Capítulo 5

Fui primero a ver a Carla Rodríguez, mi pista más prometedora. Había mirado antes la vieja dirección que tenía de Dovie, con quien había intercambiado felicitaciones de Navidad. Me costó un poco dar con la casa. Estaba alejada de las zonas de compras, que eran mis únicas paradas habituales en Shreveport. En el barrio donde vivía Dovie, las casas eran pequeñas, estaban pegadas las unas a las otras y había algunas que estaban en un estado de conservación deplorable.

Cuando Carla en persona me abrió la puerta, experimenté una sensación de triunfo. Tenía un ojo morado y estaba resacosa, señales ambas de que la noche anterior había sido movidita.

—Hola, Sookie —dijo, identificándome un momento después—. ¿Qué haces aquí? Anoche estuve en el Merlotte's, pero no te vi. ¿Sigues trabajando allí?

—Sí. Pero era mi noche libre. —Ahora que me encontraba frente a frente con Carla, no sabía muy bien cómo explicarle lo que necesitaba. Decidí ser directa—. Mira, Jason no ha ido a trabajar esta mañana y me preguntaba si podría estar contigo.

—No tengo nada contra ti, cariño, pero Jason es el último hombre del mundo con quien me acostaría —dijo Carla sin alterarse. Me quedé mirándola, y leí que estaba diciéndome la verdad—. No pienso poner la mano en el fuego por segunda vez, ya que la primera me quemé. Eché un vistazo por el bar, pensando que quizá lo vería por ahí, pero, de haberlo visto, ten por seguro que habría dado media vuelta.

Asentí. Comprendí que no tenía nada más que decir sobre el tema. Intercambiamos los comentarios habituales por mera educación, charlé un poco con Dovie, que apareció con un bebé en brazos, y decidí que había llegado el momento de irme. Mi pista más prometedora se había evaporado en sólo dos frases.

Intentando contener mi desesperación, cogí el coche, me dirigí a una estación de servicio cercana que estaba muy concurrida y aparqué para consultar el mapa de Shreveport. Tardé muy poco en descubrir cómo ir desde el barrio donde vivía Dovie al bar de los vampiros.

Fangtasia estaba en un centro comercial que había junto a un Toys 'R' Us. Estaba abierto todos los días desde las seis de la tarde, pero los vampiros no hacían acto de presencia hasta que era completamente de noche, lo que dependía de la época del año. La fachada de Fangtasia estaba pintada de color gris y el neón con el nombre del local era rojo. "El bar de los vampiros de Shreveport", rezaba la leyenda añadida recientemente en letra más pequeña bajo la exótica caligrafía del nombre del bar. Hice una mueca de desagrado al ver el conjunto y aparté la vista.

Hacía un par de veranos, un pequeño grupo de vampiros de Oklahoma había intentado montar otro bar en Bossier City para hacerle la competencia. Después de una noche de agosto especialmente calurosa y corta, desaparecieron para siempre y el edificio que estaban renovando se incendió y quedó destrozado.

A los turistas les encantaban las historias entretenidas y pintorescas como aquéllas. Servían para sumar emoción a la aventura de pedir bebidas carísimas (a camareras humanas vestidas con impresionantes ropajes negros de "vampiresa") y ver a genuinos chupadores de sangre, técnicamente muertos pero vivos. Eric obligaba a los vampiros de la Zona Cinco a aparecer por Fangtasia unas cuantas horas a la semana para cumplir con tan poco atractivo deber. La mayoría de sus subordinados no estaba muy por la labor de exhibirse, pero, en contrapartida, aquello les proporcionaba una buena oportunidad de ligar con "colmilleros", aficionados a los colmillos que, de hecho, se morían por recibir un mordisco. Los encuentros nunca tenían lugar en el local, pues Eric tenía sus normas establecidas sobre el tema. Igual que la policía local. El único mordisco legal que podía tener lugar entre humanos y vampiros era el que se produjera entre adultos que actuaran libremente y que, además, se realizara en privado.

Detuve el coche automáticamente en la parte posterior del centro comercial. Bill y yo solíamos utilizar la entrada de empleados. Allí, el acceso era una simple puerta gris en una pared gris, con el nombre del bar escrito con letras adhesivas compradas en Wal-Mart. Justo debajo de ellas, un gran letrero negro escrito a mano rezaba: SÓLO PARA EMPLEADOS. Levanté la mano dispuesta a llamar, pero me di cuenta enseguida de que el pestillo interior no estaba corrido.

La puerta estaba abierta.

Y aquello era mala, pero que muy mala señal.

Aun estando a plena luz de día, se me erizó el vello de la espalda. De pronto, deseé tener a Bill a mi lado. No es que echara de menos su tierno amor. Muy probablemente, el hecho de que añorara a mi antiguo novio porque es un tipo absolutamente letal era un claro indicio del nocivo estilo de vida que yo llevaba.

Aunque la zona pública del centro comercial estaba concurrida, la zona de servicios estaba desierta. El silencio estaba lleno de posibilidades, y ninguna de ellas era agradable. Apoyé la frente contra la fría puerta gris. Decidí regresar al coche e irme volando de allí, una decisión que habría sido asombrosamente inteligente.

Y me habría largado, de no haber oído aquel gemido.

E incluso entonces, si hubiera visto cerca una cabina, habría llamado al teléfono de emergencias y me habría quedado fuera del local hasta que hubiera llegado el coche patrulla. Pero no había cabina a la vista y no podía soportar la idea de que alguien necesitara de verdad mi ayuda y yo se la negara por estar muerta de miedo.

Junto a la puerta trasera había un gran cubo de basura. Abrí un poco la puerta —haciéndome a un lado un momento para evitar cualquier posible cosa que pudiera salir de allí— y coloqué el cubo de basura de tal modo que sujetase la puerta abierta. Cuando entré, tenía piel de gallina por todo el cuerpo.

Fangtasia es un local sin ventanas que precisa de luz eléctrica las veinticuatro horas de los siete días de la semana. No había ninguna luz encendida y el interior estaba oscuro como la boca del lobo. La luz invernal que entraba débilmente por la puerta abierta se extendía por un vestíbulo trasero que desembocaba en el bar propiamente dicho. A la derecha estaba la puerta que daba acceso al despacho de Eric y al despacho del contable. A la izquierda estaba la puerta del almacén, donde se ubicaba también el lavabo de los empleados. El vestíbulo terminaba en una puerta inmensa que servía para quitarle de la cabeza a cualquier juerguista la idea de entrar en la trastienda del club. Y por vez primera, encontré aquella puerta abierta. Más allá estaba la oscura y silenciosa cueva del bar. Me pregunté si habría alguien sentado debajo de las mesas o acurrucado en los reservados.

Contuve la respiración con la intención de poder detectar el más mínimo sonido. Pasados unos segundos, oí algo que rascaba y un nuevo gemido de dolor, procedente del almacén. La puerta estaba entreabierta. Di cuatro silenciosos pasos en dirección a ella. El corazón me latía con fuerza y, con un nudo en el estómago, palpé la pared en busca del interruptor de la luz.

El resplandor me hizo pestañear.

Belinda, la única colmillera medianamente inteligente que había conocido en mi vida, estaba tendida en el suelo del almacén con una extraña y contorsionada postura. Tenía las piernas dobladas, los talones prácticamente pegados a las caderas. No había rastro de sangre y, de hecho, no tenía en su cuerpo ninguna señal de herida visible. Era como si estuviese sufriendo un terrible e interminable calambre en las piernas.

Me arrodillé junto a Belinda, sin dejar de mirar en todas direcciones. No percibí más movimientos en el almacén, aunque sus rincones estaban abarrotados con montañas de cajas de distintos licores y había incluso un ataúd, que se utilizaba para un espectáculo que realizaban de vez en cuando los vampiros en fiestas especiales. La puerta del lavabo de los empleados estaba cerrada.

