Llevé a Tanya al aeropuerto la tarde siguiente. Tomamos una copa en el mismo bar. La mulata no andaba por allí; toda aquella pierna estaba con algún otro.
—Te escribiré —dijo Tanya.
—Muy bien.
—¿Crees que soy una zorra?
—No. Te gusta el sexo y no hay nada malo en eso.
—Tú eso lo sabes bien.
—Yo soy bastante puritano, y los puritanos disfrutan del sexo más que nadie.
—Tú actúas con más inocencia que cualquier otro hombre que yo haya conocido.
—En cierto modo siempre me he mantenido virgen…
—Me gustaría poder decir lo mismo.
—¿Otra copa?
—Claro.
Bebimos en silencio. Entonces llegó el momento de embarcar. Besé a Tanya delante del control de seguridad y luego bajé en el ascensor. La vuelta a casa transcurrió sin incidentes. Bueno, pensé, otra vez estoy solo. Debería ponerme a escribir como un condenado o volver a ser empleado de la limpieza en algún sitio. La oficina de correos nunca me volvería a admitir. Un hombre debía jugar su carta, como decían.
Llegué a casa. No había nada en el buzón. Me senté y llamé a Sara. Estaba en el restaurante.
—¿Qué tal? —dije.
—¿Se ha ido esa furcia?
—Se ha ido.
—¿Hace cuánto?
—La acabo de dejar en el avión.
—¿Te gusta?
—Tiene algunas cualidades.
—¿La quieres?
—No. Oye, me gustaría verte.
—No sé. Ha sido terriblemente duro para mí. ¿Cómo sé que no lo vas a hacer de nuevo?
—Nadie está nunca seguro de lo que va a hacer. Ni siquiera tú.
—Yo sé lo que siento.
—Oye, ni siquiera te he preguntado lo que has estado haciendo, Sara.
—Gracias, eres muy amable.
—Me gustaría verte. Esta noche. Pásate por aquí.
—Hank, no sé…
—Pásate por aquí. Podemos hablar, simplemente.
—Estoy muy quemada. He pasado unos días infernales.
—Mira, vamos a plantearlo de esta manera: para mí, tú eres la número uno, y ni siquiera hay número dos.
—Está bien. Me pasaré hacia las siete. Oye, hay dos clientes esperando…
—Muy bien, te veré a las siete.
Colgué. Sara era realmente un alma buena. Perderla por una Tanya era ridículo. De todos modos, Tanya me había aportado algo. Sara se merecía mejor tratamiento por parte mía. La gente se debía entre sí ciertas lealtades aunque no estuviese casada. Por otra parte, la confianza se haría más profunda al no estar santificada por la ley.
Bueno, necesitábamos vino, buen vino blanco.
Salí, subí al coche y conduje hasta la tienda de licores que había junto al supermercado. Me gustaba cambiar de tiendas de licores frecuentemente porque los empleados empezaban a conocer tus hábitos si eras usuario fijo e ibas de día y noche a comprar grandes cantidades. Notaba cómo se preguntaban por qué no estaría ya muerto y eso me hacía sentir incómodo. Probablemente no pensaban nada de eso, pero un hombre se hace paranoico cuando pasa 300 resacas al año.
Encontré cuatro botellas de buen vino blanco en el nuevo sitio y salí con ellas. Cuatro chavales mexicanos estaban parados fuera.
—¡Eh, señor, denos algo de dinero! ¡Eh, tío, danos algo de dinero!
—¿Para qué?
—Lo necesitamos, hombre, lo necesitamos, ¿no lo comprendes?
—¿Para comprar Coca?
—¡Pepsi-Cola, hombre!
Les di 50 centavos.
(INMORTAL ESCRITOR AYUDA A GOLFOS CALLEJEROS)
Se fueron corriendo. Abrí la puerta del Volks y metí el vino. Justo en el mismo momento llegó velozmente una camioneta y la puerta se abrió violentamente. Una mujer salió rudamente de un empujón. Era una joven mexicana, de unos 22 años, sin tetas, vestida con pantalones grises. Su pelo negro estaba sucio y grasiento. El hombre de la camioneta le gritó:
—¡MALDITA PUTA! ¡JODIDA PUTA GUARRA! ¡TE VOY A ROMPER EL CULO A PATADAS!
—¡GILIPOLLAS! —le gritó ella—. ¡APESTAS A MIERDA!
El saltó de la camioneta y corrió a por ella. Ella se fue hacia la tienda de licores. El me vio y desistió de la caza, volvió a subir a la camioneta y salió rugiendo a toda velocidad del parking hacia Hollywood Boulevard.
Me acerqué a ella.
—¿Estás bien?
—Sí.
—¿Puedo hacer algo por ti?
—Sí, llévame a Van Ness. Esquina con Franklin.
—De acuerdo.
Montó en el Volks y entramos en Hollywood. Doblé a la derecha, luego a la izquierda y llegamos a Franklin.
