Capítulo 23

Pasó un tiempo antes de que alguien rompiera el silencio, cuánto exactamente no sabría decir, pues el dolor hacía que cada segundo pareciera una eternidad. Y, claro está, fue Giacomo quien dijo, acallando los sollozos:

—Eh… Non quiero molestar, pero…

—Pues no lo hagas —soltó Hilde.

—Pero deberíamos ir pensando en salir pitando. Il ganadero aún está ahí, y os seguirá buscando cuando se termine el alcohol.

Miré al aparcamiento y entre las lágrimas vi que, en efecto, el cochie seguía allí. Ahora el ganadero se había sentado delante, en el suelo, apoyado en la puerta, y seguía bebiendo el aguardiente de mierda. Volví a notar la sensación que ya conocía en el bajo vientre, o porque estaba revuelta o porque el ternero que crecía dentro de mí quería darme a entender: haz algo, mamá.

Intenté desoír la sensación, pero cada vez era más fuerte. Si de verdad se trataba del ternero, que protestaba, era bastante testarudo, y su educación me daría más de un quebradero de cabeza. Pero tenía razón: no podía abandonar a su padre, no podía abandonar a Champion de ninguna manera.

Me levanté del suelo, que mis lágrimas habían mojado, y le dije al resto:

—Tenemos que liberarlo.

—¿Qué? —respondieron todos a coro.

—Tenemos que liberarlo —repetí, con más brío.

—¿Eres consciente de que el ganadero lleva encima la escopeta? —inquirió Hilde.

—Sí que lo soy, por desgracia. Pero tenemos que hacerlo igualmente.

—Mierda —se lamentó Susi—, quiero volver con la vaca loca; en comparación contigo es normal.

—¿Cómo pretendes liberarlo? —preguntó con curiosidad Rabanito.

—Nos llevaremos por delante al ganadero con una estampida.

Ése era mi plan.

Hilde puso reparos:

—Si no somos lo bastante rápidas, nos disparará.

—Es posible, pero correré el riesgo. ¿Quién viene conmigo?

Me miraron indecisos.

—No contestéis todos a la vez.

—A ver si he entendido bien —dijo Hilde—, ¿se supone que vamos a arriesgar la vida por un idiota redomado?

—Bueno… —contesté. El planteamiento de mi amiga no me gustaba, pero tampoco podía refutarlo.

—Que te engañó con la puta esa —continuó Hilde.

—¡Oye! —exclamó Susi.

—¿Una vaca que no te llega ni a la herradura de la pezuña?

—Eh, que estoy aquí, por si no te has dado cuenta —le espetó Susi.

—Champion no nos delató —argüí, y me dirigí a Susi, con cuyo apoyo más contaba yo, pues también sentía algo por Champion—: Ha dado su vida por la nuestra.

Susi vaciló, pero su odio era mayor que el amor, de manera que repuso, profundamente ofendida:

—No cuentes conmigo.

—Creo que amas a Champion —le dije, provocándola con la mirada—. Si es así, no debes abandonarlo a su suerte.

—¡Lo odio! —exclamó ella, los ojos echando chispas.

—Eso es precisamente porque lo quieres —repliqué con suavidad.

—Las mujeres veramente son los seres más complicados de tutto il mondo —se lamentó Giacomo.

Susi no dijo nada, no quería admitir que yo tenía razón. Sencillamente no podía hacerlo.

Rabanito manifestó con valentía:

—Yo te ayudaré, Lolle. Así habrá más posibilidades de que sobrevivas, y sólo si eres nuestra líder conseguiremos llegar a la India.

Tras pensárselo un instante, Hilde se volvió hacia Rabanito:

—Odio cuando dices algo y tienes toda la razón.

Y después hacia mí:

—Cuenta conmigo…, por ti… y por ésa de ahí. —Señaló con el morro a Rabanito—. Y por ése de ahí. —Señaló con el morro mi vientre—. Pero desde luego no por el idiota de Champion.

Asentí agradecida y le dije a Giacomo:

—¿Y tú?

—Me gustaría estar molto lejos de aquí, en Ibiza con una pizza, pero como io estoy aquí, estoy contigo.

—A la de tres salimos corriendo —advertí.

Giacomo replicó, titubeando:

—A mí me parecería molto mejor que saliéramos corriendo a la de cuatro mil ochocientos…

No le hice caso y empecé a contar:

—Uno… Dos… ¡Tres!

Y salimos corriendo y mugiendo Rabanito, Hilde y yo. Y Giacomo, un tanto rezagado, detrás.

Mis mugidos decían:

—¡Champion, ya vamos!

Los mugidos de Hilde decían:

—Si muero por ese idiota, me voy a cabrear, y mucho.

Y los mugidos de Rabanito decían:

—Huy, creo que he aplastado a la rana azul.

Nuestros ruidosos mugidos asustaron al ganadero, que dejó a un lado el aguardiente de mierda, se levantó del suelo y soltó:

—¡No me jodáis!

Rabanito comentó extrañada:

—Qué cosas más raras pide.

En ese momento, el hombre echó mano de la escopeta.

