Capítulo 9

En el interior del Merlotte's se habían reunido todos los seres sobrenaturales que yo conocía. O tal vez simplemente me lo pareciera, pues estaba muerta de cansancio y lo único que quería era estar sola. La manada de lobos estaba allí, todos en su forma humana y todos, para mi consuelo, más o menos vestidos.

Alcide llevaba unos pantalones de algodón de color claro y una camisa de cuadros verdes y azules desabrochada. Viéndolo así, resultaba difícil creer que pudiera correr a cuatro patas. Los hombres lobo estaban bebiendo café y refrescos y Eric, sano y feliz, bebía True-Blood. Pam estaba sentada en un taburete, vestida con un chándal de color verde apagado, recatado pero sexy. Llevaba una cinta en el pelo y calzaba zapatillas deportivas. Había llegado acompañada de Gerald, un vampiro con quien había coincidido un par de veces en Fangtasia. Gerald tenía el aspecto de un hombre de treinta años, pero en una ocasión le había oído hablar de la Ley Seca como si hubiera vivido en esa época. Lo poco que sabía de Gerald no me predisponía a acercarme más a él.

Incluso en esa compañía, mi entrada con Claudine fue de lo más sensacional. Bajo la luz del bar, pude observar que el cuerpo estratégicamente curvilíneo de Claudine estaba envuelto por un vestido de punto de color naranja, y que sus largas piernas terminaban en los tacones más altos imaginables. Parecía una prostituta de lujo, de tamaño grande.

No, no podía ser un ángel… Al menos, tal y como yo entendía los ángeles.

Mirando a Claudine y a Pam, decidí que era tremendamente injusto que se las viera tan arregladas y atractivas. ¡Cómo si yo, además de estar agotada, asustada y confusa, necesitara, encima, sentirme poco atractiva! ¿No es acaso la mayor ilusión de toda chica entrar en una sala de la mano de una mujer impresionante que prácticamente lleva la frase "Quiero follar" tatuada en la frente? De no haber visto a Sam por allí, a quien yo había arrastrado a todo aquello, habría dado media vuelta y me habría largado en aquel mismo momento.

—Claudine —dijo el coronel Flood—. ¿Qué te trae por aquí?

Pam y Gerald miraban fijamente a la mujer de naranja, como si esperaran que en cualquier momento fuera a desnudarse por completo.

—Mi chica… —y Claudine ladeó la cabeza hacia mí—, que casi se queda dormida al volante. ¿Cómo es que no la has vigilado mejor?

El coronel, tan digno vestido de paisano como desnudo, se quedó un poco perplejo, como si acabara de enterarse de que se suponía que tenía que protegerme.

—Ah —dijo—. Uh…

—Tendrías que haber enviado a alguien para que la acompañase al hospital —dijo Claudine, moviendo su cascada de cabello negro.

—Me ofrecí a acompañarla —dijo Eric, indignado—. Pero me dijo que si acudía al hospital con un vampiro levantaríamos sospechas.

—Vaya, hola, alto, rubio y muerto —dijo Claudine. Miró a Eric de arriba abajo, admirando lo que tenía ante sus ojos—. ¿Tienes como costumbre hacer lo que las mujeres humanas te piden?

"Muchas gracias, Claudine", le dije en silencio. Se suponía que tenía que estar custodiando a Eric, y ahora ni siquiera cerraría la puerta con llave si se lo pidiera. Me pregunté si alguien se daría cuenta si me estiraba sobre una de las mesas y me ponía a dormir. De pronto, igual que habían hecho Pam y Gerald, la mirada de Eric se intensificó y se quedó clavada en Claudine. Me dio tiempo a pensar que era como tener delante a unos gatos que de pronto divisan algo escurridizo junto al zócalo de una habitación; justo entonces unas manos grandes me agarraron y Alcide me atrajo hacia él. Se había abierto paso entre la multitud congregada en el bar hasta llegar a mi lado. Como llevaba la camisa desabrochada, me encontré con la cara pegada a su pecho caliente, y me alegré de ello. Su vello oscuro rizado olía débilmente a perro, es verdad, pero por lo demás era un consuelo sentirse abrazada y querida. Era delicioso.

