—Es una lástima que esta mañana te hayas tropezado con Lorimaar —dijo Gwen después que Jaan salió—. No había razón para que te vieras complicado en esto, y yo tenía esperanzas de ahorrarte los detalles sórdidos. Espero que no digas una palabra cuando te vayas de Worlorn. Que Jaan y Garse se encarguen de los Braith. De todos modos nadie hará nada, salvo hablar del asunto y difamar a gente inocente en Alto Kavalaan. Ante todo, ni se lo comentes a Arkin. Detesta a los kavalares, y partiría hacia Kimdiss en un santiamén —se levantó—. Por el momento, sugiero que hablemos de cosas más agradables. No tenemos mucho tiempo para compartirlo. Sólo podré ser tu guía turística mientras no tenga que volver a mi trabajo. No hay porqué dejar que esos carniceros Braith nos arruinen los pocos días que tenemos.
—Como digas —respondió Dirk, tratando de ser agradable pero aún sorprendido por lo de Lorimaar y los Cuasi-hombres—. ¿Tienes algún plan?
—Podría llevarte de regreso a los bosques —le dijo Gwen—. Continúan ininterrumpidamente, y hay muchas cosas fascinantes: lagos llenos de peces más grandes que nosotros, montículos más altos que este edificio, erigidos por insectos más pequeños que una uña, una increíble red de cavernas que Jaan descubrió más allá de la pared montañosa… Jaan ha nacido cavernícola. Pero creo que hoy conviene adoptar todas las precauciones posibles. Más vale no tentar demasiado a Lorimaar, pues de lo contrario él y su gordo teyn podrían cazarnos, y al diablo con Jaan. Hoy te enseñaré las ciudades. También tienen su fascinación, y una especie de belleza macabra. Como dijo Jaan, Lorimaar aún no ha pensado en cazar en ellas.
—De acuerdo —dijo Dirk sin demasiado entusiasmo.
Gwen se cambió en seguida y luego le llevó a la azotea. Los aeropatines aún yacían donde los habían dejado el día anterior. Dirk se agachó a recogerlos, pero Gwen le arrebató las plataformas de las manos y las arrojó en la parte trasera del aeromóvil gris. Luego tomó las botas de vuelo y los controles y también los guardó.
—Hoy no usaremos patines —explicó—. Nos espera un largo trayecto.
Dirk asintió, y los dos se encaramaron a las alas del aeromóvil para instalarse en el asiento delantero. El cielo de Worlorn hacía pensar a Dirk que la expedición acababa de concluir cuando aún no había comenzado.
El viento aullaba ferozmente alrededor del aeromóvil, y Dirk empuñó un instante la palanca de mando para que Gwen pudiera sujetarse la cabellera negra. Mientras surcaban el cielo, también a él la melena se le arremolinaba enloquecida. Pero iba demasiado absorto en sus pensamientos para sentirse molesto o siquiera advertirlo.
Gwen sobrevoló la pared rocosa y luego enfiló hacia el sur. A la derecha se extendía el plácido paisaje del llano, sembrado de suaves y verdes colinas y ríos con perezosos meandros, prolongándose hasta el horizonte. Muy hacia la izquierda, donde terminaban las montañas, se veía el lindero de las selvas. Las zonas infestadas de estranguladores eran visibles aún desde esta distancia: cánceres amarillos tachonaban el fondo verde oscuro.
Volaron casi una hora en silencio. Dirk iba sumido en sus reflexiones, tratando en vano de ordenar las ideas. Finalmente Gwen se volvió hacia él con una sonrisa.
—Me gusta volar en aeromóvil —le dijo—. Hasta en éste. Me hace sentir libre y limpia, distanciada de los problemas de allá abajo. ¿Me comprendes?
—Sí —asintió Dirk—. No eres la primera en decirlo. Hay muchos que sienten lo mismo, yo incluido.
—Sí —dijo ella—. Yo solía llevarte a volar, ¿recuerdas? En Avalon. Volábamos horas y horas, desde el amanecer hasta la puesta del sol, y tú te quedabas sentado con un brazo fuera de la ventanilla, mirando a lo lejos con ese aire soñador —volvió a sonreírle.
Claro que lo recordaba. Esos viajes habían sido muy especiales. Nunca hablaban demasiado, simplemente se miraban de tanto en tanto, y compartían una sonrisa. Era inevitable; por mucho que se empeñara en olvidarla, esa sonrisa siempre le acuciaba. Pero ahora todo parecía irremediablemente distante y perdido.
—¿Por qué lo has recordado? —preguntó.
—Por ti —dijo ella, señalándole—. Echado en tu asiento con una mano al costado… Ah, Dirk… Eres un tramposo, ¿sabes? Creo que lo has hecho deliberadamente para hacerme pensar en Avalon, y sonreír y querer abrazarte otra vez. Bah…
Y los dos se echaron a reír.
Y Dirk, casi sin pensarlo, se le acercó y la rodeó con el brazo. Ella le miró un segundo a la cara, luego se encogió ligeramente de hombros y dejó de fruncir el ceño para lanzar un suspiro de resignación y esbozar una contrariada sonrisa. Y no se apartó de él.
Fueron a ver las ciudades.
La ciudad de la mañana era una tenue visión pastel incrustada en un ancho valle verde. Gwen descendió en el centro de una de las plazas y luego recorrieron durante una hora las anchas ramblas. Era una ciudad grácil, tallada en mármoles rosados y piedras pálidas delicadamente veteadas. Las calles eran amplias y sinuosas, y los edificios bajos, de madera lustrosa y vidrio de colores, parecían estructuras frágiles. Abundaban los parques pequeños y los anchos paseos, y había obras de arte por doquier: estatuas, pinturas, frisos en las aceras y en las paredes de los edificios, jardines de rocas y árboles que eran esculturas vivientes.
Pero ahora los parques se veían tristes, plagados de malezas que devoraban la hierba verde azulada. Enredaderas negras serpeaban a través de las veredas, los plintos laterales estaban vacíos, y las esculturas arbóreas más resistentes habían degenerado en formas grotescas con las que los artistas jamás habían soñado.
Un desganado río azul dividía y subdividía la ciudad, vagabundeando de un lado al otro en un curso tan sinuoso e irregular como las calles que lo bordeaban. Gwen y Dirk se sentaron un rato al lado del agua, a la sombra de un puente de madera labrada, y observaron el reflejo del Gordo Satanás flotando rojo y perezoso en la superficie. Y mientras estaban allí, ella le contó cómo había sido la ciudad en días del Festival, antes que cualquiera de ellos hubiera llegado a Worlorn. La gente de Kimdiss la había construido, le dijo; la habían llamado El Duodécimo Sueño.
Tal vez la ciudad soñaba ahora. En ese caso, era el reposo definitivo. Ecos vacíos retumbaban en los salones abovedados, los jardines eran junglas lúgubres que pronto serían tumbas. Si la risa alguna vez había poblado las calles, ahora sólo se oía el sedoso susurro de las hojas muertas arrastradas por el viento. Si Larteyn era una ciudad moribunda, reflexionó Dirk mientras descansaba debajo del puente, Duodécimo Sueño no podía ser más que un cadáver de ciudad.
—Aquí es donde Arkin quería establecer nuestra base de operaciones —dijo Gwen—. Pero no accedimos. Si él y yo íbamos a trabajar juntos, obviamente era mejor que viviéramos en la misma ciudad, y Arkin quería que fuese en Duodécimo Sueño. Yo me negué, y me pregunto si me lo habrá perdonado. Si los kavalares construyeron Larteyn como una fortaleza, los kimdissi diseñaron esta ciudad como una obra de arte. Tengo entendido que en los viejos tiempos era aún más hermosa. Cuando terminó el Festival, desmantelaron los mejores edificios y se llevaron las mejores esculturas de las plazas.
—¿Votaste por Larteyn? —preguntó Dirk—. ¿Para vivir allí?