Y Giacomo gritó:

—Io prefiero irme a Ibiza.

Y volvió a esconderse detrás de los arbustos.

Sin embargo, nosotras seguimos corriendo y mugiendo.

Mis mugidos decían:

—No nos podrás matar a todas antes de que te pillemos, ganadero.

Los mugidos de Rabanito decían:

—Por supuesto lo mejor sería que no nos mataras a ninguna.

Y los de Hilde:

—Pero como nos des a alguna de nosotras, te mato.

A lo que Rabanito añadió:

—Hilde, si el ganadero te mata a ti, no podrás hacer eso.

—Rabanito —contestó Hilde—, éste no es el momento de ser lógica.

—Eh, vosotras dos, ¿podríamos centrarnos en lo esencial? —mugí mientras incrementaba la velocidad.

—¿No morir? —inquirió Rabanito.

—¡Atropellarlo!

El ganadero levantó la escopeta.

Sólo estábamos a diez metros de él.

Me habría gustado estar diez metros más cerca.

O miles más lejos.

El ganadero nos apuntó con la escopeta.

—¡Mierda, que tira! —gritó Hilde.

Y Rabanito contestó:

—Preferiría que fuese al revés.

—¿Qué?

Hasta con la vida pendiente de un hilo, Rabanito tenía la capacidad de confundir a Hilde.

—Al revés sería: que tira mierda —aclaró Rabanito.

—¡Ya, ya! —la cortó Hilde.

Oímos el clic de la escopeta y supimos que acto seguido una de nosotras mordería la hierba, y no precisamente como nos gustaba a nosotras, las vacas.

Sólo estábamos a cinco metros.

El ganadero movía la escopeta, no sabía a cuál de las tres apuntar.

Cuatro metros.

Por fin se decidió. Tontamente, por mí.

Y me invadió el miedo. Por mí, pero sobre todo por el ternero. Vaca tonta, ¡no debería haberlo puesto en peligro! Pero es que no sabía lo que era el instinto maternal. Y ahora era demasiado tarde para hacerle caso y dar media vuelta.

Ése era el momento ideal de que se me ocurriese una puñetera idea.

Tres metros.

El momento de tener una idea era cada vez mejor.

El ganadero chilló:

—¡Os voy a matar a las seis!

¿Seis? ¿Acaso nos veía duplicadas?

Dos metros.

La escopeta armó un ruido tremendo y echó humo.

Sopló un viento fuerte…

¿Que me pasó rozando?

El ganadero había apuntado al lado.

Y yo lo atropellé.

—¡AHHH! —exclamó al irse al suelo.

Y la escopeta se le cayó de la mano. El hombre quiso cogerla, pero Hilde ya estaba encima, le dio una coz en la cabeza y el ganadero perdió el sentido.

Resoplamos y nos quedamos paradas, temblando de miedo, mirando al ganadero, que estaba en el suelo, inmóvil.

—Creo que le hemos hecho mucho daño —dijo Rabanito, compasiva.

—¿Sabes lo que me importa? —respondió Hilde.

—¿Qué?

—Un rábano.

—¿A qué viene eso? —preguntó Rabanito.

—¿Cómo dices?

—Que si lo dices por mí: ¿es que no te importo nada? Porque si es así, no sé muy bien a qué viene eso ahora. Y, si no es eso, ¿por qué lo has dicho?

Hilde se limitó a torcer los ojos.

Yo, sin embargo, miré al ganadero. Esa mala persona había intentado matarnos. Había obligado a Champion a hacer de señuelo para que cayéramos en una trampa y probablemente hubiese matado ya al resto de nuestra vacada. Me entraron ganas de darle con las pezuñas, tanto si estaba indefenso como si no. Pero, de haberlo hecho, no habría sido mejor que él. Habría sido una persona.

En lugar de eso me dirigí, seguida de mis dos amigas, hacia la puerta del cochie tras la que había desaparecido Champion y lo llamé:

—¡Champion!

—¿Eres tú, Lolle? —inquirió él desde el otro lado de la puerta.

—No —repuso Hilde—, la abuelita Ton-tón.

—¡Se llama abuelita Hamm-Hamm! —protestó Rabanito.

—No conozco ni a la una ni a la otra —aseguró, confuso, Champion.

—¡Soy yo! —exclamé.

—¿La abuelita Ton-tón? —Champion estaba sumamente confuso.

Hilde sonrió.

—Es una auténtica lumbrera.

—¡Lolle! —le dije a Champion.

—¡Por Hurlo, cómo me alegro de oírte! —repuso.

Hurlo era el dios sagrado de los toros. Y su historia de amor con Naia era tan fascinante como intrincada.

Naia y el amor

Naia miró lo que había hecho y vio que el toro era increíble. La piel de Hurlo brillaba más que el sol, tenía los corvejones más recios que la tierra y su miembro era tan grande que la lombriz de tierra le dijo a Naia: «Desde luego, se ve que ahí has echado a volar la fantasía».

Hurlo tenía unos ojos cuyo azul envidiaban los lagos de montaña. Miró a Naia tiernamente con esos ojos increíbles, y por fin a Naia le dio la impresión de que había encontrado la felicidad que tanto ansiaba.

