Volaron desde las torres blancas de Kryne Lamiya hacia los fuegos evanescentes de Larteyn en un apretado silencio, sin tocarse, cada cual sumido en sus propios pensamientos. Gwen dejó el aeromóvil en el sitio de costumbre en la azotea, y Dirk la siguió escaleras abajo hasta su cuarto.
—Espera —dijo ella en un rápido susurro, cuando él esperaba que se despidiera; ella entró en su cuarto mientras Dirk permaneció intrigado.
Del otro lado de la puerta se oyeron ruidos —voces—. Gwen volvió apresuradamente y le entregó un grueso manuscrito, un pesadísimo fajo de papel encuadernado a mano en cuero negro. La tesis de Jaan, Dirk casi la había olvidado.
—Léela —susurró ella, asomándose por la puerta—. Sube mañana por la mañana y seguiremos hablando.
Le dio un ligero beso en la mejilla y cerró la pesada puerta con un leve chasquido. Dirk se quedó un momento inspeccionando el manuscrito encuadernado. Luego se encaminó hacia los ascensores.
Apenas había dado unos pasos cuando oyó el primer grito. Luego, algo le impidió seguir adelante; los sonidos lo atrajeron de nuevo junto a la puerta de Gwen, donde se quedó escuchando.
Las paredes eran gruesas y Dirk no oía muy bien lo que decían. No comprendía las palabras ni los significados, pero las voces y los tonos ya eran bastante elocuentes. Predominaba la voz de Gwen; alta, mordaz, un grito al borde de la histeria, por momentos. Dirk pudo imaginarla recorriendo la sala de estar frente a las gárgolas, como solía hacerlo cuando estaba furiosa. Ambos kavalares debían de estar presentes, acosándola, pues Dirk estaba seguro de oír otras dos voces: una calma y segura, desprovista de furor, implacablemente inquisitiva. Ese tenía que ser Jaan Vikary; las cadencias lo delataban, los ritmos de las frases eran inconfundibles aún a través de las paredes. La tercera voz, Garse Janacek, se oyó poco al principio, luego, cada vez con más frecuencia, cada vez más airada y más estentórea. Al cabo de un rato la serena voz masculina prácticamente guardaba silencio mientras Gwen y Garse se enfrentaban a los gritos. Luego dijo algo, una orden terminante. Y Dirk oyó un ruido, un chasquido blando. Un golpe. Alguien había abofeteado a alguien; no podía ser otra cosa.
Finalmente, Vikary dando órdenes, y el silencio. La luz se apagó dentro del cuarto.
Dirk se quedó de pie, aferrando el manuscrito de Vikary y sin saber qué hacer. Aparentemente no podía hacer nada, salvo hablar con Gwen la mañana siguiente y preguntarle quién la había golpeado, y por qué. Tenía que ser Janacek, pensó.
Ignorando los ascensores, Dirk decidió bajar por las escaleras al departamento de Ruark.
En la cama, Dirk descubrió que los acontecimientos del día lo habían agotado por completo. Eran demasiadas novedades al mismo tiempo. Los cazadores kavalares y los Cuasi-hombres, la vida extraña y amarga que Gwen llevaba con Vikary y Janacek, la súbita y desconcertante posibilidad de que ella volviera a su lado. Sin poder conciliar el sueño, caviló largo rato acerca de todo. Ruark ya se había dormido y no había nadie más con quien hablar. Finalmente Dirk recogió el voluminoso manuscrito que le había dado Gwen y hojeó las primeras páginas. No hay mejor somnífero que un sesudo trabajo académico, reflexionó.
Cuatro horas, o media docena de tazas de café más tarde, hizo a un lado el manuscrito, bostezó, se restregó los ojos. Luego apagó la luz y se quedó mirando la oscuridad.
La tesis de Jaan Vikary: «Mito e historia, orígenes de la sociedad de clanes según la interpretación del ciclo de 'El Cantar de los Demonios’ de Jamis-León Taal» impugnaba las costumbres kavalares con más ferocidad que cualquier comentario de Arkin Ruark, pensó Dirk. No le faltaba nada; fuentes y documentos de los bancos de memoria de Avalon, extensas citas de los poemas de Jamis-León Taal y disertaciones aún más extensas acerca del significado de cada pasaje. Todo cuanto él y Gwen le habían comentado esa mañana estaba minuciosamente expuesto. Vikary daba incluso una probable explicación acerca de los cuasi-hombres. Sostenía que en el Tiempo del Fuego y los Demonios, algunos sobrevivientes de las ciudades habían llegado a los campamentos mineros en busca de refugio. Una vez aceptados, sin embargo, se convirtieron en una amenaza. Algunos sufrían males causados por la radiación; padecieron agonías lentas y horribles, y tal vez contaminaron a quienes los cuidaban. Otros, aparentemente saludables, sobrevivieron y pasaron a formar parte del protoclan, hasta que se casaron y tuvieron hijos. Entonces los efectos de la radiación quedaron en evidencia. Estas no eran más que conjeturas de Vikary, y no había siquiera un par de versos de Jamis-León citados para sustentarlas; parecía una racionalización aproximativa y plausible del mito de los Cuasi-hombres.
Vikary también dedicaba largas parrafadas al acontecimiento que los kavalares llamaban 'La Plaga Dolorosa’, y a lo que él llamaba cautelosamente «el viraje hacia las modernas pautas sexo-familiares de Alto Kavalaan».
De acuerdo con esta hipótesis, los hranganos habían regresado a Alto Kavalaan alrededor de un siglo después de la primera incursión. Las ciudades bombardeadas aún eran cenizas; no había indicios de que los humanos hubieran vuelto a edificar. Sin embargo no se veían rastros de las tres razas esclavas que habían dejado en custodia del planeta: diezmadas, extintas. Sin duda, el comandante de los hranganos concluyó que algunos humanos aún vivían. Y para efectuar una limpieza definitiva los hranganos arrojaron bombas bacteriológicas. Esa era la teoría de Vikary.
Los poemas de Jamis-León no mencionaban a los hranganos, pero aludían con frecuencia a las enfermedades. Todos los relatos kavalares coincidían en ese punto. Hubo una Plaga Dolorosa, un largo período en que espantosas epidemias asolaban los clanes sin interrupción. Cada cambio de estación originaba una enfermedad nueva y más devastadora. Ese era un demonio mucho más formidable, pues los kavalares no podían combatirlo ni exterminarlo.
De cada cien hombres morían noventa. De cada cien mujeres, noventa y nueve.
Parecía que una de las plagas había atacado específicamente al sexo femenino. Los especialistas médicos que Vikary había consultado en Avalon opinaban, basándose en los escasos datos que él les ofrecía —un puñado de poemas y canciones antiguas—, que las hormonas sexuales femeninas probablemente actuaban como catalizadores de la enfermedad. Jamis-León Taal había escrito que las niñas jóvenes salvaban su torrente sanguíneo mientras permanecían inocentes, mientras las eyn-kethy en celo tenían accesos horribles y morían entre convulsiones espasmódicas. Vikary interpretó que las muchachas en la prepubertad no se contagiaban, y las víctimas eran mujeres sexualmente maduras. La epidemia eliminó una generación entera. Más aún, la enfermedad perduró, en cuanto las niñas llegaban a la pubertad, la plaga las atacaba. Jamis-León adjudicaba a estas circunstancias una vasta significación religiosa.
