Quedaron petrificados en el corredor en penumbras. Gwen era una silueta borrosa y azul, los ojos como fosas negras. Contrajo la comisura de la boca, y Dirk evocó el horrible tic de Bretan.
—Nos descubrieron —dijo Gwen.
—Sí —repuso Dirk.
Los dos hablaban susurrando, por temor a que Bretan Braith, al igual que la extinta Voz de Desafío, pudiera oírles si hablaban en voz alta. Dirk tenía una aguda impresión de que estaban rodeados de micrófonos, igual que de parlantes. Y también de oídos, y tal vez de ojos, todos invisibles detrás del revestimiento de las paredes.
—¿Cómo? —dijo Gwen—. No había modo, es imposible.
—Pero si lo han hecho, es posible. ¿Qué haremos, entonces? ¿Me presentaré ante ellos? ¿Qué hay allá abajo, en el subnivel cincuenta y dos?
—No sé —dijo Gwen—. Desafío no era mi ciudad. Sé que los niveles subterráneos no son para los residentes.
—Máquinas —sugirió Dirk—. Energía, respaldo vital.
—Computadoras —añadió Gwen en un susurro hueco, casi inaudible.
Dirk dejó las maletas que llevaba en las manos. Le parecía una tontería apegarse a sus ropas y pertenencias en esas circunstancias.
—Mataron a la Voz —dijo.
—Quizá. Si se la puede matar. Pensé que era toda una red de computadoras distribuidas en la torre. No sé; quizás era sólo una enorme instalación.
—En todo caso, se han adueñado del cerebro central, el centro nervioso o como se llame. Las paredes ya no nos darán consejos amigables. Y tal vez Bretan nos esté viendo en este mismo momento.
—No —dijo Gwen.
—¿Por qué no? La Voz podía vernos…
—Sí, puede ser. Aunque no creo que las instalaciones sensitivas de la Voz incluyeran sensores visuales. Es decir, no los necesitaba. Se valía de sentidos que los humanos no tienen. Eso no es lo importante. La Voz era una supercomputadora construida para manejar billones de datos simultáneamente, algo que para Bretan es imposible, como para cualquier ser humano. Además, la forma de percibir estos datos no está planeada para que la entienda él, ni tú ni yo. Sólo la Voz. Aunque Bretan ahora tenga acceso a todos los datos que recibía la Voz, para él será una jerga ininteligible, o los recibirá tan rápidamente que serán inútiles. Tal vez a un especialista en cibernética podrían servirle de algo, aunque lo dudo. Pero no a Bretan. No, a menos que él conozca algún secreto que nosotros desconocemos.
—Supo cómo encontrarnos —dijo Dirk—. Y adonde estaba el cerebro de Desafío, y cómo provocarle un cortocircuito.
—No sé cómo ha podido descubrirnos —repuso Gwen—. Pero no era tan difícil llegar a la Voz. ¡El subnivel más bajo, Dirk…! Fue una conjetura de Bretan, no hay otro modo. Los kavalares construyen los clanes en las entrañas de la roca, y el nivel inferior es siempre el más seguro, el mejor resguardado. Allá encierran a las mujeres y otros tesoros del clan.
—Un momento —dijo Dirk, pensativo—. No puede saber con exactitud donde estamos. De lo contrario, ¿por qué quiere que bajemos, y por qué amenaza con cazarnos? —Gwen asintió—. Aunque si está en el centro de computación, tendremos que actuar con cuidado —continuó Dirk—. Quizá pueda encontrarnos.
—Algunas de las computadoras deben funcionar aún —dijo Gwen, mirando de soslayo el pálido globo azul que colgaba a pocos metros—. La ciudad vive todavía, pese a todo.
—¿Podrá preguntarle a la Voz dónde estamos, si la conecta de nuevo?
—Quizá, pero no creo que la Voz le informe. Nosotros somos residentes legales, desarmados. Él es un intruso peligroso que viola todas las normas de di-Emerel.
—¿Él? Ellos, querrás decir. Chell lo acompaña. Tal vez traen más gente.
—Una partida de intrusos, entonces.
—Pero no pueden ser más de… ¿Cuántos? ¿Veinte? ¿O menos? ¿Cómo es que han logrado apoderarse de una ciudad de este tamaño?
—Di-Emerel es un mundo totalmente desprovisto de violencia, Dirk. Y éste es el mundo del Festival. Dudo que Desafío haya tenido muchas defensas. Los guardianes…
Dirk miró de pronto alrededor.
—Sí, guardianes. La Voz los mencionó. Despachó uno en busca de nosotros —casi esperaba ver una silueta enorme y amenazadora rodando hacia ellos por un corredor transversal, como si acabara de llamarla. Pero no había nada. Sombras y globos de cobalto y silencio azul.
—No podemos quedarnos aquí. El aeromóvil está a sólo dos niveles de distancia —dijo Gwen, que había dejado de susurrar.
También él. Si Bretan Braith y sus secuaces podían oír cada palabra que decían, también podrían ubicarles de varios modos distintos y entonces, de todas maneras, estaban perdidos; los susurros eran una precaución inútil.
—Los Braith también podrían estar a dos niveles de distancia —replicó Dirk—. Aún en caso contrario, tenemos que evitar acercarnos al aeromóvil. Ellos tienen que saber que tenemos uno, y estarán esperando a que vayamos a buscarlo. Tal vez fue por eso que Bretan nos halagó con su discurso: para que huyamos. En el aire seríamos una presa fácil. Sus hermanos de clan deben de estar esperándonos para derribarnos con los lásers —caviló un instante—. Pero tampoco podemos quedarnos aquí.
—No, cerca de nuestro compartimiento —dijo ella—. La Voz conocía nuestra ubicación, y Bretan Braith podría descubrirlo. Pero tenemos que quedarnos en la ciudad; en eso tienes razón.
—Ocultémonos, entonces. ¿Dónde?
Gwen se encogió de hombros.
—Aquí, allá y en todas partes. Es una gran ciudad, como dijo Bretan Braith.
Gwen se arrodilló rápidamente y hurgó en la maleta; desechó toda la ropa pesada pero conservó el instrumental de campo y el sensor. Dirk se puso el gabán de Ruark y abandonó todo lo demás. Caminaron hacia la galería exterior. Gwen ansiaba alejarse todo lo posible del compartimiento, pero ninguno de los dos quería arriesgarse a usar los ascensores.
Las luces del bulevar de la galería aún irradiaban un resplandor blanco, y las aceras mecánicas zumbaban sordamente; ese camino en tirabuzón parecía tener una fuente energética independiente.
