Capítulo 3

El gato cayó al arroyo ante nosotras. Salió a la superficie, emitió un sonido gutural e intentó mantenerse a flote, pero con la pata herida era absolutamente imposible.

Hilde fue la primera en recuperar el habla.

—Yo a ése no lo he visto en mi vida. ¿De dónde habrá salido?

—Quizá de los árboles del fin del mundo, donde vive la vaca loca —aventuró Rabanito.

—La vaca loca no existe —espetó Hilde—, eso sólo son cuentos que les cuentan las madres a los terneros.

—No son cuentos.

—Rabanito, eres más ingenua que las gallinas, que no entienden que los huevos que les quitan son sus hijos.

—Puede que sí lo entiendan —repuso Rabanito— y lo que pasa es que a las gallinas no les gustan mucho los niños.

—Ahora mismo las gallinas no son importantes —declaré—. ¡Tenemos que sacar al gato de ahí!

Entré con resolución en la fría agua del arroyo, que me llegaba por la rodilla. Pero antes de que pudiera agarrarlo con el morro, el gato volvió a hundirse haciendo ruiditos, con la angustia escrita en los ojos. Metí la cabeza deprisa en el agua y vi que el gato agitaba como un loco las tres patas sanas para salvarse, mientras de su boca salían burbujas de aire. Pero todo su pataleo fue en vano: se hundió hasta el fondo y se dio contra las piedras.

Hundí más el morro y me di cuenta de que el gato ya había cerrado los ojos y que de su boca salían las últimas burbujas de aire, minúsculas. Le mordí el mojado pelaje deprisa y lo saqué del agua. Mientras salía del arroyo, el gato se balanceaba en mi morro e iba escupiendo agua y jadeando. Cuando por fin fue capaz de respirar de nuevo, balbució:

—Signorina, io le doy las gracias de tutto corazone.

—Habla un poco raro —susurró Rabanito.

—Puede que no le llegue mucho aire al cerebro —especuló Hilde.

—Io sono de la bella Italia —explicó el gato.

—Y eso ¿qué significa? —inquirió Hilde.

—Mi tía abuela se llamaba Bella —contestó Rabanito—, pero desde luego de ella no es.

El gato hizo caso omiso de ambas y se centró nuevamente en mí:

—Por regla generale non me atraen las mujeres voluminosas, pero usted… A usted podría besarla, signorina.

Iba a decirle al gato que, lo primero, no sabía lo que significaba «signorina» y, lo segundo, no quería ningún beso —no creo en las carantoñas entre animales distintos—, cuando Rabanito, al ver que aún tenía al gato en la boca, me advirtió:

—Si le respondes, irá directo al suelo.

Tenía razón, claro está, así que deposité con cuidado al herido en la hierba, donde miró a un lado y a otro apresuradamente y al final constató, aliviado:

—Le he dado esquinazo.

—¿A quién? —pregunté.

—Créame, è mejor que non lo sepa.

Le miré la pata destrozada y respondí con desazón:

—Sí, la verdad es que te creo.

Rabanito miró la herida con más detenimiento y observó preocupada:

—Tiene muy mala pinta.

El gato sonrió con amargura.

—Me alegro de que lo diga, signorina, de non ser por usted non me habría dado cuenta.

Intentó enderezarse, pero no lo consiguió. Soltó un suspiro dolorido:

Fuck!

Fuck? —repitió Rabanito—. Y esto otro ¿qué significa?

—Signorina —contestó el gato—, «fuck» è cuando un gato conoce a una gata bellísima y la desea tanto que la flauta mágica se le empina…

—¿La «flauta mágica»? —inquirió, desconcertada, Rabanito.

—El oboe de amore, sí.

—¿El oboe de amore?

—¿El acordeone della diversione?

—No sé de qué estás hablando.

—¡El rabo! —El animal torció los ojos.

—¿El rabo? —repitió Rabanito, confusa.

—Questo —espetó el gato, enervado, al tiempo que se señalaba el miembro.

Rabanito se quedó abochornada, y de ser capaces las vacas de taparnos los ojos, sin duda lo habría hecho.

El gato respiró hondo.

—Io non tengo tiempo para quedarme a dar clases de educacione sessuale a vacas. Debo seguir, de lo contrario io sono finito.

—Pero con la pata así no llegarás muy lejos —constató Hilde.

—Io non tengo eleccione —replicó el gato, y se enderezó y echó a andar cojeando, transido de dolor. Sin embargo, a los pocos pasos se mareó, empezó a dar traspiés y finalmente se desplomó. Cuando caía soltó—: Fuck, fuck, fu… —Y cayó de bruces contra el barro.

—Se lo he dicho —observó Hilde con sequedad—. Que no llegaría muy lejos.

Fuckedifuckediefucke —balbució el gato por último en el barro, antes de perder el conocimiento.

—Este gato habla peor que los cerdos —comentó asombrada Rabanito.

(Se refería a que los cerdos tienen una forma de hablar entre sí que a las vacas nos abochorna y nos da rabia no poder meternos unas zanahorias en las orejas).

—Me pregunto quién o qué le habrá hecho eso —tercié yo.

—Puede que haya sido yo —retumbó una voz grave a nuestras espaldas, una voz cuya frialdad nos recorrió el lomo y las cuatro patas.

Antes incluso de volverme, pensé: vaca tonta, ¿por qué hago siempre unas preguntas tan estúpidas?