—¿Quién eres? —le preguntó Alcide a Claudine. Tenía la oreja pegada a su pecho y oí su voz retumbando en el interior y también en el exterior, una sensación curiosa.

—Soy Claudine, el hada —dijo la enorme mujer—. ¿Lo ves?

Tuve que volverme para ver qué estaba haciendo. Se había levantado la melena para enseñar sus orejas, que eran delicadamente puntiagudas.

—Un hada —repitió Alcide. Parecía tan asombrado como yo.

—Qué pasada… —dijo uno de los hombres lobo más jóvenes, un chico con el pelo de punta que debía de tener unos diecinueve años de edad. Estaba intrigado por los acontecimientos y miraba a los demás hombres lobo sentados en su mesa como invitándoles a compartir su satisfacción—. ¿De verdad?

—Por una temporada —contestó Claudine—. Tarde o temprano, me decantaré hacia uno u otro lado. —Nadie lo entendió, con la posible excepción del coronel.

—Eres una mujer deliciosa —dijo el joven hombre lobo. Para respaldar la declaración del chico, iba vestido con pantalones vaqueros y una camiseta gastada del Ángel Caído; iba descalzo, aunque en el Merlotte's hacía frío, pues el termostato estaba bajado cuando el local teóricamente permanecía cerrado. Llevaba anillos en los dedos de los pies.

—¡Gracias! —Claudine le sonrió. Chasqueó los dedos y se vio envuelta en una neblina similar a la que rodea a los cambiantes cuando sufren su proceso de transformación. Era la neblina de la magia. Cuando la neblina desapareció, Claudine apareció vestida con un traje de noche blanco con lentejuelas.

—Deliciosa —repitió el chico, maravillado, y Claudine recibió con agrado el piropo. Me di cuenta de que con los vampiros mantenía cierta distancia.

—Claudine, ahora que ya te has lucido, ¿podríamos, por favor, hablar de algo más aparte de ti? —El coronel Flood parecía tan cansado como yo.

—Por supuesto —dijo Claudine, sintiéndose regañada—. Pregunta.

—Lo primero es lo primero. ¿Cómo está María Estrella, señorita Stackhouse?

—Sobrevivió al viaje hasta el hospital de Clarice. Han decidido transportarla a Shreveport en helicóptero, al hospital Schumpert. Tal vez esté ya de camino. La doctora se mostró optimista respecto a sus posibilidades.

Los hombres lobo se miraron entre ellos y respiraron aliviados. Una mujer, de unos treinta años de edad, incluso bailó un poquito. Los vampiros, con la atención totalmente concentrada en el hada, no mostraron ninguna reacción.

—¿Qué le explicó a la doctora de urgencias? —preguntó el coronel Flood—. Tengo que informar a los padres de la versión oficial. —María Estrella debía de ser su primogénita y la única hija que era mujer lobo.

—Le dije a la policía que la había encontrado tirada en la cuneta, que no vi señales de ninguna frenada ni nada por el estilo. Les dije que estaba tendida sobre la gravilla, así no tenemos que preocuparnos de que no hubiera rastros de hierba donde debería haberlos… Espero que lo captara. Cuando hablé con ella estaba amodorrada por los calmantes.

—Muy buena idea —dijo el coronel Flood—. Gracias, señorita Stackhouse. Nuestra manada está en deuda con usted.

Moví la mano indicándole que no tenían que sentirse en deuda conmigo.

—¿Cómo lograron llegar a casa de Bill en el momento adecuado?

—Emilio y Sid siguieron la pista a los brujos. —Emilio debía de ser el hombre bajito y moreno de grandes ojos castaños. En nuestra área, la población mexicana iba en aumento y Emilio formaba parte de esa comunidad. El chico del pelo de punta movió la mano, por lo que imaginé que se trataba de Sid—. Cuando anocheció, nos pusimos a vigilar el edificio donde se esconde Hallow y su aquelarre. Es una tarea complicada: se trata de una zona residencial con mayoría de población negra. —Unas gemelas afroamericanas se miraron sonriendo. Eran jóvenes e, igual que Sid, todo aquello les parecía una aventura emocionante—. Cuando Hallow y su hermano salieron hacia Bon Temps, les seguimos en coche. Llamamos también a Sam, para alertarle.