—¿Arriba o abajo? —preguntó Dirk.
Gwen no pareció oírle; escuchaba otra cosa.
—Silencio —dijo, torciendo la boca.
Por encima del ronroneo de las aceras mecánicas se oyó otro ruido, leve pero inequívoco.
Un aullido.
Provenía del corredor que tenían detrás, no cabía ninguna duda. Parecía una estremecedora exhalación de esa cálida garganta azul, y quedó suspendida en el aire más de lo que se hubiera esperado. Gritos apagados y distantes la siguieron de inmediato.
Hubo un breve intervalo de silencio. Gwen y Dirk se miraron y permanecieron rígidos y alerta. El ruido estalló otra vez, más estentóreo, más nítido, y el eco lo multiplicó. Un aullido chillón y colérico, prolongado y agudo.
—Sabuesos Braith —dijo Gwen, con una voz turbadora de tan calma.
Dirk recordó a la bestia que había encontrado cuando atravesaba las calles de Larteyn, ese perro del tamaño de un caballo que le había gruñido al verlo, la criatura con cara de rata lampiña y ojos pequeños y púrpuras. Miró aprensivamente el corredor, pero nada se movía en las sombras de cobalto.
Los sonidos se acercaban, a cada momento más intensos.
—Abajo —dijo Gwen—. Y rápido.
Dirk no esperó a que se lo repitiera. Cruzaron el silencioso bulevar, saltaron a la franja central de la galería y subieron a la primera acera mecánica descendente, la más lenta. Luego corrieron a los brincos hasta que llegaron a la más rápida. Gwen se descolgó el instrumental y abrió el bolso para registrar el contenido mientras Dirk, de pie, apoyándole una mano en el hombro, observaba los números indicadores de nivel; centinelas negros montados encima de las fauces penumbrosas que conducían al interior de Desafío. Los números pasaban de largo a intervalos regulares, cada vez más pequeños.
Acababan de pasar el 490 cuando Gwen se incorporó, empuñando una corta vara de metal negro azulado en la mano derecha.
—Desvístete —le dijo.
—¿Qué?
—Desvístete —repitió ella, y como Dirk se quedara mirándola, meneó la cabeza con impaciencia y le tocó el pecho con el extremo de la vara—. Es para anular los olores; Arkin y yo lo usamos en el bosque. Nos rociamos antes de salir. Matará el olor del cuerpo durante algunas horas, tal vez lo suficiente para desorientar a los perros.
Dirk asintió y se quitó las ropas. Cuando estuvo desnudo, Gwen le hizo separar bien las piernas y levantar los brazos por encima de la cabeza. Presionó una punta de la vara metálica, y el otro extremo esparció una impalpable bruma gris que perló la piel desnuda de Dirk. Mientras ella le rociaba el frente y la espalda de la cabeza a los pies, Dirk tiritaba y se sentía tonto y vulnerable. Luego Gwen se arrodilló y roció también las ropas, por dentro y por fuera, todo salvo el pesado gabán de Arkin, que ella apartó cuidadosamente. Cuando terminó de aplicarle el líquido, Dirk se vistió (las ropas estaban secas y cubiertas de un polvo fino y ceniciento), mientras Gwen a su vez se desvestía para que él la rociara.
—¿Y el gabán? —preguntó Dirk en cuanto ella se vistió de nuevo.
Gwen había espolvoreado todo; el sensor, el instrumental de campo, el brazalete de jade-y-plata, menos el gabán castaño de Arkin. Dirk lo empujó con la punta de la bota, ella lo recogió y lo arrojó por encima de la barandilla al carril más veloz de una acera mecánica ascendente. Lo observaron alejarse.
—No lo necesitas —dijo Gwen en cuanto el gabán se perdió de vista—. Tal vez sirva para desorientar a la jauría. Sin duda nos han seguido el rastro hasta la galería exterior.
—Tal vez —dijo Dirk, dubitativamente, echando una ojeada a la pared interior; el nivel 472 pasó de largo—. Creo que tendríamos que bajar —dijo de pronto—. Salir de la galería… —Gwen lo miró con aire inquisitivo—. Tú misma acabas de decirlo. Los que nos están persiguiendo han seguido nuestro rastro hasta la galería. Si ya empezaron a bajar, mi gabán no servirá de mucho, lo verán pasar de largo y se echarán a reír.
Ella sonrió.
—Concedido. Pero valía la pena intentarlo.
—Así es que presumiendo que nos sigan hacia abajo…
—Ya les habremos sacado una buena ventaja —interrumpió Gwen—. Nunca lograrán subir una jauría de sabuesos a una acera mecánica, o sea que bajarán caminando.
—¿Y con eso? La galería no es segura, Gwen. Mira, el que nos sigue no puede ser Bretan, pues él está en los subniveles. Probablemente tampoco sea Chell, ¿verdad?
—No. Un kavalar caza con su teyn. No se separan.
—Me lo imaginé. De modo que allá abajo tenemos una pareja jugando con la fuente de energía, y otra pisándonos los talones. ¿Cuántos más habrá? ¿Tienes alguna idea?
—No.
—Supongo que bastantes; y aunque no sea así, mejor que presumamos lo peor y actuemos en base a esa presunción. Si hay otros Braith sueltos por la ciudad, y si están en contacto con los cazadores que tenemos detrás, los que están arriba avisarán a los demás que cierren la galería.
Gwen entornó los ojos.
—Tal vez no. Los grupos de caza rara vez se combinan. Cada pareja quiere la presa en exclusividad. Maldito sea, ojalá tuviera un arma.
Dirk ignoró el comentario final.
—No podemos correr ningún riesgo —dijo.
En ese preciso instante las luces brillantes empezaron a titilar. De pronto quedaron sumidos en una penumbra pálida y persistente. Simultáneamente, la acera mecánica frenó con brusquedad; Gwen se tambaleó, Dirk la aferró con sus brazos. El carril más lento fue el primero en detenerse, le siguió el de al lado, y finalmente el más veloz.
Gwen tiritaba y miraba a Dirk, que la estrechaba con fuerza en su desesperada necesidad de encontrar el estímulo que le daba la proximidad del cuerpo de ella, con su calidez.
Abajo (Dirk habría jurado que venía de abajo, de la dirección que seguía la acera mecánica), vibró un chillido áspero, no demasiado lejos.
