El detective se despidió de mí después de aquello, diciéndome que le pediría a la policía especialista en escenas de crimen que fuera a la casa a inspeccionarla y que estaríamos en contacto. De su cerebro me vino la idea de que había alguna cosa que no quería que yo viese y que lo de Carla Rodríguez me lo había dicho simplemente para distraerme.
Pensé que querría llevarse la escopeta, ya que ahora parecía estar mucho más seguro de que se enfrentaba a un crimen y que el arma podía formar parte de las pruebas. Pero Alcee Beck no dijo nada, y yo tampoco se lo recordé.
Estaba más conmocionada de lo que quería admitir. Hasta ahora había estado convencida de que, aunque tenía que localizar a mi hermano, Jason estaba bien; simplemente desaparecido. O perdido entre algunas sábanas, quizá. Tal vez estaría metido en algún problema de poca gravedad, me había dicho a mí misma. Pero ahora las cosas empezaban a tener peor pinta.
Nunca había logrado exprimir mi presupuesto lo suficiente como para permitirme un teléfono móvil, de modo que cogí el coche con la idea de volver a casa. Empecé a pensar a quién podía llamar y obtuve la misma respuesta que antes. A nadie.
No tenía ninguna noticia que dar. Me sentía tan sola como siempre. Pero no quería ser la típica mujer de las crisis que se presenta siempre en casa de las amistades cargada de problemas.
Se me llenaron los ojos de lágrimas. Me hubiese gustado volver a tener a mi abuela a mi lado. Aparqué en la cuneta y me di un bofetón en la mejilla. Y me dirigí a mí misma unas cuantas palabras malsonantes.
Shreveport. Tenía que ir a Shreveport y hablar cara a cara con Dovie y Carla Rodríguez. De paso, cuando estuviera allí, averiguaría si Pam y Chow sabían alguna cosa sobre la desaparición de Jason. Pero faltaban todavía horas para que ellos se levantasen y perdería el tiempo en un club vacío, eso suponiendo que hubiera alguien allí y me dejara entrar. Pero no podía quedarme en casa esperando sin hacer nada. Podía dedicarme a leer la mente de los empleados humanos y averiguar si sabían qué sucedía.
Por un lado, si me desplazaba hasta Shreveport no podría estar al corriente de lo que sucedía aquí. Por otro, al menos estaría haciendo algo.
Pero mientras intentaba decidir si había otras posibilidades, sucedió algo.
Algo aún más extraño que todo lo que había sucedido a lo largo del día. Allí estaba yo, estacionada en medio de la nada en la cuneta de una carretera local, cuando de pronto aparcó detrás de mí un Chevrolet Camaro nuevo y reluciente de color negro. Del asiento del pasajero salió una atractiva mujer, de un metro ochenta de altura como mínimo. La recordaba, naturalmente; había estado en el Merlotte's por Nochevieja. Y mi amiga Tara Thornton ocupaba el asiento del conductor.
"Vaya —pensé, mirando por el espejo retrovisor— esto sí que es raro". Llevaba semanas sin ver a Tara, desde que nos encontramos por casualidad en un club de vampiros de Jackson, Misisipi. Iba entonces acompañada por un vampiro llamado Franklin Mott, un maduro muy atractivo, educado, peligroso y sofisticado.
Tara siempre está estupenda. Mi amiga del instituto tiene el pelo negro, ojos oscuros y piel morena olivácea, y disfruta de una enorme inteligencia que aprovecha para dirigir Prendas Tara, una tienda de ropa femenina de lujo con un local en un centro comercial propiedad de Bill. (De lujo, claro está, para los estándares de Bon Temps). Tara y yo nos habíamos hecho amigas hacía ya muchos años porque ella tenía un historial más triste si cabe que el mío.
Pero la mujer alta que acompañaba a Tara le hacía sombra incluso a ella. Tenía el pelo oscuro como Tara, aunque con unos reflejos rojos que sorprendían a la vista. Tenía también los ojos oscuros, pero los suyos eran enormes y almendrados, casi anormalmente grandes. Tenía la piel clara como la leche, y las piernas largas como una escalera de mano. Estaba excelentemente dotada en lo que al pecho se refiere e iba vestida de rojo bombero de la cabeza a los pies. Con el lápiz de labios también a juego.
