Lola se despidió rozándome con el morro una vez más y me susurró:
—Una vez estuve en la India. Y es muy bonito. Espero que lo consigas.
—¿Por qué no te quedaste? —pregunté. No me cabía en la cabeza que alguien pudiera abandonar semejante paraíso.
—Ningún lugar es bello cuando dentro de uno mismo no hay belleza —respondió Lola. A sus ojos asomaron las lágrimas, pero antes de echarse a llorar dio media vuelta, se adentró en el bosque y les dijo a los demás animales—. Ahora vamos a cantar No Milk Today[2].
Escuchamos los gritos de júbilo de los habitantes del bosque y nos pusimos en marcha por los sembrados. Estábamos tan sobrecogidas por el hecho de no haber caído en la leche infinita que ni siquiera sabíamos qué decir.
Al cabo de unos minutos de marcha en silencio enfilamos un camino transversal cuyo piso era de un gris y una firmeza antinaturales. El sol estaba alto en el cielo y, gracias a sus rayos, el suelo desprendía un calor agradable bajo mis pezuñas. Seguramente no me hubiera sentido tan bien de haber sabido que lo que pisaba era un invento al que las personas habían dado el no muy poético nombre de carretera.
—¿Y por dónde se va a la India? —se interesó Susi—. ¿Por la izquierda o por la derecha?
Miré a Giacomo para que me ayudara, y el gato se bajó al suelo gris y se dirigió hacia un letrero amarillo que se hallaba a unas vacas de distancia y en el que había pintados unos signos humanos que a nosotras nos resultaban incomprensibles. El gato lo observó un instante, daba la impresión de ser capaz de descifrar los curiosos signos, volvió con nosotras y nos explicó:
—Bene, tenemos que andar quince kilómetros, hasta llegar a un sitio llamado Cuxhave. Luego buscamos un barco que vaya a la India. Luego io os meto en el barco de tapadillo… Y cuanto más me oigo, más me parece que questo plan è una completa locura…
Antes de que pudiéramos hacerle preguntas sobre esa locura de plan tales como: ¿qué es un barco?, ¿qué es de tapadillo? o ¿qué es Cuxhave?, oímos un traqueteo.
—La melodía es distinta de la de un tractor —aseveró Rabanito—. Ésta es más bien un brumm brumm brrrrrrrrrrum. Mucho más enérgica. Mucho más rápida.
—Attenzione! —exclamó Giacomo.
No reaccionamos.
El traqueteo se volvió más intenso.
—Attenzione!!! —repitió el gato.
Seguimos sin reaccionar.
—¡He dicho attenzione! ¿Es que non habéis oído, vacas bobas?
—Claro que sí… —repuso Rabanito.
—Pero no tenemos ni idea de lo que significa «attenzione» —terminó de aclarar Hilde.
—Además —chilló Susi ofendida, el ruido cada vez mayor—, no somos vacas bobas…, por lo menos yo no…, las otras puede que un poco… Y Lolle bastante…
—¡Il cochie! —gritó Giacomo.
Delante vimos algo que se parecía a un tractor y avanzaba hacia nosotras a una velocidad de vértigo. En ese vehículo iba una mujer que al vernos se asustó por lo menos tanto como nosotras.
—Venite! —exclamó Giacomo al tiempo que saltaba a una zanja que se abría junto a la carretera.
A la vista del robusto aspecto del cochie, lo de saltar me pareció una idea excelente.
Hilde fue más rápida que yo tanto de pensamiento como de patas y saltó a la zanja.
Giacomo gritó:
—Te has caído encima di me… Tengo il tuo pompis en la mía cara.
Antes de que Hilde pudiera reaccionar, saltó Rabanito, y ahora fue Hilde la que dijo:
—¡Au! ¡Que ésa soy yo!
Giacomo gimoteó.
—E io sigo debajo di te. Una vaca más y me quedo plano como un pez gato.
Lo cierto es que estaba a punto de saltar sobre las otras vacas, pero Susi no se movía, seguía plantada en mitad de la carretera, mirando atemorizada al cochie, que cada vez estaba más cerca.
—¡Susi! —le chillé.
La vaca tonta no reaccionó, de puro miedo se había quedado clavada en el suelo. La cosa esa le pasaría por encima de un momento a otro, y estaba claro que Susi no sobreviviría.
De manera que bajé la cabeza, salí corriendo y le clavé los cuernos con toda mi mala leche en el trasero.
—¡Ayyy! —aulló, y fue directa a la zanja, donde cayó sobre Rabanito, que seguía encima de Hilde, que a su vez estaba aplastando al gato, que se lamentó:
—Hala, perfetto.
Por último salté yo y fui a parar encima de Susi, que soltó un gemido. Debajo lanzó un ay Rabanito, y bajo ésta, Hilde, y debajo del todo Giacomo espetó:
—La próxima vez io viajo con conejos.