Lancé a Sam una mirada de reproche. No me había puesto sobre aviso, no me había mencionado que también los hombres lobo seguían nuestro mismo camino.

El coronel Flood continuó.

—Sam me llamó al teléfono móvil para decirme hacia dónde creía que se dirigían al salir de su bar. Decidí que un lugar aislado como la casa de los Compton sería un buen espacio para sorprenderlos. Aparcamos los coches en el cementerio y nos transformamos. Llegamos justo a tiempo. Pero ellos captaron nuestro olor. —El coronel miró de reojo a Sid. Al parecer, el joven hombre lobo se había adelantado a los acontecimientos.

—Y se marcharon —dije, tratando de sonar neutral—. Y ahora saben que ustedes les persiguen.

—Sí, se marcharon. Los asesinos de Adabelle Yancy. Los líderes de un grupo que trata de hacerse no sólo con el territorio de los vampiros, sino también con el nuestro. —El coronel Flood miró fríamente a los hombres lobo allí reunidos, que parecieron debilitarse bajo su mirada, incluso Alcide—. Y ahora los brujos se pondrán en guardia, pues saben que vamos tras ellos.

Apartando momentáneamente la atención de la radiante hada Claudine, Pam y Gerald se mostraron discretamente entretenidos ante el discurso del coronel. Eric, como siempre últimamente, parecía tan confuso como si el coronel estuviese hablando en sánscrito.

—¿Sabe si los Stonebrook regresaron a Shreveport cuando se fueron de casa de Bill? —pregunté.

—Es lo que suponemos. Tuvimos que transformarnos de nuevo a toda velocidad, algo que no es fácil, y llegar hasta donde habíamos dejado aparcados los coches. Nos dividimos, unos fuimos en una dirección y otros en otra, pero nadie volvió a verlos.

—Y ahora estamos todos aquí. ¿Por qué? —preguntó Alcide con voz ronca.

—Estamos aquí por varios motivos —dijo el jefe de la manada—. En primer lugar, queríamos tener noticias de María Estrella. Además, queríamos recuperarnos un poco antes de volver a Shreveport.

Los licántropos, que parecían haberse vestido a toda prisa, tenían un aspecto bastante deplorable. La transformación en luna nueva y el rápido cambio a naturaleza humana los había afectado gravemente.

—¿Y por qué estáis aquí vosotros? —le pregunté a Pam.

—También tenemos algo de lo que informar —dijo—. Evidentemente, tenemos los mismos objetivos que los hombres lobo… En este asunto, me refiero. —Con cierto esfuerzo, apartó la vista de Claudine. Intercambió miradas con Gerald y se volvieron a la vez hacia Eric, que los miraba sin entender nada. Pam suspiró y Gerald bajó la vista—. Clancy, nuestro compañero de guarida, no regresó a casa anoche —continuó Pam. A pesar de este asombroso anuncio, volvió a fijar la mirada en el hada. Claudine parecía tener un atractivo abrumador para los vampiros.

La mayoría de los hombres lobo estaba pensando que un vampiro menos era un paso más hacia la dirección correcta. Pero Alcide dijo:

—¿Qué crees que ha podido suceder?

—Recibimos una nota —dijo Gerald, una de las pocas veces que le he oído hablar en voz alta. Tenía un débil acento inglés—. La nota anunciaba que los brujos piensan hacerse con uno de nuestros vampiros para beber su sangre por cada día que pasen buscando a Eric.

Todas las miradas se centraron en Eric, que parecía perplejo.

—Pero ¿por qué? —preguntó—. No entiendo por qué tengo tanto valor.