Ella meneó la cabeza, y el cabello, ahora suelto, onduló suavemente.
—No —dijo con una sonrisa—. Eso era lo que querían Jaan y Garse. Yo… en fin, temo que tampoco voté por Duodécimo Sueño. Jamás habría podido vivir aquí. El aroma de la decadencia es muy fuerte. Estoy de acuerdo con Keats, ¿sabes? Nada es tan melancólico como la muerte de la belleza. En Larteyn nunca hubo tanta belleza como aquí, aunque Jaan refunfuñaría si me oyera decirlo. Así que éste es el lugar más triste de los dos. Además, en Larteyn hay alguna compañía, al menos. Aunque sea Lorimaar y los suyos. Aquí sólo quedan fantasmas.
Dirk contempló el agua, donde el gran sol rojo, macilento y prisionero, se mecía ominoso al ritmo indolente del oleaje. Y casi pudo ver los fantasmas de que hablaba Gwen, espectros que se apiñaban en ambas márgenes y entonaban lamentos por cosas perdidas hacía muchos años. Y también un fantasma que le pertenecía exclusivamente: un barquero de Draque que se deslizaba río abajo empuñando una larga pértiga negra. Ese barquero se acercaba cada vez más, y venía en busca de Dirk. Y la barcaza negra vacía y desolada, avanzaba casi a ras del agua.
Dirk se incorporó y obligó a Gwen a levantarse, sin darle demasiadas explicaciones. Y se alejaron de los fantasmas para regresar a la terraza donde los esperaba el aeromóvil gris.
El vehículo se elevó nuevamente y los condujo a otro interludio de viento y cielo y cavilaciones silenciosas. Gwen se dirigió hacia el sur y luego hacia el este, y Dirk observaba y rumiaba calladamente, y de vez en cuando ella lo miraba y sin darse cuenta esbozaba una sonrisa.
Finalmente llegaron al mar.
La ciudad de la tarde estaba construida a lo largo de la costa de una bahía dentada donde oscuras olas verdes rompían contra muelles destartalados. Se había llamado Musquel-junto-al-Mar, explicó Gwen mientras la sobrevolaban trazando una lenta espiral. Aunque se había fundado con las otras ciudades de Worlorn, ésta tenía un aire antiguo. Las calles de Musquel eran serpientes con el espinazo roto, callejones retorcidos y pedregosos entre torres inclinadas de ladrillos multicolores. Era una ciudad de ladrillos. Azules, rojos, amarillos, verdes, naranjas, pintados y estriados y moteados, ladrillos unidos con una argamasa negra como la obsidiana o roja como el Gordo Satanás, unidos en diseños contrastantes y estrafalarios. Aun más gárrulos eran los toldos de lona pintada de los puestos comerciales que aún decoraban las tortuosas calles o se erguían solitarios en los abandonados espigones de madera.
Aterrizaron en un espigón que parecía más fuerte que los demás, escucharon un rato el mugido de las olas y luego se internaron en la ciudad, totalmente vacía y polvorienta. El viento barría las calles abandonadas, las cúpulas y las torres esféricas estaban vacías, y el sol gordo y rojo desteñía los colores otrora vívidos. También los ladrillos cedían; el polvo multicolor y asfixiante lo impregnaba todo. Musquel no era una ciudad de construcción sólida, y ahora estaba tan muerta como Duodécimo Sueño.
Estaban en la unión de dos callejas, donde un profundo manantial había sido emparedado y bordeado de piedras. Abajo gorgoteaba un agua negra.
—Es primitiva —dijo Dirk, entre las ruinas—. La sensación es pre-espacial, y los letreros dicen lo mismo acerca de la cultura. Braque es así, aunque no a tal punto. Conocen fragmentariamente la vieja tecnología, cuando menos hasta donde lo consienten las interdicciones religiosas. Musquel da la impresión de que no se tuvieran noticias de esos conocimientos.
Ella asintió, acariciando con la mano el brocal del pozo. Un torrente de polvo y guijarros se despeñó en la oscuridad. El jade-y-plata destelló, opaco y rojizo, en el brazo izquierdo de Gwen, y atrajo la atención de Dirk, que parpadeó y volvió a preguntarse qué era; si un signo de esclavitud o una ofrenda amorosa o qué. Pero desechó ese pensamiento, se negó a considerarlo.
—La gente que construyó Musquel tenía muy pocos conocimientos —decía ella—. Venían de la Colonia Olvidada, a la que los demás habitantes de los mundos exteriores a veces llaman Leteo, y a la que sus propios habitantes siempre llaman Tierra. En Alto Kavalaan llaman a esa gente el Pueblo Perdido. Quiénes son, cómo llegaron al mundo de ellos, de dónde vinieron, nadie lo sabe… —se encogió de hombros—. Sin embargo llegaron aquí antes que los kavalares, y posiblemente antes que el Mao Tse-tung, que según las crónicas fue la primera nave estelar humana que atravesó el Velo del Tentador. Los kavalares tradicionalistas tienen la certeza de que el Pueblo Perdido está compuesto por Cuasi-hombres y demonios hranganos, aunque ellos han demostrado que su raza puede mezclarse con otros especímenes humanos de mundos más conocidos. Pero la Colonia Olvidada es, ante todo, un planeta solitario que no se interesa demasiado en el resto del espacio. Tienen una cultura de la Edad del Bronce, la mayoría son pescadores, y se ocupan de sus propios problemas.
—Entonces me asombra que hayan venido aquí —dijo Dirk—, y se hayan molestado en construir una ciudad.
—Ah —dijo ella, sonriendo y arrancando más guijarros flojos que cayeron en el pozo con un chapaleo sordo—. Pero todos tenían que construir una ciudad, las catorce culturas de los mundos exteriores. Esa era la idea. Lobo había descubierto la Colonia Olvidada hacía pocos siglos, así que Lobo y Tóber arrastraron aquí al Pueblo Perdido, que ni siquiera contaba con naves estelares propias. Eran pescadores en su mundo natal y se hicieron pescadores aquí. También fueron los lobunos, junto con el Mundo del Océano Vinonegro, quienes les reservaron los mares. Pescaban con redes en pequeñas embarcaciones, hombrecitos y mujeres atezados con el torso desnudo, y freían lo que pescaban en fosas abiertas, para los visitantes. Tenían bardos y cantantes callejeros que les alegraban la ciudad. Durante el Festival, todos se detenían en Musquel para escuchar sus extraños mitos, comer pescado frito y alquilar botes. Pero creo que el Pueblo Perdido no amaba demasiado la ciudad. Al mes de la clausura del Festival todos se marcharon. Ni siquiera desarmaron los toldos, y si hurgas en los edificios todavía podrás encontrar cuchillos, lienzos y alguno que otro hueso.
—¿Tú te has fijado?
—No. Pero oigo historias. Kirak Acerorrojo Cavis, el poeta que vive en Larteyn, se quedó una vez aquí y vagabundeó y compuso algunas canciones.
Dirk miró en torno, pero no había nada que ver. Ladrillos descoloridos y calles desiertas, ventanas sin cristales que parecían cuencas oculares vacías, toldos pintados restallando al viento. Nada.
—Otra ciudad fantasma —comentó.
—No —dijo Gwen—. No, no lo creo. Los del Pueblo Perdido nunca entregaron las almas a Musquel, ni a Worlorn. Se llevaron los fantasmas de regreso a casa.
Dirk se estremeció, y de pronto la ciudad le pareció más vacía que un momento antes. Más vacía que el vacío. Era una idea extraña.
—¿Larteyn es la única ciudad habitada? —preguntó.
—No —repuso ella, alejándose del brocal—. No, ahora te enseñaré un poco de vida, si quieres. Ven conmigo.
Caminaron juntos calle abajo, en dirección a la costa. Y nuevamente en el aire, surcaban la creciente penumbra.
