Capítulo 20

—A ver, Lolle —explicó pacientemente Rabanito—, embarazada es cuando una espera un ternero…

—¡Sé lo que es estar preñada! —exclamé.

—Entonces, ¿por qué lo preguntas?

Si alguien podía poner una mirada bovina de asombro ésa era Rabanito.

—¡¿Que estás embarazada?! —dijo Susi, y volvió a unirse a nosotros.

Parecía celosa y enfadada. Porque si yo estaba preñada, era de Champion.

—No estoy preñada —balbucí.

—Sí que lo estás —dijo Rabanito sonriendo.

—Sólo es una sensación en el bajo vientre. —Le quité importancia.

Ahora fue Hilde la que esbozó una ancha sonrisa.

—¿Qué? —pregunté irritada.

—Estás preñada —corroboró mi otra amiga.

—¡Bobadas! —objeté con vehemencia. Lo que no podía ser no podía ser.

—Pues el otoño pasado Desgracia tuvo una sensación así…

¡Naia mía, era verdad!

—Y después tuvo un ternero…

Desgraciadamente eso también era verdad.

—Y el ganadero lo llamó Psicofármaco.

—Pero la sensación que yo tengo es distinta —afirmé, aunque sumamente insegura, ya que no tenía ni idea de si de verdad era distinta de la de Desgracia, únicamente confiaba en que así fuera.

—Lolle —preguntó Hilde—, ¿cuándo fue la última vez que tuviste la regla?

—Eh… —balbucí.

—Es la respuesta que esperaba.

—Oh, no… —dije angustiada. En efecto, de eso hacía algún tiempo, para ser exactos hacía dos lunas de queso llenas.

Susi apuntó enfadada y profundamente dolida:

—Así que vas a tener un ternero de Champion.

Y Giacomo exclamó, jubiloso:

—¡Io seré il padrino!

Y se puso a bailotear en mi cabeza, cosa de la que sin embargo apenas me di cuenta, pues ya ni sabía dónde tenía la cabeza: ¡no podía estar embarazada! ¡No podía ser!

—Es muy fácil comprobar si una está preñada —aseguró Rabanito.

—Esperar a que nazca el ternero —bufó Susi.

—La abuelita Hamm-Hamm me enseñó un truco para averiguar si una está preñada.

—Ya estamos otra vez con la abuelita Ga-gá —espetó Susi, reprimiendo con su agresividad unas lágrimas que amenazaban con brotar.

—¿È questa la misma abuela que sugirió lo de orinar en la mía herida? —preguntó Giacomo con escepticismo.

—¿Y acaso fue un error? —dijo Rabanito, y sonrió.

—No —admitió el gato, cuya pata al fin y al cabo se había salvado gracias a los conocimientos de la vieja Hamm-Hamm—, la tua abuela era una mujer sabia. Rara, pero sabia.

—Bueno, ¿cómo se sabe entonces si una está o no preñada? —la apremió Susi.

Tenía muchas más ganas de saberlo que yo. Para ser sincera, yo ni siquiera sabía si lo quería saber.

—Necesitamos una rana —repuso Rabanito.

—¿Una rana…? —repetí yo, perpleja.

—¿Y el bicho le dice a una si está preñada? —inquirió, escéptica, Susi.

—Si el juego de palabras no fuera tan malo, diría: te saldrá rana —soltó Hilde.

—No lo dice la rana —precisó Rabanito—. Lo dice su color.

—¿Se pone roja cuando se le habla de la reproducción? —bromeó Hilde.

—No, se pone azul cuando una embarazada le orina encima, y se queda verde si no está preñada.

—A tu abuela le iba mucho lo de orinar —observó Hilde.

—Es que cuando una está preñada hay no sé qué en el pipí… —aclaró Rabanito.

—Las hormonas —apuntó Giacomo suspirando.

—A la rana le va a encantar que le haga pis encima —consideré yo—. Claro que primero tenemos que encontrar una.

Confié en que el tema quedara zanjado con estas objeciones. Al menos hasta que decidiera si quería saberlo o no.

—Ahí detrás hay una charca —observó Susi al tiempo que señalaba un pequeño depósito de agua que estaría a un centenar de vacas de distancia—. Seguro que allí hay ranas.

Fue directa del aparcamiento a la charca, atravesando un campo y dejando atrás unos arbustos. A diferencia de mí, ella estaba segura de que quería saberlo cuanto antes.

—¿A qué esperas, Lolle? —me preguntó Rabanito, al tiempo que me daba un cariñoso empujoncito con el morro.

A que terminara esa pesadilla. Ni siquiera quería pensar en lo que significaría que en mi vientre creciera un ternero. Un ternero cuyo padre era Champion. Prefería confiar en que Susi no encontrara una rana. Pero ella, que ya había llegado a la charca, exclamó:

—¡Esto está lleno de esos bichos!

Al parecer era esperar demasiado.

—Vamos —dijo Rabanito riendo, y me empujó hacia el agua dándome suave y cariñosamente con los cuernos en el trasero.

