Capítulo 1

Por fin se había acabado la fiesta de Nochevieja en el Merlotte's Bar and Grill. Aunque Sam Merlotte, el propietario del bar, había pedido a todo su personal que trabajase aquella noche, Holly, Arlene y yo éramos las únicas que le habíamos respondido. Charlsie Tooten había dicho que era demasiado mayor para aguantar todo el follón que suponía una fiesta de Nochevieja, Danielle tenía planes desde hacía tiempo para asistir a una fiesta elegante con su novio formal y la nueva no podía empezar de aquí a dos días. Me imagino que Arlene, Holly y yo necesitábamos más el dinero que pasárnoslo bien.

Y a mí tampoco me habían invitado a ninguna otra cosa. Al menos, trabajando en el Merlotte's, es como si formara parte del decorado. Es similar a ser aceptada.

Barriendo los trocitos de papel, me recordé otra vez no comentarle a Sam que lo de las bolsas de confeti no había sido precisamente una de sus mejores ideas. Todas lo habíamos dejado ya bastante claro e incluso el bonachón de Sam empezaba a mostrar signos de agotamiento. Pero no nos parecía justo dejárselo todo a Terry Bellefleur, por mucho que barrer y fregar los suelos fuera su trabajo.

Sam estaba contando las monedas y poniéndolas en bolsitas para poder dejarlas en la caja nocturna del banco. Se le veía cansado pero satisfecho.

Marcó un número en el teléfono móvil.

—¿Kenya? ¿Te viene bien acompañarme ahora al banco? De acuerdo, nos vemos en un minuto por la puerta de atrás. —Kenya, una agente de policía, solía escoltar a Sam hasta la caja nocturna, sobre todo después de una gran noche como la de hoy.

Yo también estaba encantada con mi dinero. Había ganado mucho en propinas. Creía haber reunido trescientos dólares, o más, y necesitaba hasta el último centavo. De estar segura de que aún tendría la cabeza para hacerlo, me habría gustado contar el dinero al llegar a casa. El ruido y el caos de la fiesta, las constantes idas y venidas a la barra y a la ventanilla de la cocina, el tremendo lío que habíamos tenido que limpiar, la constante cacofonía de todos aquellos cerebros... Todo aquello junto me había agotado. Al final estaba demasiado cansada para proteger mi mente y había captado muchos pensamientos.

Ser telépata no es fácil. Y, sobre todo, no es divertido.

Aquella noche había sido peor que muchas. No sólo resultó que los clientes del bar, a quienes conocía desde hacía años, estaban desinhibidos, sino que además había noticias que mucha gente se moría de ganas de contarme.

—He oído decir que tu novio se ha largado a Sudamérica —había dicho Chuck Beecham, un vendedor de coches, con un brillo malicioso en su mirada—. Debes de sentirte muy sola en casa sin él.

—¿Estás tal vez ofreciéndote para ocupar su lugar, Chuck? —le había preguntado el hombre apoyado a su lado en la barra, y ambos se habían reído con las típicas risotadas que utilizan los hombres cuando charlan entre ellos.

—Qué va, Terrell —dijo el vendedor—. Las tías abandonadas por vampiros me traen sin cuidado.

—O sois educados, o ya sabéis dónde está la puerta —les solté sin alterarme. Sentí un calor en la espalda y supe que mi jefe, Sam Merlotte, estaba mirándolos por encima de mi hombro.

—¿Algún problema? —preguntó.

—Estaban a punto de disculparse —dije, mirando a Chuck y Terrell a los ojos. Ellos bajaron la vista hacia sus cervezas.

—Lo siento, Sookie —murmuró Chuck, y Terrell bajó la cabeza dando a entender que se sumaba a la disculpa. Asentí y seguí ocupándome de los pedidos. Pero habían logrado herirme.

Y ése era su objetivo.

Noté una punzada de dolor en el corazón.

Estaba segura de que la mayoría de la población de Bon Temps, Luisiana, no sabía que nos habíamos separado. Bill no tenía la costumbre de chismorrear sobre su vida privada, y tampoco yo. Arlene y Tara estaban mínimamente enteradas, por supuesto, ya que cuando rompes con tu chico tienes que contárselo a tus mejores amigas, aun dejando aparte los detalles interesantes. (Como el hecho de que has matado a la mujer por la que te dejó. Algo que no pude evitar. De verdad). De modo que cualquiera que viniera a contarme que Bill se había marchado del país, imaginando que yo no lo sabía aún, lo hacía simplemente por malicia.

Hasta la reciente visita de Bill a mi casa, la última vez que lo había visto había sido cuando le devolví los discos y el ordenador que tenía escondidos en mi casa. Se lo había llevado al anochecer, para que el aparato no tuviera que quedarse abandonado muchas horas en el porche. Le había colocado todas sus cosas en una caja grande impermeabilizada. Él había salido justo cuando yo arrancaba el coche para irme, y yo no me paré.

Una mujer mala habría entregado los discos al jefe de Bill, Eric. Una mujer peor habría conservado todos esos discos y aquel ordenador después de haber anulado el permiso de Bill (y de Eric) de entrar en su casa. Pero yo me había convencido de que no era ni una mujer mala, ni una peor.