—¡Sookie! —dijo Tara—. ¿Qué sucede? —Se acercó con cautela hasta mi viejo coche, vigilando dónde pisaba porque llevaba unas relucientes botas de tacón alto de piel marrón que no quería estropear. En mis pies habrían durado cinco minutos. Paso demasiado rato de pie como para poder llevar un calzado que sólo sea bonito, y no cómodo.
Tara, con su jersey verde salvia y sus pantalones gris marengo, daba la imagen de una mujer de éxito, atractiva y segura.
—Estaba maquillándome cuando oí en la radio de la policía que pasaba algo en casa de Jason —dijo. Entró en el coche, se acomodó en el asiento del pasajero y se inclinó hacia mí para abrazarme—. Cuando llegué aquí, vi que te ibas. ¿Qué sucede? —La mujer de rojo estaba de pie de espaldas al coche, contemplando discretamente el bosque.
Yo adoraba a mi padre, y de mi madre siempre supe (como también lo creía ella) que por mucho que a veces me lo hiciera pasar mal, actuaba por amor. Sin embargo, los padres de Tara habían sido malas personas, ambos alcohólicos y maltratadores. Los hermanos y hermanas mayores de Tara se habían ido de casa en cuanto habían podido, dejando a Tara, la menor, pagando la factura de su libertad.
Y ahora que yo tenía problemas, aquí estaba ella, dispuesta a ayudarme.
—Jason ha desaparecido —dije con voz tranquila, aunque acto seguido eché a perder aquel efecto emitiendo uno de mis terribles sollozos. Volví la cara como si fuera a mirar a través de la ventanilla. Me sentía incómoda mostrando mis emociones ante una desconocida.
Ignorando muy juiciosamente mis lágrimas, Tara empezó a formularme las preguntas más lógicas: ¿Había ido a trabajar Jason? ¿Me había llamado anoche? ¿Con quién salía últimamente?
Aquello me hizo pensar en la cambiante que iba con Jason en Nochevieja. Pensé que incluso podía mencionar la singularidad de la chica, pues Tara había estado en el Club de los Muertos aquella noche. En aquella ocasión, el acompañante de Tara era un sob de algún tipo. Tara lo sabía todo del mundo secreto.
Pero resultó que no.
Era como si le hubiesen borrado la memoria. O, al menos, fingió que se la habían borrado.
—¿Qué? —preguntó Tara, con una confusión casi exagerada—. ¿Licántropos? ¿En ese club? Yo lo que recuerdo es haberte visto a ti. ¿No sería que bebiste un poco de más y se te fue la cabeza, o algo por el estilo?
Teniendo en cuenta que bebo sólo muy de vez en cuando, la pregunta de Tara me molestó, pero, conociendo a Franklin Mott, también es verdad que era el comentario más inocuo que podía haberle hecho a Tara sobre mí. Me quedé tan decepcionada por no poder confiar en ella que cerré los ojos para no tener que ver su expresión de asombro. Noté las lágrimas resbalando despacio por mis mejillas. Tendría que haberlo dejado correr, pero dije en voz baja y ronca:
—No, no bebí más de la cuenta.
—Dios mío, ¿será que el chico con quien ibas te puso algo en la bebida? —Sinceramente horrorizada, Tara me apretó la mano—. ¿Ese hipnótico que dicen? ¡Con lo buen chico que parecía Alcide!
—Olvídalo —dije, intentando sonar más amable—. Al fin y al cabo, eso no tiene nada que ver con Jason.
Sin que la expresión de preocupación la abandonara, Tara volvió a apretarme la mano.
De repente, dejé de creerla. Tara sabía que los vampiros podían borrar los recuerdos y fingía que Franklin Mott le había borrado los suyos. Me dio la impresión de que Tara sabía perfectamente bien qué había sucedido en el Club de los Muertos y fingía no recordarlo para protegerse. Si lo hacía para sobrevivir, me parecía bien. Respiré hondo.
