—Vamos, amante, echemos un vistazo —dijo Eric, dándome un beso rápido. Saltó del porche trasero sin soltarme (estaba amarrada a él como un percebe gigante) y aterrizó en silencio, lo que me pareció asombroso. La que hacía ruido era yo, tanto con mi respiración como con mis gritos de sorpresa. Con una destreza resultado de mucha práctica, Eric me volteó y quedé cabalgando sobre su espalda. Era algo que no había hecho desde niña, cuando mi padre me llevaba a caballito, por lo que me quedé de lo más sorprendida.
Oh, estaba cumpliendo estupendamente bien mi propósito de esconder a Eric. Allí estábamos los dos, trotando por el cementerio, encaminándonos hacia la Malvada Bruja del Oeste, en lugar de escondernos en un agujero oscuro donde no pudiera encontrarnos. Una actitud de lo más inteligente.
Por otro lado, tenía que admitir que me lo estaba pasando en grande, a pesar de lo difícil que me resultaba sujetarme a Eric debido a lo accidentado del terreno. El cementerio estaba en una zona más baja que mi casa. Y la de Bill, la casa de los Compton, también quedaba algo elevada respecto al Cementerio Sweet Home. El viaje cuesta abajo, por suave que fuera la pendiente, fue emocionante. Vi de pasada dos o tres coches aparcados en la estrecha carretera asfaltada que ascendía entre las tumbas. Me sorprendió. De vez en cuando, los adolescentes se decantaban por la intimidad del cementerio, pero nunca se desplazaban en grupo. Pero antes de que pudiera darle más vueltas a qué podían estar haciendo allí, me di cuenta de que habíamos pasado ya por su lado, a toda velocidad y en silencio. Eric avanzó más lentamente cuesta arriba, pero sin mostrar signos de cansancio.
Eric se detuvo cerca de un árbol. Se trataba de un roble gigantesco, que me ayudó a orientarme. A unos veinte metros al norte de la casa de Bill había un roble de aquellas dimensiones.
Eric me soltó las manos para que pudiera deslizarme por su espalda para bajar y me colocó entre él y el tronco del árbol. No tenía muy claro si pretendía atraparme allí o protegerme. Me agarré a sus muñecas en un inútil intento de colocarlo a mi lado. Y cuando oí una voz procedente de casa de Bill, me quedé helada.
—Este coche lleva tiempo sin moverse —dijo una mujer. Hallow. Estaba en el cobertizo donde Bill guardaba el coche, a un lado de la casa. Estaba cerca. Noté que el cuerpo de Eric adquiría rigidez. ¿Le evocaría algún recuerdo el sonido de su voz?
—La casa está cerrada con llave —gritó desde más lejos Mark Stonebrook.
—Nos ocuparemos de eso. —Por el sonido de su voz, estaba caminando hacia la puerta principal. Parecía estar divirtiéndose con la situación.
¡Pensaban entrar en casa de Bill! ¿Tenía que impedirlo? Debí de hacer algún movimiento brusco, pues el cuerpo de Eric presionó el mío contra el tronco del árbol. Tenía el abrigo subido hasta la altura de la cintura y la corteza del árbol se clavó en mi trasero a través del fino tejido de mis pantalones negros.
Oía a Hallow. Estaba cantando, en voz baja y amenazadora. En realidad, estaba echando un conjuro. Podía ser emocionante y, en otras circunstancias, habría incitado mi curiosidad: un conjuro mágico y una bruja de verdad. Pero lo que tenía era miedo, y ganas de largarme de allí. La oscuridad parecía estar aumentando.
—Huelo a alguien —dijo Mark Stonebrook.
"Fee, fie, foe, fum".
—¿Qué? ¿Aquí y ahora? —Hallow interrumpió su canto, estaba casi sin aliento.
Me puse a temblar.
—Sí. —Su voz sonó más profunda, casi un gruñido.
—Transfórmate —le ordenó ella. Escuché un sonido que ya había oído con anterioridad, aunque no lograba ubicarlo en mi memoria. Era una especie de sonido flatulento. Pegajoso. Como remover con una cuchara un líquido espeso con objetos duros en su interior, tal vez cacahuetes o caramelos. O trocitos de hueso.
Entonces escuché un aullido real. No era humano. Mark se había transformado y no era luna llena. Aquello sí que era poder. La noche parecía haberse llenado de vida. Parecía estar resoplando, ladrando. Había movimientos diminutos en torno a nosotros.