El viaje a Musquel y el recorrido de la ciudad les había llevado casi toda la tarde; el Gordo Satanás descendía hacia el oeste, y uno de sus cuatro servidores amarillos ya se había hundido en el horizonte. El crepúsculo había vuelto, tanto en la realidad como en la apariencia.
Dirk, muy inquieto, se encargó esta vez de conducir, y Gwen iba a su lado con el brazo ligeramente apoyado en el de él, impartiéndole breves instrucciones. Ya había transcurrido casi todo el día, y él tenía tanto que decir, tanto que preguntar, tanto que decidir. Y sin embargo no había hecho nada de eso. Pronto, se prometió sin embargo mientras conducía. Pronto.
El aeromóvil ronroneaba suave, casi inaudiblemente. Abajo crecía la oscuridad, y los kilómetros pasaban muy veloces. Encontrarían vida, le había dicho Gwen, hacia el oeste, muy hacia el oeste, cerca del atardecer.
La ciudad del atardecer era un único edificio plateado, con la base hincada en las colinas que rodaban allá abajo, y la cima velada por las nubes que flotaban a dos kilómetros de altura. Era una ciudad de luz, con flancos metálicos y sin ventanas, que irradiaban un brillo blanco y titilante. La luz trepaba por la pared curva en ondas trémulas y centelleantes, y desde la base enclavada en la roca viva ascendía, ganando en resplandor e intensidad, por la torre que se elevaba y estrechaba como una aguja inmensa. La onda de luz subía con creciente rapidez hasta esa altura increíble, y envolvía la cima plateada, coronada de nubes, en un estallido de gloria enceguecedora. Y por entonces, tres ondas ya empezaban a seguirla en su ascenso.
—Desafío —dijo Gwen cuando se acercaron; era el nombre y el propósito de la ciudad que habían construido los urbanistas de di-Emerel, en cuyo mundo las ciudades eran torres de acero negro hincadas en colinas ondulantes. Cada ciudad emereli era una nación-estado; todo en una sola torre, y la mayoría de los emereli nunca dejaban el edificio donde habían nacido (aunque quienes lo hacían, a menudo se convertían en los vagabundos más empecinados del espacio, había dicho Gwen). Desafío era todas las torres emereli en una, blanco-plateada en vez de negra, con el doble de altivez y el triple de altura, la filosofía arcológica de di-Emerel corporizada en plástico y metal: dotada de energía nuclear, automática, programada para repararse a sí misma. Los emereli alardeaban de que la ciudad era inmortal, la prueba irrebatible de que las glorias de la tecnología del Confín (o de la tecnología emereli, en todo caso) brillaban con no menos fulgor que las de Nueva Ínsula, Avalon o la misma Vieja Tierra.
En la torre había oscuras ranuras horizontales, pistas de aterrizaje separadas por diez niveles de distancia entre una y otra. Dirk enfiló hacia una de ellas, y cuando se acercaron la ranura negra se iluminó. La abertura tenía fácilmente diez metros de altura, y a Dirk le fue fácil posar el vehículo en la espaciosa pista del centésimo nivel.
Cuando se apearon, una voz grave y profunda le habló desde ninguna parte.
—Bienvenidos —dijo—. Soy la Voz de Desafío. ¿Puedo atenderles?
Dirk miró por encima del hombro y Gwen soltó una carcajada.
—El cerebro de la ciudad —explicó ella—. Una super-computadora. Te dije que esta ciudad aún vive…
—¿Puedo atenderles? —repitió la Voz desde las paredes.
—Tal vez —aventuró Dirk—. Creo que tenemos hambre. ¿Puedes darnos de comer?
La Voz no respondió, pero el panel de una pared se deslizó varios metros, y un silencioso vehículo acolchado salió y se detuvo frente a ellos. Subieron y el vehículo entró por otra pared que también se abrió gentilmente.
Blandos neumáticos-balón les llevaban por una sucesión de inmaculados corredores blancos, frente a incontables filas de puertas numeradas, mientras una música serena los envolvía. Dirk señaló que las luces blancas contrastaban notoriamente con el pálido cielo crepuscular de Worlorn, y de inmediato los corredores se tiñeron de un azul suave y desvaído.
El coche de llantas gruesas los dejó en un restaurante y un mozo-robot les ofreció menús y listas de vino con un tono muy parecido al de la Voz. En ambos casos, la selección era extensa y no se limitaba solamente a la cocina de di-Emerel o de los mundos exteriores, sino que incluía platos famosos y vinos escogidos de todos los mundos dispersos del reinohumano, incluso algunos que Dirk desconocía absolutamente. En el menú, cada plato traía impreso su mundo de origen en cuerpo más pequeño. Tardaron un largo rato en decidirse. Finalmente Dirk eligió dragón de arena hervido en manteca, del Mundo de Jamison, y Gwen ordenó huevas azules al queso, de Viejo Poseidón.
El vino que eligieron era claro y blanco. El robot lo trajo congelado, en un cubo de hielo. Y rajó el hielo para descorchar el vino, que estaba muy frío pero líquido. Así correspondía servirlo, insistió la Voz. La cena vino en cálidas bandejas de plata y hueso. Dirk tomó una pata ganchuda, peló el caparazón y saboreó la carne blanca y tierna.
—Es increíble —comentó, cabeceando hacia el plato—. Viví un tiempo en el Mundo de Jamison, y los jamies tienen especial preferencia por el guiso de dragón de arena, y éste es tan sabroso como los que he probado allá. ¿Congelado? ¿Lo han traído congelado? Diablos, los emereli habrán ocupado una flota entera para trasladar todos los alimentos necesarios hasta este lugar.
—Congelado no —fue la respuesta; no era Gwen, que lo miraba con una sonrisa divertida, sin embargo—. Antes del Festival, la nave mercante Placa Azul de di-Emerel visitó todos los mundos que pudo, recogiendo y guardando muestras de las mejores comidas. El viaje, planeado por mucho tiempo, llevó unos cuarenta y tres años convencionales, con cuatro capitanes y cuatro tripulaciones. Finalmente la nave llegó a Worlorn, y en las cocinas y biotanques de Desafío las muestras recogidas fueron reproducidas por clonaje para alimentar a las multitudes. Así el pan y los peces fueron multiplicados, no por un falso profeta sino por los científicos de di-Emerel —explicó la Voz.
—Suena muy chic —dijo Gwen con una risita.
—Suena como un discurso estereotipado —dijo Dirk; luego se encogió de hombros y volvió a la cena, igual que Gwen.
Comieron a solas, salvo por el mozo robot y la Voz, en el centro de un restaurante diseñado para albergar cientos de personas. Alrededor, vacías pero impecables, otras mesas esperaban con manteles rojo oscuro y brillante vajilla de plata. Los clientes se habían marchado hacía una década; pero la Voz y la ciudad tenían una paciencia infinita.
Después, mientras tomaban el café (negro y espeso, con crema y especias, un regusto de gratos recuerdos de Avalon), Dirk se sintió tranquilo y relajado, tal vez más cómodo que nunca desde su llegada a Worlorn. Jaan Vikary y el jade-y-plata (que brillaba oscuro y hermoso a la luz tenue del restaurante, exquisitamente labrado pero curiosamente despojado de acechanzas y significaciones), habían perdido importancia ahora que estaba de nuevo con Gwen. Frente a él, mientras bebía de una taza de porcelana blanca y le sonreía con una expresión soñadora y distante, ella parecía muy accesible, muy semejante a la Jenny que Dirk había conocido y amado, la dama de la joya susurrante.
—Maravilloso —dijo él, abarcando con un gesto todo lo que les rodeaba.
Gwen imitó el gesto.
—Maravilloso —convino con una sonrisa.
Y Dirk de pronto deseó a la Ginebra de anchos ojos verdes y abundante melena negra, la que había amado, su compañera perdida.
Se inclinó hacia adelante y fijó la vista en la taza. El café no anunciaba ni auguraba nada. Tenía que hablarle a Gwen.
