apodaban Karla la Cachonda? Sí, tanto Champion como yo teníamos unos padres que no eran felices porque uno de los dos era infiel cada dos por tres. En mi caso era el padre; en el suyo, Karla la Cachonda. Ahora que lo pensaba, ¿cómo podía esperar yo que pudiéramos ser felices juntos con semejantes antecedentes? ¿De quién íbamos a aprender a vivir en armonía? Al fin y al cabo, la sombra del pasado planeaba sobre nuestro amor desde el principio, antes incluso de que naciéramos.
Así que quizá las cosas fueran distintas de lo que pensaba: antes de dar forma a un futuro en el que por fin se pudiera disfrutar del presente, probablemente hubiese que superar primero el pasado.
Mientras rumiaba mi manzana y filosofaba, uno de los jóvenes soltó:
—Tu madre es tan tonta que escribe las tesis doctorales de los políticos.
—Y tu madre es tan tonta que inventó el euro —le contestó el otro, apretando el puño.
La situación era cada vez más tensa entre los dos, y aunque la agresividad no iba dirigida a nosotras, las vacas, a saber si aquello no daría un giro repentino. Volví a sentirme incómoda, y Giacomo me indicó que debíamos ponernos en marcha de una vez. Pero no había manera de avanzar, las personas nos cortaban el paso. Y empezaban a plantearse las primeras cuestiones desagradables:
—En la radio han hablado de unas vacas que atacan a las personas.
—Seguro que tienen la rabia o algo así.
—Pues entonces habrá que sacrificarlas cuanto antes.
—Me recuerda a tu madre.
Las personas siguieron hablando de sacrificarnos y finalmente me invadió el miedo. Los demás también estaban atemorizados. Dejaron de comer las cosas que les daban y me miraron con aire vacilante. Incluido Champion. Era la primera vez en mi vida que un toro me miraba pidiendo ayuda. A pesar de lo apurado de la situación, ello me hizo sentir un tanto orgullosa. Ahora sólo se me tenía que ocurrir otra idea.
—Voy a llamar a la policía —anunció un hombre.
—Puede que tengan la enfermedad de las vacas locas.
—Tu madre la contrajo cuando te vio al nacer.
¡Eso era! Las personas nos dejarían pasar si les dábamos miedo, así que teníamos que fingir que estábamos locas.
—Tenemos que hacer como si estuviésemos locas, de esa forma las personas nos dejarán pasar —informé al resto, mientras a los pequeños terneros humanos les desilusionaba que rechazáramos lo que nos daban.
—Algunos de nosotros lo tienen fácil: sólo han de ser ellos mismos —pinchó Susi.
—¿Os acordáis de cuando creímos que el ganadero se había vuelto loco? —pregunté, sin responder al insulto.
Rabanito contestó:
—Eso fue después de que su mujer lo abandonara. Se puso a aullar a la luna, desnudo.
—No fue nada agradable —confirmó Susi—. Menos mal que las personas casi siempre llevan algo encima, porque desnudas…
Hilde suspiró.
—Con sólo pensarlo me dan ganas de perder también la memoria.
—Y a mí —convino Susi—. Así ya no tendría que pensar más en Champion.
—Pero ¿qué es lo que te hice? —le preguntó el aludido.
—Yo te diré lo que hiciste… —empezó Susi.
Pero antes de que pudiera decirle que me había dejado preñada, la corté deprisa:
—Vamos a aullar como aquella vez el ganadero.
Champion y Susi titubearon, pero Hilde y Rabanito se apuntaron en el acto, y nos pusimos a mugir ruidosa y frenéticamente mirando al cielo. Las personas retrocedieron, estaba claro que ahora nos tenían miedo, incluidos los dos jóvenes.
—¿Por qué aúllan así esos bichos?
—Ni idea, puede que hayan visto una foto de tu madre.
Pronto tuvimos espacio para seguir. Pasamos por delante de las personas tranquilamente, si bien al hacerlo me remordió la conciencia, pues los terneritos humanos estaban aturdidos, y sentí haberles pegado semejante susto.
Cuando el sol se puso en el horizonte, dejamos atrás las altas casas grises y enfilamos nuevamente un camino solitario que era mucho más estrecho que la carretera y por el que apenas venían cochies. Giacomo nos explicó que ése era el camino que llevaba al «puerto» desde Cuxhave, y que por esa zona no trabajaba nadie de noche. El camino estaba iluminado por altas farolas. Cuando era ternera, al ver las farolas de nuestra finca pensé que el ganadero había encerrado luciérnagas dentro. Cuando fui a liberar a las pobres criaturitas me quemé el morro al intentar romper el cristal. A día de hoy ya sabía que en las farolas no había luciérnagas y que las personas conseguían atrapar allí dentro la luz del sol de alguna manera mágica. Sí, las personas no dejaban ser libre ni siquiera al sol.
Soplaba un viento fresco, y poco a poco empezaba a tener frío. A cierta distancia se veían varios engendros monstruosos en fila. No estaba segura de si dejar que nuestra pequeña vacada se dirigiera hacia allí, pero el gato me tranquilizó, me aseguró que no había por qué tener miedo de las grúas. De manera que seguimos adelante, y Rabanito se unió a mí y me preguntó con cautela:
—¿Aún estás enfadada conmigo, Lolle?
—No estoy enfadada —mentí.
—Sí que lo estás.
—¡No lo estoy!
—Sí que lo estás —siguió ella, erre que erre.
—¡QUE TE DIGO QUE NO LO ESTOY, MIERDA!
