«¡MUUU!» puede querer decir muchas cosas. Cuando una vaca de lo más normal como yo, por ejemplo, muge atemorizada puede significar: «El ganadero tiene otra vez las manos frías», o: «Socorro, el ganadero conduce la cosechadora borracho» o, incluso: «¡Oh, no, nos quieren castrar al toro!».
Las vacas podemos mugir cabreadas: «¡Maldita cerca electrificada!»; o regañonas: «Niños, dejad de reíros de los bueyes»; o simplemente de pura, absoluta felicidad: «Tenemos hierba y sol y el cuerpo sin una sola lombriz. ¿Qué más queremos?».
Naturalmente también podemos mugir por tristeza: «Mi madre ha muerto»; inquisitivas: «¿Qué harán los hombres con el cuerpo de mamá?»; y con absoluto escepticismo: «Me da que el Big Mac ese del que hablaba el ganadero no es nada bueno».
Cuando estamos rumiando en los pastos somos capaces incluso de mugir filosóficamente: «¿En qué estaría pensando nuestra hacedora, la diosa Naia, cuando creó a las personas? ¿O a las puñeteras moscas? Sería mucho mejor que a nuestro alrededor volaran mariposas de colores en lugar de moscas. O que al menos las moscas supieran bien. Desde luego lo mejor sería mariposas que además supieran bien».
Y a veces, sí, a veces, las vacas mugimos profundamente conmocionadas.
Como lo hice yo cuando lancé el mugido más horrendo de mi vida hasta entonces. Fue una tarde de primavera: estaba en los pastos, vi los nubarrones cargados de lluvia que se acercaban y no quise esperar a que el ganadero llevase a la vacada al establo, ya que de un tiempo a esa parte el tontaina se olvidaba de nosotras a menudo. Ya no era el de siempre: cada vez bebía más de un líquido que su mujer —a la que hacía mucho que no veíamos— llamaba aguardiente de mierda, y cuando lo hacía no paraba de echar pestes de cosas con nombres curiosos como cuotas lácteas, subvenciones agrícolas y prostatitis.
Sea como fuere, no me apetecía lo más mínimo volver a mojarme, así que eché a trotar hacia el establo, donde descubrí, para mi sorpresa, que el gran amor de mi vida, el gallardo toro negro Champion, ya estaba en su cubículo. Al verlo mugí la frase que probablemente a ninguna vaca le guste mugir a su amado:
—Dime, ¿estás montando a Susi?
Champion volvió deprisa la cabeza hacia mí, puso cara de susto un instante y balbució:
—Esto…, esto no es lo que parece, Lolle.
Sí, las vacas también podemos soltar pretextos absurdos.
—Estás sobre las patas traseras y tienes las pezuñas delanteras apoyadas en su lomo —repuse con voz temblorosa—. ¿Qué otra cosa podría ser?
Al encontrarme con semejante espectáculo tuve la sensación de que el corazón me estallaría en mil pedazos. Al mismo tiempo se me encogieron los cuatro estómagos, por no hablar de la panza.
—Lolle, te lo puedo explicar —prometió Champion con su preciosa voz grave, mientras me miraba con sus todavía más preciosos y graves ojos negros.
Estoy segura de que me habría quedado embobada con esos ojazos, como de costumbre, de no haberlo pillado así con Susi. Esa vaca asquerosa tenía muchas cosas malas: era taimada, vanidosa y —lo peor de todo— increíblemente atractiva. Mucho más que yo. Susi tenía muy buena planta, la piel brillante, y más de un toro se había dado sin querer con la cerca electrificada por mirarle las ubres. En cambio, mi piel blanquinegra era mate, nada en mí me incitaba a mirarme encantada en un charco durante horas. Y ningún toro se había salido jamás del buen camino por mis ubres.
Susi le había echado el ojo a Champion hacía tiempo, pero yo confiaba en que su amor por mí fuese más fuerte que las artes de seducción de ella. Está claro que en el fondo yo sabía que estaba siendo una ingenua, y decir ingenua es quedarse muy corta, ni siquiera pavitonta es la palabra exacta. (Y eso que los pavos son tontos de capirote, están convencidos de que el mundo se reduce únicamente a nuestra finca, mientras que nosotras, las vacas, alcanzamos a ver desde nuestra dehesa los árboles del fin del mundo, esos árboles cuyo límite no se puede rebasar, puesto que uno se precipitaría a un abismo y estaría cayendo días y días hasta aterrizar en la leche infinita de la perdición).
Aunque las ubres de Susi eran mucho más tentadoras que las mías y la escena que se desarrollaba ante mis ojos no parecía dejar lugar a dudas, yo esperaba con toda mi alma que Champion dijera la verdad. Que, en efecto, no fuera lo que parecía y que podía darme una explicación plausible. Si no podía hacerlo, el sueño de mi vida se haría añicos. El sueño con el que soñaba desde el último verano: por aquel entonces aún era una vaca joven (tenía dos veranos) y en mi corazón reinaba una gran inquietud. Me moría de ganas de averiguar cuál era el sentido de la vida, pero cuando se lo preguntaba a las vacas viejas de la dehesa lo único que escuchaba era: «Bueno, pastar está pero que muy bien».
Una respuesta que desde luego no me bastaba. La vida, pensaba yo, tenía que ser algo más que pastar, rumiar y contarles a las demás vacas la boñiga colosal que una había expulsado.