Algunas mujeres, las inmunes por naturaleza, escaparon. Muy pocas al principio, Después se multiplicaron, pues engendraban hijos varones y mujeres, y muchas de ellas también eran inmunes, las otras, pocas, morían al llegar a la pubertad. Eventualmente todos los kavalares llegaron a ser inmunes, salvo raras excepciones. La Plaga Dolorosa llegó a su fin.
Pero el daño estaba hecho. Habían desaparecido clanes enteros, y la población de los que sobrevivían había sufrido tantos estragos que apenas era posible configurar una sociedad. Y tanto la estructura social como los roles sexuales se habían apartado irrevocablemente del igualitarismo monogámico de los primeros colonos de Tara. Muchas generaciones habían llegado a la madurez con un porcentaje ínfimo de mujeres; las niñas crecían sabiendo que la pubertad podía significar la muerte. Eran tiempos funestos; en eso Jaan Vikary y Jamis-León estaban plenamente de acuerdo.
Jamis-León escribía que Alto Kavalaan se había librado al fin del pecado cuando las eyn-kethy fueron nuevamente confinadas en las cavernas de donde habían salido, lejos de la luz del día para que no expusieran su vergüenza. Vikary escribía que los sobrevivientes kavalares habían resistido lo mejor que podían. Ya no contaban con medios tecnológicos para construir cámaras herméticas esterilizadas, pero sin duda que el rumor sobre la existencia de tales lugares se había difundido con los años, en tanto que ellos conservaban alguna esperanza de que fueran refugios eficaces contra la enfermedad. De modo que las mujeres sobrevivientes fueron encerradas en hospitales que parecían mazmorras, en lo más profundo y seguro del clan, lo más lejos posible del viento, la lluvia y el agua contaminados. Hombres que antes exploraban, cazaban y guerreaban en compañía de las esposas, ahora salían en parejas con otros hombres, y ambos lamentaban a la mujer perdida. Para aliviar las tensiones sexuales —y conservar lo mejor posible el grupo genético, si es que entendían algo al respecto—, los hombres de la época de la Plaga Dolorosa hicieron de las mujeres una propiedad sexual común. Para propiciar una prole numerosa, las transformaron en nodrizas perpetuas que vivían a salvo del peligro y en un estado de preñez constante. Los clanes que no adoptaron esas medidas no pudieron sobrevivir, los otros conformaron una tradición cultural.
También sobrevinieron otros cambios. Tara había sido un mundo religioso, sede de la Iglesia Católica Romano-Irlandesa Reformada, y no era fácil erradicar los impulsos monogámicos, que dieron lugar a dos formas transmutadas; los fuertes lazos emocionales que se desarrollaron en las parejas de cazadores fueron el fundamento de la plena e intensa relación teyn-y-teyn, mientras que los hombres que deseaban una relación semiexclusiva con una mujer, transformaban en betheyn a las que capturaban en clanes enemigos. Según Jaan Vikary, los caudillos estimulaban esas incursiones; mujeres nuevas significaba sangre nueva, más hijos, una población más numerosa y por lo tanto, más probabilidades de supervivencia. Que un hombre poseyera exclusivamente a una eyn-kethy era inconcebible, pero si podía traer una mujer de afuera era recompensado con honores y un sitial en el consejo, y tal vez, más importante, con la misma mujer.
Estos eran los hechos, alegaba Vikary, las verdades evidentes acerca del origen de la moderna sociedad kavalar. Jamis-León Taal, cuando recorrió mucho más tarde la faz del mundo, veía todo con los ojos de su cultura y era incapaz de concebir un mundo donde las mujeres pudieran tener otra ubicación; y cuando las fuentes folklóricas en que abrevó lo indujeron a pensar de otro modo, la idea le pareció de una perversidad intolerable. Y así fue que reescribió toda la literatura oral al forjar su ciclo de los Demonios. Transformó a Kay Smith en Kay Herrero, un gigante colérico, y la Plaga Dolorosa en una balada acerca de la malignidad de las eyn-kethy, creando la impresión general de que el mundo siempre había sido tal como él lo conocía. Los poetas posteriores edificaron sobre esos cimientos.
Las fuerzas que forjaron la sociedad de clanes de Alto Kavalaan habían desaparecido tiempo atrás. En la actualidad había una cantidad equivalente de hombres y mujeres, las epidemias eran sólo fábulas de viejas, casi todos los peligros de la superficie del planeta estaban domeñados. No obstante, las coaliciones persistían. Los hombres se batían a duelo, estudiaban la nueva tecnología, trabajaban en las granjas y las fábricas y tripulaban las naves estelares mientras las eyn-kethy vivían en vastas barracas subterráneas como compañeras sexuales de todos los hombres del clan, trabajando en las tareas que los consejos de altoseñores juzgaban seguras y apropiadas, y dando a luz, aunque ahora con menos frecuencia. La población kavalar estaba bajo control estricto. Otras mujeres, pero no muchas, gozaban de ínfimas libertades bajo la protección del jade-y-plata. Una betheyn no podía haber nacido dentro del clan, lo cual en la práctica significaba que todo joven ambicioso debía retar y matar a un altoseñor de otra coalición, o bien reclamar una de las eyn-kethy de un clan enemigo y enfrentar al defensor designado por el consejo. La segunda alternativa rara vez daba buenos resultados pues el consejo invariablemente elegía como defensor al duelista más consumado. De hecho, tal designación era un honor singular. El hombre que lograba ganar una betheyn de inmediato asumía los altonombres y conquistaba un sitial entre los gobernantes. Se decía que había dado a sus kethi el presente de las dos sangres: la sangre de la muerte, un enemigo vencido, y la sangre de la vida, una nueva mujer. La mujer gozaba de los privilegios del jade-y-plata hasta que alguien mataba a su altoseñor. Si lo mataba alguien del mismo clan, ella pasaba a ser una eyn-kethy; de lo contrario quedaba en manos del vencedor.
Esas eran las condiciones a que se había sometido Gwen Delvano al ceñirse el brazalete de Jaan en la muñeca.
Dirk permaneció despierto largo rato, pensando en cuanto acababa de leer y mirando fijamente el cielo raso, y cuanto más pensaba más se enfurecía. Cuando las primeras luces del alba empezaron a filtrarse por el ventanal, había tomado una resolución. En cierta forma ya no le importaba que Gwen volviera a él o no, siempre y cuando abandonara a Vikary, Janacek y el enfermizo mundo de Alto Kavalaan. Pero por mucho que lo deseara, ella no podía romper el lazo por sí sola. Arkin Ruark tenía, pues, razón; muy bien, la ayudaría. La ayudaría a ser libre. Después habría tiempo para pensar acerca de ellos dos.
