—¿Cómo ha podido suceder? —le pregunté al fuego cuando todos se hubieron marchado.
Todos, excepto el gran vampiro vikingo al que supuestamente tenía que cuidar y proteger.
Estaba sentada en la alfombra frente a la chimenea. Acababa de echar otro tronco de leña y las llamas brillaban con todo su esplendor. Necesitaba pensar en algo agradable y reconfortante.
Por el rabillo del ojo vi un pie grande y descalzo. Eric se había sentado a mi lado en la alfombra.
—Creo que ha sucedido porque tienes un hermano ambicioso y porque tú eres de ese tipo de mujeres que se pararía a preguntarme qué me pasa aunque tuviera miedo —dijo Eric, acertando.
—¿Cómo te sientes con todo esto? —Jamás habría formulado esta pregunta al Eric de toda la vida, pero seguía comportándose de forma muy diferente; tal vez ya no estaba tan aturdido y aterrorizado como la noche anterior, pero continuaba con rasgos muy distintos a los habituales de Eric—. Me refiero a que me da la impresión de que te ven como un paquete que han guardado en un trastero, y que ese trastero soy yo.
—Me alegro de que me teman hasta el punto de tener que preocuparse por mí.
—Ya —dije inteligentemente. No era la respuesta que me esperaba.
—En condiciones normales debo de ser una persona aterradora. ¿O será más bien que inspiro lealtad a través de mis buenas obras y mis modales amables?
Reí por lo bajo.
—Ya me parecía a mí que no.
—Eres una persona normal —dije para reconfortarlo, aunque pensándolo bien, Eric no tenía aspecto de necesitar que lo reconfortasen mucho. Ahora, de todos modos, estaba bajo mi responsabilidad—. ¿No tienes frío en los pies?
—No —dijo.
Pero mi responsabilidad ahora era ocuparme de Eric, que tan poco necesitaba que se ocupasen de él. Y me pagaban una cantidad astronómica de dinero para hacer precisamente eso, me recordé seriamente. Cogí la vieja manta con cuadros verdes, azules y amarillos, que había quedado en el respaldo del sofá, y le tapé piernas y pies. Me dejé caer de nuevo en la alfombra a su lado.
—Es realmente horrenda —observó Eric.
—Eso es lo que decía Bill. —Me coloqué tendida boca abajo y me sorprendí sonriendo.
—¿Dónde está ese tal Bill?
—En Perú.
—¿Te dijo que se iba?
—Sí.
—¿Tengo que asumir que tu relación con él ha decaído?
Era una forma agradable de decirlo.
—Ya no nos vemos. Y empieza a ser una situación permanente —dije, sin alterar mi tono de voz.
Se tumbó también boca abajo y se apoyó sobre los codos para seguir hablando. Estaba un poco más cerca de mí de la distancia con la que yo me sentía cómoda, pero no quise decirle nada para que se apartara. Se volvió para cubrirnos con la manta a los dos.
—Cuéntame cosas sobre él —me propuso inesperadamente Eric. Pam, Chow y él se habían tomado un vaso de True-Blood antes de que los demás vampiros se marcharan y tenía un color algo más rosado.
—Conoces a Bill —le dije—. Lleva bastante tiempo trabajando para ti. Imagino que no puedes recordarlo, pero Bill… Bueno, Bill es agradable y tranquilo, y muy protector, y hay ciertas cosas que no le entran en la cabeza. — Jamás en mi vida me habría imaginado haciendo un refrito de mi relación con Bill precisamente a Eric.
—¿Te quiere?
Suspiré, y mis ojos se llenaron de lágrimas, como solía suceder cuando pensaba en Bill; una llorona, eso es lo que era.
—Decía que sí —murmuré deprimida—. Pero luego entró en contacto con él esa vampira lagartona y se largó. —Por lo que sabía, le había enviado un mensaje de correo electrónico—. Había tenido un lío con ella, y era la que lo había…, no sé cómo les llamáis, la que lo había convertido en vampiro. La que lo había transportado, decía él. De modo que Bill se fue con ella. Dijo que tenía que hacerlo. Y después descubrió —miré de reojo a Eric, levantando las cejas para dar énfasis a mis palabras, y vi que estaba fascinado— que simplemente estaba intentando atraerlo hacia un lado incluso más oscuro.
—¿Perdón?
—Que lo que quería en realidad era incorporarlo a otro grupo de vampiros de Misisipi para que les aportara la valiosa base de datos que había estado compilando para tu gente, los vampiros de Luisiana —dije, simplificando un poco en aras de la brevedad.
—¿Y qué pasó?
Aquello era casi tan divertido como charlar con Arlene. A lo mejor incluso más, pues a ella nunca había podido contarle toda la historia.
—Pues que Lorena, que así se llamaba, lo torturó —dije, y Eric abrió los ojos como platos—. ¿Te imaginas? ¿Torturar a alguien con quien has hecho el amor? ¿A alguien con quien has vivido durante años? —Eric movió la cabeza de un lado a otro con incredulidad—. Bueno, da lo mismo, la cuestión es que tú me pediste que fuera a Jackson y lo localizara. Encontré pistas en un club nocturno exclusivo para "sobs". —Eric asintió. Evidentemente, no tuve que explicarle que "sobs" significaba seres sobrenaturales—. El club se llama Josephine's, pero los hombres lobo lo llaman el Club de los Muertos. Me dijiste que fuera allí con aquel hombre lobo tan agradable que te debía un gran favor, y me alojé en su casa. —Alcide Herveaux seguía siendo protagonista de mis fantasías—. Pero acabé saliendo muy malparada —dije para terminar. Muy malparada, como siempre.