—Esta noche todo ha sido maravilloso —dijo—. Como Avalon —mientras ella volvía a asentir con un murmullo, él concluyó—: ¿Queda algo de todo eso, Gwen?
Ella lo miró fijamente y sorbió el café.
—No juegas limpio, Dirk. Y lo sabes. Siempre queda algo, sobre todo si lo que se tuvo era real; de lo contrario, bueno, no tiene importancia. Pero fue real, así que algo queda. Un poco de amor, una pizca de odio, desesperación, rencor, deseo. Lo que fuera, pero algo.
—No sé —dijo Dirk t’Larien con un suspiro, y bajó la mirada—. Tal vez tú hayas sido la única realidad que he tenido, entonces.
—Triste —dijo ella.
—Supongo que sí —alzó los ojos—. En mí han quedado muchas cosas, Gwen: amor, odio, rencor, todo. Tal como dijiste, deseo —rio.
Ella se limitó a sonreír.
—Triste —repitió.
Él no estaba dispuesto a cambiar de tema.
—¿Y tú? ¿Algo, Gwen?
—Sí, no puedo negarlo. Algo. Y ha seguido creciendo.
—¿Amor?
—Estás presionándome —dijo ella con suavidad, dejando la taza. El mozo-robot volvió a servirle café, otra vez cremoso y condimentado—. Te pedí que no lo hicieras.
—Tengo que hacerlo —dijo él—. Es muy duro tenerte tan cerca y hablar de Worlorn, las costumbres kavalares y hasta de cazadores. ¡No es eso de lo que quiero hablar!
—Lo sé. El reencuentro de dos que se amaron. Es una situación común y es común sentirse así. Los dos tienen miedo, pues no saben si intentar abrir otra vez las viejas puertas, no saben si el otro quiere despertar de nuevo los pensamientos latentes, o dejarlos donde están. Cada vez que evoco algo que pensé en Avalon y estoy a punto de decirlo, me pregunto: «¿Querrá él que lo mencione, o estará rogando que me calle la boca?».
—Supongo que eso depende de lo que vayas a decir. Una vez traté de que todo empezara de nuevo, ¿recuerdas? Al poco tiempo. Te envié mi joya susurrante. Nunca respondiste, nunca viniste a mí —la voz de Dirk era tersa, con un ligero matiz de reproche y dolor, pero no de exasperación. De algún modo la exasperación se había disipado, por el momento.
—¿Alguna vez pensaste por qué? —dijo Gwen—. Recibí la joya y rompí a llorar. Entonces aún estaba sola, no había conocido a Jaan, y necesitaba desesperadamente estar con alguien. Habría vuelto a ti si me hubieras llamado.
—Te llamé. No viniste.
—Ah, Dirk —sonrió con desgana—. La joya vino en un pequeño cofre, con una nota que ponía «Por favor, vuelve a mí. Te necesito, Jenny. Ahora». Eso era lo que decía. Lloré y lloré. Si sólo hubieras escrito 'Gwen’, si sólo hubieras amado a Gwen, a mí. Pero no, siempre fue Jenny, incluso después, incluso entonces…
Dirk parpadeó al recordarlo.
—Sí —admitió al cabo de una pausa—. Supongo que escribí eso. Lo siento. Nunca comprendí, pero ahora sí. ¿Es demasiado tarde?
—Te lo dije. En los bosques. Demasiado tarde, Dirk. Todo ha muerto. Si insistes, los dos saldremos heridos.
—¿Todo muerto? Dijiste que algo quedaba, que había seguido creciendo. Acabas de decirlo. Decídete, Gwen. No quiero herirte a ti, ni a mí. Pero quiero…
—Ya sé lo que quieres. Es imposible. Se acabó.
—¿Por qué? ¿Por esto? —preguntó él, señalando el brazalete—. Jade-y-plata por siempre jamás, ¿no es cierto?
—Tal vez —la voz de Gwen vaciló, insegura—. No sé. Nosotros…, es decir, yo…
Dirk recordó lo que Ruark le había contado.
—Sé que no es fácil hablar de eso —dijo cautelosamente, con dulzura—. Y prometí esperar. Pero ciertas cosas no pueden esperar. Dijiste que Jaan es tu esposo, ¿verdad? ¿Y Garse, qué? ¿Qué significa betheyn?
—Esposa y esclava —dijo—. Pero tú no comprendes. Jaan es diferente de otros kavalares, más fuerte y más sensato y más decente. Está cambiando las cosas, por su cuenta. Los viejos vínculos, el de la betheyn con el altoseñor… Lo nuestro no es así; Jaan no cree en eso, así como tampoco cree en la cacería de Cuasi-hombres.
—Cree en Alto Kavalaan —dijo Dirk—, y en el duelo de honor. Tal vez sea atípico, pero sigue siendo un kavalar.
No eran las palabras más apropiadas. Gwen hizo una mueca y cobró distancia.
—Caramba —dijo—. Ahora hablas como Arkin.
—¿De veras? Sin embargo, tal vez Arkin tenga razón. Algo más. Dices que Jaan no cree en muchas de las viejas costumbres, ¿verdad?
Gwen asintió.
—De acuerdo —continuó Dirk. Pero, ¿y Garse? No he tenido oportunidad de hablar con él. ¿Debo suponer que comparte la misma actitud?
Gwen titubeó.
—Garse… Bueno —empezó y se interrumpió, después de menear dubitativamente la cabeza, concluyó—: Garse es más conservador.
—Sí —dijo Dirk, quien de golpe creyó comprenderlo todo—. Sí, eso pensé, y ése es para ti el hueso más duro de roer, ¿verdad? En Alto Kavalaan no es hombre y mujer. No, es hombre y hombre y tal vez mujer, pero aun así ella no es tan terriblemente importante. Puede que ames a Jaan, pero no tienes tanto interés en Garse Janacek, ¿o sí?
—Siento mucho afecto por…
—¿De veras?
El rostro de Gwen se endureció.
—Basta —dijo.
El tono de voz asustó a Dirk. Se echó hacia atrás en el asiento, y sólo entonces advirtió con disgusto cómo se había inclinado sobre la mesa para presionar, acosar, golpear, atacar e irritar a Gwen, cuando había venido para darle ayuda y cuidar de ella.
—Lo siento —murmuró.
Silencio. Ella le miraba fijamente, y el labio inferior le temblaba mientras procuraba recobrar la compostura.
—Tienes razón —dijo al fin—. En parte, al menos. No soy… Bueno…, del todo feliz con los míos —esbozó una sonrisa irónica y forzada—. Supongo que me engaño a mí misma. No está bien engañarse, pero al fin, todos lo hacen. Todos. Uso el jade-y-plata y me persuado de que soy más que una esclava, más que otras mujeres kavalares. ¿Por qué? ¿Sólo porque lo dice Jaan? Jaan Vikary es un buen hombre, Dirk. De veras. Y en muchos aspectos, el mejor hombre que he conocido. Le amé. Tal vez sigo amándole. No sé. Ahora estoy muy confundida. Pero lo ame o no, me debo a él. La deuda y la obligación, esos son los lazos kavalares. El amor es algo que apenas Jaan conoció en Avalon, y no estoy segura de que haya aprendido a dominarlo bien, completamente. Si hubiera podido, yo habría sido su teyn. Pero él ya tenía teyn. Además, ni siquiera Jaan desafiaría a tal punto las tradiciones de su mundo. Oíste lo que contó acerca de los duelos… Y todo porque ha investigado unos antiguos bancos de memoria, y allí descubrió que uno de los héroes tradicionales de Kavalaan tenía pezones —sonrió con desgana—. ¡Imagínate lo que ocurriría si me tomaran como teyn! Lo perdería todo, todo. Jadehierro es relativamente tolerante, sí. Pero pasarán siglos antes que cualquier clan esté preparado para una medida así. Jamás una mujer usó el hierro-y-piedraviva.