Además, pensando en términos prácticos, Bill podría haber contratado a cualquier humano para que entrara en mi casa y se llevara sus cosas. No creía que fuera a hacerlo, pero era verdad que él las necesitaba urgentemente. De lo contrario, tendría problemas con el jefe de su jefe. Y yo estaba furiosa con él, tal vez muy furiosa. Pero no soy vengativa.

Arlene me dice a menudo que, para mi desgracia, soy demasiado buena para que me vaya bien, aunque yo le aseguro que no es así. (Tara nunca me lo dice. ¿Me conocerá mejor?). Abatida, me di cuenta de que era muy posible que en el transcurso de aquella agitada noche Arlene se enterara de la partida de Bill. Efectivamente, veinte minutos después de la burla de Chuck y Terrell, Arlene se abrió paso entre la multitud para darme unos golpecitos en la espalda.

—De todos modos, a ese frío cabrón no lo necesitabas para nada —dijo—. ¿Hizo acaso algo por ti?

Asentí débilmente para darle a entender lo mucho que valoraba sus palabras de apoyo. Pero entonces, desde una mesa me pidieron dos whisky sour, dos cervezas y un gin-tonic y tuve que servirlos enseguida, lo que, de hecho, me sirvió para distraerme. Una vez servidas las bebidas, me formulé la misma pregunta: "¿Qué había hecho Bill por mí?".

Antes de obtener la respuesta tuve que servir jarras de cerveza a dos mesas más.

Me había enseñado lo que era el sexo, y me encantó. Me había presentado a otros vampiros, pero eso ya no me gustó tanto. Me había salvado la vida, aunque, pensándolo bien, yo no habría corrido peligro de no haber estado saliendo con él. A cambio, yo le había salvado la vida un par de veces, de modo que esa deuda estaba saldada. Me había llamado "cariño", y cuando lo decía lo sentía de verdad.

—Nada —murmuré, fregando el líquido derramado de una piña colada y entregándole a la mujer que la había vertido uno de los pocos trapos limpios que nos quedaban para que se secara la falda—. En realidad, no ha hecho nada. —La mujer me sonrió y movió afirmativamente la cabeza, pensando por supuesto que me compadecía de ella. Había tanto ruido que era imposible entender nada, lo que fue una suerte para mí.

Pero me alegraría cuando Bill regresara. Al fin y al cabo, era mi vecino más próximo. El cementerio más antiguo de la comunidad separaba nuestras casas, que estaban junto a una carretera local al sur de Bon Temps. Sin Bill allí, estaba completamente sola.

—Perú, me han contado —dijo mi hermano Jason. Rodeaba con el brazo a su chica de la noche, una joven bajita, morena y delgada de veintiún años que vivía en el quinto pino. (Lo sabía porque me había tocado a mí pedirle el carné para entrar). La observé con detalle. Jason no lo sabía, pero era una cambiante. Son fáciles de detectar. Era una chica atractiva, pero las noches de luna llena se transformaba en algo con plumas o pelaje. Me di cuenta de que Sam le lanzaba una dura mirada en un momento en que Jason estaba de espaldas a ella, para recordarle que en su territorio se comportase como era debido. Ella le devolvió la mirada, con interés. Tuve la sensación de que no se transformaba precisamente ni en gatito ni en ardilla.

Pensé en conectarme a su cerebro e intentar leerlo, pero las cabezas de los cambiantes no son un asunto sencillo. Sus pensamientos son una especie de maraña de color rojo, aunque de vez en cuando logras hacerte con una buena imagen de sus emociones. Lo mismo sucede con los licántropos.

Cuando la luna brilla redonda en todo su esplendor, Sam se transforma en un collie. A veces, se acerca corriendo hasta mi casa y le doy un recipiente con los restos de la comida y le dejo que se eche a dormir en el porche trasero, si hace buen tiempo, o en la sala de estar, si hace malo. Ya no le dejo entrar en mi habitación, porque se despierta desnudo —un estado en el que resulta realmente atractivo— y no quiero sentirme tentada por mi jefe.

No era noche de luna llena, por lo que Jason estaría a salvo. Decidí no decirle nada sobre la chica. Todo el mundo esconde algún que otro secreto. Sólo que el de ella era un poco más pintoresco.

Además de la chica de mi hermano, y de Sam, claro está, aquella Nochevieja había en el Merlotte's otras dos criaturas sobrenaturales. Una era una mujer estupenda, que medía al menos un metro ochenta y tenía una larga melena oscura y ondulada. Vestida para matar con un traje ceñido de manga larga de color naranja, había venido sola y estaba decidida a conocer a todos los chicos del bar. No sabía lo que era, pero por su modelo cerebral estaba segura de que no era humana. La otra criatura era un vampiro, que había llegado con un grupo de gente joven, veinteañeros en su mayoría. No conocía a ninguno de ellos. Sólo una mirada de reojo de algunos de los juerguistas señalaba la presencia de un vampiro. Era una muestra del cambio de actitud que se había producido en los pocos años transcurridos desde la Gran Revelación.

Hace ya casi tres años, la noche de la Gran Revelación, los vampiros habían aparecido en televisión en todos los países para anunciar su existencia. Fue aquélla una noche en la que muchas de las cosas asumidas como ciertas en el mundo se derrumbaron y se alteraron para siempre.