—¿Sigues saliendo con Franklin? —le pregunté para iniciar otra conversación.
—Me ha regalado este coche.
Me quedé un poco sorprendida, y más que un poco consternada, pero yo no era nadie para hablar.
—Es un coche precioso. ¿No conocerás por casualidad a ninguna bruja? —pregunté, tratando de nuevo de cambiar de tema antes de que Tara lograra leer mis recelos. Estaba segura de que se reiría de mí por formularle aquella pregunta, pero divertirse no tenía nada de malo. No le haría ningún daño.
Encontrar una bruja sería de gran ayuda. Apostaría cualquier cosa a que el secuestro de Jason —y me juré para mis adentros que aquello era un secuestro, no un asesinato— estaba relacionado con la maldición que las brujas le habían echado a Eric. Era demasiada coincidencia. Aunque, la verdad era que en los últimos meses había experimentado todo tipo de penurias como consecuencia de un puñado de coincidencias.
—Claro que sí —dijo Tara, sonriendo con orgullo—. En esto sí que puedo ayudarte. Es decir, si una wiccana te sirve.
No sabía qué cara poner. La sorpresa, el miedo, el dolor y la preocupación daban vueltas en mi cerebro. Y cuando pararan de hacerlo, ya veríamos qué emoción era la que quedaba por encima de las demás.
—¿Eres bruja? —le pregunté con un hilo de voz.
—Qué va, no, yo no. Yo soy católica. Pero tengo amigos wiccanos. Y algunos de ellos, brujos.
—Oh, ¿de verdad? —Tenía la impresión de no haber oído en mi vida la palabra "wiccano", aunque tal vez la hubiera leído en alguna novela romántica o de misterio—. Lo siento, no sé qué quiere decir —dije con toda mi humildad.
—Holly te lo explicará mejor que yo —dijo Tara.
—¿Holly? ¿La Holly que trabaja conmigo?
—Por supuesto. O también podrías acudir a Danielle, aunque no creo que esté tan dispuesta a hablar. Holly y Danielle están en el mismo aquelarre.
Estaba tan perpleja que ya no podía estarlo más.
—Aquelarre —repetí.
—Sí, ya sabes, un grupo de paganos que practican rituales religiosos.
—Creía que un aquelarre tenía que ser de brujas.
—Creo que no… Lo que sí sé es que sus miembros no pueden ser cristianos. La wicca es una religión.
—Entendido —dije—. Entendido. ¿Crees que Holly querrá hablar del tema conmigo?
—No veo por qué no. —Tara salió a buscar el teléfono móvil que había dejado en su coche. Mientras hablaba con Holly empezó a deambular de su coche al mío. Aquel breve respiro me sirvió para recuperar mi equilibrio mental. Por pura educación, salí del coche y me dirigí a la mujer de rojo, que había sido muy paciente.
—Siento haberte conocido en un día tan malo como hoy —dije—. Soy Sookie Stackhouse.
—Y yo soy Claudine —dijo, con una preciosa sonrisa. Tenía los dientes tan blancos como una actriz de Hollywood. Su piel era extraña; brillante y fina como la piel de una ciruela, daba la impresión de que si la mordías saldría de ella un jugo dulce—. He venido para ver toda la actividad.
—¿Qué? —dije, sorprendida.
—Sí. Aquí en Bon Temps tenéis vampiros, hombres lobo y muchas cosas más… Y eso por no mencionar varios cruces de carreteras importantes. Me sentí atraída por tantas posibilidades.
—Ya —dije con cierta inseguridad—. ¿Y piensas limitarte a observar o hacer algo más?
—Limitarme a observar no es mi estilo. —Rió—. Tú eres un poco como el comodín, ¿verdad?
—Holly está en casa —dijo Tara, cerrando el teléfono y sonriendo, pues era difícil no sonreír en presencia de Claudine. Me di cuenta de que yo misma lucía una sonrisa de oreja a oreja, no mi sonrisa tensa habitual, sino una expresión de radiante felicidad—. Dice que vayas.
—¿Vendrás conmigo? —No sabía qué pensar de la acompañante de Tara.