Una de las mujeres lobo, una rubia bronceada que rondaría los treinta, puso los ojos en blanco, mirándome, y no me quedó otro remedio que sonreírle. Pero por bueno que estuviera Eric, y por mucho que las partes interesadas se imaginaran lo estupendo que debía de ser tenerlo en la cama (además de que controlara diversos negocios de vampiros en Shreveport), aquella búsqueda obsesiva de Eric empezaba a parecer excesiva. Aunque Hallow pretendiera acostarse con él y después consumirle toda su sangre… ¡Eh! Se me acababa de ocurrir una idea.

—¿Cuánta sangre puede extraerse de uno de vosotros? —le pregunté a Pam.

Se quedó mirándome, parecía más sorprendida que nunca en su vida.

—Veamos —dijo. Se quedó con la mirada perdida y moviendo los dedos. Me daba la sensación de que Pam estaba convirtiendo de una unidad de medida a otra—. Unos cinco litros y medio —concluyó por fin.

—Y ¿cuánta sangre contienen esos pequeños viales que venden?

—Tienen… —dijo, haciendo más cálculos—. Tienen menos de un cuarto de taza. —Y se anticipó, adivinando adonde quería ir yo a parar—. De modo que Eric contiene unas noventa y seis unidades de sangre vendible.

—¿Cuánto calculas que podrían obtener por ello?

—Bueno, en la calle, el precio de sangre de vampiro normal ha alcanzado los doscientos veinticinco dólares el vial —dijo Pam, mostrando unos ojos tan fríos como la escarcha invernal—. La sangre de Eric…, teniendo en cuenta que es tan viejo…

—¿Tal vez a cuatrocientos veinticinco dólares el vial?

—Tirando a lo bajo.

—Así, sin darle muchas vueltas, el valor de Eric…

—Por encima de los cuarenta mil dólares.

La multitud se quedó mirando a Eric con realzado interés, excepto Pam y Gerald, que junto con Eric habían reanudado su contemplación de Claudine. Se habían aproximado un poco más al hada.

—¿No crees que son suficientes motivos? —pregunté—. Eric la despechó. Ella lo desea, quiere sus negocios y tiene intención de vender su sangre.

—Son unos cuantos motivos —coincidió una mujer lobo, una castaña menuda que rondaría los cincuenta.

—Además, Hallow está chiflada —dijo alegremente Claudine.

No creo que el hada hubiese dejado de sonreír desde que apareció en mi coche.

—Y eso ¿cómo lo sabes, Claudine? —pregunté.

—He estado en sus cuarteles generales —respondió.

Todos nos quedamos mirándola un buen rato sin decir nada, aunque no tan extasiados como los tres vampiros.

—Claudine, ¿has estado allí? —preguntó el coronel Flood. Parecía más cansado que otra cosa.

—James —dijo Claudine—. ¡Qué vergüenza! Me tomó por una bruja de la zona.

A lo mejor no era yo la única que estaba pensando que tanta alegría era un poco extraña. La mayoría de los aproximadamente quince licántropos reunidos en el bar no parecían sentirse muy cómodos en compañía del hada.

—Nos habríamos ahorrado muchos problemas si nos lo hubieses dicho antes, Claudine —dijo el coronel con tono gélido.

—Un hada de verdad —dijo Gerald—. Hasta ahora sólo había visto una.

—Son difíciles de ver —dijo Pam, con voz soñolienta. Se acercó a ella un poco más.

Incluso Eric, que había perdido su expresión de perplejidad y frustración, dio un paso más hacia Claudine. Los tres vampiros parecían niños en una fábrica de chocolate.

—Vamos, vamos —dijo Claudine, algo ansiosa—. Todos los que tenéis colmillos, un pasó atrás.

Pam estaba algo inquieta e intentó relajarse. Gerald se fue calmando a regañadientes, pero Eric siguió adelante.

Ni los vampiros ni los hombres lobo parecían dispuestos a encargarse de Eric. Mentalmente me preparé para emprender una difícil tarea. Al fin y al cabo, Claudine me había despertado antes de que tuviera un accidente con el coche.

—Eric —dije, dando tres rápidos pasos para interponerme entre Eric y el hada—. ¡Despierta ya de una vez!

—¿Qué? —Eric me prestó tanta atención como a una mosca que volara alrededor de su cabeza.