Aquella fiesta de presentación en sociedad había sido impulsada por el desarrollo japonés de una sangre sintética que satisfacía las necesidades nutricionales de los vampiros. Desde la Gran Revelación, el turbulento proceso de acomodar a los nuevos ciudadanos de los Estados Unidos, que se caracterizaban por el pequeño detalle de estar muertos, había producido numerosas convulsiones políticas y sociales. Los vampiros tienen una cara pública, así como una explicación oficial de su condición —afirman que su alergia al sol y al ajo les produce graves cambios metabólicos—, pero yo he sido testigo de la otra cara del mundo de los vampiros. Mis ojos ven ahora muchas cosas que la mayoría de seres humanos nunca presencia. Y si me preguntan si saber todo esto me hace feliz...

Les responderé que no.

Pero tengo que admitir que ahora el mundo me resulta un lugar más interesante. Paso mucho tiempo sola (pues no soy exactamente lo que podría calificarse como "normal, normal"), de modo que he acogido con agrado el tener algo más en qué pensar. Pero no el miedo ni el peligro. He visto el rostro privado de los vampiros, y he sabido de la existencia de hombres lobo, cambiantes y otras especies. Los hombres lobo y los cambiantes prefieren seguir en la clandestinidad —por ahora—, observando cómo les va a los vampiros eso de pasar a la vida pública.

Y dándole vueltas a todas estas reflexiones estaba mientras recogía bandeja tras bandeja de vasos y tazas, y mientras cargaba y descargaba el lavavajillas para ayudar a Tack, el nuevo cocinero. (En realidad se llama Alphonse Petacki. ¿A que no es de extrañar que prefiera que le llamen "Tack"?). Cuando terminamos la parte de la limpieza que nos correspondía y la interminable velada tocó a su fin, Arlene y yo nos abrazamos deseándonos un Feliz Año Nuevo. El novio de Holly estaba esperándola en la entrada de empleados, en la parte trasera del edificio, y Holly nos dijo adiós con la mano mientras se ponía el abrigo y salía corriendo.

—¿Qué deseos tenéis para el nuevo año, señoritas? —nos preguntó Sam. Kenya estaba apoyada en la barra, esperándole, con el rostro al tiempo relajado y en alerta. Kenya solía comer normalmente aquí con su compañero de trabajo, Kevin, que era tan pálido y delgado como ella oscura y regordeta. Sam estaba poniendo las sillas sobre las mesas para que, cuando a primera hora de la mañana llegara Terry Bellefleur, pudiera fregar el suelo.

—Salud y encontrar al hombre adecuado —dijo con dramatismo Arlene, llevándose las manos al corazón. Todos nos echamos a reír. Arlene había encontrado muchos hombres (y se había casado cuatro veces), pero seguía buscando a su Príncipe Azul. "Oí" a Arlene pensando que Tack podría ser el hombre ideal. Me quedé perpleja; ni siquiera me había dado cuenta de que lo mirase.

La sorpresa debió de quedar reflejada en mi rostro, pues Arlene me dijo, con voz insegura:

—¿Crees que debería dejarlo correr?

—Claro que no —contesté enseguida, reprendiéndome por no saber controlar mejor mis expresiones. Sería porque estaba muy cansada—. Será este año, seguro, Arlene. —Sonreí entonces a la única agente de policía femenina y de color de todo Bon Temps—. Tú también tienes que formular tu deseo para el Año Nuevo, Kenya. O enumerar tus propósitos.

—Yo siempre deseo que haya paz entre hombres y mujeres —dijo Kenya—. Mi trabajo resultaría más fácil. Y en cuanto a lo otro, este año tengo la intención de llegar a levantar pesas de setenta kilos.

—Caray —dijo Arlene. Su cabello rojo teñido contrastó con violencia con el pelirrojo dorado y ondulado natural de Sam cuando le dio un abrazo. Sam no era mucho más alto que Arlene, ya que ella mide al menos un metro setenta, cinco centímetros más que yo—. Pues yo pienso perder cinco kilos, ése es mi propósito para este año. —Todos nos echamos a reír. Arlene llevaba cuatro años sin alterar sus buenas intenciones—. ¿Y tú, Sam? ¿Qué deseos y qué propósitos tienes? —le preguntó.

—Tengo todo lo que necesito —respondió Sam, y noté la oleada azul de sinceridad que desprendía—. He decidido seguir tal y como estoy. El bar funciona de maravilla. Me gusta vivir en mi remolque y la gente de aquí no es mejor ni peor que en cualquier otro lugar.

Me volví para ocultar mi sonrisa. Una declaración un tanto ambigua. La gente de Bon Temps, efectivamente, no era ni mejor ni peor que en cualquier otro lugar.

—¿Y tú, Sookie? —preguntó Sam. Arlene, Kenya y él me miraban. Abracé de nuevo a Arlene, porque me gusta hacerlo. Tengo diez años menos que ella (tal vez menos aun, porque aunque Arlene siempre afirma que tiene treinta y seis, yo tengo mis dudas), pero éramos amigas desde que empezamos a trabajar en el Merlotte's después de que Sam adquiriese el bar, hará ya unos cinco años.