Vaya guardiana estaba yo hecha. Había permitido que Eric me llevara hasta allí. Estábamos a punto de ser descubiertos por una bruja, mujer lobo, consumidora de sangre de vampiro y vete a saber qué más, y ni siquiera llevaba conmigo el rifle de Jason. Abracé a Eric como queriendo disculparme por el aprieto en que lo había metido.
—Lo siento —musité. Pero entonces noté algo rozándonos, algo grande y peludo. Los aullidos lobunos de Mark, sin embargo, sonaban a varios metros del árbol. Me mordí el labio con fuerza para no gritar también.
Escuché con atención hasta asegurarme de que allí había más de dos animales. Habría dado lo que fuese por una linterna. Oí un ladrido breve y agudo a unos diez metros de distancia de nosotros. ¿Otro lobo? ¿Un perro normal y corriente, en el lugar inadecuado y en el momento inoportuno?
De pronto, Eric me soltó. Hacía tan sólo un momento estaba presionándome contra el árbol, y ahora sentía el aire frío de la cabeza a los pies (y eso que me sujetaba a sus muñecas). Extendí los brazos, tratando de descubrir dónde se había metido, y no palpé nada de nada. ¿Se habría ido para investigar qué sucedía? ¿Habría decidido sumarse a la fiesta?
Aunque mis manos no encontraron ningún vampiro, sí noté algo grande y caliente presionando mis piernas. Utilicé los dedos para explorar al animal. Toqué mucho pelo, un par de orejas erectas, un morro largo, una lengua caliente. Intenté moverme, alejarme del árbol, pero el perro (¿el lobo?) no me dejaba. Aun siendo más pequeño que yo y pesando menos, ejercía tanta presión contra mí que me resultaba imposible moverme. Cuando presté atención a los sonidos que se oían en la oscuridad —gruñidos y ladridos en abundancia—, decidí que me alegraba de estar como estaba. Me arrodillé y pasé un brazo por la espalda del can. Me lamió la cara.
Escuché entonces un coro de aullidos, un sonido misterioso rompiendo el frío de la noche. Se me puso la carne de gallina, hundí la cara en el cuello peludo de mi compañero y me puse a rezar. De pronto, sobresaliendo por encima de todos los sonidos, oí un grito de dolor y una serie de ladridos.
Oí el motor de un coche poniéndose en marcha y vi las luces de los faros dibujando unos conos en la oscuridad. Mi lado del árbol quedaba fuera del alcance de la luz, pero vi que estaba acurrucada junto a un perro, no un lobo. Las luces se movieron entonces y el coche echó marcha atrás, levantando la gravilla del camino de acceso a casa de Bill. Hubo un momento de pausa, imaginé que provocado por el cambio de marcha, y a continuación el coche salió haciendo rechinar los neumáticos y lo oí bajando la colina a toda velocidad hasta el cruce con Hummingbird Road. Entonces se escuchó un fuerte ruido sordo y un chillido que llevó a mi corazón a latir aún con más fuerza. Era el sonido del dolor de un perro atropellado por un coche.
—¡Oh, Dios mío! —dije, y me agarré con fuerza a mi peludo amigo. Pensé en qué podía hacer para ayudar ahora que al parecer los brujos se habían marchado.
Me incorporé y eché a correr hacia la puerta de la casa de Bill antes de que el perro pudiera detenerme. Mientras corría, busqué las llaves en mi bolsillo. Cuando Eric me había cogido en brazos en el porche, las llevaba en la mano y las había guardado en el bolsillo de mi abrigo, donde un pañuelo había amortiguado su sonido. Palpé la cerradura, conté las llaves hasta que llegué a la de Bill —era la tercera del llavero— y abrí la puerta de la casa. Busqué el interruptor de la luz exterior, la encendí y de repente, todo se iluminó.
Aquello estaba lleno de lobos.
Estaba muy asustada. Había imaginado que los dos brujos se habían largado en el coche. Pero ¿y si resultaba que uno de ellos estaba entre aquellos lobos? Y ¿dónde estaba mi vampiro?
La pregunta quedó respondida casi de inmediato. Eric aterrizó en el jardín con un ruido sordo.
—Los he seguido hasta la carretera, pero allí ya empezaron a ir a demasiada velocidad para mí —dijo, sonriéndome como si hubiera estado jugando.
Un perro —un collie— se acercó a Eric, lo miró a la cara y gruñó.