—Belinda —susurré—. Belinda, mírame.

Detrás de las gafas, Belinda tenía los ojos rojos e hinchados, las mejillas llenas de lágrimas. Pestañeó y centró la mirada en mi cara.

—¿Siguen aquí? —le pregunté, segura de que comprendería a qué me refería—. Los que te han hecho esto.

—Sookie —dijo con una voz ronca y débil que me llevó a preguntarme cuánto tiempo llevaría allí en aquel estado y esperando ayuda—. Gracias a Dios. Dile al amo Eric que intentamos detenerlos. —Incluso agonizando, seguía representando su papel: "Dile a nuestro caudillo que luchamos hasta la muerte".

—¿A quiénes intentasteis detener? —le pregunté.

—A los brujos. Entraron anoche después de que cerráramos, después de que Pam y Chow se hubieran ido. Sólo quedábamos Ginger y yo…

—¿Y qué querían? —Tuve tiempo de percatarme de que Belinda seguía llevando puesto su uniforme de camarera, un cuerpo negro transparente y una falda larga de corte atrevido, y que en el cuello se le notaba aún el maquillaje con las marcas del mordisco.

—Querían saber dónde habíamos escondido al amo Eric. Al parecer le han hecho alguna cosa y creían que lo teníamos escondido. —Durante la prolongada pausa que siguió, su rostro se contorsionó en una terrible mueca de dolor. Yo no lograba adivinar qué le dolía—. Las piernas —gimoteó—. Oh…

—Pero tú no lo sabías, de modo que no pudiste decirles nada.

—Jamás traicionaría a nuestro amo.

Y Belinda hablaba en serio.

—¿Había alguien más aquí, además de Ginger, Belinda? —Sufría un espasmo tan enorme que ni siquiera pudo responder. Tenía el cuerpo rígido de dolor, y los gemidos le destrozaban la garganta.

Llamé al teléfono de emergencias desde el despacho de Eric, pues, aun a oscuras, sabía dónde tenía el teléfono. La sala estaba completamente revuelta y alguna bruja con ganas de jaleo se había entretenido embadurnando con spray rojo una de las paredes con un dibujo que parecía un pentagrama. A Eric le encantaría cuando lo viese.

Regresé al lado de Belinda para explicarle que la ambulancia estaba a punto de llegar.

—¿Qué les sucede a tus piernas? —le pregunté, temiéndome la respuesta.

—Tiraron del músculo de mi pantorrilla, es como si me lo hubieran reducido a la mitad… —Y empezó a gemir de nuevo—. Me recuerda a uno de esos calambres tan terribles que sufres cuando estás embarazada.

No sabía que Belinda hubiese estado embarazada.

—¿Dónde está Ginger? —le pregunté, cuando el espasmo de dolor pareció menguar un poco.

—Estaba en el baño.

Ginger, una preciosa rubia pelirroja, seguía allí, inmóvil. No creo que pretendieran matarla. Al parecer, la habían sometido al mismo hechizo que Belinda, pues tenía también las piernas dobladas en aquella postura tan extraña y dolorosa, pero el caso es que estaba muerta. Ginger debía de estar de pie delante del lavabo cuando cayó y se había dado un golpe. Tenía los ojos en blanco y el cabello manchado con sangre coagulada derramada de la herida que tenía en la sien.

No se podía hacer nada. Era tan evidente que estaba muerta, que ni siquiera la toqué. No le mencioné nada a Belinda, demasiado inmersa en su agonía como para poder comprenderlo. Tuvo un par de momentos más de lucidez antes de que me marchara. Le pregunté dónde encontrar a Pam y a Chow para alertarles, y Belinda me dijo que no lo sabía, que simplemente aparecían por el bar cuando oscurecía.

Dijo también que la mujer que había practicado el hechizo era una bruja llamada Hallow, que medía casi un metro ochenta de altura, tenía el pelo castaño y corto y un dibujo negro pintado en la cara.

Sería fácil identificarla.

—Me dijo además que era tan fuerte como una vampira —jadeó Belinda—. Mira… —Belinda señaló detrás de mí y me volví enseguida esperando un ataque. No pasó nada alarmante, pero lo que vi fue casi tan desagradable como lo que me había imaginado. Era el asa de la carretilla que los empleados utilizaban para llevar las cajas de las bebidas de un lado a otro. Larga y metálica, el asa estaba doblada en forma de U.

—Sé que el amo Eric la matará en cuanto regrese —dijo Belinda de forma vacilante después de un rato, con las palabras entrecortadas por el dolor.

—Claro que sí —afirmé muy decidida, sintiéndome miserable al decir aquello—. Tengo que irme, Belinda, porque no quiero que la policía me encuentre aquí haciendo preguntas. No les menciones mi nombre, por favor. Di simplemente que alguien que pasaba por aquí te oyó por casualidad, ¿de acuerdo?

—¿Dónde está el amo Eric? ¿Es verdad que ha desaparecido?

—No tengo ni idea —dije, obligada a mentir—. Tengo que irme de aquí.

—Vete —dijo Belinda, con la voz rota—. Hemos tenido suerte con que vinieses.

Tenía que largarme de allí. No sabía nada de lo que había sucedido en el bar y ser interrogada durante horas era un lujo que no podía permitirme con mi hermano desaparecido.

Volví al coche y cuando salía del centro comercial me crucé con la policía y la ambulancia. Había limpiado las huellas dactilares del pomo de la puerta. Aparte de eso, y por mucho que quisiera repasar todas mis acciones en el interior del local, no podía recordar qué había tocado y qué no. De todos modos, habría millones de huellas; era un bar.

Pasado un momento me di cuenta de que conducía sin rumbo. Iba acelerada. Me detuve en el aparcamiento de otra estación de servicio y miré con anhelo la cabina telefónica. Podía llamar a Alcide, preguntarle si sabía dónde se metían Pam y Chow durante el día. Y entonces podía ir allí y dejarles un mensaje, alertarles sobre lo sucedido.

Me obligué a respirar hondo varias veces y a pensar en lo que iba a hacer a continuación. Era extremadamente improbable que los vampiros dieran a un hombre lobo la dirección del lugar donde descansaban durante el día. No era precisamente una información que los vampiros dieran a cualquiera que se lo preguntase. Alcide no sentía ningún amor especial por los vampiros de Shreveport, que habían mantenido las deudas de juego de su padre hasta que Alcide había acabado acatando sus deseos. Sabía que si le llamaba vendría, porque era un buen tipo. Pero su implicación podía tener graves consecuencias para su familia y su negocio. Sin embargo, si resultaba que esa tal Hallow era realmente la triple amenaza que parecía —bruja, licántropa y consumidora de sangre de vampiro—, era tremendamente peligrosa y los hombres lobo de Shreveport deberían estar al corriente de su existencia. Aliviada por haber tomado finalmente una decisión, busqué una cabina telefónica que funcionase y saqué de mi cartera la tarjeta con el número de Alcide.

Alcide estaba en su despacho, lo cual era un verdadero milagro. Le expliqué dónde me encontraba yo y me dio indicaciones para llegar a su oficina. Se ofreció para venir a recogerme, pero no quería que me tuviese por una tonta de remate.

Llamé después a la oficina de Bud Deadborn, y me informaron de que seguían sin noticias de Jason.

Seguí las indicaciones de Alcide y en veinte minutos me planté en Herveaux e hijo. No quedaba muy lejos de la autopista 1-30, al este de Shreveport, en dirección, de hecho, hacia Bon Temps.

Los Herveaux eran los propietarios del edificio, ocupado exclusivamente por su empresa de peritaje. Aparqué delante del edificio bajo de ladrillo. En la parte trasera, en el espacioso aparcamiento para empleados, vi estacionada la camioneta Dodge Ram de Alcide. El aparcamiento para las visitas, junto a la entrada principal, era mucho más pequeño. Era evidente que los Herveaux solían visitar más a sus clientes, que sus clientes a ellos.