—¿Por qué? —preguntó Dirk—. No entiendo. Todos vosotros insistís en comentar esas historias…, acerca de nodrizas y esclavas y mujeres que se esconden en cuevas y tienen miedo de salir. Y yo sigo sin creerlas. ¿Por qué son tan retorcidos en Alto Kavalaan? ¿Qué tienen contra las mujeres? ¿Por qué les preocupa tanto que el fundador de Jadehierro no fuera un hombre? Hay muchas personas que no lo son, ¿sabes?
Gwen sonrió vagamente y se frotó las sienes con las yemas de los dedos, suavemente, como si se masajeara para combatir una jaqueca.
—Debiste dejar que Jaan terminara de explicarte. Entonces sabrías tanto como nosotros. Recién empezaba a entusiasmarse. Ni siquiera había llegado a la Plaga Dolorosa —suspiró—. Es una historia muy larga, Dirk, y en este momento no tengo el menor deseo de contarla. Espera a que lleguemos a Larteyn. Te conseguiré un ejemplar de la tesis de Jaan y podrás leerla por tu cuenta.
—De acuerdo —dijo Dirk—. Pero hay ciertos detalles que no encontraré en una tesis. Hace unos minutos dijiste que no estabas segura de seguir amando a Jaan. Sin duda no amas a Alto Kavalaan. Creo que odias a Garse. Entonces, ¿por qué aguantas toda esta situación?
—Te gustan las palabras insidiosas —dijo ella con amargura—. Pero antes de responderte te haré ciertas correcciones. Puede que odie a Garse, como tú dices. A veces estoy segura de odiarle, aunque Jaan se moriría si me oyera decirlo. Otras veces, sin embargo… Antes no mentí, cuando te dije que le tengo bastante afecto. Cuando llegué a Alto Kavalaan por primera vez, era ciega, inocente y vulnerable. Jaan me había explicado todo de antemano, con mucha paciencia y minuciosidad, desde luego, y yo había aceptado. Al fin y al cabo yo venía de Avalon, y no hay lugar más sofisticado que Avalon, ¿verdad? Salvo la Tierra. Había estudiado todas las culturas exóticas que la humanidad ha desparramado por las estrellas, y sabía que quienquiera aborde una nave estelar, tiene que estar dispuesto a adaptarse a sistemas sociales y morales bastante diferentes. Sabía que las costumbres sexuales y familiares varían, y que en ese sentido Avalon no era necesariamente más razonable que Alto Kavalaan. Me creía muy lista.
»Pero no estaba preparada para los kavalares, claro que no. Mientras viva no olvidaré por un segundo el miedo traumático de mi primer día y mi primera noche en el clan de Jadehierro, como la betheyn de Jaan Vikary. Especialmente la primera noche —rio—. Jaan me había advertido, desde luego. Y…, qué diablos, no estaba preparada para ser compartida. ¿Qué puedo decirte? No fue agradable, pero sobreviví. Garse colaboró. Sentía una honesta preocupación por mí, y también por Jaan. Hasta puede decirse que tuvo ternura. Confié en él, él me escuchó y fue cuidadoso. Y la mañana siguiente empezaron los ultrajes verbales. Yo estaba asustada y lastimada; Jaan estaba desconcertado y colérico. La primera vez que Garse me llamó perra-betheyn, Jaan le derribó de un empellón. Después de eso Garse se aplacó por un tiempo. Con frecuencia me da tregua, pero nunca renuncia del todo. En cierta forma es un personaje notable. Retaría y mataría a cualquier kavalar que me infligiera la mitad de las ofensas que él me inflige. Sabe que sus bromas enfurecen a Jaan y provocan peleas terribles… O las provocaban, al menos. A esta altura Jaan reacciona con cierta indiferencia. Y sin embargo insiste. Tal vez no puede contenerse, tal vez realmente me detesta, o tal vez le divierte hacer sufrir a los demás. En tal caso, conmigo no se ha divertido tanto en los últimos años. Una de las cosas que me propuse fue no permitirle que me hiciera llorar otra vez. Y lo conseguí. Aun cuando sus salidas a veces me dan ganas de partirle la cabeza de un hachazo, me limito a sonreír mostrándole los dientes y trato de pensar alguna réplica ingeniosa. Un par de veces logré bajarle las ínfulas. Casi siempre me deja como un bicho pisoteado.
»Sin embargo, pese a todo hay también otros momentos. Treguas, pequeños descansos en nuestra guerra interminable, instantes de asombrosa calidez y compasión. De noche, muchas veces. Esos momentos nunca dejan de sorprenderme. Son muy intensos. Una vez, aunque no quieras creerlo, le dije a Garse que le amaba; se rio de mí. Él no me amaba, me dijo en alta voz. Simplemente yo era su crobetheyn y me trataba tal como estaba obligado a tratarme por el vínculo que nos unía. Esa fue la última vez que estuve a punto de llorar. Pero luché por evitarlo, y gané. No derramé una lágrima. Simplemente le grité algo y me precipité al corredor. Vivíamos bajo tierra, ¿sabes? Todo el mundo vive bajo tierra en Alto Kavalaan. Yo no llevaba demasiadas cosas encima, salvo el brazalete, y corrí frenéticamente de un lado al otro hasta que un hombre trató de detenerme…, un borracho, un idiota, un ciego que no podía ver el jade-y-plata, no sé… Estaba tan furiosa que le saqué el arma de la funda y le aplasté la cara de un culatazo. Era la primera vez que atacaba a otro ser humano en un acceso de furia. Y en eso, llegaron Jaan y Garse. Jaan parecía tranquilo, pero estaba fuera de sí. Garse estaba de buen humor y con ánimo de pelear. Como si el hombre al que yo había dejado fuera de combate no hubiese recibido un castigo suficiente, Garse tuvo el descaro de añadir que me correspondía recoger todos los dientes que le había sacado para devolvérselos, que me conformara con mi propia dentadura. Tuvieron suerte de que ese comentario no suscitara un duelo.
—¿Cómo cuernos te metiste en ese embrollo, Gwen? —preguntó Dirk, esforzándose para que no se le quebrara la voz; estaba enfurecido con ella, lastimado por ella, y sin embargo raramente (o no tan raramente) aplacado. Todo cuanto le había dicho Ruark era cierto; el kimdissi era amigo y confidente de Gwen. No era de extrañar que ella le hubiera mandado la joya. La vida de Gwen era lamentable, y él, Dirk, podía poner las cosas en orden—. Debiste tener alguna idea de cómo iba a ser.
Ella se encogió de hombros.
—Me mentí a mí misma —dijo—, y dejé que Jaan me mintiera, aunque pienso que él cree honestamente en todas las adorables falsedades que me cuenta. Si tuviera la oportunidad de empezar de nuevo… Pero no la tengo. Estaba preparada para recibirlo, Dirk. Y lo necesitaba, y lo amaba. Y él no podía darme hierro-y-fuego. Ya los había dado, así es que me dio jade-y-plata, y yo lo acepté sólo para tenerle cerca, con una idea muy vaga de lo que significaba. Te había perdido poco tiempo antes. No quería perder también a Jaan. De modo que me ceñí el bonito brazalete y me dije en voz muy alta: «¡Soy algo más que una betheyn!» (como si eso cambiara las cosas…).
»Dale un nombre a algo y de algún modo 'eso’ llegará a ser. Para Garse, soy la betheyn de Jaan, y su cro-betheyn; eso es todo. Los nombres definen el vínculo y las obligaciones. ¿Qué más podría haber? Para los kavalares es lo mismo. Cuando trato de salirme de ese marco, de hacer el nombre a un lado, aparece Garse furioso y me grita ¡betheyn! Jaan es diferente, sólo Jaan. Y a veces me pregunto qué sentirá en verdad —alzó las manos sobre el mantel y cerró los puños—. Lo mismo que antes, Dirk; ¡maldita sea, lo mismo que antes…! —hablaba con aspereza, y apretó los puños con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.