—Tranquilo —dijo Eric, haciendo un gesto imperioso con la mano.
Mi jefe llegó corriendo hasta mí y volvió a colocarse contra mis piernas. Incluso en la oscuridad, sospeché que mi guardián era Sam. La primera vez que lo vi transformado, pensé que era un perro callejero y le puse por nombre Dean, porque conocía un hombre que se llamaba así y tenía su mismo color de ojos. Había cogido la costumbre de llamarle Dean cuando caminaba a cuatro patas. Me senté en los peldaños de acceso a la casa de Bill y el collie se acurrucó contra mí.
—Eres un perro estupendo —le dije. Meneó la cola. Los lobos estaban olisqueando a Eric, que permanecía de pie, inmóvil.
Un lobo grande vino corriendo hacia mí, el lobo más grande que había visto en mi vida. Supongo que los hombres lobo se transforman en lobos grandes, pero tampoco es que haya visto muchos. Viviendo en Luisiana, la verdad es que ni siquiera he visto nunca un lobo normal. Aquél era completamente negro y pensé que era excepcional. Los demás lobos eran más plateados, excepto uno, que era más pequeño y de color rojizo.
El lobo agarró la manga de mi abrigo con sus blancos y largos dientes y tiró de mí. Me levanté enseguida y me dirigí al lugar donde estaba concentrada la mayoría de los lobos. Estábamos en los límites de la zona iluminada y por ello no me había percatado antes de aquel grupo. En el suelo había sangre y en medio de aquel charco había una mujer de pelo oscuro. Estaba desnuda.
Era evidente que estaba muy malherida.
Tenía las piernas fracturadas, y quizá también un brazo.
—Ve a buscar mi coche —le dije a Eric, con el tono de voz de quien espera ser obedecido.
Le lancé mis llaves y las cazó en el aire. En un rincón de mi cerebro confié en que se acordara de conducir. Me había dado cuenta de que a pesar de que había olvidado su historia personal, sus habilidades modernas seguían aparentemente intactas.
Intenté no pensar en la pobre chica herida que tenía delante de mí. Los lobos caminaban dando círculos, gimoteando. Entonces, el lobo negro levantó la cabeza hacia el oscuro cielo y volvió a aullar. Era una señal para todos los demás, que le imitaron a continuación. Miré hacia atrás para asegurarme de que Dean se mantenía al margen, pues era el extraño allí. No tenía muy claro cuánta personalidad humana conservaban los seres de dos naturalezas cuando se transformaban, y no quería que le sucediese nada malo a Sam. Estaba sentado en el porche pequeño, aparte de los demás, sin quitarme los ojos de encima.
Yo era la única criatura en la escena con pulgares prensiles y de pronto me percaté de que aquello me otorgaba mucha responsabilidad.
¿Qué era lo primero que tenía que comprobar? Que respirara. ¡Sí, respiraba! Tenía pulso. No era enfermera, pero no me parecía un pulso normal…, lo que no era de extrañar. Tenía la piel caliente, quizá por la reciente transformación a forma humana. No vi una cantidad aterradora de sangre fresca, por lo que confiaba en que no se hubiera roto ninguna arteria principal.
Deslicé la mano por debajo de la cabeza de la chica, con mucho cuidado, y palpé entre el cabello para ver si tenía alguna herida en la cabeza. No.
Durante el proceso de observación, empezó a temblar. Las heridas eran muy graves. Todo lo que se veía de ella estaba golpeado, magullado, fracturado. Abrió los ojos. Se estremeció.
Mantas… Necesitaba mantener el calor de su cuerpo. Miré a mi alrededor. Los lobos seguían siendo lobos.
—Estaría muy bien si un par de vosotros pudiera transformarse —les dije—. Tengo que llevarla al hospital en mi coche y necesito mantas del interior de la casa.
Uno de los lobos, de color gris plateado, se puso boca arriba —vi que era un lobo macho— y volví a escuchar aquel sonido raro. Se levantó una neblina en torno a la figura y, cuando se dispersó, apareció el coronel Flood acurrucado en lugar del lobo. Estaba desnudo, por supuesto, pero decidí situarme por encima de mi incomodidad natural. Tenía que permanecer inmóvil un par de minutos más y, evidentemente, le costó un gran esfuerzo sentarse.
Se arrastró hasta la chica herida.
—María Estrella —dijo con voz ronca. Se inclinó para olisquearla, Una actitud muy extraña estando en forma humana. Gimió de pena.