Finalmente, una vez que tomó una decisión, Dirk se durmió.
Despertó al mediodía, bruscamente, con una sensación de culpa. Se incorporó, parpadeó y recordó que le había prometido a Gwen que subiría esa mañana. Pero se había dormido, la mañana había pasado ya. Se apresuró a levantarse y vestirse, echó una rápida ojeada en busca de Ruark —el kimdissi se había ido sin dejar indicado adonde ni por cuánto tiempo—, y luego subió al departamento de Gwen, con la tesis de Vikary firmemente aferrada bajo el brazo.
Lo atendió Garse Janacek.
—¿Sí? —preguntó el kavalar, frunciendo el ceño. Estaba desnudo hasta la cintura, vestido sólo con holgados pantalones negros y el eterno brazalete de hierro-y-piedraviva en el brazo derecho. Dirk advirtió de inmediato por qué Janacek no usaba las blusas de cuello en V que parecían gustarle tanto a Vikary; una larga cicatriz curva, dura y lustrosa le partía el costado izquierdo desde la axila hasta el pecho. Janacek se sintió observado.
—Un duelo fallido —barbotó—. Pecados de juventud. No volverá a suceder. ¿Qué está buscando, t’Larien?
Dirk se sonrojó.
—Quiero ver a Gwen —dijo.
—No está aquí —dijo Janacek con una mirada glacial y poco amistosa, luego se dispuso a cerrar la puerta.
—Espere —Dirk sostuvo la puerta con la mano.
—¿Qué más quiere?
—Gwen. Había quedado en verla. ¿Dónde está?
—Fuera de la ciudad, t’Larien. Me agradaría que usted recordara que ella es ecóloga y está aquí cumpliendo una importante misión encomendada por los altoseñores de Jadehierro. Por llevarlo a pasear a usted, olvidó esa misión dos días enteros. Ahora ha vuelto a trabajar, como corresponde. Ella y Arkin Ruark tomaron sus instrumentos y se fueron al bosque.
—Anoche no me dijo nada —insistió Dirk.
—Ella no le debe explicaciones —dijo Janacek—, y tampoco necesita del permiso de usted. No hay ningún lazo entre ambos.
Dirk recordaba la discusión que había oído la noche anterior, y de pronto entró en sospechas.
—¿Puedo entrar? —preguntó—. Quiero devolverle esto a Jaan, y comentárselo —añadió mostrándole a Garse la tesis encuadernada en cuero; en realidad quería encontrar a Gwen, descubrir si no la mantenían oculta. Pero insinuar algo semejante no habría sido precisamente una cortesía; Janacek destilaba hostilidad, y tampoco era muy prudente tratar de empujarlo a un lado.
—Jaan no está en casa ahora. Estoy solo y me dispongo a salir. Le aceptaré esto, sin embargo —tendió el brazo y le arrebató la tesis de las manos—. Gwen nunca debió entregárselo a usted.
—¡Caramba! —dijo Dirk, y de pronto tuvo un impulso—. La historia es muy interesante —dijo—. ¿Puedo entrar a comentarla con usted? Un par de segundos… No le haré perder tiempo.
De pronto Janacek pareció cambiar de actitud. Sonrió y se hizo a un lado, invitándole a entrar con un gesto.
Dirk echó un rápido vistazo. La sala parecía desierta, el hogar frío, no había nada llamativo o fuera de lugar. El comedor, visible a través de una arcada abierta, también estaba vacío. Todo el departamento estaba en silencio. No había indicios de Gwen ni de Jaan. Por lo que se veía, Janacek le había dicho la verdad.
Titubeante, Dirk vagabundeó por la habitación, deteniéndose frente a la chimenea y las gárgolas. Janacek lo observaba en silencio, luego se marchó y regresó de inmediato. Se había ceñido el cinturón de malla de acero con la funda del arma, y cuando entró de nuevo, estaba abotonándose una descolorida camisa negra.
—¿Adonde va? —preguntó Dirk.
—Salgo —replicó Janacek con una vaga sonrisa; desprendió la tapa de la funda y extrajo la pistola láser, examinó el indicador de carga de la culata, luego enfundó el arma y volvió a desenfundarla moviendo ágil y diestramente la mano derecha. Clavó los ojos en Dirk—. ¿Lo asusté?
—Sí —dijo Dirk, alejándose del hogar.
Janacek sonrió nuevamente y enfundó la pistola.
—Soy muy hábil en el duelo con láser —dijo—, aunque en realidad mi teyn es mejor. Desde luego, tengo que usar sólo el brazo derecho; el izquierdo todavía me duele. Con los tirones del tejido cicatricial, los músculos de ese lado del pecho no reaccionan tan eficazmente como los de la derecha. Pero no tiene mucha importancia. Manejo sobre todo la mano derecha. El brazo derecho siempre vale más que el izquierdo, ¿sabe? —al hablar, apoyaba la mano en la pistola láser y las piedravivas incrustadas en el hierro negro destellaban como opacos ojos purpúreos a lo largo del antebrazo.
—Es una lástima que le hirieran.
—Cometí un error, t’Larien. Era demasiado joven, tal vez. Pero eso no es una disculpa. Errores semejantes suelen ser muy serios, y en cierto modo no lo pagué tan caro —miraba muy fijamente a Dirk—. Uno debería cuidarse de cometer errores.
—Así es —murmuró Dirk con una sonrisa de inocencia.
Janacek guardó silencio un instante.
—Pienso que usted sabe de lo que estoy hablando —dijo al fin.
—¿De veras?
—Sí. Usted no es tonto, t’Larien. Yo tampoco. Sus tretas infantiles no me divierten. Usted, por ejemplo, no tiene nada que discutir conmigo. Simplemente quería entrar en esta habitación por algún otro motivo.
Dirk dejó de sonreír y asintió.
—De acuerdo. Un truco imbécil, sin duda, ya que usted lo pescó de inmediato. Quería encontrar a Gwen.
—Le dije que ella ha salido a trabajar.
—No le creo —dijo Dirk—. Ella me habría comentado algo ayer. Usted no quiere que la vea. ¿Por qué? ¿Qué está pensando?
—Nada que a usted le concierna —dijo Janacek—. Compréndame, t’Larien, hágame el favor; tal vez le parezco un mal hombre, igual que a Arkin Ruark. Puede que ésa sea la opinión de usted. No me importa. No soy un mal hombre. Por eso le prevengo contra los errores. Por eso le dejé entrar aunque sé perfectamente que no tiene nada que decirme. Pues yo sí tengo algo que decirle.
Dirk se reclinó contra el respaldo del diván y cabeceó.
—De acuerdo, Janacek. Adelante.
Janacek arrugó el ceño.
—El problema de usted, t’Larien, es que sabe poco y entiende menos acerca de Jaan, de mí y de nuestro mundo.
—Sé más de lo que usted piensa.