—¿Qué pasó?
—Me clavaron una estaca, te lo creas o no.
Eric estaba impresionado.
—¿Te ha quedado cicatriz?
—Sí, aunque… —Y me callé.
Hizo un ademán indicándome que continuara.
—¿Qué?
—Le pediste a uno de los vampiros de Jackson que me curase la herida, para que sobreviviera… y me diste tu sangre para que sanara rápidamente y pudiera seguir buscando a Bill durante el día. —Me puse colorada sólo de pensar en cómo me había dado Eric su sangre y confié en que él atribuyera mis colores al calor del fuego.
—¿Y salvaste a Bill? —preguntó, pasando por alto esa parte tan delicada.
—Sí —dije con orgullo—. Le salvé el culo. —Me puse boca arriba y lo miré. Era una suerte tener a alguien con quien hablar. Me subí la camiseta y me puse ligeramente de costado para mostrarle la cicatriz a Eric. Se quedó impresionado. Tocó la zona más brillante con la punta del dedo y movió la cabeza. Volví a dejar la camiseta en su sitio.
—¿Y qué le pasó a la vampira lagartona? —preguntó.
Lo miré recelosa, pero vi que no pretendía burlarse de mí.
—Bien —dije—, hmmm…, de hecho, creo que… Ella llegó en el momento en que estaba desatando a Bill y me atacó, y yo…, y yo… la maté.
Eric me miró fijamente. Me resultaba imposible interpretar su expresión.
—¿Habías matado antes a alguien? —preguntó.
—¡Por supuesto que no! —respondí indignada—. Bueno, le hice daño a un tipo que pretendía matarme, pero no murió. No, yo soy humana. No necesito matar a nadie para vivir.
—Pero los humanos se pasan la vida matándose entre ellos. Y ni siquiera los necesitan para comérselos o para beber su sangre.
—No todos los humanos.
—Es verdad —dijo—. Todos los vampiros somos unos asesinos.
—Pero, en cierto sentido, sois como los leones.
Eric se quedó perplejo.
—¿Cómo los leones? —preguntó débilmente.
—Todos los leones matan. —Y al instante, aquel concepto fue como una inspiración—. Sois depredadores, como los leones y las aves de rapiña. Pero utilizáis lo que matáis. Tenéis que matar para comer.
—La pega de esta reconfortante teoría es que nuestro aspecto es casi exacto al vuestro. Y además, en su día fuimos como vosotros. Y podemos amaros, además de alimentarnos de vosotros. No irás a decir que a un león le apetecería acariciar a un antílope.
De pronto noté en el ambiente algo que no había existido hasta entonces. Me sentí un poco como un antílope a punto de ser atacado… por un león que era un pervertido.
Me sentía más a gusto cuidando a una víctima aterrorizada.
—Eric —dije con mucha cautela—. Ya sabes que aquí eres mi invitado. Y sabes que si te pido que te marches, cosa que haré si no eres sincero conmigo, te encontrarás en medio del campo vestido únicamente con un albornoz, que además te queda corto.
—¿He dicho algo que te haya incomodado? —Estaba (o aparentaba estar) totalmente arrepentido, sus ojos azules transmitían sinceridad—. Lo siento. Simplemente trataba de continuar tu línea de pensamiento. ¿Tienes más True-Blood? ¿Qué ropa me ha traído Jason? Tu hermano es un hombre muy inteligente. —Cuando me dijo eso, no lo hizo en sentido de admiración. Y no lo culpaba por ello. La inteligencia de Jason iba a costarle treinta y cinco mil dólares. Me levanté para ir a buscar la bolsa de Wal-Mart, esperando que a Eric le gustara su nueva sudadera de los Luisiana Tech Bulldogs y unos vaqueros baratos.
Me acosté hacia medianoche, dejando a Eric absorto con mis cintas de la primera temporada de Buffy, la cazavampiros.
(Aunque me gustó recibirlas, no fueron más que un regalo de Tara para tomarme el pelo). Eric se moría de la risa con la serie, sobre todo cuando vio cómo a los vampiros les sobresalía la frente después de darse un atracón de sangre. De vez en cuando, oía las carcajadas de Eric desde mi habitación. Pero no me molestaba. Me resultaba un consuelo saber que había alguien más en casa.
Tardé un poco más de lo habitual en conciliar el sueño, porque no podía dejar de pensar en todo lo que había sucedido a lo largo del día. Eric estaba, en cierto sentido, acogido al programa de protección de testigos y yo le proporcionaba el piso franco. Nadie en el mundo —excepto Jason, Pam y Chow— sabía dónde estaba en este momento el sheriff de la Zona Cinco.
Estaba metiéndose en mi cama.
No me apetecía abrir los ojos y ponerme a pelear con él. Estaba justo en aquel momento especial que hay entre la vigilia y el sueño. Cuando la noche anterior se había metido en la cama, Eric tenía tanto miedo que había despertado mi instinto maternal y por eso lo había consolado dándole la mano. Pero esta noche, eso de tenerlo acostado a mi lado ya no me parecía tan neutral.