—Lo siento, pero Claudine viene a ayudarme hoy en la tienda —dijo Tara—. Vamos a rebajar todo el inventario con motivo de Año Nuevo y esperamos mucha clientela. ¿Quieres que te aparte alguna cosa? Me quedan unos cuantos vestidos de fiesta realmente fantásticos. ¿Verdad que el que llevaste a Jackson te quedó hecho un asco?
Sí, porque a un fanático le había dado por liarla con una estaca. El vestido había sufrido las consecuencias, definitivamente.
—Se manchó —dije empleando mucha moderación—. Muchas gracias por la oferta, pero no creo que tenga tiempo para ir a probármelos. Con Jason y todo este lío, tengo muchas cosas en qué pensar. —Y me sobra muy poco dinero, pensé para mis adentros.
—Lo entiendo —dijo Tara. Volvió a abrazarme—. Llámame si me necesitas, Sookie. Resulta gracioso que no recuerde mejor aquella velada en Jackson. A lo mejor es que yo también bebí demasiado. ¿Estuvimos bailando?
—Oh, sí, me convenciste para que practicáramos aquel numerito que bailamos en el concurso del instituto.
—¡No puede ser! —Me suplicaba que se lo negase, con una media sonrisa dibujada en su cara.
—Pues me temo que sí. —Sabía perfectamente bien que lo recordaba.
—Me gustaría haber estado presente —dijo Claudine—. Me encanta bailar.
—Pues créeme, a mí me habría encantado perderme aquella noche en el Club de los Muertos.
—Si es verdad que bailé aquello en público, creo que nunca jamás volveré a pisar Jackson —dijo Tara.
—Creo que lo mejor es que ninguna de las dos vuelva jamás a Jackson. —En Jackson dejé a más de un vampiro enfadado, pero creo que los hombres lobo se pusieron aún más furiosos que ellos. Tampoco es que hubiera muchos, pero aun así sería mejor no volver.
Tara se quedó dudando un momento, evidentemente tratando de pensar la mejor manera de decirme alguna otra cosa.
—Ya sabes que Bill es el propietario del edificio donde está mi tienda, Prendas Tara —empezó a decir con cautela—. Me dejó un número de teléfono y me dijo que verificaría de vez en cuando el contestador mientras estuviera fuera del país. De modo que si quieres decirle algo…
—Gracias —dije, aun sin estar segura de sentirme agradecida por ello—. También me dijo que dejaría un número apuntado en su casa, en una libreta junto al teléfono. —El hecho de que Bill se hubiera marchado al extranjero y estuviera inaccesible tenía una finalidad. Ni siquiera se me había pasado por la cabeza contactar con él para explicarle el aprieto en el que me encontraba. Se me había ocurrido llamar a mucha gente, pero nunca a Bill.
—Me pareció que estaba un poco, no sé, como un poco bajo de moral. —Tara se quedó examinando las puntas de sus botas—. Melancólico —dijo, como si disfrutara pronunciando una palabra que pocas veces le venía a la boca. Claudine la miró con aprobación. Era una chica extraña. Sus enormes ojos brillaban de alegría cuando me dio unos golpecitos en la espalda.
Tragué saliva.
—La verdad es que no puede decirse que sea precisamente el Señor Sonrisas —dije—. Le echo de menos. Pero… —Negué con la cabeza para subrayar mis palabras—. Era demasiado complicado. Me daba… demasiadas preocupaciones. Te agradezco que me hayas dicho que puedo llamarlo si lo necesito y, de verdad, no sabes qué favor me haces al contarme lo de Holly.
Tara, sonrojada por la sensación de satisfacción de haber hecho la buena obra del día, entró de nuevo en su flamante Camaro. Después de acomodar su esbelta figura en el asiento del acompañante, Claudine se despidió de mí saludándome con la mano y Tara arrancó el coche. Entré en mi coche y me concentré un momento para tratar de recordar dónde vivía Holly Cleary. Recordé que había mencionado que su apartamento era minúsculo, y eso sólo podía significar que vivía en Kingfisher Arms.