Volvió su cabeza hacia mí y me dijo:
—¿Dónde?
Comprendí que se refería a las mantas.
—Entre en la casa, suba al piso de arriba. Junto a las escaleras hay un dormitorio. A los pies de la cama encontrará un cajón con mantas. Traiga un par de ellas.
Se puso en pie, tambaleándose, al parecer algo desorientado debido a la rapidez de la transformación, y se dirigió a la casa.
La chica, María Estrella, le siguió con la mirada.
—¿Puedes hablar? —le pregunté.
—Sí —respondió, en un susurro apenas audible.
—¿Dónde te duele más?
—Creo que me he fracturado la cadera y las piernas —dijo—. Me golpeó el coche.
—¿Te lanzó por los aires?
—Sí.
—¿Te pasaron las ruedas por encima?
Se estremeció.
—No, lo que me hirió fue el impacto.
—¿Cómo te llamas? ¿María Estrella, qué? —Necesitaba saberlo para el hospital. Tal vez cuando llegáramos ya no estaría consciente.
—Cooper —susurró.
Oí que se acercaba un coche por el camino de acceso a la casa de Bill.
El coronel, caminando ya mejor, salió corriendo de la casa con las mantas, y los lobos y aquel único humano se cerraron en círculo a mi alrededor para observar al miembro herido de la manada. Evidentemente, el coche era una amenaza para ellos hasta que se demostrara lo contrario. Admiré al coronel. Se necesitaba bastante valor para acercarse completamente desnudo a un enemigo.
Quien llegaba era Eric, conduciendo mi viejo coche. Haciendo rechinar los frenos, y con bastante estilo, se detuvo al lado de María Estrella y de mí. Los lobos daban vueltas en círculo, inquietos, clavando sus ojos amarillos en la puerta del conductor. Los ojos de Calvin Norris eran distintos, tenían una mirada fugaz. Me pregunté por qué.
—Es mi coche, no pasa nada —dije, cuando uno de los hombres lobo empezó a ladrar. Varios pares de ojos se volvieron para mirarme. ¿Les parecería sospechosa, o más bien sabrosa?
Mientras envolvía con las mantas a María Estrella, me pregunté cuál de todos aquellos lobos sería Alcide. Sospechaba que era el más grande y oscuro, el que justo en aquel momento se volvió para mirarme a los ojos. Sí, era Alcide. Era el lobo que había visto en el Club de los Muertos hacía unas semanas, cuando Alcide quedó conmigo aquella noche que acabó resultando catastrófica; para mí y para unos cuantos más.
Intenté sonreírle, pero tenía la cara rígida, tanto por el frío como por la conmoción.
Eric saltó del asiento del conductor, dejando el coche en marcha. Abrió la puerta trasera.
—La meteré yo —gritó, y los lobos se pusieron a ladrar. No querían a un miembro de su manada en manos de un vampiro y no querían que Eric se acercara a María Estrella.
Intervino entonces el coronel Flood:
—La cogeré yo.
Eric observó el físico delgado del hombre de más edad y levantó una ceja mostrando escepticismo, pero tuvo el sentido común necesario para dejarlo hacer. Yo había envuelto a la chica lo mejor que había podido sin moverla mucho, pero el coronel sabía que si la levantaba le iba a doler bastante más. En el último momento, empezó a dudar.
—Tal vez deberíamos llamar a una ambulancia —murmuró.
—¿Cómo explicaríamos esto? —pregunté—. Un puñado de lobos y un tipo desnudo junto a una casa de la que está ausente su propietario. ¡No tiene sentido!
—Claro. —Movió afirmativamente la cabeza, aceptando lo inevitable. Sin problema alguno, la levantó en brazos y se acercó al coche. Eric corrió hacia el otro lado, abrió aquella puerta y estiró el brazo para tirar de ella por el otro lado. El coronel se lo permitió. La chica gritó una vez y yo me puse detrás del volante lo más rápidamente que pude. Eric se sentó en el asiento del acompañante.
—Tú no puedes venir.
—¿Por qué no? —me dijo, sorprendido y humillado.
—¡Si voy acompañada por un vampiro tendré que dar el doble de explicaciones! —La mayoría de la gente tardaba un rato en darse cuenta de que Eric estaba muerto, pero acababa adivinándolo. Eric se mantenía tozudamente en sus trece—. Además, todo el mundo ha visto tu cara en esos malditos carteles —dije, intentando parecer razonable pero insinuándole que tenía prisa—. Mis vecinos son buena gente, pero nadie en esta localidad ignoraría una cantidad de dinero tan grande como la que ofrecen por ti.