—Vamos —dijo Arlene, persuadiéndome. Sam me rodeó con el brazo. Kenya sonrió, pero se escapó hacia la cocina para charlar un poco con Tack.

Y por un impulso, compartí mi deseo.

—Sólo espero que no me peguen ninguna paliza —dije, en una inoportuna explosión de sinceridad debida a la combinación de mi fatiga y la hora que era—. No quiero ir al hospital. No quiero tener que ver a ningún médico. —Ni quería tener que verme obligada a ingerir sangre de vampiro, que te cura enseguida pero tiene diversos efectos secundarios—. De modo que mi propósito para este año es mantenerme alejada de problemas —resumí, muy decidida.

Arlene se quedó sorprendida y Sam..., no sabría qué decir de la expresión de Sam. Pero como antes había abrazado a Arlene, lo abracé a él también, y sentí la fuerza y el calor de su cuerpo. Cualquiera diría que Sam está delgado hasta que uno lo ve sin camisa descargando cajas en el almacén. Es fuerte de verdad y sus músculos están bien definidos, y tiene una temperatura corporal elevada por naturaleza. Me besó en la cabeza y a continuación nos despedimos todos y nos dirigimos a la puerta trasera. La camioneta de Sam estaba aparcada delante de su tráiler, justo detrás del Merlotte's, aunque formando un ángulo recto con el edificio. Pero Sam subió al coche patrulla para que Kenya lo llevase al banco. Ella lo acompañaría luego a casa y Sam caería rendido. Llevaba horas de pie, como todos.

Cuando Arlene y yo abrimos nuestros respectivos coches, me di cuenta de que Tack estaba esperando en su vieja camioneta; apostaría lo que fuera a que iba a seguir a Arlene hasta su casa.

Con un último "¡Buenas noches!" rompiendo el gélido silencio de la noche de Luisiana, nos separamos para iniciar nuestro nuevo año.

Giré en Hummingbird Road para ir hacia mi casa, que está a unos cinco kilómetros del bar en dirección sudeste. La sensación de alivio al estar por fin sola era inmensa y empecé a relajarme mentalmente. Los faros delanteros del coche iluminaban los troncos de los pinos de los frondosos bosques qué formaban la columna vertebral de la industria maderera de la zona.

La noche era extremadamente oscura y fría. En las carreteras locales, naturalmente, no hay farolas. Tampoco había nadie, por supuesto. Aunque me repetía para mis adentros que vigilase por si se le ocurría cruzar la carretera a algún ciervo, conducía como si llevase puesto el piloto automático. Sólo pensaba en lavarme la cara, ponerme el camisón más cálido que encontrara y meterme en la cama.

Los faros de mi viejo coche alumbraron una cosa de color blanco.

Sofoqué un grito y me desperté de repente de mi dulce ensueño de calor y silencio.

Un hombre corriendo: a las tres de la mañana del 1 de enero, corriendo por la carretera local, como si se le fuera la vida en ello.

Aminoré la marcha, intentando pensar qué podía hacer. En realidad, yo no era más que una chica sola y desarmada. Y si a él le perseguía algo malo, era posible que también acabara persiguiéndome a mí. Por otro lado, no podía dejar a nadie sufriendo si podía serle de alguna ayuda. Antes de detenerme delante del hombre, me di cuenta de que era alto, rubio y que iba vestido sólo con unos pantalones vaqueros. Puse el freno de mano y me incliné para bajar la ventanilla del lado del pasajero.

—¿Puedo ayudarle en algo? —le dije. Me lanzó una mirada de pánico y siguió corriendo.

En aquel momento caí en la cuenta de quién era. Salté del coche y eché a correr tras él.

—¡Eric! —grité—. ¡Soy yo!

Se volvió de repente, siseando, con los colmillos completamente al aire. Me paré tan bruscamente que casi me caigo y extendí los brazos en son de paz. Naturalmente, si Eric decidía atacarme, era mujer muerta. Eso me pasaba por jugar a la buena samaritana.

¿Por qué no me reconocía Eric? Lo conocía desde hacía meses. Era el jefe de Bill según la complicada jerarquía de los vampiros que ya empezaba a conocer. Eric era el sheriff de la Zona Cinco, y era un vampiro en auge. Además era atractivo, y capaz de besar como nadie, pero no era precisamente eso lo más relevante de él en aquel momento. Yo sólo veía los colmillos y unas manos fuertes y curvadas como garras. Eric estaba completamente alerta, pero parecía tenerme tanto miedo como yo se lo tenía a él. No se lanzó a atacarme.

—Mantente alejada, mujer —me avisó. Su voz sonaba como si tuviera la garganta herida, abrasada y en carne viva.

—¿Qué haces aquí?

—¿Quién eres tú?

—Sabes perfectamente bien quién soy. ¿Qué te pasa? ¿Qué haces aquí sin tu coche? —Eric tenía un elegante Corvette, que era simplemente la pura imagen de Eric.

—¿Me conoces? ¿Quién soy?

Empecé a comprender. Al parecer no bromeaba, así que le respondí con cautela.

—Claro que te conozco, Eric. A menos que tengas un gemelo idéntico. No lo tienes, ¿verdad?

