Capítulo 2

Esa noche descansó muy poco. Cada vez que lograba dormirse, los sueños le despertaban: visiones intensas y ultrajantes que apenas recordaba cada vez que abría los ojos. Finalmente desistió y optó por hurgar entre sus pertenencias hasta encontrar la joya envuelta en plata y terciopelo. Se quedó sentado en la oscuridad, pensando en las frías promesas de la gema.

Transcurrieron las horas. Por último, Dirk se levantó y se vistió, se guardó la joya en el bolsillo y salió a observar cómo despuntaba la Rueda. Ruark estaba profundamente dormido, pero había programado la puerta con el código de Dirk para que su huésped pudiera entrar y salir sin inconvenientes. Dirk tomó el ascensor hasta la azotea y esperó a que clareara del todo sentado en la fría ala metálica del aeromóvil gris.

Fue un alba extraña, opaca y amenazadora, que engendró un día turbio. Al principio sólo un fulgor tenue y borroso se insinuó sobre el horizonte, una mancha rojinegra que se reflejó débilmente en las piedravivas de la ciudad. Luego salió el primer sol: una diminuta bola amarilla que Dirk observó con los ojos desnudos. Minutos más tarde asomó el segundo sol, un poco más grande y brillante, en otra parte del horizonte. Pero los dos, aunque sin duda eran estrellas de considerable tamaño, emitían menos luz que la generosa luna de Braque.

Poco tiempo después el Cubo de la Rueda empezó a cernirse sobre el llano, al principio como una franja roja y opaca perdida en la luz común del alba, pero luego fue adquiriendo más brillo hasta que al fin Dirk vio que no era un reflejo, sino la corona de un vasto sol rojo.

Al elevarse, pintaba el mundo de carmesí.

Dirk echó un vistazo a las calles. Las piedravivas de Larteyn ahora se habían opacado; sólo en los rincones sombríos perduraba el fulgor, aunque desvanecido. La melancolía se había abatido sobre la ciudad como un sudario grisáceo ligeramente teñido de un rojo sin vida. Bajo una luz pálida y fría habían muerto todos los reflejos nocturnos, y las calles silenciosas sugerían muerte y desolación.

El día de Worlorn. Pero todavía era crepúsculo…

—El año pasado era más brillante —dijo una voz a sus espaldas—. Cada día es más oscuro, más frío. De las seis estrellas de la Corona del Infierno, dos se ocultan ahora detrás del Gordo Satanás y no dan luz ninguna. Las otras se alejan y empequeñecen. Satanás sigue mirando a Worlorn, pero su luz es muy roja y cada vez más tenue. De modo que Worlorn vive en un lento atardecer. Unos años más, y los siete soles serán siete estrellas. Y los hielos regresarán.

El que hablaba permanecía muy tieso mientras contemplaba el alba con las piernas ligeramente separadas y las manos en las caderas. Era un hombre alto, delgado y musculoso, con el torso desnudo pese al frío de la mañana. La luz del Gordo Satanás le enrojecía aún más la piel cobriza. Tenía pómulos altos y angulosos, una mandíbula pesada y prominente, y una melena rala y larga hasta los hombros, renegrida como la de Gwen. Y en los antebrazos —antebrazos oscuros sembrados de vello negro— lucía dos brazaletes igualmente macizos. Jade-y-plata en el izquierdo, hierro negro y piedraviva roja en el derecho.

Dirk no se movió del ala de la raya voladora. El hombre clavó sus ojos en él.

—Usted es Dirk t’Larien, y en su tiempo fue amante de Gwen.

—Y usted es Jaan.

—Jaan Vikary, del clan de Jadehierro —dijo el otro; se adelantó y alzó las manos con las palmas desnudas hacia afuera.

Dirk ya conocía el gesto. Se incorporó y apretó las palmas contra las del kavalar. Al hacerlo notó otra cosa; Jaan usaba un cinturón de metal negro y lustroso, y llevaba al costado una pistola láser.

Vikary vio la expresión de su rostro y sonrió.