—¿Le parece? Usted ha leído lo que escribió Jaan acerca de El Cantar de los Demonios, y sin duda ha escuchado otros comentarios. ¿Y qué hay con eso? Usted no es kavalar y no comprende a los kavalares, diría yo, y sin embargo advierto que nos observa para enjuiciarnos. ¿Con qué derecho? ¿Quién es usted para enjuiciarnos? Apenas nos conoce y… Le daré un ejemplo: hace un instante me llamó Janacek.
—¿Es el nombre de usted, verdad?
—Es parte de mi nombre, la última parte, la parte más pequeña y menos relevante de mí. Es mi nombre-elegido, el nombre de un antiguo héroe de la Congregación de Jadehierro que vivió una vida larga y fructífera, y muchas veces defendió honorablemente a su clan y sus kethi en la guerra. Sé por qué me llama así, desde luego. En el mundo de usted se acostumbra a interpelar a quienes se trata con distancia u hostilidad por el último componente del nombre… A un amigo le llamaría por el primero, ¿verdad?
—Es más o menos así —asintió Dirk—, aunque no tan simple. Pero está bastante cerca de la verdad.
Janacek esbozó una sonrisa; los ojos azules parecían destellar.
—Como ve, comprendo bastante las costumbre del pueblo de usted. Y tengo la deferencia de respetarlas. A usted le llamo t’Larien porque le soy hostil, y actúo correctamente. Sin embargo, usted no responde a mis atenciones. Me llama Janacek, sin detenerse a reflexionar si es apropiado, imponiéndome con toda deliberación un sistema de nombres que me es ajeno.
—¿Cómo debería llamarle? ¿Garse?
Janacek gesticuló con brusquedad e impaciencia.
—Garse es mi verdadero nombre, pero no es el adecuado para usted. Según la costumbre kavalar, el uso de ese nombre revelaría una relación que de hecho entre nosotros no existe. Garse es un nombre para mi teyn, mi cro-betheyn y mis kethi, no para un forastero. En rigor usted debería llamarme Garse Jadehierro, y a mi teyn, Jaantony alto-Jadehierro. Es lo que tradicionalmente corresponde a un igual, un kavalar de otra estirpe con quien estoy en buenos términos. Le dejo el beneficio de múltiples dudas —sonrió—, y ahora comprenda, t’Larien, que esto que le digo es apenas un ejemplo. Me importa un rábano si usted me llama Garse o Garse Jadehierro o señor Janacek. Llámeme como se le antoje, no lo tomaré como ofensa. Sé que el kimdissi Arkin Ruark me llama Garsey…, y sin embargo, reprimo el impulso de ponerle a prueba.
»En cuanto a esos asuntos de cortesía y etiqueta, no necesito que Jaan me recuerde que son viejas herencias de días más complejos y a la vez más primitivos, tradiciones que en los tiempos modernos van perdiendo vigencia. Hoy los kavalares navegan de una estrella a otra, dialogan y comercian con criaturas que en otra época habríamos exterminado como demonios, e incluso modelan planetas, como lo hemos hecho en Worlorn. El kavalar antiguo, la lengua de los clanes durante miles de años normales, apenas se habla en la actualidad, aunque hay vocablos que perduran y seguirán perdurando puesto que nombran realidades que las lenguas de los viajeros estelares mal podrían designar con la requerida exactitud, realidades que no tardarían en desaparecer si olvidáramos sus nombres, los términos del kavalar antiguo. Todo ha cambiado, hasta los habitantes de Alto Kavalaan, y Jaan sostiene que tenemos que cambiar más aún, si queremos cumplir nuestro destino en las historias del hombre. Así las viejas normas referentes a los nombres y el parentesco dejan de respetarse, y hasta los altoseñores emplean el lenguaje con poco rigor, y Jaantony alto-Jadehierro se hace llamar Jaan Vikary.
—Pero si no tiene importancia, ¿por qué me lo explica?
—Porque quiero darle un ejemplo, t’Larien. Un ejemplo simple y elegante para demostrarle hasta que punto usted nos adjudica erróneamente hábitos característicos de la cultura de usted, hasta qué punto mide nuestros actos y nuestras palabras con juicios de valor que nos son ajenos. Ese era mi propósito. Hay cosas más importantes en juego, pero el esquema es el mismo; usted incurre en el mismo error, en un error que no debería cometer. Podría costarle demasiado caro. ¿Cree que ignoro lo que se propone?
—¿Qué me propongo?
Janacek sonrió nuevamente, entornando los ojos. Arrugas minúsculas le aureolaron las comisuras.
—Se propone alejar a Gwen Delvano de mi teyn, ¿no es cierto?
Dirk no respondió.
—Es verdad —dijo Janacek—. Y es incorrecto. Comprenda que no se le permitirá hacerlo. Yo no se lo permitiré. Estoy ligado a Jaantony alto-Jadehierro por hierro-y-fuego, y nunca lo olvido. Somos teyn-y-teyn. Ninguno de los vínculos que conoce usted es más fuerte que ése.
Dirk se sorprendió evocando a Gwen y una piedra profundamente roja, llena de recuerdos y promesas. Lamentó no poder darle a Janacek la piedra susurrante para que el arrogante kavalar la sostuviera un momento y pudiera comprobar la fortaleza del vínculo que lo había unido a su Jenny. Pero de nada habría servido. La mente de Janacek no habría captado los diseños que el ésper había tallado en la piedra; para él habría sido sólo una gema.
—Amé a Gwen —dijo con acritud—. Dudo que cualquier vínculo de ustedes pueda ser más fuerte que ése.
—¿Lo duda? Bueno, usted no es kavalar y Gwen tampoco. No comprenden el hierro-y-fuego. Conocí a Jaantony cuando ambos éramos muy jóvenes. Yo era más pequeño, en verdad. Como él prefería jugar con niños más pequeños y no con los de su edad, a menudo venía a nuestro rincón de juegos. Yo le tuve gran estima desde un principio, como sólo puede hacerlo un niño, porque era mayor que yo y le faltaba menos para ser un altoseñor, y porque me hacía vivir aventuras en extrañas cuevas y pasadizos, y porque narraba historias fascinantes. Cuando crecí me enteré por qué venía tan a menudo a jugar con los más pequeños, y me sorprendí y avergoncé. Jaantony temía a los de su edad porque le tomaban el pelo y a menudo lo aporreaban. Pero cuando lo supe, ya existía un vínculo que nos unía. Usted podría llamarlo amistad, pero sería un error; nuevamente nos juzgaría de acuerdo con las pautas de usted. Era algo más que la amistad de otros mundos, ya había hierro entre nosotros, aunque aún no éramos teyn-y-teyn.