El cochie pasó por delante a toda velocidad y nuestra pequeña pirámide se desplomó. Me levanté y asomé la cabeza con cuidado por la zanja. Los demás me imitaron. Por la carretera pasaban muchos de esos cochies. Parte de ellos eran más grandes que el primero, y algunos incluso llevaban incorporada una casita.
—Questos son los holandeses —aclaró Giacomo.
Pero eso no hizo que nada de todo aquello nos resultara más claro.
Era evidente que a Rabanito y a Susi los cochies les daban miedo, pues cada vez que pasaba uno por delante se estremecían. Por el contrario, Hilde, más valiente, observaba asqueada esas cosas veloces:
—En comparación con la peste que echan, Tío Pedo huele a rosas silvestres.
Como yo también estaba un poco intimidada pregunté:
—¿Quién está a favor de que busquemos otro camino?
Por primera vez en el viaje todas las vacas se mostraron conformes.
Sin embargo, Giacomo objetó:
—Non hay alternativa. Sólo podemos ir por la civilizacione. Io lo siento.
—Io también lo siento. —Rabanito suspiró.
—Io también. —Susi se sumó.
—Sea lo que fuere la civilizacione, ¡la odio! —aseguró Hilde.
Era la segunda vez en el viaje que las vacas estábamos de acuerdo.
Gruñendo de mala gana echamos a andar por la puñetera civilizacione, pero no por lo que Giacomo llamó carretera, sino por la hierba que crecía al lado. Y dado que esa franja que discurría entre la carretera a la izquierda y los campos a la derecha era muy angosta, no tuvimos más remedio que ir de una en una, cosa que no gustó demasiado a Susi.
—Genial, ahora tengo que ver todo el tiempo el culo gordo de Lolle.
Nunca en mi vida deseé más unas buenas ventosidades que en ese momento.
Sin embargo, para que el humor de nuestro grupo no empeorara más aún, decidí pasar por alto la impertinencia de Susi. No así Hilde, que iba la última, detrás de Rabanito:
—A mí me encantaría verte el culo, Susi.
—¿Ah, sí? —preguntó ésta, sorprendida.
—En una mata de ortigas —dijo Hilde sonriendo.
—Y a mí el tuyo en un avispero —replicó la aludida.
—Y a mí el tuyo embadurnado en miel…
—Pero eso no es nada malo —dijo Susi, confusa.
—Encima de un hormiguero —completó la frase Hilde.
Mientras las dos se encabritaban (las cabras son muy desagradables entre ellas, una vaca apenas podía creer las barbaridades que se pasaban el día entero balando), yo observaba a las personas que iban en los cochies, que a su vez nos miraban boquiabiertas. Los únicos que se alegraban de vernos eran los terneritos humanos, que agitaban los bracitos, nos apuntaban con el dedo y reían encantados. Viendo a los pequeños costaba creer que nos comieran. Desde luego no daban ninguna muestra de ir a hacer eso. Esas pequeñas criaturas no podían ser monstruos comedores de vacas, ¿no?
—Ésos no nos quieren comer —le comenté a Giacomo, que iba acomodado en mi cabeza, entre los cuernos. Tenía la pata prácticamente curada, pero no quería andar. Me daba la impresión de que le gustaba más que lo llevara yo.
—La mayoría de las personas non mata a las vacas con las suas manos. Nunca ha visto una vaca morta. Sólo come partes de vosotras, y así non ricorda que lo que se está comiendo antes era un ser vivo.
Esa conducta parecía no sólo absurda sino también perversa.
—Io creo que la mayoría de las personas non os comería si viera cómo os matan.
¿Hacía eso que el comportamiento de las personas fuera mejor? Difícilmente. Y el hecho de que las personas enseñaran a sus hijos a comerse a otros seres vivos era directamente inconcebible. Si yo tuviera un ternero, le enseñaría a respetar a todos los seres vivos. Hasta a Susi.
—Las vacas sólo debéis tener miedo de unas pocas personas —añadió Giacomo—: de los ganaderos, de los carniceros, de los sodomisti…
—¿Los sodomisti?
—Allora, questos son personas que hacen il amore con los animales…
—¡No te he preguntado! —lo corté.
Las personas cada vez me resultaban más inquietantes. ¿Qué más debía saber de ellas que no supiera, pero que fuese importante para sobrevivir? Y ¿cuántas eran? Porque las que iban en esos cochies ya eran un montón.
Mientras iba sumida en estas cavilaciones, detrás de mí Susi preguntó:
—¿Falta mucho?
—Sí —contestó Giacomo.
Al cabo de un rato Susi volvió a preguntar:
—¿Falta mucho?
—Sí —repitió el gato, esta vez irritado.