—Todos los kavalares van armados. Es una costumbre… Y muy apreciada. Espero que usted no se disguste tanto como el amigo de Gwen, el kimdissi. y que no sea tan prejuicioso. En tal caso, el defecto es de usted, no de nosotros. Larteyn es parte de Alto Kavalaan, y nadie puede pretender que otra cultura se adapte a la propia.

Dirk volvió a sentarse.

—No. Quizá debí suponerlo, por lo que oí anoche. Simplemente me parece extraño… ¿Hay guerra en algún lado?

Vikary esbozó una sonrisa muy tenue, mostrando apenas los dientes.

—Siempre hay guerra en algún lado, t’Larien. La vida misma es una guerra —hizo una pausa—. Ese nombre, t’Larien…, es raro. Nunca oí uno similar, y mi teyn Garse tampoco. ¿En qué mundo nació usted?

—Baldur. Muy lejos de aquí, al otro lado de la Vieja Tierra. Pero apenas lo recuerdo. Mis padres se establecieron en Avalon cuando yo era muy pequeño.

Vikary asintió.

—Y por lo que Gwen me dijo, usted ha viajado mucho. ¿Qué mundos ha visitado?

Dirk se encogió de hombros.

—Prometeo, Rhiannon, Estarroca, el Mundo de Jamison, entre otros. Avalon, desde luego. Una docena en total, lugares más primitivos que Avalon en general, en los que se necesita a una persona con mis conocimientos. Encontrar trabajo suele ser fácil si uno ha estado en el Instituto, aunque no se tenga una habilidad o un talento especial. Me viene muy bien, pues me gusta viajar.

—Y sin embargo nunca hasta ahora había estado más allá del Velo del Tentador. Sólo en las ruindas, y nunca en los mundos exteriores. Aquí encontrará cosas diferentes, t’Larien.

Dirk frunció el ceño.

—¿Cuál es la palabra que ha utilizado? ¿Ruindas?

—Las ruindas —repitió Vikary—. Ah, jerga de los lobunos. Los mundos arruindados, o los mundos arruinados, como usted prefiera. Un giro que aprendí de varios lobunos amigos con los que estudié en Avalon. Se refiere a la esfera estelar entre los mundos exteriores y las colonias de la primera y segunda generación cercanas a la Vieja Tierra. Fue en las ruindas donde los hranganos saturaron las estrellas y esclavizaron otros mundos y lucharon contra los Imperiales de la Tierra. Casi todos los planetas que usted ha nombrado ya eran conocidos entonces, y la antigua guerra los afectó seriamente. El colapso los arruinó. El mismo Avalon es una colonia de la segunda generación, y en su tiempo fue capital de distrito. Es una distinción para un mundo tan distante en nuestro mundo posterior al interregno, ¿no le parece?

Dirk asintió.

—Sí, conozco un poco la historia. Usted parece conocerla bien.

—Soy historiador —dijo Vikary—. He consagrado casi todos mis afanes a hacer historia a partir de los mitos de mi propio mundo, Alto Kavalaan. Jadehierro me envió a Avalon, pese a los gastos, para investigar los bancos de memoria de las viejas computadoras a ese solo efecto. Pero pasé allí dos años estudiando, con mucho tiempo libre, y la historia del hombre llegó a interesarme en un sentido más amplio.

Dirk guardó silencio y volvió a contemplar el amanecer. El disco rojo del Gordo Satanás se había elevado un poco y se divisaba una tercera estrella amarilla. Estaba un poco más al norte que las demás, y era sólo una estrella.

—La estrella roja es supergigante —murmuró Dirk—, pero allá arriba parece apenas mayor que el sol de Avalon. Debe de estar muy lejos. Tendría que hacer más frío, los hielos ya deberían avanzar. Pero sólo hace fresco.