Gwen se separó de Dirk. No hablaron. Brincaron de una franja a la otra y cruzaron los carriles desiertos y sombríos en busca de un pasadizo para salir de la galería y volver a los corredores. Dirk echó un vistazo a los números cuando pasaron de la penumbra gris a la azul: nivel 468. Cuando las alfombras absorbieron de nuevo el ruido de las pisadas, los dos se lanzaron por el primer corredor largo, luego doblaron una y otra vez, ya a la derecha, ya a la izquierda, eligiendo la dirección al azar. Corrieron hasta quedar sin aliento, luego se detuvieron y se desplomaron en la alfombra, bajo la luz de un globo pálido y azulado.
—¿Qué fue eso? —preguntó Dirk cuando recobró el aliento.
Gwen aún jadeaba entrecortadamente. Habían corrido un buen trecho. Se esforzó por respirar normalmente. Lágrimas silenciosas le humedecieron las mejillas bajo la luz azul.
—¿Qué crees que era? —dijo al fin con la voz crispada—. El chillido de un Cuasi-hombre.
Dirk abrió la boca y sintió un gusto a sal. Se tocó las mejillas, también húmedas, y se preguntó cuánto hacía que estaba llorando.
—Más Braith, entonces —dijo.
—Abajo —dijo ella—. Y han encontrado una víctima. ¡Maldito sea! Nosotros les hemos traído hasta aquí, la culpa es nuestra. ¿Cómo pudimos ser tan estúpidos? Jaan siempre temía que empezaran a merodear las ciudades.
—Empezaron ayer, con los niños parásitos de Vinonegro —dijo Dirk—. Lo demás era sólo cuestión de tiempo. No cargues…
—¿Qué? —barbotó ella, vuelta hacia él con los rasgos tensos de furia y las mejillas bañadas en lágrimas—. ¿No te sientes responsable? ¿Si no, quién? Bretan Braith te seguía a ti, Dirk. ¿Por qué vino hasta aquí? Pudimos ir a Duodécimo Sueño, a Musquel, a Esvoc. Ciudades desiertas. Nadie habría sido herido. Ahora los emereli… ¿Cuántos residentes quedaban, según la Voz?
—No me acuerdo. Creo que cuatrocientos, o algo así —trató de abrazarla y estrecharla, pero Gwen sacudió los hombros y lo fulminó con la mirada.
—Es culpa nuestra —dijo—. Tenemos que hacer algo.
—Todo lo que podemos hacer es tratar de sobrevivir. También nos persiguen a nosotros, ¿recuerdas? No podemos preocuparnos de los demás.
Ella le miró con una expresión de… ¿qué? Desprecio, quizá, pensó Dirk. La cara de Gwen lo sobresaltó.
—Es increíble —dijo ella—. ¿No puedes pensar más que en ti mismo? Maldito sea, Dirk. Nosotros al menos contamos con este líquido. Los emereli no tienen ninguna defensa. No tienen armas ni protección. Son Cuasi-hombres, salvajina, eso es todo. ¡Tenemos que hacer algo!
—¿Qué? ¿Suicidarnos? ¿Eso quieres? No quisiste que esta mañana me batiera a duelo con Bretan, pero ahora…
—¡Sí! Ahora tenemos que hacerlo. No habrías hablado así en Avalon —dijo Gwen casi a voz en cuello—. Entonces eras diferente. Jaan no permitiría…
Se interrumpió al reparar de pronto en sus palabras, y desvió los ojos. Luego rompió a llorar. Dirk permaneció tieso.
—De modo que a eso ibas —dijo al cabo de un rato, con voz calma—. Jaan no pensaría en sí mismo, ¿verdad? Jaan se comportaría como un héroe.
Gwen se volvió nuevamente hacia él.
—Sabes que es verdad.
—Sin duda. Yo también lo habría hecho, en otros tiempos. Quizá tengas razón. Quizás he cambiado. Ya no tengo ninguna certidumbre.
Estaba harto, exhausto, abrumado por una sensación de derrota y humillación. Los pensamientos se le agolpaban atropelladamente. Los dos tenían razón, pensaba. Ellos habían traído a los Braith a Desafío, librándoles cientos de víctimas inocentes. La culpa era de ellos, Gwen tenía razón. Pero él también tenía razón, ahora no podían hacer nada en absoluto. Aunque sonara egoísta, era la verdad.
Gwen dio rienda suelta a las lágrimas. Él se le acercó una vez más, y ahora ella se dejó abrazar; Dirk trató de consolarla con sus caricias. Pero mientras le alisaba la cabellera negra y se esforzaba por reprimir el llanto, comprendió que era inútil, que en nada cambiaba la situación. Los Braith cazaban y mataban, y él no podía detenerlos. Quizá ni él pudiera salvarse. No era el viejo Dirk, después de todo, el Dirk de Avalon, de ninguna manera. Y la mujer que abrazaba no era Jenny. No eran sino piezas de caza.
De pronto le asaltó una idea.
—Sí —dijo en voz alta.
Gwen lo miró, Dirk se incorporó torpemente, y le ayudó a ella a levantarse.
—¿Qué ocurre, Dirk?
—Podemos hacer algo —dijo él, y la condujo a la puerta del compartimiento más cercano, que se abrió de inmediato. Dirk se acercó a la videopantalla. Las luces del cuarto no funcionaban; la única iluminación era el rectángulo azul y desleído que se proyectaba desde el corredor. Gwen se detuvo en el vano de la puerta, titubeando, una silueta lúgubre y oscura.
Dirk apretó el botón con la esperanza (¿qué otra cosa podría quedarle?), de que la pantalla funcionara. Y funcionó. Respiró más tranquilo, y se volvió hacia Gwen…
—¿Qué vas a hacer? —preguntó ella.
—Dame el número de tu casa.
Gwen comprendió. Cabeceó con lentitud y le dictó los números. Él los tecleó uno por uno y esperó. La señal intermitente iluminó el cuarto; cuando se disipó, los corpúsculos de luz se aglutinaron para dar la forma de los rasgos de Jaan Vikary.
Nadie habló. Gwen se acercó y se quedó al lado de Dirk, apoyándole una mano en el hombro. Vikary les miró en silencio, y por un momento Dirk temió que apagara la pantalla y los dejara librados a su suerte.
Pero era un temor injustificado. Vikary habló.
—Usted era un hermano de clan. Yo confiaba en usted —luego miró a Gwen—. Y a ti te amaba.
—Jaan —se apresuró a decir Gwen con una voz tan sofocada que Dirk dudó de que Vikary pudiera oírla; ella se apartó después. Se volvió, y salió rápidamente de la habitación.
Pero Vikary no cerró la comunicación.
—Veo que están en Desafío. ¿Por qué ha llamado, t’Larien? ¿Sabe lo que debemos hacer mi teyn y yo?