—No lo sé. —Dejó caer los brazos, los colmillos empezaron a retractarse y se enderezó, lo que me hizo imaginar que el ambiente de nuestro encuentro se había relajado un poco.

—¿No sabes si tienes un hermano? —La verdad es que no sabía qué hacer.

—No. No lo sé. ¿Me llamo Eric? —Bajo el resplandor de los faros del coche daba auténtica lástima.

—Caray. —No se me ocurrió otra cosa qué decir—. Últimamente te llaman Eric Northman. ¿ Qué haces aquí?

—Tampoco lo sé.

Intuí que allí pasaba algo.

—¿De verdad? ¿No recuerdas nada? —Intenté ir más allá de estar segura de que en cualquier momento me sonreiría, me lo explicaría todo y se echaría a reír, y se me ocurrió que podía meterme en algún problema que acabara conmigo..., recibiendo una buena paliza.

—De verdad. —Se acercó un paso más, y su pecho desnudo me hizo estremecer y sentir carne de gallina. Me di cuenta también (ahora que ya no estaba tan aterrorizada) de que parecía realmente desesperado. Era una expresión que no había visto nunca en el rostro de Eric y que me provocaba una sensación de tristeza devastadora.

—Sabes que eres un vampiro, ¿no?

—Sí. —Pareció sorprenderse de que se lo preguntara—. Y tú no lo eres.

—No, yo soy humana, y necesito saber que no vas a hacerme daño. Aunque a estas alturas ya podrías habérmelo hecho. Pero créeme, aunque no lo recuerdes, podría decirse que somos amigos.

—No te haré daño.

Me recordé que probablemente cientos o miles de personas habrían oído ya esas palabras antes de que Eric les destrozara el cuello. Pero la verdad es que los vampiros no tienen necesidad de matar cuando ya han superado su primer año. Un sorbito por aquí, un sorbito por allá, y así funcionan. Viéndolo tan perdido, resultaba difícil pensar que podía descuartizarme con sus propias manos.

En una ocasión, yo le había dicho a Bill que si alguna vez venían los extraterrestres a invadir la tierra lo más inteligente que podrían hacer sería disfrazarse de conejitos de orejas gachas.

—Entra en mi coche antes de que te congeles —le dije. Volvía a tener esa sensación de que de un momento a otro iba a succionarme, pero no sabía qué otra cosa hacer.

—¿De verdad te conozco? —preguntó, como si estuviera dudando si entrar en el coche con alguien tan formidable como una mujer veinticinco centímetros más bajita que él, con muchos kilos menos de peso y unos cuantos siglos más joven.

—Sí —respondí, incapaz de reprimir cierta impaciencia. No me sentía demasiado satisfecha conmigo misma porque aún tenía la sensación de que estaba engañándome por algún motivo inescrutable—. Vamos, Eric. Estoy congelándome, y tú también. —No es que los vampiros, como norma, perciban las temperaturas extremas, pero se veía que incluso Eric tenía la piel de gallina. No pasaría nada por congelar a un muerto, claro está. Sobreviviría (sobreviven a casi todo), pero comprendo que sería bastante lastimoso—. Oh, Dios mío, Eric, si vas descalzo. —Acababa de darme cuenta.

Le cogí la mano; me permitió acercarme lo suficiente para poder hacerlo. Me dejó que lo guiara hasta el coche y lo instalara en el asiento del acompañante. Le ofrecí que subiera la ventanilla mientras yo rodeaba el coche para entrar por mi lado, y después de un largo minuto de estudiar el mecanismo, lo consiguió.

Alargué el brazo hasta el asiento trasero para coger una manta vieja que siempre llevaba allí en invierno (para los partidos de fútbol americano, etc.) y lo envolví en ella. No temblaba, naturalmente, porque era un vampiro, pero no podía soportar ver tanta carne desnuda con la temperatura que hacía. Puse la calefacción a tope (lo cual, en un coche viejo como el mío, tampoco es decir mucho).

La piel desnuda de Eric nunca me había hecho sentir frío —siempre que había visto a Eric medio desnudo había sentido de todo, menos eso—. Estaba demasiado aturdida y no pude evitar reír antes de censurar mis pensamientos.

Él se quedó sorprendido y me miró de reojo.

—Eres la última persona que esperaba encontrarme —le dije—. ¿Venías a ver a Bill? Porque no sé si sabes que se ha ido.

—¿Bill?

—El vampiro que vive aquí mismo. Mi antiguo novio.

Negó con la cabeza. Volvía a estar completamente aterrado.

—¿No sabes cómo has llegado hasta aquí?

Volvió a negar con la cabeza.

Me esforcé en pensar; pero no fue más que eso, un esfuerzo. Estaba agotada. Aunque había tenido un subidón de adrenalina al divisar a una figura corriendo por la carretera oscura, su efecto estaba desapareciendo rápidamente. Llegué al desvío que conducía hasta mi casa y giré a la izquierda, serpenteé entre los bosques silenciosos y oscuros avanzando por el pulcro camino de acceso... que, de hecho, Eric había hecho asfaltar de nuevo para mí.