Salió del coche, descontento, y le grité:
—Apaga las luces y cierra la casa con llave, ¿de acuerdo?
—¡Cuándo tengas noticias del estado de María Estrella, nos vemos en el bar! —me gritó también el coronel Flood—. Tenemos que sacar la ropa y los vehículos del cementerio. —Claro, eso explicaba los coches que había visto viniendo hacia aquí.
Salí despacio por el camino de acceso observada por los lobos, especialmente por Alcide, que se mantuvo aparte del resto de la manada y volvió su cara negra y peluda para seguir el coche con la mirada. Me pregunté qué pensamientos lobunos tendría en aquel momento.
El hospital más cercano no estaba en Bon Temps, que es demasiado pequeño como para tener uno propio (ya tenemos bastante suerte con tener un Wal-Mart), sino en Clarice, la capital del condado. Afortunadamente está en las afueras de la ciudad, entrando desde Bon Temps. El viaje hasta allí pareció durar años cuando, en realidad, lo realicé en apenas veinte minutos. Mi pasajera estuvo quejándose durante los primeros diez minutos y luego se quedó en un silencio que no presagiaba nada bueno. Le estuve hablando, le supliqué que siguiera hablándome, le pedí que me dijera cuántos años tenía y puse la radio en un intento de obtener alguna respuesta de María Estrella.
No quería perder tiempo parándome para ver cómo estaba, y tampoco habría sabido qué hacer en caso de detenerme, de modo que conduje a la mayor velocidad posible. Cuando llegué a la entrada de urgencias y llamé a las dos enfermeras que estaban fuera fumando, estaba segura de que la pobre había muerto.
Pero no estaba muerta, a juzgar por la actividad que la rodeó durante el siguiente par de minutos. El hospital del condado es pequeño, claro está, y no dispone de las instalaciones que uno de ciudad puede permitirse. Podemos considerarnos afortunados por el simple hecho de tenerlo. Aquella noche, le salvaron la vida a la mujer lobo.
La doctora, una mujer menuda de pelo canoso y con unas gafas enormes de montura negra, me formuló algunas preguntas incisivas que no logré responder, aunque de camino hacia el hospital había estado reflexionando sobre la historia que iba a contar. Al ver que no podía decirle nada, la doctora me apartó de su camino y dejó trabajar al equipo. Me senté en una silla en la sala y esperé, y aproveché para elaborar un poco más mi historia.
Allí no podía ser útil de ninguna manera y el destello de los fluorescentes y el brillo del linóleo del suelo creaban un entorno muy poco acogedor. Intenté leer una revista, pero la dejé en la mesa transcurridos un par de minutos. Por séptima u octava vez, pensé en largarme de allí. Pero en el mostrador de recepción había una mujer que no me quitaba los ojos de encima. Pasados unos minutos más, decidí ir al baño para lavarme la sangre que aún tenía en las manos. Mientras estaba allí, froté un poco mi abrigo con papel de secar las manos, un esfuerzo inútil.
Cuando salí del baño, había dos policías esperándome. Los dos eran hombres grandes. Al moverse, sus chaquetas acolchadas de piel sintética crujieron y la piel de sus cinturones y su equipamiento chirrió. No me los imaginaba acercándose sigilosamente a alguien.
El más alto era el de más edad. Tenía el pelo canoso y lo llevaba muy corto. Su rostro estaba surcado por profundas arrugas y la barriga le sobresalía por encima del cinturón. Su pareja era un hombre más joven, de unos treinta años de edad, con el pelo castaño claro, ojos castaño claro y piel de color castaño claro —un tipo curiosamente monocromático—. Los examiné con todos mis sentidos rápidamente, aunque con detalle.
Adiviné que ambos venían dispuestos a averiguar si yo había tenido algo que ver con las heridas de la chica que había traído, o si al menos sabía algo más de lo que había declarado.
Naturalmente, tenían una parte de razón.
—¿Señorita Stackhouse? ¿Ha traído usted a la joven que está visitando la doctora Skinner? —preguntó con amabilidad el más joven de los dos.
—Sí. María Estrella —dije—. Cooper.
—Cuéntenos qué ha ocurrido —dijo el policía de más edad.
Definitivamente, aquello era una orden, aun expresada en tono moderado. Ni me conocían ni sabían nada de mí, "oí". Mejor.
