Capítulo 12

Bien, ¿qué sabía yo de la cerca electrificada? Cuando alguna de las vacas se daba contra ella se oía un chisporroteo, y después el aire olía a carne chamuscada y los ojos de la vaca en cuestión tardaban unas horas en dejar de revolverse. De modo que no había que tocar la cerca, sobre todo no con la lengua, eso era algo que se inculcaba a los terneros desde pequeños.

Sin embargo, de todos nosotros, por debajo de la cerca sólo podía deslizarse Giacomo, y saltarla no podía hacerlo ni siquiera él, debido a la pata mala. Así que había que encargarse de que la cerca se pegara al suelo para que pudiéramos pasar por encima sin problemas. Pero ¿cómo lograrlo?

—Hala, pues explícanos qué te propones —me exhortó Susi cuando todos estuvimos delante de la cerca.

—¡Chsss! —susurré, en parte porque seguía sin tener ni idea de lo que había que hacer y no quería admitirlo, pero sobre todo porque no debíamos llamar la atención. No queríamos que nos oyeran los bulldogs, nos devolverían al establo y muy probablemente antes aprovecharan la ocasión para mordernos.

—¿Qué? —preguntó Susi, indignada porque le hubiese cortado así la palabra.

—Lo que quiere decir Lolle es que cierres el pico —aclaró Hilde, visiblemente encantada de ocuparse de la traducción.

—¡A mí ésa no me manda callar la boca!

—Si seguimos armando tanto lío aquí —advertí—, vendrán los bulldogs. Y te cerrarán la boca de una manera muy distinta.

—No —apuntó Rabanito—, los bulldogs no vendrán…

—¿Y por qué no? —pregunté yo, desconcertada.

—¡Porque ya están aquí!

Nos dimos la vuelta y, en efecto, allí estaban Pincho, Moruno y Espetón, babeando con aire amenazador.

—Questa huida non está yendo demasiado bene —susurró Giacomo.

Pincho rechinó los dientes:

—Eh, vacas, ¿qué estáis haciendo aquí?

—Hemos… Hemos salido a dar un paseo —mentí.

—¿En plena noche? —preguntó Moruno.

Los bulldogs eran tontos, pero por desgracia no tanto como para tragarse eso.

—Tenemos insomnio —me disculpé.

—¿Insomnio? —preguntó, asombrado, Espetón.

—Tenemos… Tenemos… El mes.

—¿Todas a la vez? —gruñó con escepticismo Pincho.

Asentimos todos.

Incluido Giacomo.

Esto último no hizo que mi excusa resultara más verosímil.

—Para tomarnos el pelo nos bastamos nosotros solos —refunfuñó Moruno.

Giacomo sonrió y dijo.

—Questo me lo creo: non tenéis más que miraros en el espejo.

Le dije en voz baja al gato, que a todas luces tenía sus problemillas con los perros:

—Eso no es de mucha ayuda.

—¡Cierra el pico, gato asqueroso! —soltó Moruno.

Pero Giacomo no estaba nada dispuesto a cerrar el pico, y replicó:

—Vosotros sí que sois asquerosos, apestáis como letrinas llenas.

—No es de ninguna ayuda —corroboré.

Pero Giacomo siguió:

—Y parecéis letrinas llenas.

—Sí. —Hilde suspiró—. Ayudar es otra cosa.

—Non te apurare, signorina —me susurró Giacomo—, non me pasará niente. Si esa mala bestia me ataca, io me subo a un árbol.

—¡Pero a nosotras nos harán pedazos! —exclamé.

—Huy —repuso él—. Questo è possibile que debiera haberlo pensado bien.

—È possibile, sí —le contesté irritada.

Pincho espetó, furibundo:

—¡Te voy a matar, gato!

—¡No! —exclamó Moruno—. ¡De eso me encargo yo!

Y su hermano Espetón objetó:

—¡Me ocupo yo, inútiles!

Los tres se enzarzaron en una pelea, como suele suceder entre hermanos. Y mientras observaba, pensé de pronto: tal vez las provocaciones de Giacomo sí fueran de ayuda. En mi cabeza tomó forma un plan, el primero de esa noche: tenía que conseguir enfrentar entre sí a los tres bulldogs, de ese modo se olvidarían de nosotros. Aunque era muy arriesgado, y había muchas probabilidades de que también fuera el último plan de mi vida, tenía que intentarlo.