»La siguiente vez que Jaan y yo salimos a explorar —estábamos muy lejos de nuestro clan en una caverna que él conocía bien—, lo ataqué por sorpresa y le dejé las carnes hinchadas y llenas de magullones. En todo el invierno no volvió a visitar las barracas de los más pequeños, pero al final regresó. Salimos a cazar y explorar juntos una vez más, y me refirió más historias y leyendas. Por mi parte, solía atacarle en los momentos más inesperados, sorprendiéndole y derrotándole. Al cabo de un tiempo me fue imposible dominarle con los puños. Un día llevé un cuchillo escondido bajo la camisa, y le abrí un tajo a Jaan. Después, los dos empezamos a salir con cuchillos. Cuando él llegó a la adolescencia, a la edad en que debía escoger sus nombres-elegidos y someterse al código de honor, Jaantony era un individuo al que no se le podía tomar el pelo impunemente.
»Siempre fue poco popular. Usted comprenderá, era muy inquisitivo y dado a las investigaciones comprometedoras y las opiniones heterodoxas, aficionado a la historia pero abiertamente desdeñoso de la religión, excesiva y poco saludablemente interesado en las gentes de otros mundos que nos visitaban. Por esa causa, el primer año de su adolescencia lo retaron a duelo una y otra vez. Ganaba siempre. Cuando años más tarde llegué a mi vez a la adolescencia y fuimos teyn-y-teyn, casi no quedaban contrincantes. Jaantony los había amedrentado a todos, y nadie se atrevía a desafiarnos. Me sentí muy defraudado.
»Desde entonces hemos combatido juntos con frecuencia. Estamos ligados para toda la vida y hemos compartido muchas experiencias, y no tengo el menor interés en oír esas entusiastas comparaciones con el 'amor’ que tanto los seduce a ustedes; un vínculo de Cuasi-hombre que viene y va según el capricho del momento. El mismo Jaantony incurrió en ese equívoco durante sus años en Avalon, y en gran medida fue por culpa mía, pues lo dejé ir solo. Es cierto que en Avalon yo no habría tenido función ni lugar, pero debí haber estado. En eso le he fallado a Jaan. Nunca le fallaré de nuevo. Soy su teyn, para siempre, y no consentiré que nadie lo mate ni le hiera, ni le pervierta la mente ni le robe el nombre. Eso es parte de mi vínculo y mi deber.
»Hoy día Jaan a menudo tolera que hombres como usted y Ruark amenacen su nombre. Jaan es en muchos sentidos un individuo perverso y peligroso, y sus extravagancias a menudo nos ponen en situaciones difíciles. Hasta sus héroes… Un día recordé algunas de las historias que me había contado de niño, y me sorprendió descubrir que todos los héroes favoritos de Jaan eran hombres solitarios que finalmente fueron derrotados. Aryn alto-Piedraviva, por ejemplo, que dominó toda una época de la historia. Gobernó con mano de hierro el clan más poderoso que Alto Kavalaan haya conocido; la Montaña de Piedraviva. Y cuando los enemigos se mancomunaron contra él en altaguerra, y no contaba con ningún aliado, dio espadas y escudos a las eyn-kethy y las llevó al combate para engrosar las filas de su ejército. Los enemigos fueron desbaratados y humillados, según la versión que Jaan me contó de la historia. Pero más tarde aprendí que Aryn alto-Piedraviva no había obtenido ningún triunfo; ese día le mataron tantas eyn-kethy del clan, que muy pocas quedaron para alumbrar nuevos guerreros. El poder y la población de la Montaña de Piedraviva disminuyeron paulatinamente, y cuarenta años después del audaz golpe de Aryn, los Piedraviva cayeron, y altoseñores de Taal, Jadehierro y Puño de Bronce se apoderaron de las mujeres y los niños, y dejaron abandonado el clan. Lo cierto es que Aryn alto-Piedraviva fue un fracasado y un bufón, uno de los parias de la historia. Y así son todos los estrafalarios héroes de Jaan.
—A mí, sin embargo, Aryn me parece un héroe —dijo ásperamente Dirk—. En Avalon probablemente le honraríamos por haber liberado a las esclavas, aunque le hubiesen derrotado.
Janacek le dirigió una mirada fulminante. Los ojos azules chisporrotearon en el anguloso rostro del kavalar, que se atusó la barba con fastidio.
—Precisamente he querido prevenirle contra esas malas interpretaciones, t’Larien. Las eyn-kethy no son esclavas, son eyn-kethy. Usted juzga erróneamente, y sus traducciones son falsas.
—Según usted —dijo Dirk—. Porque según Ruark…
—Ruark —farfulló Janacek con desprecio—, ¿El kimdissi es la fuente de toda la información que posee usted acerca de Alto Kavalaan? Veo que he perdido el tiempo inútilmente, t’Larien. Usted ya está influido por otros y no tiene interés en comprender. Es una herramienta de los intrigantes de Kimdiss. No hablemos más del asunto.
—De acuerdo —dijo Dirk—. Tan sólo dígame dónde está Gwen.
—Ya se lo he dicho.
—¿Cuándo regresará, entonces?
—Tarde, y estará cansada. Estoy seguro de que no querrá verle.
—¡Usted está impidiéndome que la vea!
Janacek guardó silencio un instante.
—Sí —dijo al fin, torciendo la boca—. Es lo mejor, t’Larien. Tanto para usted como para ella. Aunque no espero que crea lo que le digo.
—No tiene derecho.
—En la cultura de usted. En la mía tengo todo el derecho. No volverá a estar a solas con ella.
—Gwen no forma parte de la maldita cultura kavalar —dijo Dirk.
—No nació en ella, pero aceptó el jade-y-plata, y el nombre betheyn. Ahora es kavalar.
Dirk temblaba. Ya no podía dominarse.
—¿Y qué opina ella? ¿Qué dijo anoche? —preguntó, acercándose a Janacek—. ¿Amenazó con irse? Dijo que vendría conmigo, ¿verdad? ¿Y usted la golpeó y la arrastró? —señalaba al kavalar con un índice acusatorio.
Janacek frunció el ceño y apartó con violencia la mano de Dirk.
—Así es que además nos espía… No lo hace bien, t’Larien. Pero no deja de ser una ofensa, un segundo error. El primero lo cometió Jaan al contarle lo que le contó, al confiar en usted y brindarle protección.
—¡No necesito la protección de nadie!
—Eso dice usted. Un orgullo idiota e inoportuno. Sólo a los fuertes les corresponde rechazar la protección que se brinda a los débiles; los que son realmente débiles la necesitan —se volvió, y concluyó mientras se dirigía al comedor—: No perderé más tiempo con usted.
Sobre la mesa había un maletín negro. Janacek destrabó las dos cerraduras simultáneamente y la tapa se abrió de un salto. Adentro del maletín Dirk vio cinco filas de banshis de hierro sobre fieltro rojo. Alzando uno, Janacek le preguntó a Dirk:
—¿Está totalmente seguro… de que no lo quiere —y añadió con una mueca—, korariel?
Dirk se cruzó de brazos y no se dignó responder. Janacek esperó un momento, luego guardó el broche en su lugar y cerró el maletín.
—Es usted más terco que un niño parásito —dijo—. Y ahora, debo llevarle esto a Jaan. Lárguese de aquí.