Respiré hondo y me sumergí en las aguas de la falsedad.
—Yo volvía a casa del trabajo —dije—. Trabajo en el Merlotte's. ¿Saben dónde está?
Ambos movieron afirmativamente la cabeza. La policía, por supuesto, tenía que conocer dónde estaban todos los bares del condado.
—Vi un cuerpo a un lado de la carretera, sobre la gravilla de la cuneta —dije con cautela, pensando en no decir nada que luego me delatara—. Así que me paré. No se veía a nadie más. Cuando descubrí que seguía con vida, supe que tenía que ayudarla. Tardé mucho tiempo en subirla al coche yo sola. —Estaba intentando dar una explicación tanto al tiempo que había transcurrido desde que salí supuestamente del trabajo, como a la gravilla del camino de acceso a casa de Bill que sabía estaría adherida a su piel. No sabía hasta qué punto tenía que ir con cuidado al relatar esa historia, pero mejor pecar de exceso que por defecto.
—¿Vio algunas marcas de un frenazo brusco en la carretera? —El policía de color castaño claro no podía pasar mucho rato sin formular una pregunta.
—No, no me di cuenta. Tal vez las hubiera. La verdad… es que desde el momento en que la vi, no pensé en nada más.
—¿Y? —inquirió el mayor.
—Vi que estaba muy malherida, de modo que vine hasta aquí lo más rápido que me fue posible. —Me encogí de hombros. Fin de la historia.
—¿No pensó en llamar una ambulancia?
—No tengo teléfono móvil.
—Una mujer que sale de trabajar tan tarde y vuelve sola a casa debería llevar encima un teléfono móvil, señora.
Abrí la boca para decirle que estaría encantada de tenerlo si él me pagaba la factura, pero me contuve. Sí, sería útil tener un teléfono móvil, pero apenas podía permitirme el fijo. Mi única extravagancia era la televisión por cable, y la justificaba diciéndome que era mi único gasto en entretenimiento.
—Tomaré nota —dije brevemente.
—¿Su nombre completo es? —Esto lo dijo el más joven. Levanté la cabeza, lo miré a los ojos.
—Sookie Stackhouse —dije. Estaba pensando que era una chica tímida y dulce.
—¿Es hermana del hombre que ha desaparecido? —El hombre canoso se inclinó para mirarme a la cara.
—Sí, señor. —Volví a mirar el suelo.
—Veo que está usted sufriendo una racha de mala suerte, señorita Stackhouse.
—Y que lo diga —dije, temblándome la voz.
—¿Había visto antes a la mujer que ha traído esta noche al hospital? —El oficial de más edad estaba anotando algo en un cuaderno que había sacado de un bolsillo. Se llamaba Curlew, según indicaba la pequeña insignia del bolsillo.
Negué con la cabeza.
—¿Piensa que su hermano podría conocerla?
Levanté la cabeza, sorprendida. Miré de nuevo a los ojos del hombre castaño claro. Se llamaba Stans.
—¿Cómo demonios quiere que lo sepa? —le pregunté. Al momento supe que lo único que pretendía era que levantase de nuevo la cabeza. No sabía qué hacer conmigo. El monocromático Stans me encontraba bonita y quería jugar al buen samaritano. Por otro lado, mi trabajo de camarera no era el empleo típico que elegiría una chica con estudios, y mi hermano era famoso por ser un alborotador, aunque caía simpático a muchos policías.
—¿Cómo está la chica? —pregunté.
Ambos miraron hacia la puerta donde continuaba la lucha por salvarle la vida a la joven.
—Sigue viva —dijo Stans.
—Pobrecita —dije. Las lágrimas caían por mis mejillas y busqué un pañuelo de papel en mis bolsillos.
—¿Le dijo alguna cosa, señorita Stackhouse?
Tenía que reflexionar la respuesta.
—Sí —dije—, sí que lo hizo. —En este caso, lo más seguro era decir la verdad.
Los rostros de ambos se iluminaron ante las noticias.
—Me dijo su nombre. Cuando se lo pregunté, me dijo que lo que más le dolía eran las piernas —dije—. Y me contó que el coche la había golpeado, pero no atropellado.
Los dos hombres se miraron.
—¿Le describió el coche? —preguntó Stans.
Resultaba increíblemente tentador describir el coche de los brujos. Pero desconfié de la alegría que sentía en mi interior ante aquella idea. Y estuve contenta de hacerlo, cuando me di cuenta de que lo primero que encontrarían en el coche sería pelo de lobo. Bien pensado, Sook.