Cuando llegué al edificio en forma de "U" en el extrarradio sur de Bon Temps, bajé del coche y examiné los buzones en busca del número de apartamento de Holly. Vivía en la planta baja del número cuatro. Holly tenía un hijo de cinco años de edad, Cody. Tanto Holly como su mejor amiga, Danielle Gray, se habían casado justo después de terminar sus estudios de secundaria y ambas se habían divorciado cinco años después. La madre de Danielle siempre solía echarle una mano, pero Holly no tenía esa suerte. Los padres de Holly estaban divorciados desde hacía mucho tiempo y vivían en otra ciudad, y su abuela había fallecido de Alzheimer en el asilo municipal. Holly había estado saliendo unos meses con el detective Andy Bellefleur, pero la cosa no había llegado a nada. Corría el rumor de que la anciana Caroline Bellefleur, la abuela de Andy, no consideraba a Holly lo bastante "buena" para él. Yo no opinaba al respecto. Ni Holly ni Andy estaban en mi lista de personas favoritas, aunque, definitivamente, sentía más frialdad hacia Andy que hacia Holly.
Cuando Holly me abrió la puerta, me di cuenta de repente de lo mucho que había cambiado en el transcurso de las últimas semanas. Desde hacía años llevaba el pelo teñido de un color amarillo diente de león. Ahora lo tenía negro, sin brillo y con las puntas abiertas. Tenía cuatro agujeros con pendientes en cada oreja. Y también advertí que los huesos de sus caderas presionaban contra el fino tejido de algodón de sus viejos vaqueros.
—Hola, Sookie —dijo, muy amable—. Tara me contó que querías hablar conmigo, pero no estaba segura de que fueras a venir. Siento lo de Jason. Pasa, por favor.
Era un apartamento pequeño, naturalmente, y aunque había sido pintado recientemente, se notaba que hacía años que estaba habitado. Había una única estancia que combinaba salón, comedor y cocina, con una barra para el desayuno que separaba la zona de la cocina del resto. En una esquina había una cesta con juguetes y en la maltrecha mesita de centro había un bote de abrillantador para muebles Pledge y un trapo. Holly estaba de limpieza.
—Siento interrumpir —dije.
—No importa. ¿Te apetece un refresco? ¿Un zumo?
—No, gracias. ¿Dónde está Cody?
—Está con su padre —respondió Holly, bajando la vista—. Lo llevé con él el día después de Navidad.
—¿Dónde vive su padre?
—David vive en Springhill. Acaba de casarse con una chica, Allie. Ella ya tenía dos hijos. La pequeña es de la edad de Cody y les encanta jugar juntos. Siempre está con "Shelley esto", "Shelley lo otro". —Holly parecía un poco triste.
David Cleary era miembro de un gran clan. Su primo Pharr había ido conmigo a clase. Por el bien genético de Cody, esperaba que David fuese más inteligente que Pharr, algo que era muy fácil.
—Tengo que hablar contigo de un tema muy personal, Holly.
Holly se quedó sorprendida.
—Bien, la verdad es que nuestra relación nunca había llegado a este extremo, ¿no? —dijo—. Tú pregunta, y yo decidiré qué responder.
Intenté pensar bien lo que iba a decir; tenía que mantener en secreto lo que quería que siguiese siendo secreto y preguntarle lo necesario sin ofenderla.
—¿Eres bruja? —dije, incómoda por tener que utilizar una palabra tan dramática.
—Soy más bien wiccana.
—¿Te importaría explicarme la diferencia? —La miré brevemente a los ojos, pero decidí enseguida centrarme en las flores secas que había en una cesta encima del televisor. Holly pensaba que sólo podría leer su mente si la miraba a los ojos. (Es verdad, al igual que sucede con el contacto físico, el contacto visual facilita la lectura, pero no es necesario en absoluto).
—Supongo que no. —Habló lentamente, como si estuviera pensando mientras hablaba—. No eres de esas a las que les gusta chismorrear.
—Sea lo que sea lo que me digas, no pienso compartirlo con nadie. —Volví a mirarla a los ojos por un instante.
—De acuerdo —dijo—. Veamos, las brujas practican rituales mágicos.