Y era por eso que Eric estaba allí sentado en el coche a mi lado, en lugar de seguir corriendo en plena noche como un conejo blanco gigante. Había tenido la inteligencia de darme lo que yo quería. (Naturalmente, también se había pasado meses queriendo que me acostase con él. Pero lo del camino de acceso me lo había dado porque yo lo necesitaba).

—Ya estamos —dije, aparcando en la parte trasera de mi vieja casa. Apagué el motor. Por suerte no reinaba la oscuridad más absoluta porque por la tarde, al salir de casa para ir a trabajar, me había acordado de dejar encendidas las luces exteriores.

—¿Vives aquí? —Observó el claro donde se alzaba la casa, nervioso por tener que salir del coche para llegar hasta la puerta trasera.

—Sí —contesté exasperada.

Me lanzó una mirada con aquellos ojos azules que tanto contrastaban con el blanco que los rodeaba.

—Venga, sal —dije, un poco cansada. Salí del coche y subí las escaleras del porche trasero, que no cerraba con llave porque ¿qué sentido tiene cerrar con llave la puerta exterior de un porche trasero? Siempre cierro la puerta interior, de modo que después de buscar a tientas la cerradura, conseguí abrirla y la luz de la cocina iluminó el exterior—. Puedes pasar —le ofrecí, para que cruzara el umbral. Correteó detrás de mí, envuelto aún en la vieja manta.

Eric daba verdadera lástima bajo la luz del techo de la cocina. No me había dado cuenta de que tenía los pies ensangrentados.

—Oh, Eric —suspiré, apenada. Cogí una cacerola del armario y dejé correr el agua caliente en el fregadero. Se curaría enseguida, como todos los vampiros, pero quería lavárselos igualmente. Los pantalones vaqueros tenían los bajos sucios—. Quítatelos —le dije, consciente de que si le lavaba los pies con ellos acabarían mojándose.

Sin el menor indicio de lascivia, y sin dar ninguna pista de que se lo estuviese pasando en grande con todo aquello, Eric se quitó los vaqueros. Los dejé en el porche trasero para lavarlos a la mañana siguiente, intentando no quedarme mirando boquiabierta a mi invitado, que se había quedado en unos paños menores soberbios, un minúsculo calzoncillo rojo cuya calidad elástica estaba superando una dura prueba. Otra gran sorpresa. Sólo había visto una vez a Eric en ropa interior —que ya era más de lo que debería— y por lo que recordaba era el típico chico al que le van los calzoncillos bóxer de seda. ¿Serán habituales entre los hombres estos cambios de estilo tan bruscos?

Sin alardes, y sin comentarios, el vampiro envolvió de nuevo su blanco cuerpo en la manta. Hmmm. Estaba convencida de que algo le pasaba, pues ninguna otra prueba podría habérmelo dejado más claro. Eric tenía un cuerpazo de más de un metro noventa de pura magnificencia (si bien una magnificencia blanca como el mármol) y él lo sabía.

Le señalé una de las sillas de respaldo recto que había junto a la mesa de la cocina. Obediente, tiró de ella y tomó asiento. Me agaché para depositar la cacerola en el suelo y guié con cuidado sus pies hasta el agua. Eric gruñó cuando el agua caliente entró en contacto con su piel. Me imagino que incluso un vampiro podía notar el contraste. Cogí un trapo limpio de debajo del fregadero y jabón líquido y le lavé los pies. Me tomé mi tiempo, pues mientras estuve pensando qué hacer a continuación.

—Estabas en la carretera en plena noche —observó él, tanteándome.

—Volvía a casa después de trabajar, como te darás cuenta por cómo voy vestida. —Iba con nuestro uniforme de invierno, una camiseta de cuello marinero de manga larga con el anagrama "Merlotte's Bar" bordado a la altura del pecho izquierdo y pantalón negro.

—Las mujeres no deberían andar solas a estas horas de la noche —dijo en tono de desaprobación.

—Cuéntamelo a mí.

—Bueno, las mujeres son más propensas que los hombres a verse sorprendidas por cualquier tipo de ataque, de modo que deberían andar más protegidas...

—No, no me refería a que me dieses la explicación del porqué. Me refería a que sí, a que estoy de acuerdo. No es necesario que me convenzas de nada. No me apetece en absoluto tener que trabajar hasta las tantas de la noche.

—¿Y entonces por qué lo has hecho?

—Porque necesito el dinero —le respondí, secándome la mano. Saqué del bolsillo los billetes y los dejé en la mesa mientras seguía pensando en el tema—. Tengo que mantener esta casa, un coche viejo, y que pagar los impuestos y el seguro. Como todo el mundo —añadí, por si acaso pensaba que me quejaba por quejarme. Odiaba hacerme la pobre, pero era él quien me había preguntado.

—¿No hay ningún hombre en tu familia?

De vez en cuando se les notan los años.

—Tengo un hermano. Ahora no recuerdo si has coincidido alguna vez con Jason. —Uno de los cortes de su pie izquierdo tenía especialmente mala pinta. Puse más agua caliente en el recipiente para calentar el resto. Después intenté quitar toda la suciedad. Hizo una mueca cuando pasé con delicadeza el trapito por los bordes de la herida. Los cortes más pequeños y los moratones desaparecían delante de mis propios ojos. Oí el calentador a mis espaldas, un sonido familiar que sirvió para tranquilizarme.