—¿Tienes frío? —murmuré, viendo que se acurrucaba contra mí.
—Hmmm —susurró. Yo estaba tendida boca arriba, tan a gusto que ni se me pasó por la cabeza moverme. Él se había puesto de lado, de cara a mí y me había pasado el brazo por la cintura. Pero no se movió ni un centímetro más y se relajó por completo. Después de un momento de tensión, también conseguí relajarme y me quedé dormida como un tronco.
Lo siguiente que recuerdo es que era de día y sonaba el teléfono. Estaba sola en la cama, claro está, y por la puerta entreabierta veía la habitación pequeña, al otro lado del vestíbulo. La puerta del vestidor estaba abierta, pues debía de haberse ido de mi lado al amanecer para refugiarse en el agujero oscuro.
Hacía un día despejado y la temperatura había subido un poco, tendríamos entre uno y cuatro grados centígrados. Me sentía mucho más animada que cuando me desperté el día anterior. Ahora sabía qué sucedía; o al menos sabía más o menos lo que tenía que hacer, cómo transcurrirían los próximos días. O creía saberlo. Porque cuando respondí al teléfono, descubrí lo equivocada que estaba.
—¿Dónde está tu hermano? —vociferó el jefe de Jason, Shirley Hennessey. Todo el mundo pensaba que un hombre llamado Shirley sería divertido hasta que se topaba con él frente a frente, momento en el cual decidías que sería mejor guardarte la gracia sólo para ti.
—¿Y cómo quieres que yo lo sepa? —dije—. Seguramente estará durmiendo en casa de alguna mujer. —Shirley, conocido universalmente como Catfish, jamás me había llamado para saber dónde estaba Jason. De hecho, me sorprendía incluso el simple hecho de que hubiera cogido el teléfono para llamar. Si Jason era bueno en algo era en presentarse puntual al trabajo y en cumplir hasta la hora de la salida. De hecho, Jason hacía bien su trabajo, una tarea que yo nunca había logrado comprender del todo. Al parecer se trataba de aparcar su bonita camioneta en las oficinas de la carretera local, subirse a otro furgón con el logo de la autoridad comarcal y conducir arriba y abajo las carreteras diciéndoles a las cuadrillas de obreros lo que tenían que hacer. Parecía exigir, además, salir de vez en cuando del furgón y contemplar, junto con otros hombres, los grandes socavones que había en o junto a la carretera.
Catfish se quedó sin saber qué decir ante mi franqueza.
—No deberías decir estas cosas, Sookie —dijo, sorprendido de que una mujer soltera admitiese que sabía que su hermano no era virgen.
—¿Me estás diciendo que Jason no se ha presentado a trabajar? ¿Lo has llamado a su casa?
—Sí a una cosa y sí a la otra —respondió Catfish, que en la mayoría de aspectos no tenía un pelo de tonto—. Incluso he enviado a Dago a su casa. —Dago (los miembros de las cuadrillas de la carretera tenían que tener apodos) era Antonio Guglielmi, un tipo que lo máximo que se había alejado de Luisiana era para ir a Misisipi. Estaba segura de que lo mismo podía decirse de sus padres, y seguramente de sus abuelos, aunque corría el rumor de que en una ocasión habían estado en Branson para ir al teatro.
—¿Estaba su camioneta? —Empezaba a tener esa rara sensación de frío.
—Sí —respondió Catfish—. Estaba aparcada delante de su casa, con las llaves dentro. La puerta abierta.
—¿La puerta de la camioneta o la puerta de la casa?
—¿Qué?
—La que estaba abierta. ¿Qué puerta era?
—Oh, la de la camioneta.
—Esto no me gusta, Catfish —dije. La sensación de alarma me provocaba un hormigueo en todo el cuerpo.
—¿Cuándo lo viste por última vez?
—Anoche. Estuvo aquí de visita, y se marchó hacia las…, oh, veamos… Debían de ser las nueve y media o las diez.
—¿Iba con alguien?
—No. —No había venido con nadie, era verdad.
—¿Piensas que debería llamar al sheriff? —preguntó Catfish.
Me pasé la mano por la cara. Aún no estaba preparada para eso, por muy urgente que pareciera la situación.
—Démosle una hora más —sugerí—. Si en una hora no se ha presentado en el trabajo, me lo dices. Y si aparece, dile que me llame. Supongo que debería ser yo quien se lo dijera al sheriff, si es que al final resulta que tenemos que hacerlo.
Colgué después de que Catfish me lo hubiera repetido todo otra vez, pues se veía que no le apetecía nada colgar y empezar de nuevo a preocuparse. No, no puedo leer la mente por teléfono, pero lo noté en su voz. Conocía a Catfish Hennessey desde hacía muchos años. Había sido amigo de mi padre.
Me fui con el teléfono inalámbrico al baño y me duché para espabilarme. No me lavé el pelo, por si acaso tenía que salir enseguida. Me vestí, me preparé un café y me peiné con una trenza. Mientras realizaba esas tareas, no paré de pensar ni un instante, algo que me cuesta hacer cuando estoy sentada sin hacer nada.
Decidí que existían varias posibilidades.
Una. (Ésta era mi favorita). En algún lugar entre mi casa y su casa, mi hermano había encontrado una mujer y se había enamorado de forma tan instantánea e intensa que había abandonado su costumbre desde hacía años y se había olvidado por completo del trabajo. En este momento estaba metido en una cama en algún lado y disfrutando del sexo.