Hablaba en sentido general, pensé, pues hablar en primera persona sería quizá una confesión demasiado atrevida.
—Se basan en unos poderes que la mayoría de la gente nunca llega a explotar. Ser bruja no equivale a ser malvada o, al menos, no tendría por qué ser así. Los wiccanos seguimos una religión, una religión pagana. Seguimos los designios de la Madre, y tenemos nuestro propio calendario de días sagrados. Se puede ser simultáneamente wiccano y brujo; o tener más de lo uno o de lo otro. Cada caso es distinto. Yo practico un poco la brujería, pero me interesa más la vida wiccana. Consideramos que actuamos bien cuando no hacemos daño a los demás.
Curiosamente, cuando Holly me explicó que no era cristiana, mi primer sentimiento fue de turbación. Nunca había conocido a nadie que no fingiera ser cristiano, o que no alabara, aunque fuera de boquilla, los preceptos cristianos básicos. Estaba segura de que en Shreveport había una sinagoga, pero nunca había conocido a un judío. Aquello era una buena curva de aprendizaje.
—Comprendo. ¿Conoces a muchas brujas?
—Conozco a unas cuantas. —Holly movió afirmativamente la cabeza repetidas veces, evitando aún mi mirada.
Vi un ordenador viejo en la desvencijada mesa del rincón.
—¿Tenéis algo así como un chat, o un tablón de anuncios, o algo por el estilo?
—Oh, claro.
—¿Has oído hablar de un grupo de brujos que ha llegado últimamente a Shreveport?
El semblante de Holly se puso muy serio. Frunció el entrecejo.
—Dime que no tienes nada que ver con ellos —dijo.
—Directamente, no. Pero conozco a alguien a quien han hecho daño y temo que hayan podido apoderarse de Jason.
—Entonces se ha metido en un buen lío —dijo sin rodeos—. La mujer que lidera este grupo es redomadamente cruel. Su hermano es igual de malvado. La gente de ese grupo no se parece en nada a nosotros. No tratan de vivir una vida mejor, ni buscan un camino para entrar en contacto con el mundo natural, ni practican hechizos que les sirvan para mejorar su paz interior. Son wiccanos. Pero son malos.
—¿Podrías darme alguna pista sobre dónde poder encontrarlos? —Estaba esforzándome para no mostrarme alterada. Mi sexto sentido me decía que Holly estaba pensando que si el recién llegado aquelarre se había hecho con Jason era muy posible que mi hermano estuviese malherido, si no muerto.
Holly, aparentemente sumida en pensamientos profundos, miró al exterior a través de la ventana de su apartamento. Tenía miedo de que pudieran descubrir que era ella quien había proporcionado la información y de que la castigaran, a ella o incluso a Cody. No eran brujos que se abstuvieran de hacer el mal. Eran brujos cuya vida giraba en torno a acumular poder de todo tipo.
—¿Son sólo mujeres? —pregunté, intuyendo que estaba a punto de decidir no decirme nada más.
—Si piensas que Jason podría encandilarlas por ser tan bien parecido, mejor que te olvides de ello —me dijo Holly, con una expresión seria y franca. No intentaba impresionarme, sino que quería que comprendiese lo peligrosa que era esa gente—. Hay también algunos hombres. No son…, no son brujos normales. Me refiero a que ni siquiera eran gente normal.
Estaba dispuesta a creerla. Me había acostumbrado a creer cosas raras desde la noche en que Bill Compton entró en el Merlotte's.
Holly hablaba como si supiera muchas más cosas sobre aquel grupo de brujos de lo que yo me había imaginado… Sabía mucho más que la información general que esperaba obtener de ella. La animé a seguir.
—¿Y qué es lo que los hace distintos?
—Han bebido sangre de vampiro. —Holly miró hacia un lado, como si intuyera que alguien estaba escuchándola. El movimiento me llevó a ser cautelosa—. Los brujos…, los brujos que utilizan sus poderes con fines malignos son ya malos de por sí. Pero los brujos con ese poder que además han tomado sangre de vampiro son…, no tienes ni idea de lo peligrosos que son, Sookie. Algunos son licántropos, además. Mantente alejada de ellos, por favor.