Un día especialmente caluroso, dos moscas efímeras me enseñaron lo que podía ser ese «algo más». A primera hora de la mañana fui testigo de cómo salían de un charquito que se había formado tras una tormenta. Las dos criaturitas parecían sumamente frágiles en los primeros minutos que pasaban en este mundo. Ya a tan temprana edad se sentían atraídas la una hacia la otra. Decidí observarlas, y las llamé Zumbi y Pumbi. Las dos monadas se pasaron volando y dando vueltas juntas toda la infancia, es decir, una media hora.
A mediodía se convirtieron en marido y mujer. Zumbi fecundó a su Pumbi, un proceso durante el cual, como es lógico, aparté la vista discretamente. Tuvieron hijos. Un millar. Opté por no darles nombre a los pequeños.
Las dos efímeras educaron con amor a su prole, lo que resultó bastante agotador, sobre todo a primera hora de la tarde cuando los mil retoños se volvieron adolescentes desbocados: al parecer ésa era una etapa de la vida en la que uno sólo era responsable de sus actos hasta cierto punto.
A media tarde, los hijos finalmente alcanzaron la edad adulta. A partir de ese momento Zumbi y Pumbi disfrutaron de la vida en pareja, y no pararon de hacer excursiones a otros charcos. Hacia la puesta de sol su vida se tornó nuevamente agotadora, pero de una manera hermosa, satisfactoria, pues ayudaron a sus hijos a cuidar del millón de nietos. Cuando la luna ya había salido, los enamorados comenzaron a volar de acá para allá por última vez, rendidos debido a la edad pero felices, ala con ala, hasta que cayeron al suelo. Allí se quedaron dormidos apaciblemente, bañados por la luz de las estrellas, las alas amorosamente entrelazadas.
Después de ver eso lo supe: ésa era la vida que yo quería tener.
Algo más larga, claro.
Y con algunos hijos menos.
Y también podía pasar perfectamente sin que en mi cuerpo muerto aterrizara una boñiga de vaca, como les pasó a ellas dos. Pero por lo demás quería que mi vida fuera igual que la suya. Y siempre pensé que Champion sería mi Zumbi.
Pero ahora mi sueño estaba a punto de hacerse pedazos, a no ser que Champion tuviese una explicación plausible de por qué estaba en esa postura con Susi.
—Lolle, la cosa fue que a Susi le picaba el lomo —empezó diciendo—, y me preguntó si se lo podía rascar.
Ésa no era lo que se dice la explicación plausible que yo esperaba.
—¿Tan tonta crees que soy? —pregunté mientras se me saltaban las primeras lágrimas.
Champion no supo qué decir, en cambio Susi repuso risueña:
—Bueno, está claro que lista, lo que se dice lista, no cree que seas.
Era evidente que le divertía provocarme, pero no quería darle la satisfacción de perder los estribos delante de ella o —peor aún— echarme a llorar. De manera que respiré hondo, contuve las lágrimas haciendo gala de una fuerza sobrevacuna y repuse toda serena:
—En cambio, está claro que a ti Champion te aprecia por tu ingenio.
—Exactamente.
—Y por tu gran personalidad.
—Eso es.
—Por eso lo tienes subido a las nalgas.
Susi, picada, cogió aire. Champion se volvió hacia mí y aclaró compungido:
—Lolle, esto no significa nada para mí…
—Vaya, muchas gracias —rezongó Susi, ofendida.
Por desgracia, en ese momento para mí sólo era un pobre consuelo que su infidelidad no significara nada para él.
Champion siguió intentando apaciguarme:
—Sabes de sobra que los hombres no nos tomamos tan en serio hacer el amor con una mujer…
Esta vez fui yo quien dijo, molesta:
—Vaya, muchas gracias.
—Uy. —Champion se dio cuenta de su error y trató de enmendarlo acto seguido—: Contigo es distinto, Lolle. Ya sabes lo que siento por ti.
Su voz vibró al decirlo. A lo mejor sentía de verdad algo por mí. Seguro, incluso. Desgraciadamente no tanto como para poder resistirse a las nalgas de Susi.
—Lolle, ¿qué puedo hacer para subsanar mi error? —preguntó contrito.
—Dos cosas —repliqué yo.
—¿Cuáles? —se interesó Champion.
—Para empezar una cosita de nada.
—¿Cuál?
—¡HAZ EL FAVOR DE BAJARTE DE SUSI CUANDO HABLES CONMIGO!
—Eso mismo opino yo —apuntó Susi, que estaba visiblemente enervada al ver que Champion se desvivía por mí.
Champion se separó en el acto de Susi, que se fue trotando a su cubículo ofendidísima. Mientras se alejaba le gritó:
—Montármelo contigo es tan divertido como una indigestión en la panza.
Él la siguió con la mirada un instante, pero por lo visto no le importaba tanto como para responder a su insulto. En lugar de eso, se dirigió de nuevo a mí e inquirió:
—Y ¿qué es lo segundo que tengo que hacer?
—¡No volver a acercarte a mí en la vida!
Cuando pronuncié esas duras palabras me temblaba todo el cuerpo. A continuación di media vuelta y salí del establo, bajo la lluvia que caía a base de bien. Las demás vacas del grupo vinieron a mi encuentro, pero no les hice el menor caso. Mi sueño se había hecho añicos. Champion no era mi mosca efímera. Nunca viviría con él una vida tan feliz como la de Zumbi y Pumbi.
Apenas fui consciente de ello, no pude contenerme más: rompí a llorar y salí a galope, lo más deprisa posible, hacia la dehesa, con la esperanza de que nadie me viera. Las lágrimas se me mezclaban en el morro con las gotas de lluvia, y supe que me moriría de pena a menos que encontrara pronto otro sueño con el que ser feliz.