En las primeras horas de la tarde, el Cubo de la Rueda ardía opacamente en el centro del cielo, y las luces dispersas de los cuatro Soles Troyanos visibles brillaban irregularmente alrededor. Un viento fuerte soplaba del este, tal vez anunciando una tormenta. El polvo se arremolinaba en los callejones grises y escarlatas.
Dirk, sentado en un rincón de la azotea, las piernas colgando hacia afuera, rumiaba sus posibilidades.
Había seguido a Garse Janacek hasta la pista aérea y le había visto partir con el maletín de banshis, a bordo de esa pesada y maciza reliquia con blindaje verde oliva. Los otros aeromóviles; la raya gris y la brillante lágrima amarilla, tampoco estaban. Se encontraba abandonado en Larteyn, sin tener idea de dónde estaba Gwen o qué le estaban haciendo. Por un momento deseó la compañía de Ruark. Lamentó no disponer de un aeromóvil. Sin duda, podría haber alquilado uno en Desafío, si lo hubiera pensado. O incluso en el puerto espacial, la noche de su llegada. Pero ahora estaba solo y maniatado; ni siquiera los aeropatines… El mundo era rojo y gris y monótono. Se preguntaba qué hacer.
De pronto, mientras pensaba en los aeromóviles, lo asaltó una idea. Las ciudades del Festival que había visitado eran muy diferentes entre ellas, pero algo tenían en común: ninguna de ellas contaba con pistas suficientes para albergar un número de aeromóviles análogo al número de habitantes. Lo que significaba que las ciudades debían de estar unidas por otros medios de transporte, y de ese modo, a pesar de todo, cierta libertad de acción para él.
Se levantó, tomó el ascensor y bajó al departamento de Ruark, en la base de la torre. Entre dos macetas de arcilla, con plantas de corteza negra altas hasta el cielo raso, esperaba una pantalla; recordaba haberla visto así, opaca y oscura, desde que había llegado; en Worlorn no quedaba mucha gente para hacer llamadas. Pero sin duda, quedaría algún circuito de información. Estudió la doble hilera de botones al pie de la pantalla, eligió uno y lo apretó. Una luz tenue y azul disipó la oscuridad, y Dirk respiró más tranquilo; al menos la red de comunicaciones seguía en funcionamiento.
Uno de los botones tenía un signo de interrogación. Dirk lo apretó y obtuvo una respuesta; la luz azul se aclaró y de pronto la pantalla se cubrió de caracteres pequeños, cien números para cien servicios básicos, desde asistencia médica e información religiosa hasta noticias del exterior.
Tecleó la secuencia que correspondía a 'transportes’. Las cifras titilaron en la pantalla y de a poco, las esperanzas de Dirk se marchitaron. Había servicios de alquiler de aeromóviles en el puerto espacial y en diez de las catorce ciudades; todos clausurados. Los aeromóviles funcionales se habían ido de Worlorn con las multitudes del Festival. Otras ciudades habían alquilado vehículos de hélice o de colchón de aire, pero los servicios estaban suspendidos. En Musquel junto-al-mar los visitantes podían navegar en un genuino barco de propulsión a vela de la Colonia Olvidada: clausurado. Las líneas de aerobuses también habían dejado de funcionar, las estratonaves de propulsión nuclear de Tóber y los dirigibles de helio de Eshellin ya se los habían llevado. La pantalla le mostró un mapa de los subterráneos de alta velocidad que unían el puerto espacial con cada una de las ciudades, pero el mapa estaba en rojo y la leyenda al pie indicaba que el rojo significaba 'Fuera de Servicio’.
Los únicos medios de transporte que quedaban en Worlorn eran las piernas, al parecer. Además de los vehículos que hubieran traído los visitantes tardíos.
Dirk carraspeó y desconectó la imagen. Estaba a punto de apagar la pantalla cuando lo asaltó otro pensamiento: tecleó 'Biblioteca’ y obtuvo un signo de interrogación e instrucciones. Luego marcó 'niños parásitos’ y 'definir’. Y esperó.
La espera fue corta, la biblioteca le abrumó con más datos de los necesarios; detalles históricos, geográficos y filosóficos. Dirk prestó atención a la información crítica y desechó el resto. 'Niños parásitos’ parecía ser el apodo popular para los acólitos de un culto pseudorreligioso basado en la droga, en el Mundo del Océano Vinonegro. Los llamaban así porque pasaban años viviendo en el interior húmedo y cavernoso de las kilométricas babosas que recorrían el fondo de los mares de ese mundo. Los devotos llamaban Madres a estas criaturas viscosas que se desplazaban con infinita lentitud. Las Madres alimentaban a los 'niños’ con secreciones alucinógenas y dulzonas, y se las creía semiconscientes. Esta creencia, advirtió Dirk, no impedía a los niños matar a la criatura cuando la calidad de las secreciones empezaba a bajar, lo que ocurría inevitablemente cuando las babosas envejecían. Huérfanos de una Madre, los niños parásitos buscaban otra.
Dirk se apresuró a borrar los datos de la pantalla y consultó nuevamente a la biblioteca. El Mundo del Océano Vinonegro tenía una ciudad en Worlorn. Yacía bajo un lago artificial de cincuenta kilómetros de diámetro, bajo las mismas aguas tibias y oscuras que cubrían la superficie del mundo de los vinonegrinos. Se llamaba Ciudad del Estanque sin Estrellas, y en el lago pululaban infinidad de criaturas traídas especialmente para el Festival del Confín, Madres incluidas, sin duda alguna.
Por curiosidad, Dirk localizó la ciudad en un mapa de Worlorn. No tenía manera de llegar allá, por supuesto. Apagó la pantalla y fue a la cocina a prepararse un trago. Mientras bebía —era leche espesa y amarillenta de algún animal kimdissi, muy fría y amarga, pero refrescante—, tamborileaba el gabinete con dedos impacientes. Lo invadía una creciente inquietud, una necesidad de hacer algo. Se sentía enclaustrado ahí, esperando que regresara alguno de los otros sin saber quién vendría primero ni qué ocurriría entonces. Tenía la impresión de haberse movido al capricho de los demás desde que había llegado en el Temblor de enemigos olvidados. Ni siquiera había venido por voluntad propia; Gwen le había llamado con la joya susurrante, aunque la bienvenida no había sido precisamente calurosa. Al menos ahora empezaba a comprender porqué. Gwen estaba atrapada en una compleja telaraña que era al mismo tiempo política y emocional; y aparentemente él había sido arrastrado con ella y ahora observaba impotente las tormentas de tensión cultural y psicosexual que arreciaban alrededor de ambos. Estaba harto de esa impotencia.
Abruptamente recordó Kryne Lamiya. En una pista barrida por el viento yacían dos aeromóviles abandonados. Dirk depositó el vaso pensativamente, se enjugó los labios con el dorso de la mano y regresó a la pantalla.