¿Licántropos? ¿Qué no eran sólo brujos, sino que además eran licántropos? ¿Y que bebían sangre de vampiro? Empecé a asustarme de verdad. Aquello era lo peor que podía imaginarme.
—¿Dónde están?
—Pero ¿no has entendido lo que te he dicho?
—¡Sí, pero tengo que saber dónde están!
—Se han instalado en una vieja fábrica, no muy lejos del centro comercial Pierre Bossier —dijo Holly, y vi la imagen en su cabeza. Había estado allí. Los había visto. Lo tenía todo en su cabeza y yo estaba captándolo.
—¿Por qué estuviste allí? —le pregunté, y se estremeció.
—Tenía miedo de hablar contigo —dijo Holly, enfadada—. Ni siquiera debería haberte dejado entrar. Pero he salido con Jason… Me van a matar por tu culpa, Sookie Stackhouse. A mí y a mi hijo.
—No, no te matarán.
—Estuve allí porque su líder hizo un llamamiento a todos los brujos de la zona para que acudiésemos a una reunión de alto nivel. Resultó que lo único que ella quería era imponer su voluntad sobre todos nosotros. Hubo quien se quedó muy impresionado ante su poder y su empeño, pero la mayoría no somos más que wiccanos de una pequeña ciudad y no nos gusta que consuma drogas —al fin y al cabo, beber sangre de vampiro equivale a eso—, ni su afición por el lado oscuro de la brujería. Y no quiero seguir hablando más sobre el tema.
—Gracias, Holly. —Intenté pensar en algo que decir que aplacara su miedo. Pero lo que más deseaba ella en aquel momento era perderme de vista y yo ya la había importunado demasiado. El simple hecho de que Holly, que creía en mis facultades telepáticas, me dejara cruzar el umbral de su puerta había sido ya una enorme concesión. Por muchos rumores que hubiesen oído, y por mucho que tuvieran pruebas de lo contrario, la gente quería creer que el contenido de su mente era privado.
También yo.
Le di una palmadita en la espalda al marcharme, pero Holly ni siquiera se levantó de su viejo sofá. Se quedó mirándome con sus desesperados ojos castaños, como si en cualquier momento fuera a entrar alguien dispuesto a cortarle la cabeza.
Aquella mirada me asustó más que sus palabras, más que sus ideas, y abandoné Kingfisher Arms lo más rápidamente posible, intentando fijarme en la cara de las pocas personas que me vieron dirigirme hacia el aparcamiento. No reconocí a nadie.
Me pregunté por qué podían querer a Jason los brujos de Shreveport, cómo habrían establecido la conexión entre la desaparición de Eric y mi hermano. ¿Cómo acceder a ellos y descubrirlo? ¿Me ayudarían Pam y Chow, o habrían seguido ellos sus propios pasos?
¿Y de quién sería la sangre que habían bebido esos brujos?
Desde que los vampiros nos dieron a conocer su existencia, hace ya de eso casi tres años, habían empezado a ser perseguidos en un nuevo sentido. En lugar de temer que los aspirantes a Van Helsing les clavaran una estaca en el corazón, los vampiros tenían pavor a unos empresarios modernos conocidos como "drenadores". Los drenadores viajaban en equipo, seleccionaban a los vampiros utilizando distintos métodos, los ataban con cadenas de plata (siguiendo normalmente emboscadas cuidadosamente planificadas), les extraían la sangre y la almacenaban en viales. Dependiendo de la edad del vampiro, un vial de sangre podía cotizarse entre los doscientos y los cuatrocientos dólares en el mercado negro. ¿Cuál era el efecto de beber esta sangre? Impredecible, en cuanto la sangre abandonaba el cuerpo del vampiro. Supongo que en parte ahí estaba la gracia. Lo más normal era que quien bebiera la sangre ganara fuerza durante unas cuantas semanas, tuviera mayor agudeza visual, disfrutara de la sensación de gozar de buena salud y mejorara su atractivo. Todo dependía de la edad del vampiro del cual se había extraído la sangre y de la frescura de la misma.