Entonces se limitó a mirarme entristecida con esos ojos suyos tan sinceros.
—Muy bien, Rabanito, tú ganas: estoy enfadada. ¿Por qué no me dijiste que…, que… —busqué las palabras adecuadas para definir su amor a las vacas y sólo encontré—: eras paah-didel-dideli-dideli-dam?
—Creo que paah-didel-dideli-dideli-dam no es lo más adecuado para designarlo. —Hilde rió desde atrás.
Y yo volví la cabeza y la miré con cara de pocos amigos, después de lo cual se quedó algo rezagada. Era fascinante: antes Hilde no habría reculado jamás con mi mirada ni habría permitido que le dijese nada, pero con cada decisión que tomaba, su respeto hacia mí aumentaba. Probablemente el liderazgo no fuera una estupidez.
Rabanito me pidió, abatida:
—No te enfades conmigo.
Pero yo no pude evitar reaccionar mal.
—Soy tu amiga, podrías habérmelo dicho.
—Es que tenía miedo de que dejaras de ser mi amiga si te enterabas.
Lo que hizo que me sintiera más ofendida incluso.
—¿Eso pensabas de mí?
—La verdad es que no —respondió, apocada, Rabanito.
—¿Entonces?
—Entonces pensé: si existe el más mínimo riesgo de que te pierda como amiga no quiero correrlo. Después de que la abuelita Hamm-Hamm perdiera la cabeza y sólo hablara con ese estúpido, estúpido manzano, tú y Hilde erais las únicas personas que me quedaban. Si os hubieseis apartado de mí, ni siquiera yo habría podido seguir viendo el comedero medio lleno.
¿Cuánto habría tenido que sufrir mi pobre amiga todo este tiempo guardándose su secreto por puro miedo? Y qué insensible era yo por no haberme dado cuenta.
—Esperaba —continuó hablando, las lágrimas saltándosele— que en el viaje a la India todo fuese distinto… Pero probablemente me equivocaba…
La primera lágrima le rodó por el morro. Yo, vaca tonta, haciéndome la ofendida le había hecho daño a la criatura más buena del mundo, la única vaca incapaz de hacerle nada ni siquiera a una mosca.
—Nunca me perderás —le aseguré con dulzura—, tanto si eres paah-didel-dideli-dideli-dam o puh-puh-piduh o lo que sea.
—¿En serio? —sollozó.
—En serio. —Sonreí.
Las lagrimillas seguían rodándole por el morro, pero ahora eran de alegría. Mi amiga preguntó insegura:
—¿Tú crees que encontraré a la vaca de mi vida?
En lo relativo al amor, se vuelve insegura hasta una vaca que ve el comedero medio lleno y por regla general nunca pierde la esperanza.
—Pues claro. —No pude evitar sonreír—. De gustarme las vacas, estaría loca por ti.
—Qué pena que no te gusten —respondió mi amiga, y me miró con esos ojos suyos de tal forma que por un momento pensé que le habría gustado ser mi pareja. Pero después apartó la mirada deprisa y la bajó al suelo. Naturalmente era una locura pensar que estaba enamorada de mí, y sin embargo tardé un instante en quitarme esa idea de la cabeza.
Era una verdadera pena que no me gustaran las vacas. Sin duda mi vida habría sido más fácil si quisiera a una vaca en lugar de a Champion. A ser posible a una tan encantadora como Rabanito.
Sólo le pedí una cosa a mi amiga:
—Pero tienes que prometerme algo…
—Lo que quieras.
—Que a partir de ahora serás completamente sincera conmigo.
—Te lo prometo solemnemente —me respondió, y se lamió las lágrimas del morro.
Fue un alivio que en medio de la locura que me rodeaba y que tanta inseguridad me producía —mi embarazo y la pérdida de memoria de Champion, la pesadilla con Old Dog y el extraño encontronazo con las personas— al menos hubiese hecho las paces con mi amiga.
—Y empezaré a ser completamente sincera ahora mismo —anunció.
—¿Ah, sí? —pregunté extrañada.
—Aún tienes chocolate en la boca.
Me lo quité de un lengüetazo. Ñam… Qué bueno estaba, calmaba los nervios.
—Y podrías haberte enterado antes de que estás preñada.
Por desgracia, Rabanito tenía razón. De haberme dado cuenta antes, podría habérselo dicho a Champion en la finca, y él no se habría apareado con Susi. Probablemente hubiera tenido esa decencia. Y posiblemente también se hubiera venido a la India desde el principio para no dejar a su familia en la estacada y ahora no tendría amnesia.
Por otro lado, en ese caso Susi se habría quedado en la finca y habría muerto con el resto de la vacada. Además Champion seguramente hubiese asumido el liderazgo de nuestro grupito de fugitivos, y aunque la noche anterior aún lo deseara, ya no estaba tan segura de seguir queriendo que los toros nos dijeran a las vacas lo que teníamos que hacer. Máxime teniendo en cuenta que en la India, si es que conseguíamos llegar, eso se acabaría.
A continuación Rabanito dijo otra verdad que no me gustó nada en absoluto:
—Sobre todo tienes que decirle a Champion que esperas un ternero suyo.
—¿Rabanito?
—¿Sí?
—Eso de decir siempre la verdad… Olvídalo.
Ella torció los ojos, un tanto sorprendida. Y yo volví a notar esa extraña sensación en la pelvis. Y es que, claro estaba, mi amiga tenía razón: en algún momento tendría que confesarle a Champion que esperaba un ternero suyo. Y tendría que ser pronto, muy pronto.