—Podemos cambiarla —se apresuró a decir Dirk; su voz sonaba impotente, esperanzada, triunfal, desolada, preocupada, todo al mismo tiempo—. Vuelve a mí, Gwen…
Al principio Gwen no respondió. Abrió los puños separando un dedo tras de otro y se los miró con solemnidad, inhalando profundamente, haciendo girar las manos, examinándolas como a un par de extraños artefactos que le hubieran dado en ese momento. Luego las aplastó sobre la mesa y apoyándose en ellas se incorporó.
—¿Por qué? —preguntó, ya con la voz controlada y en calma—. ¿Por qué, Dirk? ¿Para que vuelva a ser tu Jenny? ¿Para eso? ¿Porque alguna vez te amé, y podrían quedar vestigios aún?
—¡Sí! Quiero decir, no. Me confundes —él también se levantó.
—Ah, pero también amé a Jaan una vez, y más recientemente que a ti —sonrió Gwen—. Y con él ahora existen otros lazos; todas las obligaciones del jade-y-plata. Contigo, en fin, sólo recuerdos, Dirk…
Sin responder, Dirk permaneció de pie y esperó. Luego la siguió hacia la puerta. El mozo-robot les interceptó, enfrentándoles con su cara de metal lisa y ovoide.
—La adición —dijo—. Número de cuenta, por favor.
—Larteyn, Jadehierro 797-742-677 —replicó Gwen con el ceño fruncido—. Registre las dos comidas en ese número.
—Registradas —dijo el robot, cediéndoles el paso; la luz del restaurante se apagó a espaldas de ellos.
La voz les tenía el auto listo. Gwen le dijo que los llevara de vuelta a la pista aérea y el vehículo se desplazó por corredores que de pronto se inundaron de colores vivaces y música alegre.
—La maldita computadora ha captado la tensión de nuestras voces y ahora trata de levantarnos el ánimo —explicó Gwen, algo irritada.
—No lo hace muy bien —dijo Dirk con una sonrisa, y luego agregó—: Gracias por la cena. Antes de llegar compré moneda del Festival con dinero corriente, pero temo que no he ganado mucho con el cambio…
—Jadehierro no es pobre —dijo Gwen—. Y en Worlorn, de todas formas, no hay demasiado en qué gastar.
—Hmmm, sí; hasta ahora no había pensado que hubiera…
—Programas del Festival —dijo Gwen—. Esta es la única ciudad que se atiene a ellos todavía. En las demás ya están cancelados. Una vez por año los emereli envían un recaudador para cobrar todas las deudas registradas. Pero pronto el costo del viaje superará las utilidades.
—Me sorprende que no las supere ya.
—¡Voz! —llamó ella—. ¿Cuántas personas viven hoy en Desafío?
—Actualmente tengo trescientos nueve residentes legales y cuarenta y dos huéspedes, vosotros incluidos —respondieron las paredes—. Si lo deseáis, podéis ser residentes; los precios son muy razonables.
—¿Trescientos nueve? —exclamó Dirk—. ¿Dónde?
—Desafío fue construida para albergar veinte millones —dijo Gwen—. Es difícil que te tropieces con ellos, pero están aquí. También hay gente en otras ciudades, aunque no tanta como en Desafío. Aquí la vida es más fácil. Y la muerte también será fácil cuando los altoseñores de Braith se decidan a ir de cacería por las ciudades… Ese ha sido siempre el temor de Jaan.
—¿Quiénes son? —preguntó Dirk con curiosidad—. ¿Cómo viven? No entiendo nada. Mantener esta ciudad costará una fortuna.
—Sí, una fortuna en energía; un despilfarro. Pero ése era el propósito de Desafío y de Larteyn y de todo el Festival. Un derroche, un derroche descomunal, para demostrar que el Confín era rico y poderoso. Un derroche en una escala tan vasta como la humanidad jamás lo había concebido: la modelación de un planeta entero para abandonarlo después, ¿entiendes? En cuanto a Desafío, bueno…, a decir verdad, la vida de la ciudad es ahora un movimiento sin sentido. Se alimenta de reactores de fusión nuclear y descarga energía en fuegos artificiales que nadie ve. Acumula diariamente toneladas de alimentos con sus enormes mecanismos, pero nadie come, salvo ese puñado de ermitaños, fanáticos religiosos, niños perdidos que se han vuelto salvajes… Las heces del Festival. Todos los días la ciudad envía una embarcación a Musquel en busca de pescado. Nunca trae nada, por supuesto.
—¿La Voz no rehace el programa?
—¡Ah, el meollo de la cuestión! La Voz es idiota. En realidad es incapaz de pensar y reprogramarse. Oh, sí; los emereli querían impresionar, y la Voz por cierto que es imponente. Pero en verdad es muy primitiva, comparada con las computadoras de la Academia en Avalon o las Inteligencias Artificiales de Vieja Tierra. No puede pensar, ni sufrir cambios. Hace lo que le han ordenado, y los emereli le ordenaron continuar, soportar el frío hasta cuando pueda. Y lo hará —se volvió hacia Dirk—. Como tú, insiste aun cuando su perseverancia ha perdido todo sentido y significación, sigue afanándose sin razón alguna cuando todo está muerto.
—¿Lo crees? —dijo Dirk—. Pero hasta que todo haya muerto, tienes que insistir. Ese es el problema, Gwen. No hay otro modo, ¿o sí? Más bien admiro a la ciudad, aunque en tu opinión sea una desmesurada idiotez.
Ella meneó la cabeza.
—Eres consecuente.
—Hay más —dijo él—. Te apresuras a enterrarlo todo, Gwen. Worlorn quizás esté agonizando, pero aún no ha muerto. Y nosotros, bueno, no tenemos porqué darnos por muertos. Lo que dijiste en el restaurante acerca de Jaan y de mí, creo que deberías reflexionarlo. Piensa bien qué queda, para él y para mí. Piensa en el peso de ese brazalete —lo señaló—, y en qué nombre te gusta más, o mejor dicho, en quien tiene mejores posibilidades de darte tu propio nombre. ¿Ves? ¡Háblame después de lo que está vivo y lo que está muerto…!
Ese pequeño discurso lo dejó muy satisfecho. Sin duda, pensó, ella vería que a él le era más fácil renunciar a Jenny y aceptar a Gwen que a Jaantony Vikary hacerla teyn en lugar de betheyn. Pero ella simplemente lo miró en silencio, hasta que llegaron a la pista aérea.
—Cuando los cuatro decidimos en qué lugar de Worlorn viviríamos —dijo al dejar el vehículo—, Garse y Jaan votaron por Larteyn y Arkin por Duodécimo Sueño. Yo no voté por ninguna de las dos, tampoco por Desafío, pese a su vitalidad. No me gusta vivir en una jaula de lujo. ¿Quieres saber la diferencia entre lo muerto y lo vivo? Ven entonces, que te mostraré mi ciudad.
Y nuevamente emprendieron vuelo. Gwen iba rígida y en silencio detrás de los mandos, el frío aire nocturno se arremolinaba alrededor mientras la aguja brillante de Desafío se perdía en la distancia. Los engulló una profunda oscuridad, como en la noche en que el Temblor de enemigos olvidados trajo a Dirk t’Larien a Worlorn. Sólo una docena de estrellas solitarias tachonaba el cielo, la mitad, velada por nubes turbulentas. Todos los soles se habían puesto.
La ciudad de la noche era vasta e intrincada, con sólo unas cuantas luces dispersas rasgando las tinieblas y asemejándola a una gema pálida sobre un blando fieltro negro. De todas las ciudades, era la única que se erguía en la comarca salvaje más allá de la pared montañosa, ése era el marco más apropiado para ella, entre bosques de estranguladores, árboles fantasma y viudos azules. Desde la oscuridad del bosque las esbeltas torres blancas se alzaban como espectros hacia las estrellas, enlazadas por gráciles puentes colgantes que centelleaban como telarañas escarchadas. Cúpulas bajas se erguían como vigías solitarios entre una red de canales cuyas aguas reflejaban las luces de las torres y el parpadeo de estrellas aisladas y remotas, y alrededor de la ciudad había una serie de extraños edificios que parecían manos descarnadas y angulosas tratando de aferrar el cielo. Los árboles que había eran árboles de los mundos exteriores; no crecía hierba, sólo gruesas alfombras de musgo fosforescente que irradiaban un fulgor opaco.