Cohibida y muy nerviosa, empujé la puerta de entrada y miré a mi alrededor. Al lado de la puerta había una pequeña mesa y una zona de espera justo enfrente de ella. Más allá de una pared baja de partición, vi cuatro o cinco puestos de trabajo, tres de ellos ocupados. La mujer que estaba sentada detrás de la mesa de recepción se ocupaba también de atender las llamadas que se recibían. Tenía el pelo castaño, corto y peinado con mucho estilo, llevaba un jersey precioso y estaba maravillosamente maquillada. Probablemente había superado ya los cuarenta, pero la edad no le restaba ni un ápice de atractivo.

—Vengo a ver a Alcide —dije, sintiéndome incómoda y muy cortada.

—¿Me indica su nombre? —Me sonrió, pero se le notaba un poco crispada, como si no aprobase que una mujer joven y decididamente poco elegante se presentase en el lugar de trabajo de Alcide preguntando por él. Yo iba vestida con un jersey hecho a mano de color azul y amarillo, pantalones vaqueros gastados y mi viejo abrigo de paño azul marino. Y para rematar el conjunto, calzada con zapatillas Reebok. Lo que más me preocupaba por la mañana, cuando me había vestido, era localizar a mi hermano, no superar la inspección de la Policía de la Moda.

—Stackhouse —respondí.

—Está aquí la señorita Stackhouse —anunció por el interfono la señorita Crispada.

—¡Estupendo! —La alegría de Alcide fue un verdadero consuelo.

La señorita Crispada continuaba hablando por el interfono, "¿Le digo que vuelva en otro momento?", cuando Alcide apareció por la puerta de atrás y a la izquierda de la mesita de recepción.

—¡Sookie! —dijo, y me lanzó una luminosa sonrisa. Se detuvo un instante, como decidiendo qué hacer, y me abrazó acto seguido.

Noté que tampoco yo podía dejar de sonreír. Le devolví el abrazo. ¡Me sentía muy feliz de verlo de nuevo! Estaba espléndido. Alcide es un hombre alto, con una mata de pelo negro imposible de doblegarse a la acción de un peine o un cepillo, rostro ancho y grandes ojos verdes.

Nos habíamos deshecho juntos de un cadáver, y eso genera un vínculo.

Tiró con delicadeza de mi trenza.

—Pasa —me dijo al oído, pues la señorita Crispada no dejaba de mirarnos con una sonrisa indulgente. Lo de la indulgencia iba por Alcide, seguro. De hecho, lo sabía con certeza, pues la mujer estaba pensando que yo no era ni lo bastante chic ni lo bastante refinada como para salir con un Herveaux, y no creía que al padre de Alcide (con quien había estado acostándose durante dos años) le gustara que Alcide se relacionara con una chica tan poca cosa como yo. Vaya, ya estaba otra vez enterándome de asuntos que no quería saber. Era evidente que no estaba protegiéndome lo suficiente. Bill me ayudaba a practicar, pero ahora que había dejado de verlo empezaba a ser negligente. No era del todo culpa mía; la señorita Crispada era muy buena emisora.

Alcide no, puesto que es un hombre lobo.

Alcide me acompañó por un pasillo exquisitamente enmoquetado y con las paredes decoradas con imágenes neutras —paisajes insípidos y escenas de jardín— que supuse habría seleccionado algún decorador (o tal vez la señorita Crispada). Cuando llegamos a la puerta que tenía un membrete con su nombre, me hizo pasar a su despacho. Era una estancia amplia, aunque no grandiosa ni elegante, pues estaba abarrotada de material de trabajo: planos y papeles, cascos de obra y material de oficina. Todo muy práctico. El fax canturreaba y junto a una montaña de formularios, había una calculadora llena de números.

—Estás ocupado. No debería haberte llamado —dije, intimidada.

—¿Bromeas? ¡Tu llamada ha sido lo mejor que me ha sucedido en todo el día! —Lo dijo con tanta sinceridad que me vi obligada a sonreír de nuevo—. Tengo que decirte una cosa, una cosa que no te dije cuando dejé todas tus cosas después de que te hirieran. —Después de que unos matones a sueldo me pegaran una paliza—. Me siento tan mal al respecto que he ido posponiendo mi viaje a Bon Temps para hablar contigo en persona.

Oh, Dios, había vuelto con su asquerosa prometida, Debbie Pelt. Estaba captando el nombre de Debbie en sus ondas cerebrales.

—¿Sí? —pregunté, intentando mantener la calma. Extendió el brazo y cogió mi mano entre las suyas.

—Te debo una enorme disculpa.

Eso no me lo esperaba.

—Y ¿por qué? —pregunté, mirándole con los ojos entrecerrados. Había ido hasta allí para confesárselo todo y, en cambio, era él quien empezaba con confesiones.

—Aquella última noche, en el Club de los Muertos —empezó—, cuando más necesitabas mi ayuda y mi protección, yo…

Sabía adonde iba. Alcide se había transformado en lobo en lugar de continuar como humano y ayudarme a salir del bar después de que me clavaran la estaca. Le tapé la boca con la mano que me quedaba libre. Su piel estaba caliente al tacto. Cuando te acostumbras a tocar vampiros, te das cuenta de lo ardientes que pueden resultar los humanos, y mucho más los hombres lobo, que tienen una temperatura corporal bastante más elevada.

Sentí cómo se me aceleraba el pulso y me di cuenta de que él lo notaba también. Los animales intuyen enseguida la excitación.

—Alcide —dije—, no saques nunca más este asunto a relucir. No pudiste evitarlo y, de todas formas, todo acabó bien. —Bueno, más o menos…, teniendo en cuenta que a mí se me partió el corazón por la perfidia de Bill.

—Gracias por ser tan comprensiva —dijo, después de una pausa durante la cual me miró fijamente—. Me parece que me habría sentido mejor si te hubieras enfadado. —Creo que estaba preguntándose si estaba haciéndome la valiente o si era realmente sincera. Diría que sintió un impulso de besarme, pero que no estaba seguro de cómo lo recibiría o de si incluso se lo permitiría.

Tampoco sé qué habría hecho de haberse dado la circunstancia, y tampoco me concedí la oportunidad de descubrirlo.

—De acuerdo, estoy enfadada contigo, pero lo disimulo muy bien —dije. Se relajó por completo cuando me vio sonreír, aunque ésa sería la última sonrisa que compartiríamos aquel día—. Mira, tu despacho en pleno día no es precisamente ni el lugar ni el momento adecuado para lo que tengo que contarte —dije. Hablé sin alterarme, para que se diera cuenta de que no estaba allí para ligar con él. No sólo me gustaba Alcide, sino que me parecía que estaba buenísimo; pero hasta que no estuviese segura de cómo estaba su situación con Debbie Pelt, estaba excluido de la lista de chicos que quería frecuentar. Las últimas noticias que tenía de Debbie eran que estaba saliendo con otro cambiante, pero que ni siquiera esto había terminado su implicación emocional con Alcide.

No pensaba entrometerme en ese asunto, y mucho menos mientras el dolor provocado por la infidelidad de Bill siguiera pesando con tanta fuerza en mi corazón.

—Vayamos a tomar un café a Applebee, en esta misma calle —sugirió él. Le dijo por el interfono a la señorita Crispada que iba a marcharse. Y salimos por la puerta trasera.

Eran ya casi las dos y el restaurante estaba prácticamente vacío. Alcide le dijo al joven que nos recibió que queríamos sentarnos en el lugar más apartado posible. Me instalé en el banco que había a un lado, esperando que Alcide ocupara el otro, pero se sentó a mi lado.

—Si quieres contarme secretos, mejor que estemos lo más cerca posible el uno del otro —dijo.