Dos. Los brujos, o quienesquiera que fuesen, habían averiguado que Jason conocía el paradero de Eric y lo habían abducido para sonsacarle la información. (Tomé mentalmente nota de enterarme de más cosas acerca de los brujos). ¿Cuánto tiempo sería Jason capaz de guardar el secreto sobre el escondite de Eric? Mi hermano no sólo alardea en plan pose, en realidad es un tipo valiente… o tal vez sería más adecuado decir que es un testarudo. No hablaría fácilmente. ¿Y si un brujo le hacía un conjuro para que hablase? Y en el caso de que los brujos lo hubiesen secuestrado, era posible que estuviera ya muerto, pues habían pasado muchas horas. Y si había hablado, yo estaba en peligro y Eric tenía los días contados. Podían llegar en cualquier momento, pues los brujos no están obligados a moverse sólo en la oscuridad. Eric moriría antes de que finalizara el día, indefenso. Era la peor de todas las posibilidades.
Tres. Jason había vuelto a Shreveport con Pam y con Chow. A lo mejor habían decidido pagarle algún dinero por adelantado, o a lo mejor Jason había querido visitar Fangtasia, pues era un local nocturno popular. Una vez allí, podía haber sido seducido por alguna vampira y haberse quedado toda la noche con ella, pues Jason era como Eric en el sentido de que todas las mujeres se prendaban de él. Si ella le había quitado demasiada sangre, era probable que Jason estuviera durmiendo la mona. Me imagino que la posibilidad número tres era en realidad una variación de la número uno.
Si Pam y Chow sabían dónde estaba Jason y no me habían llamado antes de haberse ido a dormir, me iba a enfadar mucho. Mi instinto visceral me decía que fuera a buscar el hacha y empezara a preparar unas cuantas estacas.
Entonces recordé lo que había estado intentando olvidar con todas mis fuerzas: lo que sentí al introducir la estaca en el cuerpo de Lorena, la expresión de su rostro al darse cuenta de que su interminable vida había acabado. Alejé de mí ese pensamiento. Cuando matas a alguien (aunque sea a un vampiro malvado) acaba afectándote tarde o temprano, a menos que seas un psicópata rematado, lo cual no era mi caso.
Lorena me habría matado sin pensárselo dos veces. De hecho, habría disfrutado con ello. Pero era una vampira, y Bill nunca se cansaba de decirme que los vampiros eran distintos; que aunque conservaran su aspecto humano (más o menos), sus funciones internas y su personalidad experimentaban un cambio radical. Yo lo creí, me tomé muy en serio todas sus advertencias. Su aspecto tan humano, sin embargo, hace que sea fácil atribuirles reacciones y sentimientos humanos.
Lo frustrante era que Chow y Pam no se despertarían hasta el anochecer, y que yo no sabía a quién —o a qué— despertaría si llamaba a Fangtasia durante el día. No creía que aquellos dos vivieran en el club. Tenía la impresión de que Pam y Chow compartían una casa… o un mausoleo… en algún lugar de Shreveport.
Estaba prácticamente segura de que durante el día tenían que ir empleados humanos a realizar la limpieza del club aunque, naturalmente, un humano no me diría (ni podría aunque quisiera) nada sobre los asuntos de los vampiros. Los humanos que trabajaban para vampiros aprendían rápidamente a mantener la boca cerrada, como muy bien podía atestiguar yo.
Por otro lado, si me desplazaba hasta el club tendría la posibilidad de hablar con alguien cara a cara. Tendría la posibilidad de leer una mente humana. No podía leer la mente de los vampiros, y eso era lo que me había llevado inicialmente a sentir atracción hacia Bill: un sosiego de silencio después de toda una vida de hilo musical. (¿Por qué no podía oír los pensamientos de los vampiros? Tengo una gran teoría al respecto. Tengo tanto de científica como una galleta salada, pero he leído acerca de las neuronas, que son las células que hacen funcionar el cerebro mediante pequeños destellos, ¿no es eso? Como los vampiros funcionan gracias a la magia, no gracias a la energía vital normal, sus cerebros no emiten esos impulsos. Y por eso yo no soy capaz de pillar nada… excepto más o menos una vez cada tres meses, ocasión en la que soy capaz de recibir el pensamiento de algún vampiro. Pero siempre intento esconderlo, porque es una forma segura de buscarse una muerte instantánea).
Curiosamente, el único vampiro al que había "oído" dos veces era —efectivamente, lo habéis adivinado— Eric.
Si estaba disfrutando tanto de la reciente compañía de Eric era por el mismo motivo por el que me gustaba la de Bill, dejando aparte el componente romántico que había tenido con éste. Incluso Arlene tenía la tendencia de dejar de escucharme cuando yo le hablaba y se ponía a pensar en otras cosas que consideraba más interesantes, como las notas de sus hijos o las monadas que decían. Pero con Eric no me enteraba, aunque estuviera pensando en que tenía que cambiarle las escobillas al parabrisas de su coche mientras yo le abría mi corazón.
La hora que le había pedido a Catfish que me concediera estaba casi agotada y mis pensamientos constructivos se habían reducido a sandeces sin sentido, como siempre. Bla, bla, bla. Eso es lo que sucede cuando te pasas el día hablando contigo misma.