Ni un minuto después Susi preguntó de nuevo:
—¿Y ahora?
—¡SÍ!
—Pero llegaremos dentro de poco, ¿no?
—Si sigues preguntando, io me ocuparé de que non llegues.
—¿Y cómo piensas cargarte a una vaca, minino? —lo provocó ella.
Giacomo pasó de mi cabeza al trasero —yo me volví para poder ver— y le puso las garras a Susi delante mismo del morro.
—Con questo.
Susi se estremeció y se quedó de una pieza.
—Desde luego no me gustaría que me clavaras eso en los ojos.
Giacomo esbozó una fría sonrisa.
—Non, signorina, non le gustaría.
Y dio media vuelta y, risueño, volvió por el lomo hasta mi cabeza, donde se sentó entre mis cuernos. Su sonrisa me provocó un escalofrío. Hasta ese momento creía que era un gato encantador, pero ahora me daba cuenta de que también podía ser peligroso, un animal peleón. Que no vacilaría en lastimar a otros. Nada más pensarlo, no pude evitar acordarme de Old Dog y del sueño que había tenido: si el pastor alemán estuvo a punto de matar a un gato con esas garras, ¿cómo iba yo a salir airosa frente a él? Aunque sólo había sido un sueño en el que Old Dog había intentado matarme, ¿y si el sueño ocultaba una verdad premonitoria? ¿Y si me las volvía a ver con ese perro monstruoso? La sola idea me hizo sentir algo raro en la pelvis. Un poco como cuando a una le baja la regla, pero distinto.
Susi me distrajo de mis pensamientos.
—Gato, tengo otra pregunta.
—Cuidadito con preguntar si falta poco —amenazó Giacomo.
—No.
—Bene, ¿qué quieres saber?
—¿Falta mucho?
Giacomo prorrumpió en un sonoro suspiro, y a continuación se hizo un ovillo entre mis cuernos y repuso:
—Antes de que llegue a la India io seré alcohólico.
De un cochie, un ternero humano me lanzó al lomo con todas sus fuerzas lo que quedaba de una manzana: después de todo, por lo visto los pequeños no eran tan encantadores. Me quedé mirando el cochie y me pregunté cómo sería de grande el mundo si las personas tenían que utilizar esos cochies en lugar de las piernas para cruzarlo. Posiblemente la Tierra fuera mayor aún de lo que yo me figuraba. Mucho mayor. Pero ¿cuánto exactamente? Concebí una sospecha espantosa: que podíamos tardar un montón en llegar a nuestro destino.
—Dime, ¿por casualidad la India está a más de tres días de distancia? —le pregunté al gato en voz baja para que no me oyera el resto.
—¿È il Papa católico?
—No tengo ni idea de lo que significa esta respuesta.
—Naturalmente, la India está molto más lejos.
—¿Cuatro días? —probé, con la esperanza de que «molto más lejos» no fuera demasiado.
—Más.
Me asusté: ¿cuántos días aguantaríamos nosotras, las vacas, un viaje así? ¿Ocho? ¿Nueve? A lo sumo diez.
—¿Más de diez? —pregunté con cautela.
—Io diría que algo más.
—¿Cuánto es algo? —pregunté con más cautela.
—Huy, quizá tres lunas llenas.
—¡¿TRES LUNAS LLENAS?! —exclamé horrorizada.
Las demás me miraron sorprendidas.
—¿Qué pasa con tres lunas llenas? —quiso saber Hilde.
—Esto… —Me apresuré a mentir—: Giacomo me ha dicho que en la India se pueden ver tres lunas llenas.
Aunque la excusa era bastante absurda, con las prisas no se me ocurrió nada mejor. No podía decirles a las demás que eso sería lo que tardaríamos en llegar a la India. De hacerlo, perderían la esperanza, como me acababa de pasar a mí.
—¿Tres lunas? —me preguntó Hilde—. ¿Cómo puede ser?
—Allí Naia lanzó más queso al cielo. —Continué mintiendo, y metí en el berenjenal a la diosa vacuna, de cuya existencia ya ni siquiera yo estaba segura.
Rabanito observó con aire de aprobación:
—Sus ubres eran muy productivas.
Así que se habían tragado mi excusa. Sin embargo, mientras que Susi no hacía más que preguntar a cada poco: «¿Cuánto falta?» y «¿Cuándo vamos a llegar exactamente?» y «¿Qué se hace cuando a una le echan humo las pezuñas?», yo me preguntaba cómo aguantaríamos juntas tres lunas llenas, por no hablar de sobrevivir tanto tiempo en el mundo de las personas. Mientras mis esperanzas se desvanecían definitivamente, volví a sentir algo raro en la zona de la pelvis. Y no sería la última sensación ese día. Ni en mi vida.