—Está prohibida, Eric —dije, y los ojos de Eric se posaron por fin en mi rostro—. Hola, ¿te acuerdas de mí? —Le puse la mano en el pecho para tranquilizarlo—. No sé por qué estás tan agobiado, colega, pero para el carro.

—La deseo —dijo Eric, fijando sus ojos azules en los míos.

—Sí, es atractiva —admití, tratando de ser razonable, aunque en realidad me sintiera un poco herida—. Pero no está disponible, ¿verdad, Claudine? —dije, mirando hacia atrás por encima de mi hombro.

—No estoy disponible para vampiros —matizó el hada—. Mi sangre es venenosa para los vampiros. No quieras saber cómo podrían ponerse si la tomaran. —Lo dijo sin abandonar su constante tono alegre.

De modo que no me había equivocado mucho con mi metáfora de la fábrica de chocolate. Probablemente ésa era la razón por la cual hasta entonces nunca me había tropezado con un hada; yo frecuentaba en exceso la compañía de los no muertos.

Cuando se tienen pensamientos de este tipo, es que estás metido en algún problema.

—Claudine, me imagino que necesitamos que te vayas —dije un poco a la desesperada. Eric estaba pegándose a mí, nada serio aún, pero ya me había visto obligada a retroceder un paso. Quería escuchar lo que Claudine tuviera que explicar a los hombres lobo, pero me di cuenta de que mi principal prioridad era separar a los vampiros del hada.

—Apetitosa como un pastelito. —Suspiró Pam al ver a Claudine dar media vuelta en dirección a la puerta con el coronel Flood pisándole los talones. Eric pareció despertarse en cuanto Claudine se perdió de vista y suspiré aliviada.

—Según parece, a los vampiros os gustan las hadas, ¿no? —dije nerviosa.

—Oh, sí —dijeron los tres a la vez.

—Tenéis que saber que me salvó la vida y que está ayudándonos con lo de los brujos —les recordé.

Me miraron resentidos.

—Claudine ha sido de gran ayuda —dijo sorprendido el coronel Flood cuando volvió a entrar. La puerta se cerró a sus espaldas.

Eric me rodeó con su brazo y noté que un determinado hambre se convertía en hambre de otro tipo.

—¿Por qué estuvo en los cuarteles generales de ese aquelarre? —preguntó Alcide, con un tono de voz más enojado del que cabía esperar.

—Ya conoces a las hadas. Les encanta flirtear con el desastre, les encanta interpretar papeles. —El jefe de la manada suspiró—. Incluso a Claudine, y eso que es de las buenas. Lo que me ha contado es lo siguiente: la tal Hallow dispone de un aquelarre integrado por una veintena de brujos. Todos son, además, cambiantes de algún tipo. Y todos consumen sangre de vampiro, incluso es posible que sean adictos a ella.

—¿Nos ayudarán los wiccanos a combatirlos? —preguntó una mujer de mediana edad con el cabello rojo teñido y doble mentón.

—Aún no se han comprometido a hacerlo. —Un joven con el pelo cortado al estilo militar (me pregunté si estaría destinado en la base aérea de Barksdale) parecía estar al corriente de la historia de los wiccanos—. Siguiendo órdenes de nuestro jefe de manada, he estado llamando o poniéndome en contacto con todos los grupos de wiccanos de la zona, y me han informado de que están haciendo lo posible para esconderse de estas criaturas. De todos modos, he visto indicios de que esta noche iban a celebrar una reunión, aunque no sé dónde. Creo que su objetivo era discutir la actual situación. Si también deciden atacar, nos serían de utilidad.

—Buen trabajo, Portugal —dijo el coronel Flood, y el joven se mostró agradecido.

Como estábamos con la espalda apoyada en la pared, Eric se dedicó a pasearme la mano por el trasero. La sensación me resultaba placentera, pero no el lugar, que era muy público.

—¿No mencionó nada Claudine sobre los prisioneros que podían tener allí? —pregunté, alejándome un poco de Eric.