—No, no lo hizo —dije, intentando parecer que había estado hurgando en mi memoria—. Después de eso, la verdad, es que ya no habló mucho más. Sólo gemía, ha sido terrible. —Y la tapicería de mi asiento trasero estaría también hecha polvo. De inmediato deseé no haber pensado en algo tan egoísta.
—¿Y no vio otros coches, camiones, vehículos de cualquier tipo de camino a casa desde el bar, o incluso de camino a la ciudad?
Aquélla era una pregunta ligeramente distinta.
—En la carretera de mi casa, no —contesté dudando—. Seguramente vería algunos coches más cerca de Bon Temps y en la ciudad. Y, por supuesto, vi otros coches entre Bon Temps y Clarice. Pero no recuerdo ninguno en particular.
—¿Podría llevarnos al lugar donde la recogió? ¿Al lugar exacto?
—Lo dudo. No había nada que lo señalara especialmente, además de ella —dije. Mi nivel de coherencia fallaba a cada minuto que pasaba—. Ningún árbol grande, o carretera, o mojón kilométrico. ¿Tal vez mañana? ¿A la luz del día?
Stans me dio unos golpecitos en el hombro.
—Sé que está usted conmocionada, señorita —dijo consolándome—. Ha hecho todo lo que ha podido por esta chica. Ahora déjelo en manos de los médicos y del Señor.
Moví afirmativamente y con fuerza la cabeza, porque estaba completamente de acuerdo con él. Curlew seguía mirándome con cierto escepticismo, pero me dio las gracias educadamente y salieron del hospital para adentrarse en la oscuridad de la noche. Me quedé observando el aparcamiento. En un momento llegaron a mi coche y enfocaron sus linternas hacia el interior para inspeccionarlo. El interior de mi coche no estaba limpio y reluciente, de modo que no verían nada excepto las manchas de sangre en el asiento trasero. Vi que verificaban también el guardabarros delantero, y no los culpé en absoluto por hacerlo.
Examinaron mi coche una y otra vez, y finalmente se situaron debajo de una de las farolas para realizar anotaciones en sus libretas.
Poco después apareció la doctora. Se bajó la mascarilla y se rascó la nuca con su fina mano.
—La señorita Cooper está mejor. Se encuentra estable —dijo.
Asentí y cerré los ojos aliviada.
—Gracias —le dije.
—Vamos a trasladarla en helicóptero hasta el hospital Schumpert de Shreveport. El aparato llegará de un momento a otro.
Pestañeé, tratando de decidir si aquello era bueno o malo. Independientemente de lo que yo opinara, la mujer lobo tenía que ir al hospital mejor y más cercano. Algo tendría que explicarles en cuanto pudiera hablar. ¿Cómo asegurarme de que su historia coincidiría con la mía?
—¿Está consciente? —pregunté.
—Apenas —dijo la doctora, casi enfadada, como si le resultara insultante—. Si quiere puede hablar un momento con ella, pero no le garantizo que recuerde lo que pueda decirle ni que la comprenda. Ahora tengo que ir a hablar con la policía. —Desde la ventana, vi que los dos oficiales regresaban al hospital.
—Gracias —dije, y me dirigí hacia la izquierda siguiendo su gesto. Abrí la puerta y accedí a la habitación en penumbra donde habían estado curando a la chica.
Estaba hecha un lío. Aún había dos enfermeras, charlando de sus cosas y guardando los paquetes de vendas y los tubos que no habían sido utilizados. En un rincón, un hombre con un cubo y una fregona estaba esperando a que terminaran. Limpiaría la habitación cuando la mujer lobo —la chica— hubiera sido trasladada al helicóptero. Me acerqué a la estrecha cama y le cogí la mano.
Me incliné hacia ella.
—María Estrella, ¿reconoces mi voz? —le pregunté en voz baja. Tenía la cara hinchada del impacto que había sufrido contra el suelo, llena de arañazos y rasguños. Aquéllas eran las heridas más leves, pero parecían muy dolorosas.
—Sí —respondió de forma casi inaudible.
—Yo fui quien te encontró a un lado de la carretera —le dije—. Cuando iba hacia mi casa, al sur de Bon Temps. Estabas tendida junto a la carretera local.
—Comprendo —murmuró.