—Lo sé —dijo Dirk—. Correré el riesgo, no hay más alternativas. Los Braith nos han seguido. No sé cómo, nunca imaginé que lograrían localizarnos. Pero están aquí. Bretan Braith Lantry dejó fuera de servicio la computadora de la ciudad, y al parecer controla buena parte de la energía restante. Los otros están en los corredores, con jaurías de caza.
—Comprendo —dijo Vikary; una emoción extraña e insondable le cruzó la cara—. ¿Los residentes?
Dirk asintió.
—¿Vendrá?
Vikary esbozó una sonrisa muy tenue, pero sin alegría.
—¿Me pide ayuda, t’Larien? —meneó la cabeza—. No, no debo burlarme, no es usted quien la pide; no, por usted mismo. Le entiendo. Es por los otros, por los emereli. Sí, Garse y yo iremos. Llevaremos nuestros broches y nombraremos korariel de Jadehierro a cuantos encontremos antes que los cazadores. Pero llevará mucho tiempo, tal vez demasiado. Muchos morirán. Ayer, en la Ciudad del Estanque sin Estrellas, una criatura llamada Madre murió súbitamente. Los niños parásitos… ¿Sabe algo acerca de los niños parásitos de Vinonegro, t’Larien?
—Sí. Bastante.
—Salieron de la Madre y buscaron otra. Pero no encontraron ninguna. Durante las décadas que vivieron dentro de la criatura que los hospedaba, gentes de su mundo habían traído el animal a Worlorn desde el Mundo del Océano de Vinonegro, y finalmente lo abandonaron. Las relaciones entre los niños parásitos y los vinonegrinos que no participan del culto no son buenas. De modo que salieron a los tumbos, cien o más, y recorrieron la ciudad, despertándola de pronto a la vida sin saber dónde se encontraban ni porqué. Casi todos eran viejos, muy viejos. Presas del pánico empezaron a correr por la ciudad muerta, y así Rosef alto-Braith los encontró. Hice lo que pude, protegí a algunos. Los Braith encontraron a muchos otros, porque llevó tiempo. Lo mismo ocurrirá en Desafío. Los que salgan a los corredores y traten de huir serán perseguidos y exterminados mucho antes que mi teyn y yo podamos ayudarles. ¿Soy claro?
Dirk asintió.
—No basta con llamarme —dijo Vikary—. Tiene que actuar por cuenta propia. Bretan Braith Lantry lo busca a usted. A usted, y a ningún otro. Tal vez incluso le conceda un duelo. Los otros quieren cazarlo como Cuasi-hombre, pero aun así lo consideran una presa más codiciable. Muéstrese, t’Larien, y vendrán a buscarle. Para los emereli que se ocultan alrededor, ese tiempo será importante.
—Entiendo —dijo Dirk—. Usted quiere que Gwen y yo…
Vikary contrajo la cara en un gesto de inequívoca contrariedad.
—No. Gwen no.
—Yo, entonces. ¿Usted quiere que llame la atención sobre mí, desarmado?
—Tiene un arma, t’Larien —dijo Vikary—. Usted mismo la robó, insultando a Jadehierro. Que la utilice o no depende exclusivamente de su propia decisión. No seré tan ingenuo como para tenerle confianza. Ya se la tuve una vez. Simplemente le informo. Otra cosa, t’Larien: haga lo que hiciere, entre usted y yo todo sigue igual. Esta llamada no cambia nada. Usted sabe lo que debemos hacer.
—Ya me lo dijo.
—Se lo digo por segunda vez. Quiero que lo recuerde —Vikary frunció el ceño—. Y ahora partiré. Es un vuelo muy largo, un vuelo largo y frío.
La pantalla se oscureció antes que Dirk pudiera articular una respuesta. Gwen esperaba al lado de la puerta, de pie contra la pared acolchada, la cara entre las manos. Cuando Dirk salió, ella enderezó el cuerpo.
—¿Vendrán? —preguntó.
—Sí.
—Lamento… haberme ido. No pude hacerle frente.
—No tiene importancia.
—Sí la tiene.
—No —Dirk fue terminante, le dolía el estómago, aún le parecía oír chillidos a lo lejos—. No la tiene. Ya me diste a entender… cuáles son tus sentimientos.
—¿De veras? —Gwen rio—. Si sabes cuáles son mis sentimientos, sabes más que yo, Dirk.
—Gwen, yo no… No, escucha. No importa. Tenías razón. Tenemos que… Jaan dijo que teníamos un arma.
Ella titubeó.
—¿De veras? ¿Pensará que traje el proyectil de dardos? ¿O qué?
—No, no lo creo. Sólo dijo que teníamos un arma, que la robamos e insultamos a Jadehierro.
Ella cerró los ojos.
—¿Qué? —dijo—. Desde luego —abrió los ojos nuevamente—. El aeromóvil. Tiene cañones láser. Sin duda se refería a eso. Aunque no están cargados. Ni siquiera creo que estén conectados. Ese era el aeromóvil que solía usar yo, y Garse…
—Comprendo. ¿Pero piensas que los láser podrían ser puestos en funcionamiento?
—Tal vez. No sé. ¿Pero a qué otra cosa podía haber aludido Jaan?
—Claro que los Braith pudieron haber encontrado el coche —dijo Dirk, frío y sereno—. Tendremos que correr ese riesgo. Escondiéndonos… No podemos escondernos, nos descubrirán. Puede que Bretan esté ya en camino, si de algún modo mi comunicación con Larteyn quedó registrada abajo. No, volvamos al aeromóvil. No se lo esperarán, pues saben que estábamos bajando por la galería.
—El aeromóvil está cincuenta y dos pisos más arriba —señaló Gwen—. ¿Cómo llegaremos? Si Bretan controla la alimentación energética tanto como creemos, sin duda habrá desactivado los ascensores y detenido las aceras mecánicas.
—Sabía que estábamos usando las aceras mecánicas —dijo Dirk—. O al menos, que estábamos en la galería. Se lo dijeron los que nos seguían. Están en contacto, Gwen. Los Braith. Tienen que estarlo. Detuvieron las aceras en el momento más oportuno. Pero eso nos facilita las cosas.
—¿Nos facilita qué?
—Llamarles la atención. Lograr que nos persigan para salvar a esos malditos emereli; eso es lo que quiere Jaan, ¿no es eso lo que quiere que hagamos? —la voz era cortante.
Gwen palideció visiblemente.
—Bueno, sí.
—Tú ganas, entonces. Vamos a hacerlo.
—¿Los ascensores? —dijo ella reflexivamente—. ¿Si siguen funcionando?