Muy bien, pasemos a la acción.
El teléfono sonó justo pasada una hora y Catfish admitió no haber tenido noticias. Nadie había oído nada sobre Jason ni lo había visto aunque, por otro lado, Dago tampoco había visto nada sospechoso en casa de Jason, excepto la puerta abierta de la camioneta.
Me sentía aún reacia a llamar al sheriff, pero me daba cuenta de que no tenía otra elección. A aquellas alturas, llamaría la atención si no lo llamaba.
Esperaba ser recibida con conmoción y alarma, pero la respuesta fue incluso peor: indiferencia benévola. De hecho, el sheriff Bud Dearborn soltó una carcajada.
—¿Me llamas porque el semental de tu hermano no ha ido a trabajar? Sookie Stackhouse, me dejas sorprendido. —Dearborn tenía la voz ronca y la cara aplastada de un pequinés, y era fácil imaginárselo resoplando junto al teléfono.
—Nunca falta al trabajo, y su camioneta estaba en casa. Con la puerta abierta —le dije.
Captó la importancia del detalle, pues Bud Dearborn es un hombre que sabe apreciar una buena pista.
—Tal vez lo que vaya a decir suene gracioso, pero Jason hace ya tiempo que superó los veintiuno y tiene cierta reputación de… —("Tirarse a cualquier cosa que encuentra", pensé)—… ser muy popular con las damas —concluyó Bud con delicadeza—. Seguro que está liado con alguna nueva y luego se arrepentirá de haberte causado tantas preocupaciones. Llámame de nuevo mañana por la tarde si aún no has tenido noticias de él, ¿te parece bien?
—De acuerdo —contesté con el tono de voz más neutral que fui capaz de emitir.
—Sookie, no te enfades conmigo, simplemente te digo lo que cualquier representante de la ley te diría —dijo.
Y yo pensé: "Cualquiera al que le pesara el trasero tanto como a ti". Pero no lo dije en voz alta. Bud era la máxima autoridad que teníamos, y debía mantenerme de su lado siempre que me fuera posible.
Murmuré algo que sonó vagamente educado y colgué el teléfono. Después de informar a Catfish, decidí que lo único que podía hacer era desplazarme hasta Shreveport. Iba a llamar a Arlene, pero recordé que debía de tener a los niños en casa porque aún estaban de vacaciones escolares. Pensé en llamar a Sam, pero me imaginé que se ofrecería a hacer cualquier cosa por mí cuando en realidad no había nada de lo que él pudiera encargarse. Simplemente deseaba compartir mi preocupación con alguien. Sabía que eso no estaba bien. Que nadie podía ayudarme, excepto yo misma. Una vez tomada la decisión de ser valiente e independiente, a punto estuve de llamar por teléfono a Alcide Herveaux, un chico pudiente y trabajador que vive en Shreveport. El padre de Alcide dirige una empresa de peritajes que trabaja para tres estados y Alcide se pasa el día viajando de una oficina a otra. La noche anterior se lo había mencionado a Eric; él había enviado a Alcide a Jackson conmigo. Pero Alcide y yo teníamos aún ciertos temas pendientes entre hombre y mujer y sería engañoso llamarle cuando lo que yo necesitaba era un tipo de ayuda que no podía darme. O, al menos, eso era lo que pensaba en aquel momento.
Me daba miedo salir de casa por si acaso había noticias de Jason, pero ya que el sheriff no se había puesto aún a buscarlo, pensé que seguiríamos un tiempo sin saber nada de él.
Antes de irme, arreglé el vestidor del dormitorio pequeño para que todo pareciera natural. A Eric le costaría un poco más salir cuando bajara el sol, pero no le resultaría extremadamente complicado. Dejarle una nota sería algo que podía suponerle la muerte si alguien entraba en la casa, y él era suficientemente inteligente como para responder al teléfono si yo le llamaba una vez hubiera anochecido. Pero estaba tan confundido con su amnesia, que tal vez tuviera miedo cuando se despertase solo y no encontrara una explicación a mi ausencia.
Tuve una idea luminosa. Arranqué una hoja del calendario de "La palabra del día" del año pasado ("encantamiento") y escribí: "Jason, si por casualidad pasas por aquí, ¡llámame! Estoy muy preocupada por ti. Nadie sabe dónde estás. Volveré por la tarde o por la noche. Voy a pasar por tu casa y después iré a Shreveport para ver si andas por allí. Luego regresaré a casa. Te quiero, Sookie". Pegué la nota con celo en la nevera, justo donde una hermana esperaría que su hermano fuera directamente si se pasaba por allí.
Eric era lo bastante listo como para leer entre líneas. Y la explicación de la nota era de lo más normal, de modo que si a alguien se le ocurría entrar en la casa para inspeccionar, pensaría que la nota era la precaución normal de una hermana.
De todos modos, seguía dándome reparo dejar a Eric durmiendo y tan vulnerable. ¿Y si se presentaban los brujos en casa?
¿Y por qué deberían hacerlo?
De haberle seguido la pista a Eric, ya habrían venido, ¿no? Al menos, mi lógica era ésa. Pensé en llamar a alguien, como Terry Bellefleur, un tipo bastante duro, para que viniese a quedarse en casa —podía utilizar como pretexto que estaba esperando una llamada de Jason—, pero no me pareció adecuado implicar a nadie más en la defensa de Eric.