—No, lo siento, señorita Stackhouse. No vio a nadie que respondiera a la descripción de su hermano, y tampoco al vampiro Clancy.

No es que me sorprendiera la respuesta, pero sí me dejó decepcionada.

—Lo siento, Sookie —dijo Sam—. Si Hallow no lo ha hecho prisionero, ¿dónde puede estar?

—Que no lo viera no significa que no estuviera allí —dijo el coronel—. De lo que estamos seguros es de que se llevó a Clancy, y Claudine tampoco lo vio.

—Volviendo a los wiccanos —sugirió la mujer lobo de cabello rojo—. ¿Qué deberíamos hacer con ellos?

—Portugal, mañana dedícate a llamar de nuevo a todos tus contactos —dijo el coronel Flood—. Culpepper te ayudará.

Culpepper era una joven de rostro atractivo que lucía un corte de pelo muy serio. Pareció encantada de tener que trabajar con Portugal. Él también se veía satisfecho, pero intentó disimularlo respondiendo con brusquedad.

—Sí, señor —dijo. Culpepper lo encontraba encantador, lo detecté directamente de su cerebro. Por mucho que fuera una mujer lobo, no lograba disimular la admiración que sentía por él—. ¿Por qué tengo que volver a llamarlos? —preguntó Portugal, pasado un buen rato.

—Necesitamos conocer sus planes, si es que quieren compartirlos con nosotros —dijo el coronel Flood—. Si no están con nosotros, como mínimo deberán mantenerse al margen de nuestro camino.

—¿Vamos a la guerra, entonces? —El que lo preguntó fue un hombre mayor, que al parecer era la pareja de la mujer de pelo rojo.

—Fueron los vampiros los que lo empezaron todo —dijo la mujer de pelo rojo.

—Eso no es verdad —negué indignada.

—Cállate, folladora de vampiros —replicó ella.

Habían dicho cosas peores sobre mí, pero nunca a la cara, y nunca con la intención de que yo lo oyera.

Eric se había elevado del suelo antes de que me diera tiempo a decidir si me sentía más herida que rabiosa. El había decidido al instante que yo estaba rabiosa y aquello le había hecho ser tremendamente contundente. Antes incluso de que hubiera tiempo para que cundiera la alarma, ella estaba en el suelo boca arriba y él encima de ella, con los colmillos extendidos. Fue una suerte para la mujer que Pam y Gerald fueran igual de rápidos, aunque tuvieron que unir sus fuerzas para separar a Eric de la mujer lobo de pelo rojo. Sangraba sólo un poco, pero no podía parar de ladrar.

Durante un largo segundo, creí que aquello iba a acabar en una batalla campal, pero el coronel Flood rugió "¡Silencio!" y nadie se atrevió a desobedecerle.

—Amanda —le dijo a la mujer de pelo rojo, que sollozaba como si Eric le hubiese arrancado un miembro y cuyo acompañante estaba atareado comprobando sus heridas en un ataque de pánico completamente innecesario—, compórtate educadamente con nuestros aliados y guárdate para ti tus opiniones. Tu ofensa contrarresta cualquier cantidad de sangre que se haya podido derramar. ¡Nada de venganzas, Parnell! —El hombre lobo gruñó al coronel, pero acabó asintiendo a regañadientes.

—Señorita Stackhouse, le pido disculpas por los modales de la manada —me dijo el coronel Flood. Aunque seguía enfadada, me obligué a asentir. No pude evitar percatarme de que Alcide nos miraba a Eric y a mí y que parecía…, parecía horrorizado. Sam tuvo el sentido común de mantenerse inexpresivo. Noté que la espalda se me ponía tensa y me pasé rápidamente la mano por los ojos para secar mis lágrimas.

Eric empezaba a calmarse, pero le costaba. Pam le murmuraba alguna cosa al oído y Gerald lo sujetaba por el brazo.

Para acabar de rematar la noche, en aquel momento se abrió la puerta del Merlotte's y apareció Debbie Pelt.