Hurlo y Naia se pusieron a hacer el amor en el acto. Seis días sin interrupción. Pero el séptimo Naia quiso hablar, saber más cosas del corazón de Hurlo. Para ello señaló una mariposa cautivadora, cuyos colores eran los más soberbios del mundo, y preguntó:

—¿No es preciosa?

Hurlo contempló la mariposa y al cabo de un rato repuso:

—No está mal…

Ésa fue la primera vez que Naia se dio cuenta de que los machos tal vez sufrieran de cierta falta de sensibilidad. O, mejor dicho, no eran los machos los que sufrían por ello, sino las hembras.

Naia estaba demasiado cansada para seguir hablando y se quedó dormida. Cuando despertó, el sol vespertino ya estaba rojo en el cielo, y a Hurlo no se lo veía por ninguna parte. Se puso a buscarlo de inmediato, y lo encontró justo cuando montaba a una vaca. La lombriz de tierra, que asimismo lo vio, le dijo a Naia: «No debiste crear ese miembro».

Sin embargo, Naia sólo vio que en el campo había muchas otras vacas felices, Hurlo también había estado con ellas. Ver a esas vacas dichosas entristeció de tal modo a Naia que salió corriendo. La diosa corrió y corrió y llegó a los árboles del fin del mundo, que había erigido para que nadie cayera en la leche infinita. Se topó con un oso enorme llamado Praxx, le ordenó que se encargase de que nadie entrara en el bosque, atravesó a la carrera el susodicho bosque, llegó a la leche infinita y se arrojó a ella. Sus lágrimas se mezclaron con la leche y la agriaron. Y así fue como nació la leche infinita de la perdición.

—¡Eres libre! —le dije a Champion.

—No lo creo —contestó él.

—¿Y por qué no? —pregunté desconcertada.

—Bueno, porque la puerta está cerrada.

Miré con atención y, en efecto: de ella colgaba un candado. Y estaba cerrado.

—¡Mierda! —soltó Hilde—. ¿Cómo vamos a sacar a ese idiota antes de que el ganadero vuelva en sí?

—Con lo de idiota, ¿se refiere a mí? —inquirió, ofendido, Champion.

—Puede que el candado se rompa si volcamos el cochie —propuse—. Si nos apoyamos todos contra él, seguro que lo conseguimos.

—Esto mejora de segundo en segundo —resopló, enervada, Hilde, que sin embargo arrimó el morro contra el cochie junto con Rabanito y conmigo. Empujamos el lateral del vehículo con todas nuestras fuerzas, y aunque se movió, entre las tres no conseguimos volcarlo. Para ello necesitábamos algo más de ayuda. Y ésta sólo podía prestárnosla alguien: Susi, que para entonces ya estaba detrás de nosotras, observando nuestros esfuerzos.

—¡Ayúdanos! —le pedí.

—¿Por qué debería hacerlo?

—Porque es lo que hay que hacer.

—Me engañó.

—Bueno, en realidad me engañó a mí contigo —bufé. Su engreimiento me sacaba de mis casillas.

—No creo que Susi nos vaya a ayudar si te peleas con ella —me susurró Rabanito.

Naturalmente, tenía razón. Y estaba en juego una vida, no mis sentimientos heridos. Aunque no me gustara, debía tragarme el cabreo. De manera que apreté la mandíbula y pregunté:

—Vale, Champion te engañó, pero ¿merece morir por eso?

La cara de Susi decía que le habría gustado responder que sí, pero al menos no salió de su vacuna boca. Se situó a nuestro lado sin decir nada y, uniendo nuestras fuerzas empujamos el cochie con el morro, lanzando ayes hasta que cayó de lado cencerreando ruidosamente.

Al hacerlo, Champion chilló, era evidente que con la caída se había golpeado el cuerpo —o tal vez incluso la cabeza— contra la pared interior del enorme cochie. Me acerqué deprisa a la puerta del vehículo: el candado había reventado, la puerta estaba ligeramente abierta. Introduje el morro por la abertura, empujé por la parte de dentro de la puerta, sin que me importara lo más mínimo que el afilado canto me arañara el morro y éste empezara a sangrar un tanto, y la puerta finalmente se abrió. En el cochie volcado, Champion estaba tendido en la pared lateral. Inconsciente, pero por suerte todavía respiraba. A todas luces se había dado un fuerte golpe en la cabeza al caer. Me metí en el cochie, me acerqué a él con pasos inseguros por el ladeado suelo y le lamí el morro con delicadeza —Naia mía, poder estar de nuevo tan cerca de él—, y volvió en sí.

Llorando de felicidad, sonreí.

—Me alegro tanto de verte.

Así que el sueño de mi vida se haría realidad: ¡ahora podíamos ser una familia! Iba a decírselo a Champion en ese mismo instante, pero él me miró perplejo y preguntó:

—Perdona… ¿Nos conocemos?

—Esta broma no tiene la menor gracia —repuse.

Pero Champion se limitó a decir, completamente serio y sin bromear:

—No tengo ni idea de quién eres.