Llamé a todos los hospitales de la zona, con la sensación constante de que debería ser el sheriff quien realizara esa pequeña tarea por mí. Los hospitales tenían la lista con los nombres de todos los ingresados y ninguno de ellos era Jason. Llamé a la patrulla que vigilaba la autopista para averiguar si se había producido algún accidente la noche anterior y la respuesta fue negativa. Llamé a unas cuantas mujeres que habían salido con Jason y recibí muchas respuestas negativas, algunas de ellas obscenas.
Había cubierto todas las posibilidades. Estaba lista para ir a casa de Jason, conduciendo en dirección norte por Hummingbird Road y desviándome a la izquierda para tomar la autopista, incluso recuerdo haberme sentido orgullosa de mí misma. Cuando seguí en dirección oeste para llegar a la casa donde había pasado los primeros siete años de mi vida, dejé el Merlotte's a mi derecha y luego llegué al cruce principal por el que se entraba a Bon Temps. Giré a la izquierda y divisé nuestra antigua casa, con la camioneta de Jason aparcada enfrente. Había otro vehículo, tan reluciente como el primero, aparcado a unos cinco metros de la de Jason.
Cuando salí del coche, vi que había un hombre de color examinando el terreno alrededor del vehículo. Y me sorprendió descubrir que la segunda camioneta pertenecía a Alcee Beck, el único detective afroamericano de la policía local. La presencia de Alcee me resultó tanto tranquilizadora como inquietante.
—Señorita Stackhouse —dijo muy serio. Alcee Beck iba vestido con chaqueta, pantalón y unas botas gastadas. Las botas no conjuntaban con el resto de su atuendo y estaba segura de que las guardaba en el coche para aquellos casos en que tenía que inspeccionar terrenos en mal estado. Alcee (cuyo nombre se pronunciaba ALSEI) era también un emisor potente y me resultaba fácil recibir sus pensamientos cuando bajaba mis escudos defensivos para escuchar.
Enseguida me enteré de que Alcee Beck no se alegraba de verme, que yo no le caía bien y que pensaba que a Jason le había ocurrido algo sospechoso. Jason le importaba un comino al detective Beck, pero me tenía miedo. Me consideraba una persona tremendamente rara y me evitaba siempre que podía.
Lo cual a mí no me importaba.
Sabía más sobre Alcee Beck que lo que me sentía cómoda sabiendo, y lo que sabía de Alcee no era muy agradable. Era brutal con los prisioneros que no colaboraban, aunque adoraba a su esposa y a su hija. Aprovechaba cualquier oportunidad que se le presentase para forrarse y se aseguraba de que dichas oportunidades se le presentaran con frecuencia. Alcee Beck limitaba esas prácticas a la comunidad afroamericana, operando sobre la teoría de que nunca le delatarían a otros policías blancos, y hasta el momento no se había equivocado.
¿Veis a qué me refiero cuando digo que a veces preferiría no saber nada sobre ciertas cosas que escucho? Enterarse de esto era muy distinto a descubrir que Arlene opinaba que el marido de Charlsie no era lo bastante bueno para Charlsie, o que Hoyt Fortenberry había abollado un coche en el aparcamiento y no se lo había comunicado al propietario del coche afectado.
Y antes de que me preguntéis qué hago cuando me entero de cosas así, os lo diré. No me meto. A las malas he aprendido que cuando intentas intervenir casi nunca sale bien. Nadie es más feliz por ello, todo el mundo se fija en mi tara y paso un mes entero sin que nadie se sienta cómodo en mi compañía. Guardo más secretos que dinero Fort Knox. Y los guardo tan encerrados a cal y canto como ellos sus lingotes.
Debo admitir que si bien la mayoría de los pequeños secretos que vengo acumulando no cambiarían el mundo, la mala conducta de Alcee sí provoca un daño. Hasta el momento, sin embargo, no había encontrado aún la manera de impedir que Alcee siguiera actuando como lo hacía. Era un tipo muy inteligente, que controlaba sus actividades y las mantenía escondidas a cualquiera con poder para intervenir. Pero no estaba del todo segura de que Bud Dearborn no estuviera al corriente.
—Detective Beck —dije—. ¿Está buscando a Jason?
—El sheriff me ha pedido que venga a ver si veo algo raro.
—¿Y ha encontrado algo?
—No, señorita. No he encontrado nada.
—¿Le comentó el jefe de Jason que la puerta de la camioneta estaba abierta?
—La he cerrado para que no se agote la batería. He ido con cuidado de no tocar nada, naturalmente. Pero estoy seguro de que su hermano aparecerá de un momento a otro y que no le gustará nada que le hayamos revuelto sus cosas sin motivo.
—Tengo una llave de su casa y me gustaría pedirle si puede entrar conmigo.
—¿Sospecha que pueda haberle pasado alguna cosa dentro de la casa? —Alcee Beck se andaba con tanto cuidado con sus palabras que empecé a preguntarme si tendría una grabadora en marcha escondida en el bolsillo.
—Podría ser. No suele faltar nunca al trabajo. De hecho, no ha faltado nunca. Y siempre sé dónde está. Siempre me tiene al corriente.
—¿Se lo diría si está con una mujer? Los hermanos no suelen contar esas cosas, señorita Stackhouse.