—Es todo un detalle que Espetón sólo os llame inútiles —dije sonriendo—. Cuando no estáis delante, os llama de otra manera.

—¿Ah, sí? —inquirió, sorprendido, Pincho.

—¿Y cómo nos llama? —quiso saber Moruno.

—Juladog.

—¡¡¡QUÉ!!! —exclamaron los dos a la vez.

Mientras, mis vacas, a pesar del peligro, no pudieron evitar soltar unas risitas.

Los perros se volvieron despacio, pero furiosos, hacia su hermano, que preguntó acobardado:

—No iréis a creer a esa vaca, ¿no?

Pero antes de que pudiera convencer a sus hermanos de que yo mentía, eché más leña al fuego:

—También dice que no sabe qué le da más asco: que seáis tan julandrones o que os vaya el incesto.

Espetón me miró horrorizado y sus dos hermanos se abalanzaron sobre él, ciegos de ira. Giacomo sonrió.

—Perros, se apartaron del camino de la evoluzione.

Aunque no entendí muy bien a qué se refería exactamente el gato, sí tuve mucho más claro lo que quiso decir Hilde cuando me susurró:

—No es que quiera ser una aguafiestas, pero cuando hayan terminado seguirá habiendo dos bulldogs.

En efecto, apenas hubieron dejado k. o. a Espetón, los dos hermanos nos miraron, y la saliva de su boca ahora era espumarajos. Pincho ordenó, furioso:

—¡Andando, al establo!

Aunque todas mis compañeras de fuga temblaban, ninguna de nosotras quería volver a una muerte segura.

—De lo contrario —agregó Moruno—, os rajamos el culo.

—¿Sabes cómo te llama tu hermano? —le pregunté.

Moruno se quedó perplejo.

—Moruno con te al principio.

—¿Té moruno?

—No exactamente.

Tardó algo en averiguar a qué me refería, pero entonces se lanzó con tanta más furia sobre su hermano.

—Engañar a un perro è molto más fácile que quitarle comida a un topo con alzhéimer —comentó Giacomo.

—Qué cosas más raras dice este gato —observó Susi mientras los perros seguían a la greña—. En comparación con él, Lolle hasta parece de lo más normal.

—Dime, Susi. —Hilde me defendió—. ¿No tenías una cerca electrificada contra la que debías lanzarte?

—¿Y tú no tenías un tractor delante del que tenías que lanzarte? —Fue la respuesta.

—¿No tenías tú una lengua que deberías meter en la ordeñadora?

—Mamma mia —dijo Giacomo suspirando desde mi lomo—, io non capisco por qué è que se dice «son unas zorras»; debería decirse «son unas vacas».

A decir verdad tendría que haberlas parado, pero había un problema más urgente: Moruno había dejado inconsciente a su segundo hermano y venía hacia nosotros. ¿Cómo iba a librarme de él? Difícilmente podía azuzarlo contra sí mismo, diciéndole algo del tipo: ¿sabes cómo te llamas a ti mismo? Jano sin jota.

Sólo había una posibilidad. Aunque era una auténtica locura: tenía que echarme encima al bulldog que quedaba.

—Si yo fuera tú, ¿sabes lo que me cabrearía, Moruno?

—¿Qué? —gruñó él de manera ininteligible, ya que la espuma que le salía de la boca le cubría media cara.

—Que te lo hayas tragado todo y les hayas dado una buena tunda a tus hermanos.

El rostro de Moruno perdió todo el color.

—Retiro lo dicho —afirmó Susi—: Lolle está más loca que el gato.

Hilde le respondió:

—Mierda, cómo me gustaría llevarte la contraria en esto.

Pero no podía. No era de extrañar, pues lo que yo estaba haciendo era absolutamente demencial. Moruno estaba a punto de montar en cólera y despedazarme. Con todo, seguí instigándolo contra mí:

—Yo en tu lugar pensaría que soy completamente idiota.

Giacomo consideró que había llegado el momento de bajárseme del lomo para ponerse a salvo, y se subió a una de las estacas a las que estaban afianzados los cables de la cerca electrificada.