Fue fácil encontrar la ubicación de todas las pistas de aterrizaje de Larteyn. Había instalaciones en la azotea de todas las torres residenciales de mayor tamaño, y un gran estacionamiento público en las entrañas de la roca, debajo de la ciudad. La guía de la ciudad le informó que se podía llegar a este parque mediante cualquiera de los doce ascensores subterráneos de Larteyn; las puertas estaban ocultas en medio del risco que se cernía sobre el llano. Si los kavalares habían dejado algún vehículo en la ciudad, era allí donde podría encontrarlo.
Fue en ascensor hasta la planta y salió a la calle. El Gordo Satanás ya descendía del cénit al horizonte. Las calles de piedraviva se difuminaban y ennegrecían bajo el resplandor purpúreo, pero mientras caminaba entre las sombras, bajo las torres cuadrangulares de ébano, Dirk aún veía bajo sus pies los fuegos fríos de la ciudad, el fulgor rojo y tenue de la roca, débil pero persistente. En sitios abiertos, él mismo arrojaba sombras, oscuros y frágiles fantasmas que se superponían torpemente sin que las imágenes coincidieran del todo. Y se deslizaban rápidamente detrás de él, reviviendo a la piedra dormida. No vio a nadie durante la caminata, aunque no dejó de temer la presencia de los Braith, y en un momento pasó de largo frente a lo que debía de haber sido una mansión. Era un edificio cuadrado con techo en forma de cúpula y pilares de hierro negro en el portal. Encadenado a uno de los pilares había un sabueso más alto que Dirk, de ojos rojos y brillantes y una cara morruda y lampiña que de algún modo evocaba una rata. La criatura estaba royendo un hueso, pero cuando él pasó se irguió sobre las patas traseras y gruñó roncamente. Al dueño de ese edificio sin duda no le gustaba recibir visitantes.
Los subascensores todavía funcionaban. Dirk bajó y la luz del día se desvaneció; en los pasajes inferiores Larteyn se parecía mucho más a los clanes de Alto Kavalaan; profundos salones de piedra con colgantes de hierro forjado, puertas metálicas por todas partes, una cámara dentro de otra. Un fuerte de piedra, había dicho Ruark. Una fortaleza donde cada sector parecía inexpugnable. Pero ahora abandonada.
El estacionamiento, pobremente iluminado, tenía diez niveles, cada uno con capacidad para mil aeromóviles. Dirk vagabundeó media hora por el polvo antes de encontrar uno. No le servía. Otro vehículo mastodóntico de metal azul oscuro y grotescamente parecido a un murciélago gigante, más realista y formidable que la estilizada raya-banshi de Jaan Vikary. Pero además era un cascajo; una de sus alas de murciélago estaba retorcida y medio fundida, del aeromóvil en sí apenas quedaba el cuerpo. Las instalaciones interiores, la fuente de alimentación y el armamento, habían desaparecido; Dirk sospechó que también le faltaría el control de gravedad, aunque no pudo ver la parte inferior del artefacto. Lo inspeccionó someramente y siguió caminando.
El segundo aeromóvil que encontró estaba en condiciones aún más lamentables. En realidad, apenas podía llamársele coche; no quedaba más que un armazón desnudo y cuatro asientos que se pudrían dentro del costillar metálico: un esqueleto despojado hasta de la piel. Dirk siguió de largo.
Los dos vehículos que encontró a continuación estaban intactos por fuera, pero inutilizables. Dirk presumió que los dueños habrían muerto en Worlorn, y los coches habrían esperado en las entrañas de la ciudad, sin que nadie se acordara de ellos hasta que se les agotara la energía. Trató de ponerlos en marcha, pero ninguno respondió a sus esfuerzos y tentativas.
El quinto vehículo —al cabo de una hora de inspecciones—, arrancó de inmediato.
Típicamente kavalar, era un rechoncho artefacto de dos plazas con alas cortas y triangulares que parecían aún más inútiles que las alas de otros coches fabricados en Alto Kavalaan. Estaba esmaltado de plata y blanco, y la cabina metálica se asemejaba a una cabeza de lobo. Había cañones láser a ambos lados del fuselaje. No estaba cerrado con llave; Dirk empujó la escotilla hacia arriba de la cabina, que se abrió con facilidad. Entró, cerró la cabina y torciendo la boca en una sonrisa, miró hacia afuera por los enormes ojos del lobo. Luego puso a prueba los mandos. El aeromóvil tenía aún toda la energía.
Dirk frunció el ceño, apagó el motor y se recostó pensativamente. Había descubierto el transporte que buscaba, si se atrevía a adueñarse de él. Pero no podía llamarse a engaño; este vehículo no era una ruina como los otros que había inspeccionado. Estaba en óptimas condiciones. Sin duda pertenecía a alguno de los kavalares que seguía viviendo en Larteyn. Si los colores significaban algo, de lo que no estaba muy seguro, probablemente pertenecía a Lorimaar u otro de los Braith. Apoderarse de él no era un modo de rehuir complicaciones, por cierto.
Dirk admitió el peligro y lo consideró. No le interesaba esperar, pero tampoco ponerse en una situación riesgosa. Con Jaan Vikary de por medio o no, robar un aeromóvil podía ser el resorte para que los Braith entraran en acción.
Abrió a su pesar la cabina y salió, pero no bien se apeó del coche, oyó las voces. Bajó nuevamente la escotilla, que se cerró con un chasquido débil, pero audible, se agazapó y buscó refugio en las sombras, a pocos metros del coche-lobo.
Oyó el parloteo y los pasos de los kavalares, mucho antes de verlos; sólo eran dos, pero sonaban como diez. Cuando llegaron al espacio iluminado cerca del aeromóvil, Dirk se había aplastado contra un nicho de la pared del estacionamiento, una pequeña cavidad llena de ganchos que en un tiempo habían servido para colgar herramientas. No sabía exactamente por qué se había escondido, pero le parecía preferible. Los comentarios de Gwen y de Jaan acerca de los otros residentes de Larteyn no eran precisamente tranquilizadores.
—¿Estás seguro de lo que dices, Bretan? —preguntó uno de ellos, el más alto, cuando estuvieron a la vista.
No era Lorimaar, pero el parecido era extraordinario; tenía la misma estatura e imponencia, la cara igualmente curtida y arrugada. Pero era más metido en carnes que Lorimaar alto-Braith, y la cabellera era totalmente blanca mientras la del otro era principalmente gris. Además usaba un pequeño y poblado bigote. Tanto él como el compañero vestían chaquetas blancas y cortas, y pantalones y camisas de tela tornasolada que en la penumbra del estacionamiento se habían vuelto casi negras. Y los dos llevaban pistola láser.
—Rosef no bromearía conmigo —dijo el segundo kavalar con voz áspera y arenosa.