Los dos pedimos café y Alcide le dijo al camarero que nos trajera una jarrita pequeña para compartirlo. Mientras el camarero revoloteaba por allí, le pregunté a Alcide por su padre, y Alcide me preguntó por Jason. No le respondí, porque sólo mencionar el nombre de mi hermano bastaba para que los ojos se me llenaran de lágrimas. Después de que llegara el café y el camarero se hubiera marchado, me preguntó:

—¿Qué sucede?

Respiré hondo, tratando de decidir por dónde empezar.

—En Shreveport hay un aquelarre de brujos malvados —dije de entrada—. Beben sangre de vampiro y hay algunos de ellos que son cambiantes.

El que respiró hondo entonces fue Alcide.

Levanté una mano, indicándole que no había acabado aún.

—Se han trasladado a Shreveport para hacerse con el imperio financiero de los vampiros. Le han echado un maleficio o un embrujo a Eric, y le han borrado la memoria. Anoche entraron en Fangtasia con la intención de descubrir el lugar donde descansan los vampiros durante el día. Hechizaron también a dos de las camareras. Una de ellas está en el hospital y la otra ha muerto.

Alcide ya había sacado el teléfono móvil de su bolsillo.

—Pam y Chow han escondido a Eric en mi casa, y tengo que estar de vuelta antes de que anochezca para ocuparme de él. Y Jason ha desaparecido. No sé quién lo ha secuestrado, ni dónde está, o si está… —Vivo. Pero no podía pronunciar la palabra.

La respiración de Alcide se convirtió en un silbido. Se quedó mirándome, sin soltar el teléfono. No sabía a quién llamar primero. Y no lo culpaba por ello.

—No me gusta que Eric esté en tu casa —dijo—. Te pone en peligro.

Me conmovió que por encima de todo pensase en mi seguridad.

—Jason pidió mucho dinero por ello y Pam y Chow accedieron —dije, incómoda.

—Pero Jason no está allí para ser objeto de todas las críticas, y tú sí.

Incuestionablemente cierto. Pero había que reconocer que Jason no había planificado las cosas para que salieran de aquella manera. Le conté a Alcide lo de la sangre que había visto en el embarcadero.

—Podría ser una pista falsa, una mancha de cualquier animal —dijo—. Pero si el grupo sanguíneo coincide con el de Jason, entonces sí que puedes empezar a preocuparte. —Bebió un sorbo de café—. Tengo que hacer algunas llamadas —dijo.

—¿Eres el jefe de la manada de Shreveport, Alcide?

—No, qué va, no tengo esa importancia, ni mucho menos.

Me parecía imposible, y se lo dije. Me cogió la mano.

—Los jefes de la manada suelen ser más viejos que yo —dijo—. Y hay que ser muy duro para eso. Duro de verdad.

—¿Tienes que luchar para convertirte en el jefe de la manada?

—No, es a través de elecciones, pero los candidatos tienen que ser muy fuertes e inteligentes. Hay una especie de…, bueno, podría decirse que tienes que superar un examen.

—¿Escrito? ¿Oral? —Alcide se sintió aliviado cuando vio que sonreía—. ¿O más bien una prueba de resistencia? —dije.

Movió afirmativamente la cabeza.

—Más bien eso.

—¿No crees que el jefe de tu manada debería estar al corriente?

—Sí. ¿Y qué más hay?

—¿Por qué lo hacen? ¿Por qué habrán elegido Shreveport? Si tan malos son, si utilizan sangre de vampiro y no se cortan cometiendo fechorías, ¿por qué no establecerse en una ciudad más próspera?

—Muy buena pregunta. —Alcide se puso a pensar, entrecerrando sus ojos verdes—. Jamás oí hablar de un brujo que tuviese ese poder. Tampoco he oído hablar nunca de que un brujo pueda ser también cambiante. Me inclinaría por pensar que es la primera vez que esto sucede.

—¿La primera vez?

—Sí, la primera vez que un brujo intenta hacerse con el control de una ciudad, que intenta hacerse con los bienes de la comunidad sobrenatural de una ciudad —dijo.

—¿Qué lugar ocupan los brujos en la jerarquía sobrenatural?

—La verdad es que son humanos que siguen siendo humanos. —Se encogió de hombros—. Normalmente, los sobs consideran a los brujos como simples aficionados. Hay que vigilarlos, ya que practican la magia y nosotros somos criaturas mágicas, pero…

—No los consideráis una gran amenaza.

—Eso es. Pero parece que tendremos que replanteárnoslo. Dices que su bruja líder bebe sangre de vampiro. ¿Sabes si los drena ella misma? —Marcó un número y se acercó el teléfono al oído.

—No lo sé.

—¿Y en qué se transforma? —Los cambiantes podían elegir, pero siempre había un animal con el que tenían mayor afinidad, su animal habitual. Un cambiante podía calificarse a sí mismo de "hombre lince" u "hombre murciélago" siempre que no corriera por allí un hombre lobo que pudiera oírle. Los hombres lobo se mostraban muy críticos con cualquier criatura de dos naturalezas que pretendiese considerarse como tal.

—Bueno, es como… tú —dije. Los hombres lobo se consideraban los reyes de la comunidad de criaturas de dos naturalezas. Sólo se transformaban en un animal, y en el mejor, además. El resto de la comunidad de criaturas de dos naturalezas respondían a las críticas de los hombres lobo llamándolos "lobos matones".

—Oh, no. —Alcide se quedó horrorizado. Justo en aquel momento, el jefe de su manada respondió al teléfono.

—Hola, soy Alcide. —Silencio—. Siento molestarle cuando sé que está ocupado en el jardín. Pero ha sucedido algo importante. Necesito verle lo antes posible. —Un nuevo silencio—. Sí, señor. Con su permiso, iré acompañado por otra persona. —Transcurridos un par de segundos, Alcide pulsó una tecla para dar por finalizada la conversación—. ¿No crees que Bill tendría que saber dónde viven Pam y Chow? —me preguntó.

—Estoy segura de que lo sabe, pero no está aquí para decírmelo. —Eso en el caso de que quisiera hacerlo.

—¿Y dónde está? —El tono de voz de Alcide sonó engañosamente tranquilo.

—Está en Perú.

Estaba mirando mi servilleta, que había doblado en forma de abanico. Cuando levanté la vista hacia el hombre que tenía a mi lado, vi que estaba mirándome con una expresión de incredulidad.

—¿Se ha ido? ¿Te ha dejado sola?

—Él no sabía que iba a pasar todo esto —dije, intentando no sonar como si me pusiese a la defensiva. Pero entonces pensé: "¿Qué estoy diciendo?"—. Alcide, no he visto a Bill desde que regresé de Jackson, excepto el día que vino a verme para decirme que se iba al extranjero.

—Pero si me dijo que habías vuelto con Bill —dijo Alcide, con un tono de voz muy extraño.

—¿Quién te dijo eso?

—Debbie. ¿Quién si no?

Me temo que mi reacción no fue muy elogiosa.

—¿Y tú crees a Debbie?

—Me dijo que se había pasado por el Merlotte's de camino para mi casa y que os había visto a Bill y a ti muy acaramelados.

—¿Y la creíste? —A lo mejor, si seguía insistiendo así, acababa diciéndome que sólo estaba bromeando.

Alcide parecía un corderito; bueno, todo lo corderito que un hombre lobo pueda llegar a parecer.

—De acuerdo, fue una tontería por mi parte —admitió—. Trataré el asunto con ella.

—Eso es. —Hay que disculparme si no lo dije en un tono muy convincente. Era una frase que ya había oído muchas veces.

—¿De verdad que Bill está en Perú?

—Por lo que yo sé, sí.

—¿Y tú estás sola en tu casa con Eric?

—Eric no sabe que es Eric.

—¿No recuerda su identidad?

—No. Y, por lo que parece, tampoco recuerda su carácter.

