—¡Saltad! —grité—. ¡Saltad!
—È una idea veramente excelente —aprobó Giacomo, que saltó desde mi lomo la cerca derribada y se adentró en la noche cojeando, a toda la velocidad que le permitían sus tres patas.
Hilde fue tras él, y asimismo echó a correr, al igual que Rabanito. Sin embargo, Susi vaciló un segundo:
—Puede que no sea mala idea esperar al ganadero.
—¡Os voy a hacer picadillo, vacas! —chilló éste.
Y Susi razonó:
—O puede que sí lo sea.
Finalmente también ella saltó la cerca, y ahora que ya no tenía que dejar a nadie más atrás, también yo podía escapar. Pero entonces oí un fuerte estallido. Miré al ganadero: sostenía la escopeta en alto, de su extremo salía humo.
A mi lado cayó al suelo una corneja.
El pájaro negro, gravemente herido, se lamentó:
—¿Por qué yo? Pero si no le he hecho nada a nadie… Vale, cuando volaba les cagué a muchos animales en la cabeza adrede… Pero ¿a qué corneja no le gusta hacer eso? Y no debí sacarle el ojo a esa corneja llamada Jakob, está claro que va en contra de nuestras leyes cornejiles…
La voz del pobre pájaro se debilitó, los graznidos eran más flojos con cada palabra. Suplicaba:
—Por favor, Gran Corneja, a pesar de todo, déjame entrar en el cielo eterno de las cornejas…
Eso era nuevo para mí: ¿las cornejas tenían su propia diosa vaca, mejor dicho, su propia diosa corneja? Pero, en lugar de unos pastos eternos para vivir después de la muerte, ¿un cielo? En cierto modo era lógico, porque ¿qué iban a pacer los pájaros? Además también resultaba de lo más práctico que los animales estuviésemos separados, pues de esa forma en los pastos eternos de Naia no habría cornejas que nos fastidiaran acertándonos en la cabeza.
—Y no me dejes caer en la eterna ventisca por lo que he hecho…
Al parecer, las cornejas también tenían un sitio al que iban a parar cuando eran malas, y ese lugar sonaba terriblemente frío. En ese sentido, las vacas lo teníamos mejor, pues las vacas que no eran buenas iban a un cercado propio dentro de los pastos de Naia y así podían fastidiarse mutuamente. Menos mal que había nacido vaca. Pero ¿quién decidía tales cosas? ¿Hablarían Naia y esa Gran Corneja tal vez con otras divinidades animales, a lo mejor incluso con la divinidad de las personas?
La corneja que tenía delante cerró los ojos, y antes de que dejara de respirar, musitó:
—Por lo menos ya no tendré miedo de envejecer.
Mi instinto se dejó oír de nuevo: Eh…, me gustaría volver a hablar contigo de lo de echar a correr.
Esta vez compartía su opinión. Mis pezuñas se disponían a saltar la cerca cuando el ganadero me apuntó con la escopeta y amenazó:
—¡No te muevas!
Vino hacia mí y me hundió el extremo del arma en la testuz. El metal aún estaba caliente y olía mucho a humo, posiblemente tuviera algo que ver con el fuerte estallido.
—Lo mejor sería que te pegara un tiro aquí mismo.
A mí no me parecía lo mejor, pero…
El hombre me miró a los ojos y de pronto se ablandó.
—Yo no tenía pensado sacrificaros a todas, ¿sabes? Pero no tengo elección. Es lo que quiere el administrador y… Pero ¿qué estoy haciendo? Si ni siquiera me entiendes.
Su mujer y él pensaban que no entendíamos la lengua de las personas sólo porque ellos no nos entendían a nosotras cuando mugíamos cosas como: «Oye, que la ordeñadora está demasiado apretada» o «Mis mamas no son de goma» o «¿Cuándo entenderéis que a las vacas no nos gusta que nos miréis cuando hacemos el amor? Y que encima animéis al toro».
El ganadero me clavó la escopeta con más fuerza aunque parecía inseguro. No quería apretar el gatillo, eso estaba claro. Y yo debía aprovechar esa inseguridad para convencerlo como fuera de que no me matara, aunque no me entendiese. De manera que mugí:
—¡Alto!
Por un instante se sintió desconcertado.
—¡No lo hagas! —mugí de nuevo.
—Mierda, es como si entendieras lo que voy a hacer.
Los dedos le empezaron a temblar, y temí que con el tembleque se disparase la escopeta.
—Me quieres matar —mugí—, ¿qué es lo que hay que entender?
