Capítulo 5

Nos quedamos paralizadas, mirando hacia el punto del horizonte por el que había desaparecido Old Dog. Durante un rato sólo se oyó el entrechocar de nuestras temblorosas patas. Rabanito fue la primera de las tres en recuperar el habla, y constató:

—Las patas me huelen a moho.

Por mi parte me estaba preguntando cuánto podría tardar en irse semejante miedo cerval cuando oímos decir a nuestra espalda:

—Mamma mia, qué oscuridade.

El gato seguía con la cara hundida en el barro.

—¿Será questa la oscuridade eterna? —se lamentó.

—No, es que estás mirando hacia donde no debes —le respondí, y me acerqué a él y le di la vuelta con el morro delicadamente. El pobre tenía muy mal aspecto, algo que no tenía que ver únicamente con que toda su cara estuviera llena de barro. Le toqué con cuidado la frente con el morro y comprobé que estaba más caliente que un pájaro que se hubiera enredado en la cerca electrificada.

—Ahora hay más claridade —aseguró—. Io veo la luz. Arrivederci, Francesca.

—Será su mujer —aventuró Hilde.

—Arrivederci, Alessandra.

—Su otra mujer —añadí yo, y no pude evitar pensar en Champion, lo cual desencadenó en mí un dolor que fue como si me atravesaran el corazón con algo ardiente y punzante. Por lo menos, gracias al encontronazo con Old Dog, había estado unos instantes sin pensar en Champion y Susi.

—Arrivederci, Karla… Véronique… Kathy… Gruscha… —continuó lamentándose el gato.

—Nuestro amigo no pierde el tiempo —aseveró Hilde.

—Luigi…

—Y se lo hace todo.

—En lugar de quedarnos aquí pasmadas deberíamos ayudarlo —opiné yo.

—Y ¿cómo? ¿Se te ocurre algo? —quiso saber Hilde.

—Eh… La verdad es que no… —contesté. No tenía la menor idea de cómo curar a una criatura tan gravemente herida, ni tan siquiera de cómo aliviarle el dolor.

—Pues yo sí tengo una idea —dijo Rabanito.

—¿? —preguntamos a coro Hilde y yo.

—¿Por qué piensa siempre todo el mundo que no tengo buenas ideas? —inquirió, ofendida, Rabanito.

Hilde fue a responder, pero antes de que pudiera decir: precisamente porque tú eres tú, cariño, el gato siguió gimoteando:

—Arrivederci, Bello, teckel precioso…

—Se lo hace todo mucho más de lo que pensábamos —opinó, asombrada, Hilde.

—Y está a punto de morir. Tenemos que hacer algo —insistí—. A ver, ¿qué idea es ésa, Rabanito?

—¿Sabéis lo que solía decir la abuelita HammHamm? —repuso Rabanito.

Abuelita Hamm-Hamm era el mote de su abuela, una mujer un tanto extravagante con la que creció Rabanito, ya que su propia madre no se interesaba mucho por ella.

—No, no lo sabemos. ¿Qué decía la abuelita HammHamm? —inquirí.

—Que si una herida está abierta, es bueno orinarle encima.

Al oír eso, el gato abrió los ojos horrorizado y gritó:

—¡Non lo dirás en serio!

Lo que proponía Rabanito ciertamente sonaba algo disparatado, pero al menos era una idea. Y una idea era mejor que dejar morir al gato sin más en el barro. Por eso le pregunté a éste:

—¿Se te ocurre algo mejor? Aparte de morir, vamos.

El gato se dio cuenta de que no tenía elección, de modo que musitó:

—A veces la vita non è sólo una merda, sino también una meada.

Rabanito hizo lo que tenía que hacer mientras el gato decía cosas raras entre dientes:

—Stronzo, Certino, Berlusconi…

Después Rabanito contó que su abuela aconsejaba también untar las heridas graves con pasta de caléndula. Por consiguiente, las tres vacas nos pusimos en marcha, mascamos caléndulas, las trituramos en la boca y a continuación escupimos la pasta en la pata del gato. Luego se la extendí suavemente en la herida con el morro. El gato comentó entre suspiros:

—Questo puré sería la cosa más asquerosa que me habría pasado en la mía vita de non haberme meado ésa encima hace un minuto.

Rabanito observó la pata untada de amarillo y dijo:

—O esto sirve de algo…

—¿O? —quise saber yo.

—Es otra muestra del humor absurdo de mi abuela.

El gato no lo oyó, ahora gemía de un modo desgarrador.

—Io siento molto haberte dejado en la estacada…

Después perdió el sentido.

—¿A quién habrá dejado en la estacada? —Rabanito sentía curiosidad.

—Ni idea —repliqué—. Y ahora tampoco tiene importancia. No lo podemos dejar aquí fuera toda la noche.

Tomé nuevamente al gato con el morro por el pescuezo y me lo llevé hacia el establo mientras el sol se ponía tras las nubes. Con cada paso que daba, no podía evitar pensar más en Champion y Susi, y el dolor caliente y punzante que sentía en el corazón aumentó. Me habría gustado dar media vuelta y no volver jamás al establo, pero el que nos ocupaba era un caso de vida o muerte. En su estado, el gato no podía pasar de ninguna manera la noche en la hierba mojada. Cuando llegamos a la puerta, me sentía tan mal que casi deseé que volviera Old Dog para poder aplacar el dolor.