—Eso está bien —dijo Alcide, misteriosamente. Nunca se había tomado a Eric con humor, como yo. Yo siempre había recelado de Eric, pero valoraba su astucia, su determinación y su talento natural. Si podía decirse de un vampiro que tenía "alegría de vivir", Eric la tenía en cantidades industriales.

—Vayamos a ver al jefe de la manada —dijo Alcide, con un humor mucho más sombrío. Salimos del reservado después de que él pagara los cafés y sin que llamara al trabajo para justificar su ausencia ("No tiene sentido ser el jefe si no puedo desaparecer de vez en cuando"). Me abrió la puerta de su camioneta y emprendimos el camino de vuelta a Shreveport. Estaba segura de que la señorita Crispada pensaría que nos habíamos largado a un motel o que estábamos en el apartamento de Alcide, lo que siempre era mejor que llegase a descubrir que su jefe era un hombre lobo.

Por el camino, Alcide me contó que el jefe de la manada era un coronel retirado del Ejército del Aire que había estado destinado en la base aérea de Barksdale, en Bossier City, y que había acabado instalándose en Shreveport. La única hija del coronel Flood se había casado con un hombre de la ciudad y el coronel Flood se había instalado aquí para estar cerca de sus nietos.

—¿Sabes si su esposa también es mujer lobo? —pregunté. Si resultaba que la señora Flood era también mujer lobo, parecía evidente que su hija lo fuera también. Los licántropos que logran sobrevivir los primeros meses de vida viven durante mucho tiempo, exceptuando que mueran por accidente.

—Lo era. Falleció hace unos meses.

El jefe de la manada de Alcide vivía en un barrio modesto con casitas tipo rancho construidas en parcelas minúsculas. El coronel Flood estaba recogiendo piñas en su jardín, una actividad muy doméstica y pacífica para un hombre lobo tan destacado. Aunque iba vestido con ropa de civil, me lo imaginé con el uniforme del Ejército del Aire. Tenía abundante pelo blanco, cortado muy corto, y un bigote que parecía estar recortado con regla, de lo exacto que era por los dos lados.

El coronel debía de sentir curiosidad después de recibir la llamada de Alcide, pero nos invitó a entrar en su casa sin perder la compostura. Le dio unas cuantas palmaditas en la espalda a Alcide y se mostró muy educado conmigo.

La casa estaba tan pulida como su bigote. Habría superado la inspección.

—¿Queréis tomar algo? ¿Un café? ¿Chocolate caliente? ¿Un refresco? —El coronel gesticuló en dirección a la cocina, como si hubiera allí un criado a la espera de recibir órdenes.

—No, gracias —dije, pues el café que había tomado en Applebee me había dejado llena. El coronel Flood insistió en que nos sentáramos en el salón, que era un estrecho rectángulo con una zona de comedor en un extremo. A la señora Flood debían de gustarle las aves de porcelana. Debían de gustarle mucho. Me pregunté cómo se comportarían los nietos en aquel salón y permanecí sentada con las manos unidas en mi regazo por temor a romper algo.

—Y bien, ¿en qué puedo ayudarte? —le preguntó el coronel Flood a Alcide—. ¿Queréis permiso para casaros?

—Hoy no —dijo Alcide con una sonrisa. Bajé la vista para que nadie viera mi expresión—. Mi amiga Sookie tiene una información que ha compartido ya conmigo. Se trata de un tema muy importante. —Su sonrisa se quedó en nada—. Quiere explicarle todo lo que sabe.

—¿Y por qué tendría que escucharla?

Comprendí enseguida que estaba preguntándole a Alcide quién era yo, que si estaba obligado a escucharme, necesitaba conocer mis intenciones. Pero Alcide se sintió ofendido por mí.

—No la habría traído si no fuese importante. No se la habría presentado si no diera mi sangre por ella.

No sabía muy bien a qué se refería con aquello, pero lo interpreté como que Alcide refrendaba mi honestidad y se ofrecía a pagar en algún sentido en el caso de que mi palabra demostrara ser falsa. En el mundo sobrenatural, nada es sencillo.

—Oigamos tu historia, joven mujer —dijo con energía el coronel.

Le expliqué todo lo que le había contado ya a Alcide, intentando excluir los datos más personales.

—¿Dónde se reúne este aquelarre? —me preguntó cuando hube acabado. Le conté lo que había leído en la mente de Holly.

—Esta información no es suficiente —dijo Flood sucintamente—. Necesitamos a los rastreadores, Alcide.

—Sí, señor. —A Alcide le brillaron los ojos al pensar que iba a entrar en acción.

—Los convocaré. Todo lo que acabo de oír me hace replantearme de nuevo algo extraño que sucedió anoche. Adabelle no se presentó a la reunión del comité de planificación que estaba programada.

Alcide se quedó sorprendido.

—No es buena señal.

Intentaban mostrarse crípticos en mi presencia, pero no tuve que hacer un gran esfuerzo para leer las mentes de los dos hombres lobo. Flood y Alcide estaban preguntándose si Adabelle —¿podría decirse que era su vicepresidenta?— habría faltado a la reunión por algún motivo inocente o si el aquelarre la habría engatusado para actuar en contra de su propia manada.

—Adabelle ha estado un tiempo teniendo roces con el liderazgo de la manada —le explicó el coronel Flood a Alcide, con el fantasma de una sonrisa en sus finos labios—. Confiaba en que encontraría suficiente la concesión de haber salido elegida como la segunda de a bordo.

Por los retazos de información que pude extraer de la mente del jefe de la manada, el grupo de Shreveport era básicamente patriarcal. El liderazgo del coronel Flood resultaba asfixiante para Adabelle, una mujer moderna.

—Es posible que un cambio de régimen le resultara atractivo —dijo el coronel Flood, después de una perceptible pausa—. Si los invasores conocen un poco cómo funciona nuestra manada, es muy probable que hayan decidido realizar intentos de aproximación con Adabelle.

—No creo que Adabelle traicionara nunca a la manada, por descontenta que se sienta con la situación actual —dijo Alcide. Parecía estar bastante seguro—. Pero me preocupa que anoche no acudiera a la reunión y que esta mañana no haya podido localizarla por teléfono.

—Me gustaría que te desplazaras a casa de Adabelle mientras yo aviso a la manada para que entre en acción —sugirió el coronel Flood—. Si a tu amiga no le importa.

Tal vez a su amiga le gustaría regresar cuanto antes a Bon Temps y ver a su inquilino. Tal vez a su amiga le gustaría continuar buscando a su hermano. Aunque, sinceramente, no se me ocurría nada más que hacer para seguir buscando a Jason y faltaban aún más de dos horas para que Erie se levantara.

Dijo entonces Alcide:

—Coronel, Sookie no es miembro de la manada y no tendría por qué cargar con estas responsabilidades. Tiene sus propios problemas y se ha desviado de su camino para darnos a conocer el gran problema que ni siquiera nosotros sabíamos que se nos echaba encima. Tendríamos que habernos enterado. Hay alguien en la manada que no está siendo honesto con nosotros.

La cara del coronel Flood se quedó seria, como si acabase de tragarse una anguila viva.

—Tienes toda la razón —dijo—. Gracias, señorita Stackhouse, por haber perdido el tiempo viniendo hasta Shreveport para contarle a Alcide un problema… que deberíamos haber conocido antes nosotros.

Asentí a modo de reconocimiento.

—Y pienso que tienes razón, Alcide. Alguno de nosotros tendría que haber estado ya al corriente de la presencia de otra manada en la ciudad.

—Le llamaré para informarle de lo que averiguo en casa de Adabelle —dijo Alcide.

El coronel cogió el teléfono y consultó una libreta con tapas de piel de color rojo antes de marcar el número. Miró de reojo a Alcide.

—Tampoco responde en la tienda. —Irradiaba más calor que un radiador. Y teniendo en cuenta que en la casa del coronel Flood hacía tanto frío como fuera, el calor fue bienvenido.

—Deberíamos nombrar a Sookie amiga de la manada.