—¿Estáis celebrando una fiesta sin mí? —Observó al estrambótico grupo y levantó las cejas—. Hola, pequeño —le dijo directamente a Alcide. Le acarició el brazo de forma posesiva y entrelazó sus dedos con los de él. Alcide tenía una expresión rara, como si a la vez se sintiera feliz y desgraciado.

Debbie era una mujer despampanante, alta y delgada, con el rostro alargado. Tenía el pelo negro, pero no rizado y despeinado como el de Alcide. Lo llevaba cortado en pequeñas capas asimétricas, era liso y seguía el ritmo de sus movimientos. Era el corte de pelo más estúpido que había visto en mi vida, y sin duda alguna le había costado un ojo de la cara. Pero, por algún motivo que se me escapaba, los hombres no parecían sentir interés precisamente por su corte de pelo.

Habría sido una hipocresía por mi parte saludarla. Debbie y yo pasábamos de eso. Ella había intentado matarme, y Alcide lo sabía; pero aun así, y aun habiéndola abandonado cuando se enteró de ello, seguía ejerciendo una extraña fascinación sobre él. A pesar de ser un hombre inteligente, práctico y trabajador, tenía un punto flaco, que en esos momentos se encontraba delante de mí: vestida con unos pantalones vaqueros muy ceñidos y un fino jersey de color naranja que se pegaba a cada centímetro de su piel. ¿Qué hacía aquí, tan lejos de su territorio habitual?

Sentí un repentino impulso, sólo para ver que pasaría, de volverme hacia Eric y decirle que Debbie había intentado atentar muy en serio contra mi vida. Pero me reprimí una vez más. Una represión que me resultó dolorosa de verdad, pues mis dedos se erizaron y mis manos se transformaron en puños.

—Te llamaremos si en la reunión sucede alguna cosa más —dijo Gerald. Tardé un momento en comprender que estaban despidiéndose de mí, y ello se debía a que tenía que llevarme a Eric a casa para que no volviese a explotar. Por su expresión, no tardaría mucho en hacerlo. Sus ojos azules brillaban y tenía los colmillos medio extendidos, como mínimo. Sentí más que nunca la tentación de… No, no podía hacerlo. Tenía que irme.

—Adiós, bruja —me soltó Debbie cuando crucé la puerta. Vi de reojo a Alcide volviéndose hacia ella, con una expresión horrorizada, pero Pam me cogió por el brazo y me acompañó hasta el aparcamiento. Gerald, por su parte, llevaba a Eric cogido del brazo.

Cuando los dos vampiros nos entregaron a Chow, yo estaba furiosa.

Chow obligó a Eric a sentarse en el asiento del acompañante por lo que quedó claro que yo iba a ser la conductora. El vampiro asiático dijo:

—Os llamaremos después, ahora id a casa.

A punto estuve de replicarle. Pero miré de reojo a mi pasajero y decidí ser inteligente y salir de allí lo más rápido posible. La beligerancia de Eric estaba disolviéndose para dar paso a la confusión. Se le veía desconcertado y perdido, nada que ver con el vengador impulsivo que había sido unos minutos antes.

Eric no dijo nada hasta que ya estábamos a más de medio camino de casa.

—¿Por qué los hombres lobo odian tanto a los vampiros? —preguntó.

—No lo sé —respondí, disminuyendo la velocidad porque dos ciervos acababan de cruzarse en la carretera. Siempre se ve el primero, y sólo hace falta esperar un poco para, con toda probabilidad, ver el segundo—. Los vampiros sienten lo mismo con respecto a los hombres lobo y los cambiantes. La comunidad sobrenatural suele unirse contra los humanos pero, aparte de eso, siempre estáis peleándoos entre vosotros, o al menos eso es lo que me parece. —Respiré hondo para pensar cómo decírselo—. Eric, te agradezco que te pusieras de mi parte cuando Amanda me dijo eso. Pero estoy bastante acostumbrada a defenderme sola cuando es necesario. Si yo fuera un vampiro, no verías necesario tener que pegar a nadie por mí, ¿verdad?

—Pero no eres tan fuerte como un vampiro, ni siquiera como un hombre lobo —objetó Eric.

