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Llevaba en Los Ángeles cerca de una semana y media. Era por la noche. Sonó el teléfono. Era Cecilia, estaba sollozando.

—Hank, Bill ha muerto. Eres el primero a quien llamo.

—Cristo, Cecilia, no sé qué decir.

—Te estoy tan agradecida de que vinieras. Bill no hizo otra cosa que hablar de ti después de que te fueras. No sabes lo que tu visita significó para él.

—¿Qué ocurrió?

—Se quejó de que se sentía muy mal y le llevamos a un hospital. Pasadas dos horas estaba muerto. Sé que la gente va a pensar que fue una sobredosis, pero no había tomado nada. Aunque me fuera a divorciar de él, yo le amaba.

—Te creo.

—No quiero molestarte con todo esto.

—No pasa nada, Bill lo comprendería. Me ocurre que no sé qué decir para ayudarte. Estoy como en una especie de shock. Deja que te llame más tarde para ver qué tal te sientes.

—¿Lo harás?

—Seguro.

Ese es el problema con la bebida, pensé, mientras me servía un trago. Si ocurre algo malo, bebes para olvidarlo; si ocurre algo bueno, bebes para celebrarlo; y si no pasa nada, bebes para que pase algo.

Aun enfermo y desgraciado como estaba, Bill no tenía el aspecto de alguien que fuera a morirse. Había muchas muertes como aquélla y aunque conocíamos la muerte y pensábamos en ella casi todos los días, cuando ocurría una muerte inesperada, y cuando la persona era un excepcional y adorable ser humano, era duro, mucho, sin importar cuánta otra gente hubiera muerto con anterioridad, buena, mala o desconocida.

Llamé a Cecilia aquella noche, y la llamé otra vez la noche siguiente, y, una vez más, luego dejé de telefonear.