—Se me ocurren muchas otras —aseguró Hilde.
—Pero no es preciso que nos las digas —argüí yo, lo que, sin embargo, no impidió en modo alguno que mi amiga continuara.
—Una es, por ejemplo, ganadero.
Esa palabra no me daba tanto miedo, al fin y al cabo, en caso de que nos persiguiera, el hombre no haría sino tropezarse con sus propios pies, gracias a ese mejunje que bebía.
—Y también se me ocurre escopeta —añadió Hilde.
Esa palabra me resultó más desagradable, más incluso que cerca. Una vez fui testigo de cómo la utilizaba el ganadero, cuando nuestro gallo Koko pensó que sería divertido cantar dos horas antes de que saliera el sol. El ganadero se despertó, agarró la escopeta y apuntó con ella al gallo. El disparo fue ensordecedor. Koko cayó al suelo de súbito y empezó a sangrar por la cabeza. El gallo sobrevivió por los pelos, pero se quedó ciego. La mujer del ganadero, que era algo más compasiva con los animales que su marido, riñó de lo lindo al ganadero, pero éste se limitó a soltar una risotada desagradable y dijo: «Cálmate, tampoco es que haya matado la gallina de los huevos de oro».
—Se me ocurre otra palabra —continuó Hilde, y Susi dijo entre dientes:
—La amiga empieza a sacarme de quicio.
Aunque yo no lo habría dicho con las palabras de Susi y odiaba darle la razón, no pude por menos de coincidir con ella. Dado que no tenía ningún plan para la cerca electrificada, el ganadero y la escopeta, lo último que me faltaba era otro problema.
—Los bulldogs —soltó Hilde.
¡Atiza! Tampoco había pensado en ellos. Después de que el ganadero echara de la finca a Old Dog, se hizo con tres bulldogs como perros guardianes. Los animalitos no eran precisamente listos y, en consecuencia, por separado no eran tan peligrosos como el pastor alemán que había regresado del reino de los muertos, pero eran tres. El ganadero llamó a los perros, que eran iguales, Pincho, Moruno y Espetón. (Al tipo le gustaba poner nombres raros a los animales de la finca. Así se llamaban tres vacas de aspecto especialmente tristón: Tristeza, Suicida y Desgracia).
Los bulldogs nos dejaban en paz la mayor parte del tiempo, y únicamente babeaban al sol de tal modo que a nosotras, las vacas, sólo de verlo se nos quitaban las ganas de pacer. Sin embargo, cuando una de nosotras se acercaba a los límites de la dehesa, los animalejos gruñían con tanta fiereza que una prefería volver voluntariamente con la vacada.
—Los bulldogs —repitió, cáustica, Susi—. Eso son dos palabras.
Hilde le lanzó una mirada asesina.
—Es increíble, pero ¡si sabes contar hasta dos!
Susi la miró no menos enfadada.
—Y también te puedo dar un buen patadón.
—En ese caso espero que también puedas pastar bien sin dientes.
Giacomo suspiró.
—Me temo que para estas dos queste non è el principio de una grande amistade.
Por desgracia tenía razón, a las dos liantas les habría encantado engrescarse. ¿Cómo íbamos a sobrevivir juntas si lo que queríamos era darnos cornadas? Si pretendía que nuestro pequeño grupo llegara a la India, tenía que lograr una unión sin fisuras entre nosotras, estaba más que claro. Sin embargo, probablemente eso resultase considerablemente más complicado incluso que salvar escopetas, cercas electrificadas y bulldogs.
De repente oí de nuevo la puerta del establo a mis espaldas.
Dios mío, ¿sería Champion?
¡Estupendo! Mi amado toro sobreviviría, tendríamos un futuro juntos y —algo que tampoco estaría nada mal— podría dejar en sus manos el liderazgo de nuestro grupo de fugitivas.
Me volví. La puerta se abrió nuevamente. El corazón se me paró y…, quien salió fue Tío Pedo.
El corazón volvió a latirme con regularidad.
Tío Pedo nos regañó:
—¿No podríais meter menos ruido? ¡Aquí hay vacas que quieren dormir!
Regresó dentro para dormir por última vez, antes de dejar escapar su último pedo.
En nuestros cantos sagrados se dice que nosotras, las vacas, después de morir despertaremos en los verdes pastos de Naia, donde nos reuniremos con nuestros seres queridos y podremos comer con ellos la hierba más verde que uno pueda imaginar. De manera que tras mi muerte podría volver a restregarme el hocico con mi madre y con mi padre. Con suerte, en los pastos de Naia mis padres no discutirían tanto como antes porque mi padre se montase a todo lo que se moviera… Y dado que las vacas se movían, eso era lo mismo que decir prácticamente a todas las vacas.
Pero, por desgracia, yo albergaba mis dudas con respecto a los cantos sagrados. Si decían la verdad, ¿por qué en los versículos nunca aparecía lo de la carne picada? Algo así como: «Quien se vuelva carne picada, entrará en el reino de Naia…».
¡Ay, cuánto más fácil sería la vida si pudiera creer a pie juntillas en los cantos sagrados! ¿Acaso no sería más fácil la muerte?
Intenté apartar de mi cabeza esos pensamientos sombríos y también los cantos sobre la carne picada. Después me sacudí dos veces y afirmé con resolución:
—Bueno, ahora iremos hacia la cerca.
—¿Ya tienes un plan? —quiso saber Hilde.
—Pues claro —respondí.
Aunque era mentira, eché a andar decidida, con Giacomo en el lomo. Al hacerlo me recorrió una oleada de energía. Aun cuando no tuviera ni idea de lo que había que hacer, sentaba de maravilla ponerse por fin en marcha.