Capítulo 10

Delante del establo miré la luna de queso, que acababa de asomar en el cielo, y pedí:

—Por favor, querida Naia, no permitas que me vaya sola. Las llevaré a todas a ese país, a la India. Te lo prometo solemnemente. Si es preciso, estoy dispuesta incluso a morir por ello. ¡En serio! Bueno, desde luego estaría bien que no tuviese que morir necesariamente…

En ese instante la puerta del establo se abrió de sopetón y salió Rabanito.

—¡Me crees! —exclamé con alegría.

—Pues claro, es imposible inventarse algo tan demencial —respondió mi amiga—. A menos que hayas…

—¡Que no, que no he comido setas! —la interrumpí—. Y tampoco he metido la nariz en el depósito del tractor.

—Vale, vale… —repuso ella en tono apaciguador, y dio un paso adelante; mi comportamiento no le parecía sospechoso.

Esperamos juntas, en silencio, a que salieran más vacas. Una eternidad. Pero no salió nadie.

—Muy a mi pesar he de decir que cuantas menos seáis, tanto más fácile será el viaje —afirmó Giacomo, rompiendo el silencio.

Nada más decirlo, la puerta se abrió de nuevo. El corazón se me subió a la garganta: ¿sería Hilde? ¿O Champion? ¿O incluso los dos? ¿Podía atreverme a esperar algo tan estupendo?

Salió una vaca, y era… ¿¿¿Susi???

—La puttana —confirmó Giacomo.

—Mmmierda —susurré decepcionada.

—Champion no me quiere… —se explicó Susi—, me lo ha dicho esta mañana, por eso quedó conmigo. No puedo soportar estar a su lado. Tanto si tienes razón como si no, debo alejarme de aquí, de él.

Lo entendía perfectamente. Y, por mucho que odiara a Susi, cualquier vida vacuna merecía ser salvada. Incluso la suya. Más o menos.

Nos dispusimos a esperar las tres.

Al cabo de un rato, Susi comentó impaciente:

—Bueno, qué, ¿nos movemos?

No me decidía, no había perdido por completo la esperanza de que salieran más vacas de ese puñetero establo y se unieran a nosotros. Rabanito dijo en voz baja:

—No vendrá nadie más, Lolle.

—Champion… Hilde… —repuse, desesperada.

Rabanito me dio un lametón en el morro a modo de consuelo, cosa que habría estado bien de no haber vomitado hacía un momento.

—Debemos ponernos en camino, la noche è buona para huir —apremió Giacomo, y se me subió de un salto al lomo.

A punto estuvo de ir a parar al suelo, ya que aún tenía la pata herida y, por lo tanto, no podía hacer muchos esfuerzos. En el último instante se me agarró con fuerza a la piel y se aupó. Pero apenas sentí el dolor que me produjeron sus garras pues era mucho mayor el dolor que sentía por dentro.

—Sólo somos tres vacas…, todas las demás morirán…

La idea casi me partía el alma.

—Cuatro. —Oí de pronto una voz a mis espaldas—. Somos cuatro vacas.

—¡Hilde! —exclamamos con alegría Rabanito y yo cuando nuestra amiga salió del establo.

Por su parte, Susi refunfuñó:

—Vaya, Hilde…, menudo alegrón.

Añadí:

—¡Tú también me crees!

—No —contestó Hilde—. Sinceramente, no me creo nada.

Me quedé de una pieza.

—Pero sin ti y sin Rabanito no quiero seguir aquí, en la finca.

—Oh, qué bonito —aplaudió Rabanito, y fue hacia ella.

—Si me das un lametón con esa lengua llena de vomitona me vuelvo dentro ahora mismo —advirtió Hilde.

Fue en vano: la advertencia no hizo desistir a Rabanito, que comenzó a darle lametones mientras musitaba:

—Hilde, eres taaan, taaan maja.

Está claro que Hilde no volvió a entrar y aguantó resignada las muestras de cariño. Cuando por fin Rabanito hubo terminado, Hilde se dirigió nuevamente a mí:

—Espero que tengas un buen plan para salir de aquí.

—¿Un… plan? —pregunté desconcertada.

—Claro. Necesitamos un plan. Sólo te diré una palabra: cerca.

¡Oh, no! La cerca electrificada, en eso no había pensado, vaca tonta de mí.

Y Rabanito suspiró y dijo:

—Vaya, Hilde, ¿no podías haber dicho otra palabra?