Rabanito se lamentó:

—Lolle, ése no te perdonará la vida como hizo ayer Old Dog.

En eso tenía razón: Moruno, al que los espumarajos le caían de la boca y le goteaban desde el mentón y le subían hasta la nariz, ya no tenía ningún control sobre su persona.

Me planté justo delante de la cerca electrificada, recé un instante para ser lo bastante rápida para lo que me proponía hacer y seguí pinchándolo:

—Cuando naciste, seguro que tu madre dijo: anda, aquí vienen las secundinas.

—¡¡¡Grrrrrr!!! —gritó Moruno, y se dispuso a saltar.

Había llegado el momento: mientras volaba hacia mí, yo debía apartarme deprisa. (Si es necesario, nosotras, las vacas, podemos correr a una velocidad asombrosa, en cualquier caso cuando nos entra el pánico en masa. En una ocasión se produjo una impresionante estampida en nuestra finca cuando a la mujer del ganadero se le ocurrió meternos ruido con algo que llamó Grandes éxitos de Wolfgang Petry).

Moruno salió volando hacia mí. En un santiamén me cogería y hundiría sus enormes dientes en mi carne. Pero a diferencia de lo que sucedió en el encontronazo con Old Dog, esta vez mis patas no manifestaron parálisis alguna. Por una parte, porque ese bulldog no inspiraba tanto temor como el perro del infierno; y por otra, porque esta vez no estaba en juego únicamente mi vida. También estaba en juego la vida de mis amigas y la de la puta de Susi.

Esta circunstancia me dio la fuerza que necesitaba: me hice a un lado a velocidad de estampida, y Moruno voló y voló y voló… Directo a la cerca electrificada.

Se oyó un chisporroteo. Saltaron chispas en todas direcciones, notamos un desagradable olor a carne chamuscada, Moruno fue a parar al suelo, el cuerpo entero temblándole, y perdió el sentido. Los tres bulldogs estaban fuera de combate, y Rabanito me dedicó el mayor elogio que una vaca le puede dedicar a otra:

—¡Eres la leche!

Hilde le dio un empujoncito a Susi con el morro.

—Tienes que admitirlo hasta tú, ¿no crees?

Susi vaciló un tanto, pero finalmente asintió:

—Por lo visto a veces sirve de ayuda estar un poco loco.

El único que no quiso felicitarme fue Giacomo, que me advirtió:

—Y tú non te vuelvas arrogante, non tutto lo que nos encontraremos por el camino será tan estúpido como esos perros.

No hacía falta que me lo dijera. Sabía que jamás en la vida saldría airosa frente a alguien como Old Dog, en caso de que volviera a toparme con él.

Pero no tenía sentido pensar en ello: disponíamos de poco tiempo antes de que los bulldogs volvieran en sí. ¡Teníamos que salvar la cerca!

Es realmente asombroso cómo puede funcionar de repente un cerebro cuando el cuerpo acaba de vivir una experiencia cercana a la muerte y fluye por él una energía asombrosa. Veía el mundo más claro, más pintoresco —y eso que había oscurecido y sólo nos iluminaban la Luna y las estrellas—, y me di cuenta de que todos los alambres se hallaban sujetos a las estacas. De modo que podíamos echar la cerca abajo con sólo derribar esas estacas.

—¡Haced lo que yo haga! —exclamé, y empecé a cocear con las pezuñas traseras la estaca en la que estaba Giacomo, sin tocar el alambre.

El gato volvió a subírseme al lomo de un salto y se agarró con fuerza. Por lo demás, fue Hilde la que reaccionó con mayor rapidez: comenzó a patear otra estaca, y cuantas más coces dábamos, tanto más se inclinaban los maderos, hasta que finalmente cayeron al suelo junto con la cerca. Ya no suponía ningún problema dar el salto a la libertad por encima de los alambres derribados.

En ese momento oímos chillar al ganadero:

—¡Mierda de vacas! ¡Voy a hacer con vosotras un gran pincho moruno!

Rabanito preguntó, confusa:

—¿Nos va a convertir en dos de los bulldogs? ¿Cómo piensa hacerlo?

Pero Hilde le contestó:

—Me da completamente igual, ¡ese tío tiene la escopeta en la mano!