—Me lo diría, o se lo diría a Catfish.
Alcee Beck hizo lo posible para ocultar una expresión de escepticismo en su oscura cara, pero el intento no le salió muy logrado.
La casa seguía cerrada con llave. Elegí la llave correcta entre todas las que llevaba en el llavero y entramos. Cuando entré, no tuve esa sensación de estar en casa que tenía cuando era pequeña. Llevaba mucho más tiempo viviendo en casa de mi abuela que en aquélla. Jason se trasladó a vivir aquí tan pronto como cumplió los veinte y, aunque me acercaba de vez en cuando, seguramente no habría pasado en ella ni un total de veinticuatro horas en los últimos ocho años.
Miré a mi alrededor y me di cuenta de que mi hermano no había hecho grandes cambios durante todo aquel tiempo. Era una casita estilo rancho, con habitaciones pequeñas, pero mucho más nueva que la casa de la abuela —mi hogar— y mucho mejor acondicionada para soportar el frío y el calor. Mi padre se había ocupado personalmente de ella, y la había construido bien.
La pequeña sala de estar seguía amueblada con el mobiliario de madera de arce que mi madre había adquirido en una tienda de saldos y la tapicería (beis con flores azules y verdes, jamás vistas en la naturaleza) seguía estando en buen estado, lo cual era una pena. Había necesitado unos cuantos años para darme cuenta de que mi madre, aun siendo una mujer inteligente en muchos sentidos, no tenía buen gusto. Jason no había llegado a darse cuenta de ello. Había sustituido las cortinas cuando se habían gastado y descolorido, y había comprado una alfombra nueva para tapar los lugares donde la vieja moqueta azul estaba más maltrecha. Los electrodomésticos eran nuevos y se había esmerado en actualizar el baño. Pero mis padres, de haber podido entrar ahora en la que fue su casa, se habrían sentido a gusto en ella.
Me sentí conmocionada al pensar que llevaban ya muertos casi veinte años.
Mientras permanecía cerca de la puerta de entrada, rezando para no ver manchas de sangre, Alcee Beck inspeccionó la casa, que parecía estar en orden. Después de un segundo de indecisión, decidí seguirlo. No había mucho que ver; como ya he dicho, es pequeña. Tres dormitorios (dos de ellos bastante estrechos), el salón, la cocina, un baño, una sala de estar bastante grande y un pequeño comedor: una casa que podría encontrarse duplicada innumerables veces en cualquier ciudad de los Estados Unidos.
La casa estaba cuidada. Aunque a veces Jason se comportaba como un cerdo, nunca había vivido como tal. Incluso la cama de matrimonio que llenaba casi por completo el dormitorio de mayor tamaño estaba más o menos bien hecha, aunque vi que tenía sábanas de color negro y de un tejido brillante. Supuestamente tenían que parecer de seda, pero estaba segura de que eran de algún tejido artificial. Demasiado resbaladizas para mi gusto; prefería las de percal.
—No hay signos de pelea —observó el detective.
—Ya que estoy aquí, voy a coger una cosa —le dije, acercándome al armario de armas que había sido de mi padre. Estaba cerrado, de modo que busqué de nuevo mi llavero. Sí, también guardaba la llave de ese armario y recordé una larga historia que Jason me había explicado sobre la necesidad de tener yo también un arma; por si acaso él salía a cazar y necesitaba otro rifle, o algo por el estilo. ¡Cómo si yo fuera a dejarlo todo cuando él me lo pidiera para ir a llevarle un rifle!
Aunque, si no estaba trabajando, tal vez sí lo haría.
En el armario de las armas estaban los rifles de Jason, y los de mi padre, junto con toda la munición necesaria.
—¿Están todas? —El detective se volvió con impaciencia desde la puerta que daba acceso al comedor.
—Sí. Simplemente voy a llevarme una a casa.
—¿Acaso espera tener problemas? —Por primera vez, Beck parecía interesado en algo.
—Si Jason ha desaparecido, ¿quién sabe qué puede haber pasado? —dije, esperando que mi respuesta fuese lo bastante ambigua. A pesar de que me tuviera miedo, Beck tenía mi inteligencia en muy baja estima. Jason había dicho que me llevaría una escopeta a casa, y yo sabía que me sentiría mejor con ella. De modo que cogí la Benelli y busqué las correspondientes balas. Jason me había enseñado con todo detalle cómo cargar y disparar aquella escopeta, que era todo su orgullo. Había dos cajas distintas de balas.
—¿Cuáles cojo? —le pregunté al detective Beck.
—Caramba, una Benelli. —Decidió darse un respiro para dejarse impresionar con el arma—. De calibre doce, ¿no? Yo cogería las que se utilizan para cazar aves —me aconsejó—. Las que se utilizan para el tiro al blanco no tienen fuerza suficiente para detener a nadie.
Metí en el bolsillo la caja aconsejada.
Salí de la casa para guardar la escopeta en el coche, con Beck pisándome los talones.
—Tiene que llevar la escopeta en el maletero y las balas dentro del coche —me informó el detective. Hice exactamente lo que me dijo, guardé incluso las balas en la guantera, y me volví hacia él. Tenía ganas de perderme de vista y me dio la impresión de que no estaba en absoluto entusiasmado con la misión de encontrar a Jason.
—¿Ha mirado ya en la parte de atrás? —le pregunté.