Y la ciudad tenía una canción.
No se parecía a ninguna música que Dirk hubiera oído antes. Era inquietante, salvaje, inhumana, y se elevaba y caía y ondulaba constantemente. Era una oscura sinfonía de la vacuidad, de noches sin estrellas y sueños atribulados. Se componía de gimoteos y susurros y aullidos, y una nota baja y extraña que sólo podía ser el sonido de la tristeza. Pese a todo era música.
Dirk se volvió hacia Gwen, perplejo.
—¿Cómo?
Ella escuchaba mientras conducía, pero la pregunta la arrancó de los flotantes acordes y le hizo sonreír.
—Esta ciudad la construyó Oscuralba, y los oscuralbinos son un pueblo extraño. Hay una grieta en las montañas. Los ingenieros climáticos de ese mundo obligaron a los vientos a soplar a través de la grieta. Luego erigieron las torres, y en la cima de cada una hay una apertura. El viento tañe la ciudad como un instrumento. La misma canción una y otra vez. Los artefactos de control climático guían los vientos, haciendo que algunas torres canten mientras otras guardan silencio.
»La música es una sinfonía escrita en Oscuralba hace siglos, por una compositora llamada Lamiya-Bailis. La ejecuta una computadora, dicen, haciendo funcionar las máquinas de viento. Lo extraño es que los oscuralbinos nunca usaron computadoras y disponen de escasos medios tecnológicos. Hay otra historia, que se popularizó en tiempos del Festival. Una leyenda, dicen. Según ella, Oscuralba fue siempre un mundo en el límite de la cordura, y la música de Lamiya-Bailis, la más grande entre las soñadoras oscuralbinas, impulsó a toda su cultura a la demencia y la desesperación. Dicen que en castigo se le conservó con vida el cerebro, y que ahora yace en las entrañas de las montañas de Worlorn, conectado a las máquinas de viento, ejecutando su propia obra maestra una y otra vez, eternamente —Gwen se estremeció—. O al menos hasta que la atmósfera se congele. Ni siquiera los ingenieros de Oscuralba podrán impedirlo…
Dirk, absorto en la canción, no hallaba palabras para expresarse.
—Es… Es adecuada…, en cierto modo —dijo al fin—. Una canción para Worlorn.
—Es adecuada ahora —dijo Gwen—. Es una canción que celebra el crepúsculo y una noche a la que nunca sucederá el alba. Nunca más… Una canción para el final. En los mejores días del Festival la canción era incongruente. Kryne Lamiya (así se llamaba esta ciudad, aunque a menudo la llamaban La Ciudad-Sirena, tal como llamaban a Larteyn La Fortaleza de Fuego), bueno, nunca fue un sitio popular. Parece grande, pero en realidad no lo es; se la construyó para albergar solamente a cuatrocientas mil personas, y nunca se llegó más que a la cuarta parte. Como la misma Oscuralba, supongo. ¿Cuántos viajeros visitan Oscuralba, en la mismísima orilla del Gran Mar Negro? ¿Y cuántos la visitan en invierno, cuando el cielo de Oscuralba está totalmente desnudo, sin nada que ver salvo la luz de unas pocas galaxias lejanas? No muchos. Para amar algo así se requiere una persona muy especial. También aquí, para amar Kryne Lamiya. La gente decía que la canción era perturbadora. Y se la oía sin interrupción. Los oscuralbinos ni siquiera construyeron edificios herméticos.
Dirk guardaba silencio. Observaba las mágicas torres y las escuchaba cantar.
—¿Quieres descender? —preguntó Gwen.
Él asintió y bajaron. En el flanco de una de las torres encontraron una ranura de aterrizaje abierta. A diferencia de las pistas de Desafío y Duodécimo Sueño, ésta no estaba totalmente vacía, había un par de aeromóviles; un modelo deportivo rojo de alas angostas, y una pequeña lágrima negra y plateada, ambos abandonados hacía tiempo. El polvo arrastrado por el viento formaba una capa gruesa en las cabinas y los techos, y los cojines del coche deportivo ya empezaban a pudrirse. Por curiosidad, Dirk probó los dos vehículos. El rojo estaba muerto, consumido; la energía se le había agotado hacía años. Pero la pequeña lágrima todavía arrancaba y el panel de control se encendía y parpadeaba indicando que aún le quedaba una reserva de energía. La enorme raya gris de Alto Kavalaan era más grande y pesada que esos dos artefactos juntos.
Desde la pista salieron a una larga galería donde murales lumínicos grises y blancos oscilaban y giraban en formas borrosas que armonizaban con la música. Luego subieron a un balcón que habían atisbado al descender.
Afuera, la música les rodeaba por todas partes, llamándolos con voces de otros mundos, acariciándolos y arremolinándoles el cabello, sonora e incitante como el trueno de la pasión. Dirk tomó a Gwen de la mano y escuchó con la mirada perdida en los bosques y las montañas, más allá de torres y cúpulas y canales. El viento parecía arrastrarlo con su música. Le hablaba suavemente, como incitándole a saltar, a acabar con todo, con toda la necia e indigna y, en definitiva, insignificante futilidad que él llamaba su vida.
Gwen lo percibió en los ojos de él. Le apretó la mano y cuando él la miró, le dijo:
—Durante el Festival, más de doscientas personas se suicidaron en Kryne Lamiya. Diez veces más que en cualquier otra ciudad. Pese a que ésta era la menos poblada.
—Sí —asintió Dirk—. Puedo sentirlo. La música…
—Una celebración de la muerte —dijo Gwen—. No obstante, la Ciudad-Sirena no está muerta, en sí misma. No se parece en absoluto a Musquel o Duodécimo Sueño. Aún vive, obstinadamente, aunque sólo sea para exaltar la desesperación y glorificar la vacuidad de la vida a la que ella misma se aferra. Extraño, ¿verdad?
—¿Por qué habrán construido un lugar semejante? Es hermoso, pero…
—Tengo mi propia teoría —dijo Gwen—. Los oscuralbinos son ante todo nihilistas con humor negro, y pienso que Kryne Lamiya es una amarga broma a costa de Alto Kavalaan y Lobo y Tóber y los otros mundos que tanto abogaron por el Festival del Confín. Los oscuralbinos vinieron, sí. Pero construyeron una ciudad que proclamaba la vanidad de todo, ¡de todo…! El Festival, la vida misma. Piénsalo. ¡Qué zancadilla para el turista desprevenido! —echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada salvaje que por un momento despertó en Dirk un miedo repentino e irracional, como si Gwen hubiera enloquecido.
—¿Y tú querías venir aquí? —preguntó.
La risa de Gwen se extinguió tan abruptamente como había estallado; el viento se la arrebató. Lejos, hacia la derecha, una de las torres-aguja emitió una nota breve y desgarradora como el gimoteo de un animal herido. La torre en donde estaban ellos respondió con el bufido grave y quejumbroso de una sirena de barco, lento e interminable. La música se agitó alrededor de ellos. A lo lejos Dirk creyó oír el redoble de un solo tambor, golpes breves y contundentes a intervalos regulares.
—Sí —dijo Gwen—. Quería vivir aquí.
El bufido se acalló; cuatro espigadas torres más allá del canal, unidas por puentes colgantes, empezaron a ulular salvajemente, con notas cada vez más altas, que al fin se volvieron inaudibles. El tambor persistía, imperturbable: bum, bum, bum…
Dirk suspiró.