—¿Y te permite tu hermano que trabajes?

Intenté imaginar la cara que pondría Jason si le dijera que esperaba que me mantuviese durante el resto de mi vida porque era mujer y no debía trabajar fuera de casa.

—Oh, por el amor de Dios, Eric. —Levanté la vista para mirarlo, frunciendo el entrecejo—. Jason ya tiene bastante con sus problemas. —Como el de ser un egoísta crónico y un auténtico donjuán.

Aparté el recipiente con agua y con un trapo de cocina sequé el pie de Eric con delicadeza. El vampiro ya tenía los pies limpios. Entumecida, me incorporé. Me dolía la espalda. Me dolían los pies.

—Mira, creo que lo mejor que podemos hacer es llamar a Pam. Seguramente ella sabrá qué te pasa.

—¿Pam?

Era como estar con un niño de dos años especialmente pesado.

—Tu segunda de a bordo.

Estaba a punto de formular otra pregunta, lo noté. Levanté la mano antes de que lo hiciera.

—Espera un momento. Deja que la llame y averigüe qué sucede.

—¿Y si se ha vuelto contra mí?

—En ese caso, también deberíamos saberlo. Cuanto antes, mejor.

Posé la mano en el viejo teléfono que hay colgado en la pared de la cocina, justo al final del mostrador. Debajo del teléfono había un taburete alto. Mi abuela se sentaba en aquel taburete para mantener sus interminables conversaciones, con un lápiz y un bloc siempre a mano. La echaba de menos a diario. Pero en aquel momento no había tiempo para emociones, ni siquiera para la nostalgia. Busqué en mi pequeña agenda de teléfonos el número de Fangtasia, el bar de vampiros de Shreveport que era la principal fuente de ingresos de Eric, además de su base de operaciones, que, según tenía entendido, eran muy diversas. No sabía hasta qué punto eran diversas, ni cuáles eran sus demás proyectos financieros, aunque tampoco me apetecía especialmente enterarme.

Había leído en el periódico de Shreveport que también en Fangtasia habían organizado una gran juerga para aquella noche —"Empieza el Año Nuevo con un mordisco"—, de modo que estaba segura de que iba a encontrar a alguien allí. Mientras sonaba el teléfono, abrí la nevera y saqué una botella de sangre para Eric. La abrí, la metí en el microondas y lo puse en marcha. Eric siguió todos mis movimientos con mirada ansiosa.

—¿Fangtasia? —dijo una voz masculina con acento muy marcado.

—¿Chow?

—Sí, ¿en qué puedo ayudarle? —había recordado justo a tiempo su personalidad de vampiro sexy atendiendo el teléfono.

—Soy Sookie.

—Oh —dijo, con un tono de voz mucho más natural—. Feliz Año Nuevo, Sook, aunque la verdad es que estamos muy liados por aquí.

—¿Estáis buscando a alguien?

Hubo un silencio largo y cargado de tensión.

—Espera un momento —dijo, y ya no oí nada más.

—Aquí Pam —dijo Pam. Cogió el auricular de forma tan silenciosa que di un brinco al oír su voz.

—¿Sigues teniendo jefe? —No sabía cuánto podía decir por teléfono. Quería saber si había sido ella quien había puesto a Eric en aquel estado, o si aún seguía siéndole fiel.

—Sí —dijo muy firme, comprendiendo lo que yo quería averiguar—. Estamos bajo..., tenemos problemas.

Reflexioné sobre aquello hasta estar segura de haber leído correctamente entre líneas. Pam estaba diciéndome que seguía siéndole leal a Eric, y que su grupo de seguidores estaba sufriendo algún tipo de ataque o padeciendo algún tipo de crisis.

Le dije:

—Está aquí.

Pam apreció la brevedad.

—¿Está vivo?

—Sí.

—¿Herido?

—Mentalmente.

Una pausa muy larga, esta vez.

—¿Crees que puede ser un peligro para ti?

No es que a Pam le importara mucho si Eric decidía dejarme seca, pero supongo que se preguntaba si yo daría cobijo a Eric.

—De momento creo que no —dije—. Parece ser un tema de memoria.

—Odio a las brujas. Los humanos acertaban cuando las quemaban en la hoguera.

El comentario me resultó gracioso, aunque no mucho teniendo en cuenta la hora que era, puesto que los humanos que quemaban brujas habrían estado encantados de clavar también estacas en el corazón de los vampiros. Enseguida olvidé su respuesta. Bostecé.

—Iremos mañana por la noche —dijo Pam por fin—. ¿Puedes quedártelo hasta entonces en tu casa? Faltan menos de cuatro horas para que amanezca. ¿Tienes algún lugar seguro?

—Sí. Pero estad aquí en cuanto anochezca, ¿entendido? No quiero verme enredada de nuevo en vuestros líos de vampiros. —Normalmente, no hablo de forma tan cortante; pero como he dicho, era el final de una larga noche.

—Allí estaremos.

Colgamos a la vez. Eric me observaba con sus ojos azules y sin pestañear. Su cabello era un alboroto de ondas rubias. Tiene el pelo del mismo color que el mío, y yo también tengo los ojos azules, pero ahí terminan nuestras similitudes.