—Tienes mucho vino, ¿no?
—Sí.
—Creo que necesito un trago.
—Casi todo el mundo lo necesita, sólo que no lo sabe.
—Yo lo sé.
—Podemos ir a mi casa.
—Bueno.
Di media vuelta con el coche.
—Tengo algo de dinero —le dije.
—Veinte dólares.
—¿La chupas bien?
—Mejor que nadie.
Cuando llegamos a mi casa le serví un vaso de vino. Estaba caliente, pero a ella no le importó. Yo me bebí otro vaso, también caliente. Luego me quité los pantalones y me tumbé en la cama. Ella me siguió. Me quité los calzoncillos. Ella bajó a lo suyo. Era terrible, sin la menor imaginación.
Esto es pura mierda, pensé.
Levanté la cabeza de la almohada.
—Vamos, nena, ¡ponle ganas! ¿Qué coño estás haciendo?
Me estaba costando empalmarme. Ella la chupaba y me miraba a los ojos. Era la peor mamada que me habían hecho nunca. Actuó unos dos minutos, luego se apartó. Sacó el pañuelo de su bolso y escupió en él como si estuviera expectorando algo.
—Eh —le dije—. ¿Qué estás tratando de venderme? No me he corrido.
—¡Sí lo has hecho, sí lo has hecho!
—¡Coño, no lo sabré yo!
—Me lo has echado en la boca.
—¡Corta el rollo! ¡Emplea tu boca para lo que debes!
Empezó otra vez pero igual de mal. La dejé actuar, esperando que ocurriera un milagro. Vaya una puta. Mamaba como un pato. Era como si sólo estuviera fingiendo que lo hacía, como si los dos lo estuviésemos fingiendo. Mi polla se ablandó. Ella continuó.
—Bueno, bueno —dije—, déjalo. Olvídalo.
Cogí mis pantalones y saqué mi cartera.
—Aquí están tus veinte. Ahora te puedes ir.
—¿Qué te parece una cabalgada?
—Ya me has dado una buena.
—Quiero ir a Franklin esquina Van Ness.
—Está bien.
Cogimos el coche y la llevé a Van Ness. Cuando me fui, la vi hacer dedo. A tomar por culo.
Cuando volví llamé otra vez a Sara.
—¿Qué tal? —dije.
—Va un poco lento, hoy.
—¿Vas a venir esta noche?
—Te dije que sí.
—He comprado un buen vino blanco. Será como en los viejos tiempos.
—¿Vas a volver a ver a Tanya?
—No.
—No bebas nada hasta que llegue yo.
—De acuerdo.
—Me tengo que ir… Acaba de entrar un cliente.
—Bueno, te veré esta noche.
Sara era una mujer buena. Tenía que centrarme. Cuando un hombre necesitaba muchas mujeres, sólo era porque ninguna de ellas era buena. Un hombre podía perder su identidad jodiendo demasiado por ahí. Sara se merecía mucho más de lo que yo le daba. Ya era hora de que me portara como es debido. Me tumbé en la cama y pronto me quedé dormido.
Me despertó el teléfono.
—¿Sí? —contesté.
—¿Eres Henry Chinaski?
—Sí.
—Siempre he adorado tu obra. ¡Creo que no hay nadie que escriba mejor que tú!
Era una voz joven y sexy.
—He escrito algunas cosas buenas.
—Lo sé. Lo sé. ¿De verdad has vivido todos esos asuntos con mujeres?
—Sí.
—Oye, yo también escribo. Vivo en Los Ángeles y me gustaría ir a verte. Me gustaría enseñarte algunos de mis poemas.
—No soy editor.
—Ya lo sé. Verás, tengo 19 años. Sólo quiero pasarme a verte.
—Tengo un compromiso esta noche.
—¡Oh, cualquier noche de éstas!
—No, no puedo verte.
—¿De verdad eres Henry Chinaski, el escritor?
—Te lo puedo asegurar.
—Yo soy una chica atractiva.
—Probablemente lo seas.
—Me llamo Rochelle.
—Adiós, Rochelle.
Colgué. Lo había hecho, por una vez.
Entré en la cocina, abrí un bote de vitamina E y me tomé varias pastillas con medio vaso de agua mineral. Iba a ser una buena noche para Chinaski. El sol estaba decayendo a través de las persianas, dándole un tono familiar a la alfombra, y el vino blanco estaba enfriándose en la nevera.
Abrí la puerta y salí al porche. Había un extraño gato allá fuera. Era una criatura enorme, con una luminosa piel negra y brillantes ojos amarillos. No se asustó de mí. Se me acercó ronroneando y se frotó contra una de mis piernas. Yo era un buen tipo y él lo sabía. Los animales sabían cosas así. Tenían instinto. Volví a entrar en casa y él me siguió.
Le abrí una lata de atún blanco, conservado en aceite de primera calidad. Peso neto 7 onzas.