—Ahí tengo que darte la razón, cariño. Pero ni siquiera se me habría pasado por la cabeza pegarle, porque con ello le habría dado motivos para pegarme a mí.

—¿Estás diciéndome con esto que casi llegamos a las manos sin necesidad?

—Eso es exactamente lo que te quiero decir.

—Te he incomodado.

—No —dije al instante. Entonces me pregunté si no era precisamente eso—. No —dije con más convicción—, no me has incomodado. De hecho, me ha gustado que me tengas tanto cariño como para enfadarte así cuando Amanda me ha tratado como si yo fuera una mierda pegada a su zapato. Pero estoy acostumbrada a que me traten de esta manera y me las apaño sola. Aunque Debbie lleva la situación a un nivel completamente distinto.

Eric, pensativo, seguía dándole vueltas.

—¿Por qué estás acostumbrada a eso?

No era la reacción que me esperaba. En aquel momento llegamos a casa. Verifiqué primero los alrededores antes de salir del coche para abrir la puerta de atrás. Una vez dentro y con la puerta cerrada con llave, le dije:

—Porque estoy acostumbrada a que la gente considere que las camareras somos muy poca cosa. Y menos aún si nos ven como a camareras incultas. Y peor todavía si nos ven como a camareras telepáticas incultas. Estoy acostumbrada a que la gente piense que estoy loca, o al menos, que no estoy mentalmente sana. No pretendo dar lástima, pero la verdad es que no tengo muchos admiradores, y estoy acostumbrada a eso.

—Esto confirma mi mala opinión respecto a los humanos en general —dijo Eric. Me quitó el abrigo que llevaba colgado a los hombros, lo miró con desagrado, lo colgó en el respaldo de una silla y empujó ésta hacia la mesa de la cocina—. Eres bonita.

Nadie nunca me había mirado a los ojos y me había dicho aquello. Me sentí obligada a bajar la cabeza.

—Eres inteligente y eres fiel —dijo implacablemente. Moví una mano indicándole que lo dejara correr—. Tienes sentido del humor y de la aventura.

—Déjalo ya —protesté.

—Créeme —dijo—. Tienes los pechos más bonitos que he visto en mi vida. Eres valiente. —Le tapé la boca con los dedos y me dio un lametón. Me relajé dejándome casi caer contra él—. Eres responsable y trabajadora —continuó. Y antes de que me dijera que era estupenda sacando la bolsa de la basura, sustituí mis dedos con mis labios.

—Eso es —dijo en voz baja, después de una prolongada pausa—. También eres creativa.

Y durante la hora siguiente, me demostró que también él era creativo.

Fue la única hora de un día extremadamente largo que no pasé consumida por el miedo: por el destino de mi hermano, por la malevolencia de Hallow, por la terrible muerte de Adabelle Yancy. Probablemente, había aún algunas cosas más que me hacían sentir miedo, pero en un día tan largo era imposible elegir una sola que fuera más terrible que las demás.

Acostada entre los brazos de Eric, tarareando una melodía mientras recorría la línea de su hombro con el dedo, me sentía inmensamente agradecida por el placer que me había proporcionado. La felicidad no debería darse por sentada.

—Gracias —dije, con la cara hundida en su silencioso pecho.

Me obligó a levantar la barbilla con un dedo para poder mirarlo.

—No —dijo en voz baja—. Me recogiste en la carretera y me has acogido. Estás dispuesta a luchar por mí. Es todo lo que puedo decir de ti. No puedo creer la suerte que he tenido. Cuando derrotemos a esa bruja, te llevaré conmigo. Compartiré contigo todo lo que tengo. Todo vampiro que me deba lealtad, te honrará también a ti.

¿Era o no era medieval? Que Dios bendijera su gran corazón, pero nada de aquello iba a pasar. Al menos yo era lo bastante realista, y lo bastante inteligente, como para no dejarme engañar ni por un instante, aunque fuera una fantasía maravillosa. Estaba pensando como un amo con esclavos a su servicio, no como un implacable vampiro, dueño de un bar turístico en Shreveport.

—Me has hecho muy feliz —le dije, y era la pura verdad.