Adiviné que aquello era algo más que una simple recomendación. Lo que estaba diciendo Alcide era importante, pero no tenía ninguna intención de dar explicaciones al respecto. Empezaba a cansarme de tantas conversaciones elípticas a mi alrededor.

—Discúlpenme, Alcide, coronel —dije lo más educadamente que me fue posible—. Teniendo en cuenta que los dos tienen planes en los que ponerse a trabajar, tal vez Alcide podría llevarme otra vez hasta donde dejé aparcado el coche.

—Naturalmente —aceptó el coronel, y leí en su mente que se alegraba de que por fin me largara—. Alcide, nos vemos aquí de nuevo en…, ¿cuánto? ¿Unos cuarenta minutos? Seguiremos hablando entonces sobre el tema.

Alcide miró el reloj y accedió a regañadientes.

—Me pasaré por casa de Adabelle de camino hacia el coche de Sookie —dijo, y el coronel asintió, como si fuera algo meramente formal.

—No sé por qué Adabelle no responde al teléfono en el trabajo, y tampoco creo que esté con los de ese aquelarre —me explicó Alcide cuando subimos en su camioneta—. Adabelle vive con su madre y no se llevan muy bien. Pero pasaremos primero por su casa. Adabelle es la segunda de a bordo de Flood, y es además nuestra mejor rastreadora.

—¿Qué es lo que pueden hacer los rastreadores?

—Irán a Fangtasia y tratarán de seguir el rastro de olor que dejaron allí los brujos. Eso los conducirá a su guarida. Si pierden el rastro, tal vez podamos pedir la ayuda de los aquelarres de Shreveport. Tienen que estar tan preocupados como nosotros.

—Me temo que el personal de urgencias que haya ido a Fangtasia haya podido borrar todo rastro de olor —dije con pesar. Ver a un hombre lobo seguir un rastro por la ciudad tenía que ser un verdadero espectáculo—. Y sólo porque lo sepas, Hallow ha contactado ya con todos los brujos de la zona. En Bon Temps hablé con una wiccana que había sido convocada a una reunión con el grupo de Hallow en Shreveport.

—Esto es más importante de lo que me imaginaba, pero estoy seguro de que la manada sabrá cómo gestionarlo —dijo con confianza Alcide.

Alcide recorrió marcha atrás el camino de acceso a casa del coronel e iniciamos nuestro recorrido por Shreveport. Aquel día me paseé por la ciudad más de lo que lo había hecho en toda mi vida.

—¿De quién fue la idea de que Bill se marchase a Perú? —me preguntó de repente Alcide.

—No lo sé. —Me pilló por sorpresa—. Creo que fue de su reina.

—¿Pero no te lo explicó él directamente?

—No.

—Debió de recibir la orden de ir allí.

—Me imagino.

—¿Y quién tiene el poder de darle una orden así? —preguntó Alcide, como si la respuesta fuera a servirle para aclarar las cosas.

—Eric, naturalmente. —Puesto que Eric era el sheriff de la Zona Cinco—. Y la reina. —Me refería a la jefa de Eric, la reina de Luisiana. Sí, lo sé. Es una tontería. Pero los vampiros se consideraban una organización maravillosa y moderna.

—Y ahora resulta que Bill se ha ido y Eric está en tu casa. —La voz de Alcide estaba forzándome a llegar a una conclusión evidente.

—¿Piensas que Eric lo organizó todo? ¿Piensas que le ordenó a Bill ausentarse del país, que fue él quien ordenó a los brujos invadir Shreveport, que le echasen el maleficio, que le obligasen a correr medio desnudo en plena noche por donde se suponía que debía yo pasar, y que Pam, Chow y mi hermano hablaron previamente entre ellos para que Eric se quedase en mi casa?

Alcide se quedó planchado.

—Veo que ya le habías dado bastantes vueltas a todo esto.

—Alcide, no tengo estudios, pero tampoco soy tonta. —Intenta estudiar algo cuando puedes leerles la mente a todos tus compañeros de clase, y eso sin mencionar al profesor. Pero leo mucho, y he leído cosas muy buenas. Naturalmente, la mayoría de lo que leo son novelas románticas y de misterio. De modo que he leído un poco de todo y poseo un extenso vocabulario—. No creo que Eric montase tanto lío para conseguir que me acostase con él. ¿Es eso lo que estás pensando? —Efectivamente, sabía que era aquello. Por mucho que fuera un hombre lobo, podía leerle la mente.

—Hombre, dicho así… —Alcide seguía sin sentirse satisfecho. Pero, en fin, este tipo era el que se había creído a pies juntillas a Debbie Pelt cuando ella le dijo que yo había vuelto con Bill.

Me pregunté si conseguiría encontrar a alguna bruja que pudiera echarle un maleficio de la verdad a Debbie Pelt, a quien odiaba porque había sido cruel con Alcide, me había insultado gravemente, me había quemado mi chal favorito e intentado matarme por poderes. Además, llevaba un peinado estúpido.

Alcide creería en la honestidad de Debbie aunque hablara mal de él a sus espaldas, y hablar mal a espaldas de los demás era la especialidad de la auténtica Debbie.

De haber sabido Alcide que Bill y yo nos habíamos separado, ¿habría intentado algo? ¿Habría una cosa llevado a la otra?

Seguro que sí. Y allí estaría yo, unida a un chico que creía en la palabra de Debbie Pelt.

Miré de reojo a Alcide y suspiré. Era un hombre casi perfecto en muchos sentidos. Me gustaba su aspecto, comprendía su forma de pensar y me trataba con gran consideración y respeto. Es verdad que era un hombre lobo, pero podía perdonarle ese par de noches al mes. Y también que, según Alcide, sería difícil que un embarazo de un hijo suyo llegara a buen término, pero era posible, al menos. El embarazo era una posibilidad que ni siquiera se contemplaba con un vampiro.

¡Para ya! Alcide no se había ofrecido para ser el padre de mis hijos y seguía aún viéndose con Debbie. ¿Qué habría sucedido con el compromiso de Debbie con ese tal Clausen?

Con el lado menos noble de mi carácter —suponiendo que mi carácter tuviera un lado noble—, confié en que llegara pronto el día en que Alcide se diera por fin cuenta de lo bruja que era en realidad Debbie y se tomara en serio aquel descubrimiento. Independientemente de si Alcide se liaba después conmigo, se merecía algo mejor que Debbie Pelt.

Adabelle Yancy y su madre vivían en una calle cortada de un barrio de clase media-alta, no muy lejos de Fangtasia. La casa estaba emplazada en lo alto de un jardín en pendiente que se elevaba por encima de la calle, por lo que el camino de acceso subía y accedía a la casa por la parte trasera. Pensé que Alcide aparcaría en la calle y subiríamos caminando por el sendero enladrillado que daba acceso a la puerta principal, pero al parecer decidió que quería dejar su vehículo fuera de la vista. Examiné la calle y no vi a nadie, y mucho menos a nadie que vigilara la casa por si llegaban visitantes.

En la parte posterior de la casa, formando ángulo recto con ella, el garaje para tres coches de la casa estaba limpio como una patena. Cualquiera pensaría que allí nunca se aparcaban coches, que el reluciente Subaru acababa de extraviarse por la zona. Bajamos de la camioneta.

—Es el coche de la madre de Adabelle. —Alcide puso mala cara—. Tiene una tienda de vestidos de novia. Seguro que has oído hablar de ella: Verena Rose. Verena se ha medio jubilado y ya no trabaja a tiempo completo. Se pasa por la tienda el tiempo justo para volver loca a Adabelle.

Nunca había estado en la tienda, pero las novias de toda la zona iban a comprar allí. Tenía que ser un establecimiento muy rentable. La casa era de ladrillo visto, estaba en un estado de conservación excelente y no tendría más de veinte años. El jardín estaba cuidado, rastrillado y pulidamente ornamentado.