—No podemos confiar en los ascensores, aunque sigan funcionando. Bretan podría detenerlos mientras estamos adentro.
—No sé si las escaleras. Y no podríamos encontrarlas sin la ayuda de la Voz, aunque existan. Podríamos subir a pie por la galería, pero…
—Sabemos que hay al menos dos partidas de caza batiendo la galería. Tal vez más. No.
—¿Entonces?
—¿Qué nos queda? —arrugó el ceño—. El hueco central.
Dirk se asomó por la baranda de hierro forjado; miró hacia arriba, luego hacia abajo, y tuvo la sensación de vértigo. El hueco central parecía interminable en ambas direcciones. Aunque había sólo dos kilómetros de la cima al pie, creaba la ilusión de una distancia infinita. Las corrientes ascendentes de aire tibio que servían para divertir a los residentes, también difundían por el hueco una neblina grisácea, y los balcones que formaban innumerables estrías en la circunferencia eran todos infatigablemente idénticos.
Gwen había sacado algo del sensor, un instrumento metálico plateado del tamaño de una palma. Se acercó a la baranda y lo arrojó al hueco. Los dos observaron cómo flotaba, giraba y lanzaba guiños de luz refleja flotando. Recorrió la mitad del diámetro del enorme cilindro antes de empezar a caer lenta y grácilmente sustentado por la masa de aire, una mota de polvo metálico bailando en la luz artificial. Transcurrieron siglos antes que lo tragara el abismo gris.
—Bien —dijo Gwen en cuanto el instrumento se perdió de vista—, la gravedad artificial sigue funcionando.
—Sí. Bretan no conoce bien la ciudad. Al menos, no lo suficiente —Dirk miró de nuevo hacia arriba—. Muy bien, en marcha. ¿Quién empieza?
—Los hombres primero —dijo ella. Dirk abrió la puerta del balcón y retrocedió hasta la pared. Se apartó un mechón de pelo de la frente, sacudió los hombros y se echó a correr, pateando con todas sus fuerzas al tocar el borde.
El salto lo impulsó hacia arriba. Por un segundo Dirk tuvo la sensación de caer, y el estómago se le encogió. Pero luego miró y vio y sintió, y en realidad no caía sino que volaba elevándose en el aire. Exultante, soltó una carcajada y levantó las manos, braceando con fuerza y cobrando velocidad. Las hileras de balcones vacíos pasaban de largo: un nivel, dos, cinco. Tarde o temprano empezaría a caer, un lento descenso en espiral hacia el abismo amortajado de gris, pero no tendría tiempo de bajar demasiado. El otro lado estaba a sólo treinta metros, una distancia fácil de atravesar con la gravedad artificial del hueco.
Finalmente se aproximó a la pared curva y rebotó contra una baranda de hierro negro, girando sobre sí mismo y rodando absurdamente hacia arriba antes de estirar el brazo y aferrar una barra del balcón inmediatamente superior al que había golpeado. Entrar no le costó ningún esfuerzo. Había subido once niveles. Sonriendo, extrañamente animado, se sentó y reunió fuerzas para un segundo brinco mientras observaba a Gwen, que ya lo había seguido volando como un pájaro grácil e imposible, la cabeza negra ondeando en el aire. Ella le ganó por dos niveles.
Cuando llegó al nivel 520 Dirk estaba magullado de tanto chocar contra las barandas de hierro, pero se sentía bien. Al emprender el último salto, el sexto, se resistía a llegar a su objetivo y volver a la gravedad normal, pero llegó. Gwen ya le estaba esperando, el sensor y el instrumental sujetos a la espalda, entre los omóplatos. Le dio una mano y le ayudó a encaramarse a la baranda.
Entraron en el ancho corredor que rodeaba el hueco central, donde los recibió la familiar penumbra azul. Los globos resplandecían lánguidamente en las intersecciones, donde largos pasajes rectos se alejaban del centro de la ciudad como rayos de una enorme rueda. Eligieron uno al azar y avanzaron rápidamente hacia la periferia. Era un trecho más largo de lo que Dirk había pensado. Cruzaron muchas intersecciones más (él dejó de contar al llegar a la cuarenta), todas idénticas, siempre pasando frente a puertas negras que sólo diferían en la numeración. Ninguno de los dos hablaba. La exaltación fugaz que había sentido Dirk, la dicha de volar, se fue tan pronto como había venido en cuanto caminaron por esa turbia media luz, y fue reemplazada por una vaga zozobra. Ruidos imaginarios atenaceaban los oídos de Dirk, aullidos distantes y las pisadas de los cazadores; los globos de luz más alejados parecían algo extraño y amenazador, los rincones oscuros se poblaban de acechanzas. Pero no se toparon con nada ni con nadie; no eran más que trucos de su imaginación.
Sin embargo, los Braith habían estado ahí. Cerca de la periferia de Desafío, donde el corredor transversal se cruzaba con la galería exterior, encontraron uno de los vehículos neumáticos-balón que la Voz utilizaba para trasladar a los huéspedes. Estaba vacío y volcado, en parte sobre la alfombra azul y en parte sobre el impecable y frío suelo de plástico de la galería. Los dos se detuvieron, y mirándose a los ojos esbozaron un comentario sin palabras. Estos vehículos, recordó Dirk, no tenían mandos para los pasajeros; era la Voz que los conducía. Y ahí yacía uno, de lado, sin energía e inmóvil. También notó otro detalle. Cerca de una rueda trasera una mancha viscosa humedecía la alfombra azul.
—Vamos —susurró Gwen, y reanudaron la marcha por la galería silenciosa, con la esperanza de que los Braith que habían pasado por allí ya no pudieran oírlos.
La pista aérea y el aeromóvil estaban ahora muy cerca; sería una ironía cruel que no lo alcanzaran. Pero a Dirk le parecía que los pasos reverberaban con estrépito en la superficie dura del bulevar; sin duda el edificio entero podía oírlos, hasta Bretan Braith en el sótano más profundo. Y cuando llegaron al paso peatonal que atravesaba la franja de aceras mecánicas detenidas, los dos echaron a correr. Dirk no supo quién fue el primero, si él o Gwen. En un momento caminaban juntos, tratando de avanzar lo más rápido posible sin hacer ruido; de golpe estaban corriendo.
Cruzaron la galería. Un corredor sin alfombrar, dos vueltas, un portón empecinado en no abrirse. Al fin Dirk le dio un empellón con el hombro magullado, y él y el portón lanzaron un gemido de protesta. Se abrió, y estaban de nuevo en la pista aérea del nivel 520 de Desafío.