Del establo salió a nuestro encuentro el ganadero, que apenas reparó en nosotros, a todas luces había vuelto a beber el aguardiente ese de mierda, y se limitó a farfullar: «Ya falta poco, ya falta poco».

Naturalmente no supe para qué faltaba poco, y en ese momento tampoco es que me importara, ya que nada más entrar vi a Champion. A punto estuve de dejar caer de la boca al gato, porque me puse malísima. Pero Champion se quitó de en medio, no preguntó por el animal que llevaba colgando, sino que respetó mi deseo de no volver a acercárseme nunca. Hilde, por supuesto, se dio cuenta de lo que me pasaba y me dijo al oído:

—Si quieres, lo convierto en buey de una patada.

Pero no quería eso. No quería nada. Sólo irme a mi rincón del establo y llorar tranquilamente. En el cubículo dejé al gato en la paja, delante de mí, y lo envidié: en ese momento a mí también me habría gustado estar inconsciente.

Cuando oscureció por completo, las demás vacas se quedaron dormidas apaciblemente, sus ronquidos interrumpidos sólo de vez en cuando por las ventosidades de Tío Pedo. Sin embargo, a mí me resultó absolutamente imposible pegar ojo. Por un lado, no se me había olvidado el encuentro con Old Dog; por otro, las imágenes de Champion montando a Susi daban vueltas en mi cabeza. Por la ventana del establo contemplé la Luna llena, que brillaba en lo alto del cielo y a la que en su día diera forma la diosa vaca Naia a partir del queso que ella misma hizo, tal y como se celebraba en nuestros cantos sagrados:

De cómo Naia creó la Luna

Naia miró todo cuanto había creado y vio que podría estar mucho mejor. Cierto, había creado muchas cosas hermosas: las mariposas, las flores y la hierba. Pero había otras que no le habían salido tan logradas: las malas hierbas, los cerdos, las garrapatas. No obstante, dado que no era demasiado propensa a la tristeza, a la diosa vaca le satisfizo su creación. ¿Qué otra cosa se podía esperar después de tan sólo seis días de trabajo?

De repente se hizo la noche. La diosa miró la negrura del cielo y advirtió que no veía nada. Todavía no había creado las estrellas y la Luna. Las criaturas que poblaban la nueva tierra de Naia se quejaban amargamente de la oscuridad. Las mariposas tanto como los cerdos, las aves cantoras tanto como las nutrias. Los únicos que se alegraban eran los murciélagos, ya que en la oscuridad podían tomarles el pelo alegremente a los otros animales.

Para desterrar la oscuridad, Naia se ordeñó a sí misma y con su leche hizo un queso enorme que lanzó con todas sus fuerzas al cielo. Y a partir de ese instante la Luna brilló en el firmamento y bañó la tierra con su luz. Todas las criaturas celebraron que ahora pudiera verse por la noche, salvo los murciélagos.

Con el objeto de deparar más alegría aún a sus criaturas, la diosa vaca lanzó unas gotitas de su pipí al cielo, y a partir de ese instante junto a la Luna también relucieron las estrellas más bellas.

Naia miró expectante a sus criaturas, a las que sin duda satisfarían las estrellas tanto como la Luna. Sin embargo, sus criaturas se limitaron a mirar con fijeza a la diosa. Finalmente una lombriz de tierra se aclaró la garganta y dijo: «Lo del pipí ha sido un poco asqueroso». Y los demás animales se apresuraron a darle la razón. Ésa fue la primera vez que Naia barruntó que no lo tendría tan fácil con sus criaturas.

Sí, pensé yo, si uno no estaba solo en el mundo, podían herirle otros. Como Champion a mí. Puestos a elegir, habría preferido bañarme a solas en la leche infinita a exponerme a este dolor.

Seguí contemplando la Luna y me pregunté por qué no enmohecía, si era de queso. De repente oí que el gato se reía con suavidad. Dejé que la luna de queso fuera de queso y lo miré: deliraba. Y empezó a hablar dormido de cosas extrañas de las que yo no había oído hablar nunca: «Calamari… Sushi… Ménage à trois…».

¿Qué sería todo eso?

Siguió hablando, con una sonrisa beatífica: «Ménage à quatre… Ménage à neuf…».

Sonaba raro. ¿De qué hablaría el gato? Algo había dicho de la bella Italia. Y por su forma de sonreír debía de ser un lugar muy, muy bonito. Deseé conocer un lugar bonito. Un lugar donde pudiera ser feliz, sin Champion, sin Susi, sin el corazón roto.

Mucho tiempo después —ya amanecía—, el gato dejó de parlotear y se quedó dormido apaciblemente. Volví a tocarle con cuidado la frente con el morro: la fiebre parecía remitir. ¡Gracias a Naia!

Cuando nuestro viejo gallo cantó al alba, el gato abrió mucho sus ojos gatunos:

—He tenido un sueño horribile: io soñé que una vaca me orinaba.

Preferí no desvelarle que no había sido un sueño. Me presenté:

—Me llamo Lolle.

—È un nombre bellísimo…

Pensé lo que siempre había pensado de mi nombre: no está mal.

—Io me llamo Giacomo —anunció él, radiante.

Hasta su nombre sonaba exótico, como si proviniera de un lugar emocionante, de un lugar donde quizá yo pudiera ser más feliz que aquí. Por eso no me pude contener: no quería saber cómo se encontraba el gato, si aún le dolía la pata o si necesitaba que le diera algo de beber. En lugar de eso pregunté lo que tanto me interesaba:

—¿Por qué no me hablas de la bella Italia, Giacomo?