Alcide llamó a la puerta trasera y abrieron enseguida. La mujer que apareció en la puerta estaba tan bien conjuntada y acicalada como el resto de la casa. Su cabello de color gris acero estaba recogido en un pulido moño e iba vestida con un traje chaqueta de color verde oliva y zapatos bajos de charol marrón. Nos miró a Alcide y a mí y no encontró lo que estaba buscando. Abrió la segunda puerta de cristal.

—Alcide, qué alegría verte —mintió desesperadamente. La mujer estaba tremendamente confusa.

Alcide la miró.

—Tenemos problemas, Verena.

Si su hija era miembro de la manada, significa que también Verena era una mujer lobo. Observé a la mujer con curiosidad y me recordó a una de las amigas más afortunadas de mi abuela. Verena Rose Yancy era una mujer atractiva que estaría rondando los setenta, bendecida con la suerte de disfrutar de unos ingresos seguros y de su propia casa. No lograba imaginármela corriendo a cuatro patas por el campo.

Era evidente que a Verena le importaba un pimiento el problema que pudiera tener Alcide.

—¿Has visto a mi hija? —preguntó, y esperó la respuesta con ojos aterrados—. No puede haber traicionado a la manada.

—No —dijo Alcide—. Pero el jefe de la manada nos ha enviado a buscarla. Anoche no se presentó a una reunión de jefes.

—Anoche me llamó desde la tienda. Dijo que tenía una reunión imprevista con una desconocida que la había llamado justo cuando iba a cerrar. —La mujer se frotó las manos, literalmente—. He pensado que quizá se reunió con esa bruja.

—¿Ha tenido noticias de Adabelle desde entonces? —pregunté con mi tono de voz más amable.

—Anoche me acosté enfadada con ella —dijo Verena, mirándome directamente por vez primera—. Pensé que habría decidido pasar la noche en casa de alguna de sus amistades. Una de sus amigas —explicó, mirándome con las cejas arqueadas para que comprendiera el sentido de sus palabras—. Nunca me avisa con tiempo. Se limita a decirme: "Ya me verás cuando venga" o "Ya nos veremos mañana por la mañana en la tienda" o cualquier otra cosa. —Un estremecimiento recorrió el delgado cuerpo de Verena—. Pero ni ha pasado por casa, ni me responde en la tienda.

—¿Tenía que abrir hoy? —preguntó Alcide.

—No. El miércoles es el día que cerramos, pero siempre acude allí para trabajar con los libros de contabilidad y sacarse todo el papeleo de encima. Es lo que hace siempre —repitió Verena.

—¿Por qué no nos acercamos Alcide y yo a la tienda para inspeccionar? —le ofrecí con educación—. A lo mejor ha dejado una nota. —No era de esas mujeres a las que les darías unos golpecitos de aliento en el brazo, de modo que me reprimí y no hice aquel gesto que me habría parecido natural, sino que empujé la puerta de cristal para cerrarla dejándole claro que ella se quedaba allí y no tenía que acompañarnos. Lo comprendió a la primera.

La tienda de vestidos de novia y de ceremonia de Verena Rose estaba en una vieja vivienda de una manzana de casas de dos pisos. El edificio había sido renovado y estaba en un estado de conservación tan magnífico como la residencia de los Yancy, y no me sorprendió que tuviera aquella categoría. El ladrillo visto pintado de blanco, las persianas de color verde oscuro, el reluciente hierro forjado de la barandilla de las escaleras y los detalles de latón de la puerta eran muestras de elegancia y de atención al detalle. Comprendí enseguida que quien aspiraba a demostrar su clase tenía que acudir allí para adquirir su vestido de novia.

Situado a cierta distancia de la calle, con una zona de aparcamiento detrás de la tienda, el edificio tenía una tribuna de dimensiones considerables en la parte delantera. En el interior del ventanal de la tribuna se veía un maniquí sin rostro luciendo una brillante peluca castaña. Tenía los brazos colocados de tal manera que cogía con elegancia un precioso ramo de flores. Incluso desde la camioneta, me di cuenta de que el vestido de novia, con su larga cola bordada, era absolutamente espectacular.

Aparcamos en el camino de acceso, olvidándonos del aparcamiento trasero, y bajamos del vehículo. Caminamos hacia la puerta de entrada y, cuando estábamos ya cerca, Alcide maldijo casi para sus adentros. Por un momento me pareció que una plaga de insectos había traspasado el ventanal y aterrizado sobre el níveo vestido. Pero al instante me di cuenta de que las manchas oscuras eran con toda seguridad gotas de sangre.

La sangre se había esparcido sobre el bordado blanco y se había secado. Era como si el maniquí hubiese resultado herido, e incluso me cuestioné esa posibilidad durante un segundo de locura. En el transcurso de los últimos meses había visto muchas cosas que de entrada también parecían imposibles.

—Adabelle —dijo Alcide, como si estuviera rezando.

Nos quedamos inmóviles en los primeros peldaños que ascendían hacia el porche, con la mirada clavada en la tribuna. El cartel de "CERRADO" colgaba en el encarte oval de cristal de la puerta y las persianas venecianas estaban cerradas. No detecté ondas cerebrales que salieran de la casa. Me tomé mi tiempo para comprobarlo. Las malas experiencias me habían demostrado que este tipo de comprobaciones siempre eran buena idea.

—Cosas muertas —dijo Alcide, levantando la cara para respirar la fría brisa, cerrando los ojos para concentrarse mejor—. Cosas muertas, dentro y fuera.

Apoyé la mano izquierda en la barandilla de hierro forjado y ascendí un peldaño. Miré a mi alrededor. Mi vista se posó en algo que había en el parterre de debajo de la tribuna, algo de color claro que destacaba sobre el mantillo de corteza de pino. Le di un codazo a Alcide y señalé en silencio con la mano derecha.

Junto a una azalea podada, había una mano…, una mano suelta. Noté el escalofrío que recorría el cuerpo de Alcide al comprender qué era aquello. Fue ese momento en el que intentas reconocer algo como cualquier cosa excepto como lo que en realidad es.

—Espera aquí —dijo Alcide, con su voz grave y ronca.

Encantada de esperar.

Pero cuando abrió la puerta de acceso a la tienda, que no estaba cerrada con llave, vi lo que había en el suelo. Tuve que reprimir un grito.

Fue una suerte que Alcide llevara consigo su teléfono móvil. Llamó al coronel Flood, le explicó lo que había ocurrido y le pidió que fuera a casa de la señora Yancy. A continuación llamó a la policía. No quedaba otro remedio. Era una zona transitada y era muy probable que alguien nos hubiera visto acercándonos a la puerta de la tienda.

Era el día de encontrar cadáveres…, tanto para mí como para la policía local de Shreveport. Sabía que en el cuerpo había algunos policías que eran vampiros. Esos vampiros, naturalmente, tenían que trabajar en el turno de noche, por lo que los policías con los que hablamos eran seres humanos normales y corrientes. Entre ellos no había ningún hombre lobo ni ningún cambiante, ni siquiera un humano con poderes telepáticos. Los agentes de la policía eran gente normal y corriente que prácticamente nos tomaron como sospechosos.

—¿Por qué se han pasado por aquí? —preguntó el detective Coughlin, que tenía el pelo castaño, la cara arrugada de estar a la intemperie y una barriga cervecera de la que se habría sentido orgulloso un caballo trotón.

La pregunta pilló por sorpresa a Alcide. No había pensando en aquello hasta el momento, lo cual no era de extrañar. Yo no había conocido a Adabelle con vida, ni había estado en la tienda de vestidos de novia como él. Alcide estaba más conmocionado que yo. Era yo quien debía tomar las riendas.

—Fue idea mía, detective —dije al instante—. Mi abuela, que falleció el año pasado, siempre me decía: "Si algún día necesitas un vestido de novia, Sookie, tienes que ir a Verena Rose". No se me pasó por la cabeza llamar con antelación para ver si hoy estaba abierta.