La noche era fría y oscura. El eterno y gemebundo viento de Worlorn azotaba la torre emereli, y apenas una estrella titilaba en el rectángulo largo y bajo que enmarcaba el cielo de los mundos exteriores. Adentro, la pista era igualmente negra.
Cuando entraron no se encendió ninguna luz.
Pero el aeromóvil seguía allí, acurrucado en las tinieblas como una criatura viviente, como el banshi al que se asemejaba. Y no había ningún Braith custodiándolo.
Se acercaron. Gwen tomó el sensor y el instrumental y los depositó en el asiento trasero, al lado de los aeropatines. Dirk, de pie junto al vehículo, la observaba tiritando; ya no tenía el gabán de Ruark, y la noche estaba helada.
Gwen tocó una clavija del panel de instrumentos y en el centro de la parte superior del aeromóvil se abrió una ranura negra. Varios paneles metálicos se corrieron hacia atrás y hacia arriba, y las entrañas de la máquina kavalar quedaron expuestas. Ella se acercó al frente y encendió una luz en la cara interior de uno de los paneles. Dirk vio que el otro panel estaba cubierto de herramientas metálicas con agarraderas.
Gwen, de pie en un estanque de luz amarilla, estudiaba el intrincado mecanismo. Dirk se le acercó. Finalmente, ella meneó la cabeza.
—No —dijo con voz fatigada—. No funcionará.
—Podemos sacar energía del control de gravedad. Ahí tienes las herramientas —sugirió Dirk.
—No sé bien cómo usarlas —dijo Gwen—. Un poco, sí. Tenía esperanzas de poder arreglármelas… Pero no. No es sólo un problema de alimentación. Los lásers de las alas ni siquiera están conectados. Por lo que pueden servirnos, daría lo mismo que fueran de adorno —se volvió hacia Dirk—. Supongo que tú no…
—No.
—Comprendo. Entonces no tenemos armas.
Dirk miró, más allá del aeromóvil, el cielo desnudo de Worlorn.
—Podríamos volar fuera de aquí.
Gwen tomó los paneles, uno en cada mano, y los cerró simultáneamente. El banshi recobró su aspecto temible.
—No —replicó ella con voz inexpresiva—. Recuerda lo que dijiste. Los Braith estarán afuera. Sus coches están armados. No tendríamos la menor oportunidad. No —pasó al lado de Dirk y se metió en el aeromóvil.
Al cabo de un rato él la siguió. Se despatarró en el asiento a mirar la estrella solitaria que tachonaba el frío cielo nocturno. Sabía que estaba muy cansado, y también que ese agotamiento no era meramente físico. Desde su llegada a Desafío las emociones lo habían hostigado como olas derrumbándose sobre la playa, una tras de otra. Pero de pronto, el océano parecía haberse evaporado. No había más oleaje.
—Supongo que antes tenías razón, en el corredor —dijo con voz cavilosa e introspectiva, sin mirar a Gwen.
—¿Razón?
—En cuanto a mi egoísmo. En cuanto… bueno…, a que yo no soy un caballero blanco.
—¿Un caballero blanco?
—Como Jaan. Tal vez nunca fui un caballero blanco. Pero en Avalon me gustaba pensar que lo era. Me creía cosas. Ahora casi ni me acuerdo de qué. Salvo tú, Jenny. A ti te recordé. Por eso fue que…, bueno, tú me entiendes. En estos siete años hice cosas, nada terrible, ¿sabes? Pero cosas que nunca habría hecho en Avalon. Me porté como un cínico, un egoísta. Pero hasta ahora nadie ha muerto por mi culpa.
—No te maltrates tanto, Dirk —dijo ella, también con la voz fatigada—. No es elegante.
—Quiero hacer algo —dijo Dirk—. Es necesario. No puedo… Bueno, tenías razón.
—No podemos hacer nada, salvo correr y morir. Y eso no ayudará a nadie. No tenemos armas.
Dirk rio con amargura.
—Entonces, esperamos que Jaan y Garse vengan a salvarnos, y después… Nuestro reencuentro no duró demasiado, ¿verdad?
Ella se inclinó hacia adelante, sin responder. Apoyó la cabeza en el antebrazo, sobre el panel de instrumentos. Dirk la miró de soslayo, y luego miró de nuevo hacia afuera. Aún tiritaba de frío, pero en cierto modo no le importaba.
Permanecieron así, en silencio.
Hasta que de repente Dirk se volvió y apoyó una mano en el hombro de Gwen.
—El arma —dijo, extrañamente animado—. Jaan dijo que teníamos un arma.
—Los lásers del aeromóvil —dijo Gwen—. Pero…
—No —dijo Dirk, con una súbita sonrisa—. ¡No, no, no!
—¿A qué otra cosa iba a referirse?
Por toda respuesta, Dirk tendió el brazo y puso en marcha los elevadores del coche, y el banshi de metal gris despertó a la vida y se elevó ligeramente.
—El aeromóvil —dijo—. El aeromóvil mismo.
—Los Braith esperan afuera con aeromóviles, también. Pero armados.
—Así es. Pero Jaan y yo no hablábamos de los que esperan afuera, sino de las partidas de caza de adentro, las que merodean por el edificio matando gente.
Una sonrisa iluminó de repente la cara de Gwen.
—Claro —exclamó con entusiasmo; tocó los mandos y el banshi gruñó, y desde la parte inferior del fuselaje unas brillantes columnas de luz blanca hendieron la oscuridad.
Mientras ella maniobraba a medio metro del suelo, Dirk se apeó de un brinco, corrió hacia la puerta maltrecha y valiéndose de su hombro igualmente maltrecho, abrió un segundo panel para dejar paso al aeromóvil. Luego Gwen se acercó con la raya metálica y Dirk volvió a subir.
Poco después flotaban sobre el bulevar de la galería, cerca del coche volcado. Los haces de los faros delanteros barrieron las aceras mecánicas detenidas y apuntaron directamente hacia adelante, alumbrando el camino que los conduciría cuesta abajo bordeando la alta torre de Desafío.
—Como verás —dijo Gwen antes de arrancar—, estamos en el carril de ascenso. A los que bajan les corresponde el otro lado de la franja intermedia.
—Sin duda esto está prohibido por las normas de di-Emerel —sonrió Dirk—. Pero no creo que a la Voz le importe demasiado.
Gwen le devolvió la sonrisa y puso el vehículo en marcha. La raya metálica arrancó de un brinco y aceleró. Luego se deslizaron calle abajo por la penumbra gris, cada vez más rápido, Gwen pálida y tensa, Dirk observando ociosamente los números indicadores mientras pasaban un corredor tras de otro.