—Lo siento mucho —se disculpó. Y acto seguido bajó la escopeta, lo cual me deparó un profundo alivio, y añadió atropelladamente—: Hace diez años el del banco dijo: Klaasen, dedíquese a la cría de ganado, es su única oportunidad… Pero yo no quería maltratar a los animales, y no lo hice… Y ahora… —Sus palabras eran sólo un murmullo—. Debo mataros a todos.
—Debo, deber no se debe hacer nada salvo deber —mugí.
—Sí —respondió, como si de pronto me entendiese.
Apoyó la cara en mi morro y se echó a llorar, porque no quería matarnos. Así que tenía sentimientos. Como nosotras.
Pues sí, tal vez las personas sólo fuesen vacas.
Me habría gustado pasarle la lengua por la cara para consolarlo, pero no sé por qué me olía que no lo consideraría un consuelo.
El ganadero recuperó la compostura y se sonó los mocos en la manga, cosa que tampoco se notó mucho, pues tenía la camisa mugrienta. Después me dirigió una mirada vacía y supe que, por mucho que le doliera, no cambiaría de opinión: nos mataría a todas. Dejé de sentir pena por él de inmediato. Levantó de nuevo la escopeta para apuntarme con ella y, al verlo, me volví a toda velocidad, pero no para obedecer a mi instinto y salir corriendo sino para arrearle una coz. Con todas mis fuerzas le estampé las patas traseras en el bajo vientre. Dejó caer la escopeta, se dobló por la mitad y exclamó:
—¡Ayyyyy! ¡Qué dolor de huevos!
Se me pasaron muchas preguntas por la cabeza: ¿dónde llevaba los huevos el ganadero? Al fin y al cabo no era una gallina. Y ¿cómo era posible que los huevos sintieran dolor? Y, sobre todo, ¿no sería mejor que dejase de hacerme preguntas —teniendo en cuenta que podía coger la escopeta en cualquier momento— y echara a correr sin más?
Esta última pregunta la respondí yo misma:
—¡A qué estás esperando!
Y salté y salí a la carrera.
—¡Lolle! ¡Estamos aquí! —me gritó Rabanito.
Se había escondido con los demás en un campo de plantas enormes de las que colgaban mazorcas. Hasta ese momento nunca me había planteado de dónde salía el maíz que a veces nos daban de comer. Y sin duda habría observado con sumo interés esas plantas de no tener problemas más urgentes.
Susi regañó a Rabanito:
—¿Es que te has vuelto loca? Si Lolle viene con nosotros, nos pondrá en peligro.
Susi, en fin… ¿Cómo no iba uno a quererla?
Salí al galope hacia el resto mientras esa vaca tonta gritaba:
—¡Vete a otra parte! ¡Vete a otra parte!
Por un instante incluso pensé hacerlo para proteger a mis amigas, pero entonces la escopeta se dejó oír y un viento de lo más cortante me pasó rozando y, presa del pánico, fui corriendo al campo con los demás.
—Hala, estupendo —se quejó Susi.
Y dio media vuelta y enfiló a toda prisa un sendero que se abría entre las plantas. Hilde y Rabanito siguieron su ejemplo, y yo detrás. A nuestras espaldas oímos decir al ganadero con voz de pito:
—¡No escaparéis!
—¿Por qué el ganadero tiene esa voz tan aflautada? —preguntó Rabanito.
—Le duelen los huevos —expliqué jadeante.
Rabanito me miró un instante, perpleja, y dijo entre suspiros:
—Hay cosas que sencillamente no entiendo.
Las cuatro vacas echamos a correr a la desesperada. Entre nuestras patas volaba, todo lo que podía con la pata herida, Giacomo, que además farfullaba:
—A mí me parece que questo huomo non está bene de la cabeza.
—¡Alto! —exclamó el ganadero con su voz de pito.
—¡Ni de coña! —resolló Hilde, y siguió corriendo más deprisa aún.
Escuchamos otro estallido, está vez más lejano. Por lo visto habíamos puesto algo de distancia entre él y nosotros.
—¡Os cogeré! —exclamó el hombre, soltando un gallo.
Pero yo empecé a tener mis dudas de que fuera a hacerlo, pues daba la impresión de que lo dejábamos atrás, de forma lenta pero segura.
—¡Os cogeré…! Os cogeré… Os cogeré… ¡No…!
Después oímos su llanto desesperado:
—Menuda mierda de vida.
—A mí me lo vas a decir —refunfuñó Susi.
Aflojamos un poco el ritmo, los lamentos del ganadero se oían cada vez más débiles, y finalmente fuimos al paso por el maizal. Sorprendentemente ahora volvía a darme pena ese hombre y deseé que también para las personas existiera un lugar como la India.
Cuando dejamos de oír a nuestro perseguidor, respiramos aliviadas. Todas salvo Susi, que en lugar de respirar aliviada, dio media vuelta.