—¿De modo que usted y el señor Herveaux piensan casarse?

—Sí —respondió Alcide, atrayéndome hacia él y abrazándome—. Vamos camino del altar.

Sonreí, pero con la modestia necesaria.

—Bien, pues felicidades. —El detective Coughlin nos miró pensativo—. De modo, señorita Stackhouse, que usted no conocía a Adabelle Yancy.

—Tal vez coincidiera con la señora Yancy, la madre, cuando era pequeña —dije con cautela—. Pero no la recuerdo. La familia de Alcide conoce a los Yancy, naturalmente. Lleva toda la vida viviendo aquí. —Naturalmente, todos son licántropos.

Coughlin seguía mirándome.

—¿Y tampoco entró en la tienda? ¿Me dicen que sólo entró el señor Herveaux?

—Alcide entró y yo me quedé esperando aquí. —Intenté parecer delicada, lo que no me resultó fácil. Soy una chica sana y musculosa, y aunque no soy una modelo de tallas grandes, tampoco puede decirse que sea precisamente Kate Moss—. Había visto… la mano, por lo que preferí quedarme fuera esperando.

—Una buena idea —dijo el detective Coughlin—. Lo que hay aquí dentro es mejor que no lo vea nadie. —Cuando dijo eso pareció veinte años mayor. Me dio lástima que su trabajo fuera tan duro. Estaba pensando que los cuerpos masacrados que había en el interior de la tienda eran dos vidas desperdiciadas y obra de alguien a quien le encantaría arrestar—. ¿Tiene alguno de ustedes idea de por qué alguien podría querer hacer pedazos a dos mujeres de esta manera?

—¿Dos? —dijo Alcide, pasmado.

—¿Dos? —dije yo, con menos cautela.

—Sí, dos —dijo el detective. Esperaba obtener nuestras respectivas reacciones y ya las tenía; pronto descubriría qué pensaba de ellas.

—Pobrecitas —dije, y no fingía las lágrimas que inundaban mis ojos. Resultaba muy agradable poder apoyarme en el pecho de Alcide y, como si me hubiera leído los pensamientos, él bajó la cremallera de su cazadora de cuero para que pudiera estar más en contacto con él y me protegió con los laterales abiertos para mantener el calor—. Y si una de ellas es Adabelle Yancy, ¿quién es la otra?

—De la otra no queda mucho —dijo Coughlin, antes de que él mismo se aconsejara mantener la boca cerrada.

—Estaban como mezcladas —dijo en voz baja Alcide, cerca de mi oído. Sentía nauseas—. No me di cuenta. Supongo que si hubiera analizado lo que vi…

Aun sin poder leer con claridad los pensamientos de Alcide, comprendí que estaba pensando que Adabelle había conseguido acabar con una de sus atacantes. Y cuando el resto del grupo se marchó, no se llevó todos los pedazos pertinentes.

—Y dice que es usted de Bon Temps, señorita Stackhouse —dijo el detective, casi por decir algo.

—Sí, señor —contesté, sofocando un grito. Intentaba no imaginarme los últimos momentos de Adabelle Yancy.

—¿Trabaja también allí?

—Sí, en el Merlotte's Bar and Grill —respondí—. Soy camarera.

Mientras el agente se percataba de la diferencia de clase social que existía entre Alcide y yo, cerré los ojos y dejé descansar la cabeza sobre el cálido pecho de Alcide. El detective Coughlin se estaba preguntando si estaría embarazada; si el padre de Alcide, una figura conocida y adinerada de Shreveport, aprobaría este matrimonio. Entendía que hubiera decidido comprarme un vestido de boda caro, si iba a casarme con un Herveaux.

—¿No tiene usted anillo de prometida, señorita Stackhouse?

—No tenemos pensado un noviazgo largo —dijo Alcide. Escuché su voz retumbando en el interior de su pecho—. Tendrá su diamante el día que nos casemos.

—Eres muy malo —dije cariñosamente, pellizcándole en las costillas con toda la fuerza que pude sin que fuese demasiado evidente.

—Ay —protestó Alcide.

Aquel pequeño juego convenció al detective Coughlin de que estábamos realmente prometidos. Anotó nuestros números de teléfono y nuestras direcciones y dijo que podíamos marcharnos. Alcide se quedó tan aliviado como yo.

Subimos al vehículo y condujimos hasta encontrar un lugar seguro donde poder estar tranquilos —un parquecillo prácticamente desierto debido al frío reinante— y Alcide llamó de nuevo al coronel Flood. Yo me quedé esperando en la camioneta mientras Alcide caminaba de un lado a otro sobre la hierba seca del parque, gesticulando y levantando la voz, desahogando en cierto modo su dolor y su rabia. Había notado cómo se acumulaba en su interior. A Alcide, como a la mayoría de los chicos, le costaba expresar sus emociones. Y aquello lo convertía en una persona mucho más familiar y cariñosa.

¿Cariñosa? Mejor que empezara a dejar de pensar de aquella manera. El compromiso había sido inventado única y exclusivamente para salvar la situación con el detective Coughlin. Si Alcide era el "cariño" de alguien, era de la pérfida Debbie.

Alcide volvió a subir a la camioneta. Tenía muy mala cara.

—Supongo que lo mejor es que regresemos a la oficina y recojas tu coche —dijo—. Siento mucho lo sucedido.

—Creo que soy yo quien debería decir eso.

—Es una situación que no ha buscado ninguno de los dos —dijo Alcide con voz firme—. Ninguno de los dos estaría involucrado en ella de haberlo podido evitar.

—Una verdad como un templo. —Después de reflexionar un momento sobre lo complicado que era el mundo sobrenatural, le pregunté a Alcide por el plan del coronel Flood.

—Nos ocuparemos del tema —respondió Alcide—. Lo siento, Sook, pero no puedo contarte lo que vamos a hacer.

—¿Correrás peligro? —le pregunté, sin poder evitarlo.

Habíamos llegado ya al edificio de los Herveaux y Alcide aparcó al lado de mi viejo coche. Se volvió ligeramente hacia mí y me cogió la mano.

—No me pasará nada. No te preocupes —dijo cariñosamente—. Te llamaré.

—No te olvides de hacerlo —dije—. Y yo tengo que contarte lo que hagan los brujos tratando de dar con Eric. —No le había contado a Alcide lo de los carteles con la imagen de Eric, lo de la recompensa. Habría puesto todavía peor cara si se hubiera enterado de la inteligencia con que estaba planteada la trama.

—Debbie tenía pensado venir a verme esta tarde, llegará aquí alrededor de las seis —dijo. Miró el reloj—. Ya es demasiado tarde para evitar que venga.

—Si pensáis llevar a cabo un ataque a lo grande, ella podría ayudaros —dije.

Me lanzó una mirada penetrante, como si quisiera taladrarme con ella.

—Es una cambiante, no una mujer lobo —me recordó, poniéndose a la defensiva.

A lo mejor se transformaba en comadreja, o en ratón.

—Por supuesto —dije muy seria. Me mordí literalmente la lengua para no soltar todos los comentarios que guardaba en mi boca y ansiaban salir de ella—. Alcide, ¿crees que el otro cuerpo sería el de la amiga de Adabelle? ¿De alguien que estaba por casualidad en la tienda con Adabelle cuando llegaron los brujos?

—Teniendo en cuenta que gran parte del segundo cuerpo había desaparecido, pienso que es probable que fuera de una de las brujas. Supongo que Adabelle murió luchando.

—Yo también lo supongo. —Moví afirmativamente la cabeza, poniendo fin a ese aluvión de ideas—. Mejor que regrese ya a Bon Temps. Eric estará a punto de despertarse. No te olvides de decirle a tu padre que estamos prometidos.

Su expresión fue lo único divertido que viví aquel día.