Oyeron a los Braith mucho antes de verlos: de nuevo los aullidos, esos ladridos chillones y salvajes que no se parecían a los de ningún perro que Dirk conociera, multiplicados por los ecos que reverberaban en la galería. Cuando oyó a la jauría, Dirk estiró la mano y apagó los faros. Gwen lo interrogó con la mirada.
—No hacemos mucho ruido —explicó él—. Con los ladridos de los perros y sus propios gritos, no podrán oírnos. Pero podrían ver la luz que se acerca, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —dijo ella.
Nada más. Estaba concentrada en los mandos. Dirk la observó bajo la luz pálida y gris de la galería. Los ojos de Gwen eran nuevamente de jade, duros y lustrosos, tan feroces como a veces los de Garse Janacek. Finalmente ella tenía el arma deseada, y los cazadores kavalares estaban a poca distancia.
Cerca del nivel 497 sobrevolaron unos jirones de tela desgarrada que aletearon succionados por el viento del aeromóvil. Un retazo mayor que los otros siguió tendido en el centro del bulevar; los restos de un gabán castaño reducido a hilachas.
Adelante, los aullidos eran cada vez más intensos.
Una sonrisa fugaz cruzó los labios de Gwen. Dirk la vio, y recordó intrigado a la dulce Jenny de Avalon.
Luego vieron las figuras, formas negras y pequeñas en la galería en sombras, formas que crecían con rapidez, convirtiéndose en hombres y perros a medida que la raya metálica corría hacia ellos. Cinco de los enormes sabuesos bajaban libremente por el bulevar, a la zaga de un sexto, mayor que todos ellos, sujeto de dos gruesas cadenas negras. Dos hombres empuñaban las cadenas y se bamboleaban siguiendo a la jauría guiada por ese líder descomunal.
Las figuras crecían de tamaño con increíble celeridad. Los sabuesos fueron los primeros en oír al aeromóvil. El líder se volvió bruscamente y el tirón arrancó la cadena de manos de un cazador. De los otros sabuesos, tres se dieron la vuelta con un gruñido y un cuarto corrió cuesta arriba al encuentro del vehículo; los hombres titubearon un instante. Uno estaba enredado en la cadena que el perro líder le había obligado a soltar. El otro, con las manos vacías, se tanteó la cadera en busca de un arma.
Gwen encendió las luces. En la penumbra, los ojos de la raya metálica eran enceguecedores.
El aeromóvil les alcanzó.
Las impresiones rodaron sobre Dirk, una tras de otra. Un aullido persistente de pronto se angostó en un aullido de dolor; la raya se sacudió con el impacto. El fulgor de unos ojos rojos y feroces, una cara de rata y dientes amarillos y babeantes, luego otro impacto, otro sacudón, un chasquido. Más impactos, ruidos viscosos y blandos: uno, dos, tres. Un chillido, un chillido muy humano, luego un hombre perfilado contra el haz de luz blanca. Parecía que no lo alcanzaban nunca. Era un hombre robusto y macizo, alguien que Dirk no conocía, con pantalones gruesos y chaqueta tornasolada que mudaba de color a la luz de los faros. Se cubría los ojos con una mano, con la otra empuñaba una inútil pistola láser y Dirk pudo verle el brazalete metálico en el antebrazo. La melena blanca le cubría los hombros.
Luego, súbitamente, tras de una eternidad de inmovilidad aparente, el hombre desapareció. La raya metálica se sacudió de nuevo, y Dirk saltó en el asiento. Adelante sólo quedaba un vacío gris: el interminable bulevar curvo.
Detrás (Dirk se volvió para mirar), un sabueso les perseguía haciendo trepidar las cadenas. Pero de a poco se empequeñeció. Formas oscuras constelaban la calle de plástico. En cuanto Dirk se puso a contarlas, desaparecieron. Una vibración luminosa hendió el aire sin alcanzarlos.
Poco después estaban nuevamente solos, y no se oía más que el susurro del aire que surcaban. Gwen tenía la cara rígida, las manos firmes. Las de Dirk temblaban.
—Creo que lo matamos —dijo.
—Sí —respondió Gwen—. Y también a algunos sabuesos —calló un instante, luego añadió—: Creo que se llamaba Teraan Braith no-sé-cuánto.
Los dos callaron. Gwen volvió a apagar los faros delanteros.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Dirk.
—Adelante hay más —dijo ella—. Recuerda el alarido que oímos…
—Sí —pareció reflexionar—. ¿El coche puede soportar más colisiones?
Ella sonrió apenas.
—Ah —dijo—. El código kavalar incluye los duelos aéreos. A menudo las armas elegidas son los aeromóviles. Son aparatos muy fuertes. Este está diseñado para resistir disparos de láser el mayor tiempo posible. El blindaje… ¿Necesitas que continúe?
—No —hizo una pausa—. Gwen…
—¿Sí?
—No mates a ninguno más.
Ella lo miró de reojo.
—Van detrás de los emereli, y de cualquier infeliz que se haya quedado en Desafío. Nos cazarían sin el menor escrúpulo —dijo Gwen.
—Aun así. Podemos ahuyentarlos, ganar tiempo. Jaan no tardará en llegar. No es necesario matar a nadie.
Ella suspiró y disminuyó la velocidad.
—Dirk —empezó; luego vio algo en el camino y redujo la velocidad al mínimo—. Mira —dijo, señalando.
La luz era tan escasa que costaba distinguir nada con claridad. Hasta que se acercaron más, y pudieron ver un cadáver, o los restos de un cadáver; un guiñapo rígido en medio de la galería, trozos de carne esparcidos alrededor, sangre seca y negra pegoteada en el plástico.
—Esa tiene que ser la víctima que oímos antes —explicó Gwen sin alterarse—. Los cazadores de Cuasi-hombres no comen sus presas, ¿sabes? Seré breve. Según ellos, estas criaturas sub-humanas son de una especie animal sin conciencia. Pero pese a esa creencia, hasta ellos temen comportarse como caníbales, y no los comen. Aun en los viejos tiempos, en el Alto Kavalaan de la edad oscura, los cazadores nunca comían la carne de los Cuasi-hombres que abatían. La dejaban para los dioses, para las mariposas de carroña, para los escarabajos de arena. Después de tirar una porción a los sabuesos, como recompensa, claro está. Sin embargo, los cazadores se llevan un trofeo. La cabeza. ¿Ves el tronco del cadáver? Muéstrame la cabeza.