Era mucho más bajo que el otro, casi de la misma altura que Dirk y también más joven, muy delgado. Las mangas cortas de la chaqueta exhibían vigorosos brazos tostados y un grueso brazalete de hierro-y-piedraviva. Mientras se acercaba al aeromóvil, por un instante la luz le dio de lleno y el hombre pareció escrutar la oscuridad donde se ocultaba Dirk. Sólo tenía la mitad de la cara; el resto era un grumoso parche de tejido cicatricial. El 'ojo’ izquierdo destellaba incesantemente cuando movía la cabeza, y Dirk no tardó en comprender porqué; era una piedraviva incrustada en una órbita vacía.
—¿Cómo lo sabes? —dijo el hombre de más edad, mientras los dos se detenían un instante al lado del coche-lobo—. A Rosef no le gustan las bromas.
—A mi no me gustan —dijo el otro, el llamado Bretan—. Rosef te haría bromas a ti, a Lorimaar, hasta a Pyr. Pero no se atrevería a bromear conmigo —la voz era muy desagradable, tan áspera y sibilante que raspaba el oído. Teniendo en cuenta el grosor de las cicatrices que le cubrían el cuello, a Dirk le parecía asombroso que el hombre siquiera pudiera hablar.
El kavalar más alto presionó el costado de la cabeza de lobo, pero la cabina no se abrió.
—Bien, si es cierto, tenemos que apresuramos —dijo, quejumbroso—. ¡La cerradura, Bretan…, la cerradura!
El tuerto Bretan profirió un ruido extraño, mezcla de gruñido y rugido. Intentó él abrir la cabina.
—Mi teyn —farfulló—. Dejé la cabina entreabierta… Yo… Me llevó sólo un momento subir y encontrarte…
En las sombras, Dirk se apretó con fuerza contra la pared, los ganchos se le clavaron dolorosamente entre los omóplatos. Bretan arrugó el ceño y se arrodilló. Su compañero permaneció de pie, mirándolo intrigado. De pronto el Braith se levantó y empuñó la pistola láser, encañonando a Dirk. El ojo de piedraviva brillaba como un rescoldo.
—Sal y muéstranos quién eres —exclamó—. El rastro que dejaste en el polvo se ve con toda claridad.
Dirk, calladamente, puso las manos encima de la cabeza y salió.
—¡Un Cuasi-hombre! —exclamó el kavalar más alto—. ¡Aquí!
—No —dijo Dirk, cautelosamente—. Dirk t’Larien.
El hombre alto no le prestó atención.
—Esto se llama tener suerte —le dijo al compañero del láser—. Esos hombres parásitos que proponía Rosef no hubieran sido presas interesantes. Este parece apropiado.
El joven teyn profirió nuevamente ese ruido extraño y torció el lado izquierdo de la cara. Pero no dejaba de encañonar a Dirk con el láser.
—No —le dijo al otro Braith—. Lamentablemente, creo que no podemos cazarlo. Este sólo puede ser el sujeto que mencionó Lorimaar —deslizó la pistola en la funda y se volvió hacia Dirk con un cabeceo tan imperceptible que más parecía un encogimiento de hombros—. Eres muy poco precavido; la cabina se traba automáticamente si la cierras del todo. Se la puede abrir desde adentro, pero…
—Ahora me doy cuenta —dijo Dirk, bajando las manos—. Sólo estaba buscando un vehículo abandonado. Necesitaba un medio de transporte.
—Y trataste de robarnos el aeromóvil.
—No.
—Sí —la voz del kavalar convertía cada palabra en un penoso esfuerzo—. ¿Eres korariel de Jadehierro?
Dirk titubeó, ahogando la negación en la garganta.
Cualquiera de las dos respuestas podía meterlo en un brete.
—¿No sabes responder a mi pregunta? —insistió Bretan.
—Lo que diga el Cuasi-hombre no tiene importancia para nosotros, Bretan —terció el otro—. Si Jaantony alto-Jadehierro lo llama korariel, así ha de ser. Estos animales no deciden acerca de su condición. Aunque respondiera que no, no puede desechar el nombre, de manera que la realidad sigue siendo la misma. Si lo matamos, habremos robado una propiedad de Jadehierro y sin duda nos retarán a duelo.
—Te propongo que consideres las posibilidades, Chell —dijo Bretan—. Este, Dirk t’Larien, puede ser hombre o Cuasi-hombre, korariel de Jadehierro o no, ¿verdad?
—Verdad. Pero no es un hombre verdadero. Escúchame teyn, eres joven; yo sé más de estas cosas, por kethi muertos hace tiempo…
—Escúchame de todos modos. Si es Cuasi-hombre y los Jadehierro lo nombran korariel, él es korariel, lo admita o no. Pero si ésa es la verdad, Chell, tú y yo tenemos que enfrentar en duelo a los Jadehierro. Recuerda que él trataba de robarnos y si él es propiedad de Jadehierro, entonces los Jadehierro intentaban robarnos.
El hombre alto y canoso asintió lenta y desganadamente.
—Si es Cuasi-hombre pero no korariel —continuó el joven Bretan—, no hay ningún inconveniente en que podamos cazarlo. Pero, ¿si es un hombre verdadero, humano como un altoseñor, y no un Cuasi-hombre?
Chell era mucho más lento que su teyn. Arrugó pensativamente el ceño, y dijo:
—Bueno, no es mujer, así es que puede ser tomado. En cambio si es humano, debe tener derechos de hombre y nombre de hombre.
—Verdad —convino Bretan—. Entonces no podría ser korariel y en ese caso la responsabilidad recaería en él exclusivamente. Yo tendría que retarlo a él y no a Jaantony alto-Jadehierro —nuevamente emitió esa mezcla de gruñido y rugido.
Chell asintió, Dirk estaba azorado. El kavalar más joven parecía haber razonado con insidiosa precisión. Tanto a Vikary como a Janacek, Dirk les había puntualizado sin ambigüedades que rehusaba la protección de Jadehierro. En el momento le había parecido más fácil; en mundos cuerdos como Avalon, sin duda habría sido también lo más atinado, pero en Worlorn las cosas no eran tan claras.
—¿Adonde lo llevaremos? —dijo Chell; ambos daban por descontado que Dirk no podía tener más voluntad que el aeromóvil.
—Debemos llevárselo a Jaantony alto-Jadehierro —masculló Bretan—. Conozco de vista la torre donde viven.
Por un segundo, Dirk consideró la posibilidad de correr aunque inmediatamente concluyó que no sería lo más apropiado; ellos eran dos, estaban armados y disponían de un vehículo. No lo dejarían llegar lejos.
—Iré con ustedes —dijo cuando se le acercaron—. Puedo mostrarles el camino.
En cualquier caso, ganaría un poco de tiempo para pensar, los Braith parecían ignorar que Vikary y Janacek ya estaban en la Ciudad del Estanque sin Estrellas, sin duda con el propósito de proteger a los desvalidos niños parásitos de los otros cazadores.
—De acuerdo —dijo Chell.
Y Dirk, sin saber a qué otra decisión atenerse, los condujo hacia los subascensores. Mientras subían, reflexionó amargamente que se había metido en este enredo por no querer esperar; y ahora, tendría que esperar, de todos modos.