Eché a trotar de mala gana por la alta hierba, oyendo el croar de las ranas, cada vez más intenso. Con cada paso que daba me sentía más a disgusto.

Cuando llegamos a la charca, Susi, que estaba plantada delante de una rana especialmente fea, me preguntó impaciente:

—¿Qué te parece ésta?

¡Quería saberlo a toda costa!

—Disculpe —le dijo Rabanito a la rana, inclinándose—, ¿le importaría que mi amiga orinara encima de usted?

—¿Cómo dices? —preguntó la rana, y me miró ofendida.

Me habría gustado que me tragara la tierra, de pura vergüenza.

—No tardará mucho —susurró amablemente Rabanito.

—¿Tú estás loca o qué? —respondió la rana.

—¡Es que es importante!

—Por favor —contestó, enfadada, la rana—. Veréis, llevo trescientos años encantado dando tumbos por el mundo, y ¿creéis que hay una sola mujer que quiera besarme?

—Esto… ¿Cómo dice? —inquirió Rabanito.

Giacomo se me bajó de encima, miró de cerca a la rana y se rió.

—¡È un príncipe hechizado! Qué decía io: il mondo è más mágico de lo que piensan las vacas y las personas.

La rana no nos hizo ni caso, prefirió responder su curiosa pregunta ella misma:

—Pues no, no hay ni una sola mujer que quiera besarme. Y en cambio una vaca quiere hacerse pis encima de mí.

—Bueno, querer, lo que se dice querer… —dije yo en voz baja.

Pero ello no hizo que la rana pusiera fin a su verborrea:

—Como si no tuviera bastante. Salte donde salte, aparecen sapos horrorosos que quieren aparearse conmigo para que nazcan miles de renacuajos… —Se sacudió—. Y cuando estuve en Francia, esos franceses idiotas querían cazarme y comerme. Pero ¿sabéis qué es lo peor?

—Seguro que nos lo vas a decir —espetó Hilde, que entendía tan poco como el resto de qué estaba croando la rana.

—Lo peor son las moscas. No hay nada que sepa más soso. Pero nosotras, ranas idiotas, no comemos otra cosa. Dios mío, lo que yo daría por volver a comer un asado de ternera jugosito.

Las vacas la miramos con mala cara.

Sin embargo, la rana no se percató y siguió lloriqueando:

—No debí decirle a la bruja que con la pinta que tenía afeaba la estética de mi reino… Dios mío, si hasta tenía verrugas en las verrugas… Y precisamente por eso quizá no debiera haberla enviado a la hoguera… O quizá debiera haberla amordazado, porque así no habría podido lanzarme la maldición…

La rana no paraba de croar. ¿Por qué no se podía saber si una estaba preñada orinando sin más en una piedra?

Susi preguntó:

—¿A alguien más le está sacando de quicio este tipo? —Pero antes de que nadie le respondiera le arreó una patada en la cabeza. La rana se desplomó y perdió el sentido. Después me dijo—: Te toca.

No sé por qué no me parecía bien orinarle a alguien que estaba inconsciente. Por otra parte, seguro que eso era mejor para él que estar despierto.

—Bueno, ¿qué? ¿Lo haces o no? —apremió Susi.

—Si me lo piden no puedo —admití, en honor a la verdad.

—Siempre he pensado que eras una meapilas —se quejó ella.

Sin embargo, no me ofendió. Susi quería saber y yo lo entendía. ¿Cuánto daño le haría si en efecto estaba esperando un hijo de Champion? Si fuera ella la que esperase un ternero de él, yo no podría soportarlo, y posiblemente estuviera mucho, muchísimo más enfadada con ella de lo que ella lo estaba ahora conmigo.

Me acerqué a la rana y me situé encima, pero estaba demasiado tensa. Y el hecho de que los demás me miraran no me hacía sentir precisamente más relajada. Rabanito me preguntó:

—¿Quieres que te cante la canción del pipí de la abuelita Hamm-Hamm?

Antes de que pudiera decirle que no, comenzó a canturrear:

—Orín, orín, orín, orín que sale sin fin.

Mi vejiga se puso en movimiento en el acto. Probablemente el secreto residiera en que uno se daba prisa para que la espantosa canción acabara.

Apenas hube terminado, Susi exclamó, dando gritos de júbilo:

—¡La rana no cambia de color!

También yo suspiré profundamente aliviada. Por desgracia lo celebramos antes de tiempo, ya que Rabanito precisó:

—Hay que esperar un poco, esto no va tan deprisa.

De manera que esperamos. Y mientras tanto se me pasaron miles de cosas por la cabeza: la última vez que Champion me hizo el amor en la dehesa; lo mucho que lo echaba de menos, aunque fuese un idiota; y lo horrible que era que en ese momento no estuviese a mi lado. Mientras pensaba todo esto, Susi gritó de pronto:

—¡Esta mierda de rana se ha puesto azul!

Y Giacomo sonrió:

—Y cuando dice azul non quiere decir lívida.