Naturalmente, los efectos acababan esfumándose, a menos que bebieras más sangre.
Un porcentaje de la gente que probaba la sangre de vampiro sacaba dinero de donde fuera para obtener más. Los yonquis de sangre de vampiro eran extremadamente peligrosos, claro está. La policía de las ciudades contrataba vampiros para gestionar este asunto, pues a los policías normales y corrientes los hacían papilla.
De vez en cuando, había algún aficionado a la sangre de vampiro que se volvía loco, a veces de forma tranquila y limitándose a farfullar incoherencias, otras de forma espectacular y asesina. Resultaba imposible predecir quién acabaría así, y la transformación podía producirse incluso la primera vez que se consumía esta sangre.
Y como resultado de todo ello, había hombres encerrados en celdas de aislamiento de instituciones mentales y vibrantes estrellas de cine que debían su éxito a los drenadores. Extraer sangre de los vampiros era una trabajo arriesgado, claro está. A veces, el vampiro se escapaba, con resultados predecibles. Un tribunal de Florida, en un famoso caso, teniendo en cuenta que los drenadores solían abandonar a sus víctimas, había sentenciado la venganza del vampiro como homicidio justificado. Los drenadores solían abandonar al vampiro vacío de sangre, debilitado y sin poder moverse, en el mismo lugar donde lo habían atacado. Allí, debilitado, moría con la salida del sol, a menos que tuviera la buena suerte de ser descubierto y salvado durante las horas de oscuridad. En este caso, tardaba años en recuperarse de la extracción, años durante los cuales tenía que ser ayudado por otros vampiros. Bill me había contado que existían refugios para vampiros que habían sufrido drenajes, cuya localización era extremadamente secreta.
Brujas con el poder físico de los vampiros… Parecía una combinación muy peligrosa. Cuando pensaba en el aquelarre que se había instalado en Shreveport seguía imaginándomelo integrado sólo por mujeres, y debía corregirme. Holly había mencionado que en el grupo también había hombres.
Pasé por delante de un banco y miré el reloj que había en el edificio. Vi que era poco más del mediodía. Unos minutos antes de las seis sería completamente de noche; Eric se despertaría un poco antes de esa hora. Tenía tiempo de ir hasta Shreveport y estar de regreso para entonces. No se me ocurría otro plan, y lo que no podía hacer era volver a casa y esperar sentada sin hacer nada. Incluso gastar gasolina era mejor que eso, ya que mi preocupación por Jason iba en aumento. Podía aprovechar el tiempo para devolver la escopeta a su sitio, aunque mientras estuviera descargada y la munición guardada en un lugar aparte, era legal llevar el arma en el coche.
Por primera vez en mi vida, miré por el retrovisor para ver si me seguían. No domino las técnicas de espionaje y si alguien me seguía, la verdad es que no lo vi. Me paré a echar gasolina y comprar un refresco sólo para comprobar si alguien se detenía en la gasolinera detrás de mí, pero no se paró nadie. Perfecto, pensé, confiando en que Holly siguiera sana y salva.
Mientras conducía, repasé la conversación que había mantenido con ella. Me di cuenta de que había sido la primera charla que había tenido con Holly en la que no se había mencionado ni una sola vez el nombre de Danielle. Ambas habían sido uña y carne desde la escuela primaria. Es probable que incluso tuvieran la regla a la vez. Los padres de Danielle, miembros acérrimos de la iglesia baptista, habrían sufrido un ataque de enterarse del tema, de modo que no era de extrañar que Holly hubiese sido tan discreta.
Nuestra pequeña ciudad de Bon Temps había abierto las puertas lo suficiente como para tolerar la presencia de vampiros, y tampoco los gays lo pasaban muy mal (dependiendo básicamente de cómo expresaran sus preferencias sexuales). Pero estaba segura de que habría cerrado las puertas a cal y canto para los wiccanos.
La peculiar y bella Claudine me había dicho que la ciudad de Bon Temps le resultaba atractiva por su peculiaridad. Me pregunté qué más estaría aguardando para revelarse.