—Comprendo —dijo con voz muy fatigada—. Yo también habría vivido aquí, supongo, aunque no sé cuánto habría vivido, o durado, según el caso. Braque se parecía un poco a esto. Apenas algún eco, sobre todo de noche. Tal vez por eso vivía allá. Me había cansado mucho, Gwen. Mucho. Supongo que me había dado por vencido. En los viejos tiempos siempre andaba en busca de algo, ¿sabes? El amor, el dinero fácil, los secretos del universo, lo que fuera. Pero después que me dejaste, no sé… Todo me salía mal, me dejaba un gusto amargo en la boca. Y cuando algo me salía bien, no me importaba, no cambiaba en nada las cosas. Todo era vacío. Lo intenté una y otra vez, pero resultó que me cansé, me volví cínico y abúlico. Tal vez fue por eso que vine aquí. Tú… Bueno, yo estaba mejor entonces, cuando te tenía al lado. No había renunciado a tantas cosas. Pensé que tal vez, si te encontraba de nuevo, podía encontrarme también conmigo mismo. Las cosas no han resultado así. No han resultado en absoluto.
—Escucha a Lamiya-Bailis —dijo Gwen—; su música te dirá que nada resulta, que nada significa nada. Yo quería de veras vivir aquí, ¿sabes? Voté… Bueno, no planeaba votar así, pero estábamos hablando de eso cuando llegamos aquí por primera vez, y se me ocurrió de golpe. Me asusté. Tal vez tú y yo seguimos siendo muy parecidos, Dirk. Yo también me he cansado. En general no se me nota; el trabajo me mantiene ocupada, Arkin es mi amigo y Jaan me ama. Pero entonces vengo aquí… o a veces, simplemente me pongo a pensar demasiado, y entonces me llueven las preguntas. Lo que tengo no basta. No es lo que quería —se volvió hacia él y le tomó la mano entre las suyas—. Sí, he pensado en ti. He pensado que las cosas eran mejores cuando estábamos juntos en Avalon, y he pensado que tal vez seguía amándote a ti en lugar de a Jaan, y he pensado que tú y yo podríamos revivir esa magia, de nuevo darle sentido a todo. ¿Pero no lo ves? No es así, Dirk. Y por mucho que te esfuerces, es inútil. Escucha la ciudad, escucha a Kryne-Lamiya. Aquí está tu verdad. Tú piensas en mí y yo a veces pienso en ti, sólo porque lo nuestro murió. Sólo por eso nos parece mejor. La felicidad ayer y la felicidad mañana, pero nunca hoy, Dirk. No puede ser porque al fin y al cabo no es más que una ilusión, y las ilusiones sólo parecen reales a la distancia. Nuestro amor ha terminado y así es mejor, porque es lo único que lo hace parecer deseable.
Estaba sollozando; lentas lágrimas le surcaban las mejillas, temblando. Kryne Lamiya sollozaba con ella, y las torres difundían sus lamentos. Pero la ciudad también se burlaba de ella, como diciéndole: «Sí, veo tu pena. Pero la pena no tiene más sentido que todo lo demás, el dolor es tan vacuo como el placer». Las torres gemían, finos enrejados reían frenéticamente y el tambor proseguía a lo lejos: bum, bum, bum…
Nuevamente Dirk quiso saltar, y esta vez el impulso fue más fuerte: caer del balcón a la piedra opaca y los oscuros canales… Una caída vertiginosa, y luego el reposo. Pero la ciudad le cantaba socarronamente: «¿Reposo? No hay reposo en la muerte. Sólo la nada. Nada. Nada». El tambor, los vientos, los gemidos. Tiritó sin soltar las manos de Gwen y miró hacia abajo.
Algo avanzaba por el canal. Flotando y bamboleándose, bogando plácidamente, acercándosele. Una barcaza negra, un hombre solitario con una pértiga.
—No —dijo Dirk. Gwen parpadeó.
—¿No? —repitió Gwen con un parpadeo. Y de pronto le brotaron las palabras, las palabras que el otro Dirk t’Larien le habría dicho a su Jenny; las palabras que estaban en la boca de él, y aunque ya no sabía si podía creer en ellas, se sorprendió pronunciándolas, pese a todo.
—¡No! —exclamó, gritándole a la ciudad, de pronto exasperado por la música burlona de Kryne Lamiya—. Maldita sea, Gwen. Todos tenemos algo de esta ciudad en las venas, sí. Pero enfrentándolo es como nos ponemos a prueba. Todo esto es aterrador —soltó las manos de Gwen y señaló la oscuridad, abarcándola con el gesto—. Lo que dice es aterrador, y peor es el miedo que sientes cuando una parte de ti accede, cuando piensas que todo es cierto, que es el lugar que te corresponde. ¿Cómo reaccionas entonces? Si eres débil, lo ignoras. Simulas que no existe, suponiendo que tal vez se irá. Te empeñas en cumplir tareas triviales a la luz del día, sin pensar jamás en la oscuridad de afuera. Y de ese modo la dejas ganar, Gwen. Finalmente te devora a ti y a tus futilidades, y tú y los otros imbéciles se mienten recíprocamente y lo aceptan. Tú no puedes ser así, Gwen. No puedes. Tienes que intentarlo. Eres ecóloga, ¿verdad? ¿De qué trata la ecología? ¡De la vida! Tienes que estar de parte de la vida, todo lo que eres lo proclama. Esta ciudad, esta maldita ciudad, blanca como un hueso, con su himno de la muerte niega todo cuanto eres, todo cuanto crees. Si eres fuerte, la afrontarás, la combatirás y la llamarás por su nombre. Desafíala.
—Es inútil —dijo Gwen, meneando la cabeza; había dejado de llorar.
—Te equivocas —respondió él—. Acerca de esta ciudad, y acerca de nosotros. Todo se entrelaza, ¿ves? ¿Dices que quieres vivir aquí? ¡Perfecto! ¡Vive aquí! Vivir en esta ciudad ya sería toda una victoria, una victoria filosófica. Pero vivir aquí porque se sabe que la vida misma refuta a Lamiya Bailis, vivir aquí y reírse de esta música absurda que compuso. No, vivir aquí y estar de acuerdo con esta maldita mentira gemebunda —volvió a tomarle la mano.
—No sé —dijo ella.
—Yo sí —mintió Dirk.
—¿De veras piensas que… podría funcionar otra vez? ¿Mejor que antes?
—No serás Jenny —prometió él—. Nunca más.
—No sé —repitió ella con un hilo de voz. El le tomó la cara entre las manos y la irguió para mirarla a los ojos. La besó muy ligeramente, apenas rozándole los labios. Kryne Lamiya gemía. El mugido de la sirena retumbaba alrededor, profundo y quejumbroso; las torres distantes chillaban y se lamentaban, y el tambor solitario continuaba su redoble opaco y sin sentido.
Después del beso, quedaron mirándose en medio de la música.
—Gwen —dijo finalmente Dirk, con una voz que había perdido la fortaleza y seguridad de un momento antes—, yo tampoco sé, sólo presumo. Pero tal vez valga la pena intentarlo…
—Tal vez —dijo ella, desviando nuevamente los anchos ojos verdes—. Sería difícil, Dirk. Y está de por medio Jaan y Garse. Demasiados problemas, y ni siquiera sabemos si vale la pena. No sabemos en lo más mínimo si las cosas se alterarán.
—No, no lo sabemos. Cientos de veces en los últimos años decidí que no importaba, que no valía la pena intentar nada. El resultado es sólo este cansancio, un cansancio infinito, Gwen. Si no lo intentamos, no lo sabremos nunca. Ella asintió con un gesto.
—Tal vez —dijo, y guardó silencio.
Soplaba un viento penetrante; la música de la demencia oscuralbina se elevaba y caía. Entraron, luego bajaron las escaleras, pasaron de largo frente a los inquietos y borrosos murales de luz blanco-grisácea, y llegaron donde les esperaba la sólida cordura del aeromóvil que los retornaría a Larteyn.