Dirk sintió náuseas.
—También la piel —continuó Gwen—. Llevan cuchillas para desollar a las víctimas. O las llevaban. Recuérdalo, hace generaciones que la cacería de Cuasi-hombres está prohibida en Alto Kavalaan. Hasta el consejo de altoseñores de Braith se ha pronunciado en contra. Las matanzas que se siguieron haciendo eran subrepticias; los cazadores tenían que esconder los trofeos, salvo para exhibirlos ante sus colegas, tal vez. Aquí, en fin, sólo te diré que Jaan supone que los Braith permanecerán en Worlorn todo lo posible. Según me dijo, hablan de renunciar a Braith, de traer a sus betheyns de Alto Kavalaan para formar aquí una nueva coalición, una congregación que resucitará las viejas costumbres, las tradiciones más sanguinarias. Por un tiempo, un año o dos o diez, mientras el estratoescudo toberiano siga conservando el calor. Lorimaar alto-Larteyn y sus secuaces, sin nadie que los contenga.
—¡Sería una locura!
—Tal vez. Eso no los detendrá. Si Jaantony y Garse se fueran mañana, empezarían inmediatamente. La presencia de Jadehierro los refrena. Temen que si ellos y los otros tradicionalistas Braith forman un contingente para venir aquí, la facción progresista de Jadehierro también envíe un contingente. No tendrían nada que cazar, y ellos y los hijos afrontarían una vida breve y difícil en un mundo agonizante, sin gozar siquiera de sus placeres predilectos, las alegrías de la altacaza. No —se encogió de hombros—. Pero aun así hay salas de trofeos en Larteyn. Lorimaar alardea de tener cinco cabezas, y se dice que posee dos chaquetas de piel de Cuasi-hombre. Nunca las usa. Jaan lo mataría.
Puso el aeromóvil en marcha y aceleró.
—Ahora bien —dijo—, ¿todavía quieres que me desvíe la próxima vez que nos topemos con alguno? ¿Ahora que sabes lo que son?
Dirk no respondió.
Poco después volvieron a oír ruidos abajo, los aullidos y los gritos que retumbaban en la galería desierta. Encontraron otro vehículo volcado, las enormes llantas desinfladas y desgarradas. Gwen tuvo que virar para evitarlo. Al cabo se toparon con un armazón de metal negro que les bloqueaba el paso, un imponente robot con cuatro brazos tensos paralizados encima de la cabeza en posturas grotescas. La parte superior del torso era un cilindro oscuro tachonado de ojos de cristal; la parte inferior era una base del tamaño de un aeromóvil, con ruedas.
—Un guardián —dijo Gwen mientras pasaban junto al rígido cadáver mecánico; Dirk notó que las manos habían sido arrancadas de los brazos y el cuerpo estaba acribillado por disparos de láser.
—¿Luchó contra ellos? —preguntó.
—Probablemente —repuso Gwen—. Lo que significa que la Voz sigue con vida, que aún controla algunas funciones. Tal vez por eso no hemos recibido más noticias de Bretan Braith. Es probable que allá abajo tengan problemas; quizá la Voz ha llamado a los guardianes para proteger las funciones vitales de la ciudad —se encogió de hombros—. Pero no tiene importancia. Los emereli no están de acuerdo con la violencia. Los guardianes son instrumentos de contención. Disparan dardos somníferos, y creo que pueden exhalar también gases lacrimógenos por ese enrejado que tienen en la base. Los Braith llevan las de ganar.
El robot ya se había perdido de vista, y la galería estaba desierta otra vez. Adelante, el bullicio se intensificó.
Esta vez Dirk no hizo comentarios cuando Gwen se abalanzó calle abajo con las luces encendidas y los chillidos e impactos se sucedieron uno tras de otro. Alcanzaron a los dos cazadores Braith, aunque luego Gwen dijo que no estaba segura de haber matado al segundo. Le habían rozado y lanzado a un costado, contra uno de los sabuesos.
Y a Dirk la voz se le ahogó en la garganta, pues cuando el hombre trastabilló y rodó a la derecha del vehículo, soltó lo que llevaba en la mano: un objeto que voló por el aire y se estrelló contra el escaparate de una tienda, deslizándose al suelo como una babosa sangrienta. Dirk notó que el cazador lo aferraba del pelo.
El camino en tirabuzón descendía progresivamente alrededor de la torre de Desafío. Les llevó más tiempo del que Dirk hubiera imaginado bajar del nivel 388 (donde sorprendieron a la segunda partida), hasta el nivel uno. Un largo vuelo en medio de un silencio gris.
No tropezaron con nadie más, ni kavalares ni emereli.
En el nivel 120 un guardián solitario les bloqueó el camino, enfocándolos con sus múltiples ojos pálidos y ordenándoles que se detuvieran, con la Voz siempre serena y cordial de Desafío. Pero Gwen no disminuyó la velocidad, y el guardián rodó fuera del camino sin disparar dardos ni exhalar gases. Las órdenes retumbantes del robot los persiguieron en la galería.
En el nivel cincuenta y siete la luz borrosa titiló y se apagó, y por un instante volaron a oscuras. Entonces Gwen encendió los faros y redujo un poco la velocidad. Ninguno de los dos habló, pero Dirk pensó en Bretan Braith, y por un instante se preguntó si las luces habrían fallado o las habrían cortado los kavalares. Se inclinó por esta última posibilidad; alguno de los sobrevivientes habría llamado al fin a sus hermanos de clan.
En el nivel uno la galería terminaba en una espaciosa avenida y una calle circular. No se veía demasiado, salvo donde los haces de los faros arrancaban formas sobresaltadas al océano de negrura que les rodeaba. El centro de la avenida parecía una especie de árbol. Dirk entrevió un tronco macizo y nudoso, una suerte de pared de madera, y oyeron en lo alto el susurro de las hojas. El camino giraba en torno del árbol, y se encontraba consigo mismo. Gwen dio toda la vuelta.
En el otro extremo del árbol había una puerta ancha que se abría a la noche. Dirk sintió el viento en la cara y comprendió por qué se agitaban las hojas. Cuando pasaron de largo frente a la puerta, echó una ojeada. Más allá, una carretera blanca se alejaba de Desafío.
Y por esa carretera, un aeromóvil se desplazaba velozmente hacia la ciudad. Hacia ellos. Dirk lo atisbo sólo un instante. Era una máquina oscura (aunque todo era oscuro en las noches de ese mundo), y metálica. Una espantosa bestia kavalar que no llegó a identificar siquiera.
Pero sin duda, no pertenecía a Jadehierro.