—Supongo —continué con cuidado— que alguien te hizo salir de su coche, y que ese alguien te golpeó luego con el vehículo. Ya sabes lo que pasa a veces después de una cosa así, a veces la gente no recuerda nada. —Una de las enfermeras se volvió hacia mí y me miró con curiosidad. Había captado la última parte de mi frase—. De modo que no te preocupes si no recuerdas nada.
—Lo intentaré —dijo con ambigüedad, aún con esa voz apagada y lejana.
Allí no podía hacer nada más y aún había muchas otras cosas que podían salir mal, de modo que le susurré "Adiós", di las gracias a las enfermeras por su ayuda y me fui hacia mi coche. Gracias a las mantas (que se suponía tendría que reponérselas a Bill), el asiento trasero no había salido muy mal parado.
Me alegré de encontrar algo que hubiera salido bien.
Me pregunté por las mantas. ¿Las tendría la policía? ¿Me llamarían del hospital para devolvérmelas? ¿O las habrían tirado directamente a la basura? Me encogí de hombros. No tenía sentido seguir preocupándome por dos rectángulos de tejido cuando en mi lista de preocupaciones se amontonaban tantas cosas. Para empezar, no me gustaba que los hombres lobo se reunieran en el Merlotte's. Era implicar demasiado a Sam en los asuntos de los licántropos. Él era un cambiante, y éstos estaban implicados de un modo mucho más leve en el mundo sobrenatural. Ellos eran más independientes que los hombres lobo, siempre tan organizados. Y ahora pensaban utilizar el Merlotte's como lugar de reunión, y después de la hora del cierre.
Y luego estaba Eric. Oh, Dios mío, Eric estaría esperándome en casa.
Me encontré preguntándome qué hora sería en Perú. Bill debía de estar pasándoselo mejor que yo. Me daba la impresión de que había acabado la velada de Nochevieja agotada y que aún no había conseguido recuperarme; jamás me había sentido tan cansada.
Acababa de pasar el cruce donde había girado a la izquierda, tomando la calle que iba a parar al Merlotte's. Los faros delanteros del coche iluminaban árboles y arbustos. Al menos, no se veían vampiros corriendo por el lateral.
—Despierta —dijo la mujer sentada a mi lado, en el asiento del pasajero.
—¿Qué? —Abrí los ojos de par en par. El coche hizo un movimiento brusco.
—Estabas quedándote dormida.
A aquellas alturas, no me extrañaría nada encontrarme una ballena encallada en medio de la carretera.
—¿Quién eres tú? —pregunté, cuando noté que podía volver a controlar la voz.
—Claudine.
Resultaba difícil reconocerla únicamente con la tenue luz del salpicadero, pero parecía aquella bella y alta mujer que había estado en el Merlotte's en Nochevieja, y que acompañaba a Tara el otro día.
—¿Cómo has entrado en mi coche? ¿Por qué estás aquí?
—Porque en este último par de semanas ha habido mucha actividad sobrenatural por esta zona. Y yo soy la intermediaria.
—¿La intermediaria de qué?
—La intermediaria entre los dos mundos. O, para ser más exactos, la intermediaria entre los tres mundos.
A veces, la vida te da más de lo que puedes recibir. Y no te queda otro remedio que aceptarlo.
—¿De modo que eres como un ángel? ¿Por eso me despertaste cuando estaba a punto de quedarme dormida al volante?
—No, aún no he llegado tan lejos. Estás demasiado cansada para comprenderlo. Tienes que ignorar la mitología y simplemente aceptarme por lo que soy.
Sentí una oleada de alegría.
—Mira —dijo Claudine—. Aquel hombre está saludándote.
En el aparcamiento del Merlotte's había un vampiro guiando el tráfico. Era Chow.
—Oh, estupendo —dije, con la voz más malhumorada que me salió—. Espero que no te importe que nos detengamos aquí, Claudine. Tengo que entrar.
—No me lo perdería por nada del mundo.
Chow me indicó que me dirigiera hacia la parte posterior del bar y me sorprendió encontrar el aparcamiento de empleados lleno de coches que no se veían desde la carretera.
—¡Caray! —exclamó Claudine—. ¡Una fiesta! —Salió de mi coche incapaz de reprimir su júbilo, y tuve la satisfacción de ver a Chow quedarse absolutamente estupefacto al ver a aquella mujer de metro ochenta. Y eso que resulta difícil sorprender a un vampiro.
—Entremos —dijo alegremente Claudine, y me cogió de la mano.