—Acababa de llegar cuando apareció usted.
Incliné la cabeza en dirección al estanque que había detrás de la casa y nos dirigimos hacia allí. Un par de años atrás, mi hermano, ayudado por Hoyt Fortenberry, había montado una agradable terraza en la parte trasera de la casa. Había colocado en ella un mobiliario de exterior muy acertado que había comprado de rebajas en Wal-Mart. En la mesa de hierro forjado había colocado incluso un cenicero por si sus amigos salían fuera a fumar. Alguien lo había utilizado. Hoyt fumaba, recordé. En la terraza no había ningún otro detalle interesante.
Desde la terraza hasta el estanque, el terreno descendía cuesta abajo. Mientras Alcee Beck verificaba la puerta trasera, contemplé el embarcadero que había construido mi padre y creí ver una mancha en la madera. Me estremecí, no sé por qué, y debí de emitir algún ruido. Alcee se acercó a mi lado y le dije:
—Mire el embarcadero.
Enseguida captó la pista, como un perro de caza.
—Quédese aquí —me ordenó con un tono de voz inequívocamente oficial. Avanzó con cuidado, observando el terreno que pisaba antes de dar cada paso. Cuando Alcee llegó por fin al embarcadero, parecía como si hubiese transcurrido una hora. Se agachó sobre los tablones bañados por la luz del sol para observar con más detalle. Se concentró en la zona que quedaba a la derecha de la mancha, para evaluar algo que a mí me resultaba imposible ver, algo que ni siquiera podía leer en su mente.
Entonces se preguntó qué tipo de botas de trabajo utilizaba mi hermano; eso lo "oí" con claridad.
—De la marca Caterpillar —grité. Empecé a sentir miedo, era una sensación tan intensa que me provocaba incluso temblores. Jason era todo lo que yo tenía.
Y me di cuenta entonces de que había cometido un error que hacía años que no cometía: había respondido a una pregunta antes de que me la formularan. Me llevé la mano a la boca y vi la cara de sorpresa de Beck. Quería alejarse de mí. Y estaba pensando que tal vez Jason estaba en el estanque, muerto. Estaba especulando con la idea de que Jason hubiera tropezado y se hubiera golpeado la cabeza contra el embarcadero, resbalado y caído al agua. Pero había una huella sorprendente…
—¿Cuándo podrá inspeccionar el estanque? —grité.
Se volvió hacia mí, con una expresión de puro terror. Nadie me había mirado de aquella manera desde hacía años. Lo tenía asustado, nada más lejos de lo que yo pretendía.
—En el embarcadero hay sangre —señalé, intentando mejorar la situación. Proporcionar una explicación a mis palabras era lo más natural—. Temo que Jason pueda haber caído al agua.
Beck pareció tranquilizarse un poco después de aquello. Miró el agua. Mi padre había elegido construir la casa precisamente allí por el estanque. De pequeña me había contado que el estanque era muy profundo y que estaba alimentado por una minúscula corriente de agua. La zona que rodeaba dos tercios del estanque estaba cuidada como un jardín, pero el extremo más alejado de la casa era una zona boscosa. A Jason le encantaba sentarse en el embarcadero al caer la noche, armado con sus prismáticos, para ver cómo se acercaban a beber al estanque bichos de todo tipo.
En el estanque había peces. Jason les daba de comer. Se me encogió el estomago.
El detective ascendió la cuesta desde el embarcadero.
—Tengo que llamar para preguntar quién puede bucear para inspeccionar el estanque —dijo Alcee Beck—. Tal vez tardemos un poco en localizar a alguien que pueda hacerlo. Y además el jefe tiene que dar su autorización.
Eso costaría dinero, claro está, y era posible que no hubiera presupuesto para ello. Respiré hondo.
—¿Se refiere a horas, o a días?
—Tal vez un par de días —respondió por fin—. Quien lo haga tiene que estar entrenado. Hace mucho frío y recuerdo que Jason me mencionó en una ocasión que el estanque era profundo.
—De acuerdo —dije, intentando reprimir mi impaciencia y mi enfado. La ansiedad me carcomía como el hambre.
—Carla Rodríguez estaba anoche en la ciudad —dijo Alcee Beck, y después de un buen rato comprendí la relevancia del comentario.
Carla Rodríguez, menuda, morena y llena de energía, había sido lo más cercano a una novia que Jason había tenido nunca. De hecho, la pequeña cambiante con la que había salido Jason en Nochevieja era muy del estilo de Carla que, para mi alivio, se había trasladado a vivir a Houston hacía tres años. Me había hartado de los fuegos artificiales que rodearon su romance con mi hermano, su relación salpicada constantemente por largas y escandalosas peleas en público, llamadas telefónicas en las que ella colgaba cuando le venía en gana y portazos de todo tipo.
—¿Sí? ¿Y en casa de quién se aloja?
—De su prima en Shreveport —dijo Beck—. Una tal Dovie.
Dovie Rodríguez visitaba Bon Temps con frecuencia cuando Carla vivía aquí. Dovie era la prima de ciudad, más sofisticada, que venía al campo para corregir nuestros modales pueblerinos. Naturalmente, todos envidiábamos a Dovie.
Pensé que lo que más me apetecía hacer era tener una conversación cara a cara con Dovie.
Resultó que al final tendría que acabar desplazándome a Shreveport.