Pensé en darle un cepillado al pelo, pero estaba demasiado exhausta.

—De acuerdo, éste es el pacto —le dije—. Te quedarás aquí esta noche y mañana, y Pam y los demás vendrán a recogerte mañana por la noche y te contarán lo que ha ocurrido.

—¿No dejarás que entre nadie? —preguntó. Me di cuenta de que se había terminado la botella de sangre y de que no estaba tan retraído como antes, lo cual era un alivio.

—Eric, haré todo lo posible para que estés seguro —dije, muy amablemente. Me froté la cara con las manos. Tenía la sensación de que iba a quedarme dormida de pie—. Ven —le ofrecí, cogiéndole de la mano. Sin soltar la manta, me siguió por el vestíbulo, un gigante blanco como la nieve con una pieza de ropa interior diminuta de color rojo.

Mi vieja casa se había ido ampliando con los años, pero nunca había pasado de ser una humilde casa de campo. Con el cambio de siglo se edificó un piso más, con dos dormitorios y una buhardilla, pero últimamente apenas subo allí. Mantengo la planta cerrada para ahorrar electricidad. Abajo hay dos dormitorios, el más pequeño, que utilicé hasta que falleció mi abuela, y el suyo, más grande, al otro lado del vestíbulo. Después de su muerte me trasladé al dormitorio grande. Pero el escondite que había construido Bill estaba en el dormitorio pequeño. Acompañé a Eric hasta allí, encendí la luz y me aseguré de que las persianas estaban cerradas y las cortinas corridas. Abrí entonces la puerta del vestidor, aparté unos cuantos trastos, retiré la alfombra que cubría el suelo, y apareció la trampilla. Debajo había un espacio minúsculo que Bill había excavado unos meses atrás, para poder instalarse allí durante el día o utilizarlo como escondite si no se sentía a salvo en su casa. A Bill le gustaba tener un refugio y estaba segura de que tenía otros más que yo desconocía. De haber sido vampiro (Dios me libre), yo también los habría tenido.

Tuve que ahuyentar de mi cabeza los pensamientos sobre Bill para explicarle a mi invitado forzoso cómo cerrar la trampilla desde dentro y hacerle entender que la alfombra quedaría automáticamente bien colocada.

—Cuando me despierte, volveré a poner las cosas en su lugar en el vestidor y todo quedará de lo más natural —le garanticé, y le sonreí para animarlo.

—¿Tengo que entrar ahora? —preguntó.

Eric pidiéndome algo: el mundo se había vuelto del revés.

—No —le dije, intentando fingir que me importaba cuando en realidad sólo podía pensar en meterme en la cama—. No tienes por qué. Entra antes de que amanezca. Sobre todo que no se te olvide eso, ¿de acuerdo? Recuerda que no puedes quedarte dormido y despertarte cuando haya salido el sol.

Se lo pensó por un momento y negó con la cabeza.

—No —dijo—. Ya sé que no puede ser. ¿Puedo quedarme contigo en tu habitación?

Oh, Dios, con esa mirada de cachorrito. Y eso que era un vampiro vikingo de metro noventa. Aquello era demasiado. No me quedaban energías para reír, de modo que me limité a una sonrisita triste.

—Ven —le dije, con una voz tan apática como mis piernas. Apagué la luz de la habitación pequeña, crucé el vestíbulo y encendí la luz de mi dormitorio, amarillo y blanco, limpio y calentito. Desplegué la colcha, la manta y la sábana. Mientras Eric se sentaba con aire melancólico en una sillita baja al otro lado de la cama, me quité los zapatos y los calcetines, saqué un camisón de un cajón y pasé al baño. Salí en diez minutos con la cara y los dientes limpios y envuelta en un camisón de franela muy viejo y muy suave de color beis con florecitas azules. Tenía las cintas deshilachadas y los volantes del bajo en un estado un poco penoso, pero me seguía sirviendo. Cuando hube apagado las luces recordé que llevaba el pelo recogido en una cola de caballo, de modo que me quité la goma que lo sujetaba y sacudí la cabeza para dejarlo suelto. Noté que incluso se me relajaba el cuero cabelludo y suspiré de puro placer.

Cuando me encaramé a mi vieja cama, aquella especie de mosca que llevaba pegada a mí hizo lo mismo. ¿Le habría dicho que podía acostarse en la cama a mi lado? Bien, decidí, acurrucándome bajo las suaves sábanas, la manta y el edredón, si a Eric le apetecía... Yo estaba demasiado cansada como para ponerme a discutir.

—¿Mujer?

—¿Hmmm?

—¿Cómo te llamas?

—Sookie. Sookie Stackhouse.

—Gracias, Sookie.

—De nada, Eric.

Viéndolo tan perdido —el Eric que yo conocía nunca habría hecho otra cosa que asumir que todo el mundo estaba a su servicio—, palpé bajo las sábanas en busca de su mano. Cuando la encontré, posé mi mano sobre ella. La palma de su mano recibió la mía y sus dedos se entrelazaron con los míos.

Y aunque nunca habría creído posible quedarme dormida cogida de la mano de un vampiro, eso fue exactamente lo que hice.