—Gracias a nosotros —le dijo Vikary con cierto orgullo—. No a Alto Kavalaan, en realidad, pero no obstante es mérito de los mundos exteriores. En Tóber se preservó buena parte de los conocimientos tecnológicos de los Imperiales de la Tierra perdidos durante el colapso, y los toberianos los han incrementado con los siglos. Sin el escudo que fabricaron, el Festival habría sido imposible. En el perihelio, el calor de la Corona del Infierno y del Gordo Satanás habría hecho evaporar la atmósfera y hervir el mar de Worlorn, pero el escudo toberiano impidió ese desastre y tuvimos un verano largo y luminoso. Ahora, del mismo modo, ayuda a conservar el calor. Pero tiene sus limitaciones, como todo. El frío llegará.

—No pensé que nos fuéramos a conocer así —dijo Dirk—. ¿Por qué ha subido a la azotea?

—Quise probar suerte. Hace muchos años Gwen me dijo que a usted le gustaba contemplar el alba. Y también otras cosas, Dirk t’Larien. Sé mucho más acerca de usted, que usted acerca de mí.

Dirk rio.

—Bueno, eso es verdad. Yo me enteré anoche de la existencia de usted.

Jaan Vikary le miró con dureza y severidad.

—Pero existo. Recuérdelo, y podremos ser amigos. Tenía esperanzas de encontrarle solo y decirle esto antes de que los otros se levantaran. Esto no es Avalon, t’Larien. Y hoy no es ayer. Este es un mundo agonizante, un mundo sin códigos, de modo que cada uno de nosotros tiene que aferrarse con firmeza al código que conoce, sea cual fuere. No ponga a prueba el mío. Desde mi estadía en Avalon he tratado de considerar que soy Jaan Vikary, pero sigo siendo un kavalar. No me obligue a ser Jaantony Riv Lobo alto-Jadehierro Vikary.

Dirk se incorporó.

—No estoy seguro de entenderle —dijo—. Pero le aseguro que no soy tan intratable. Por cierto, no tengo nada contra usted, Jaan.

Vikary pareció satisfecho. Cabeceó con lentitud y hundió la mano en el bolsillo del pantalón.

—Un emblema de mi amistad y aprecio por usted —dijo extrayendo un broche de metal negro para el cuello, con forma de pez raya. ¿Lo usará mientras permanezca aquí?

Dirk tomó el broche.

—Si usted quiere —dijo, sonriendo ante la formalidad del otro. Y se lo clavó en el cuello de la chaqueta.

—El alba aquí es triste —dijo Vikary—, y el día no es mucho mejor. Baje a nuestros aposentos. Despertaré a los demás y comeremos algo.

El aposento que Gwen compartía con los dos kavalares era inmenso. Un hogar de dos metros de altura y cuatro de largo, con una repisa gris pizarra donde dos gárgolas relucientes se arqueaban para vigilar las cenizas, dominaba la alta sala de estar. Vikary guió a Dirk a través de la sala, cubierta por una extensa y mullida alfombra negra, hasta un comedor de casi el mismo tamaño. Dirk se sentó en una silla de madera de respaldo alto, una de las doce que había a lo largo de la gran mesa, mientras su anfitrión iba en busca de comida y compañía.

Al cabo de un rato regresó con una gran fuente llena de carne parda cortada en tajadas y un cesto de galletas. Lo depositó todo frente a Dirk y volvió a marcharse.

Acababa de salir cuando se abrió otra puerta y entró Gwen con una sonrisa somnolienta. En la cabeza llevaba un pañuelo viejo, vestía pantalones descoloridos y una holgada blusa verde de mangas anchas. Dirk reparó en el brillo del pesado brazalete de jade y plata que le ceñía el brazo izquierdo. A corta distancia la seguía otro hombre, casi tan alto como Vikary pero varios años más joven y mucho más esbelto, vestido con una bata pardo rojiza y tornasolada de mangas cortas. Tenía ojos profundamente azules, los más azules que Dirk había visto, incrustados en un rostro delgado y afilado enmarcado por una barba roja y abundante.

Gwen se sentó. La barba roja se detuvo frente a la silla de Dirk.

—Soy Garse Jadehierro Janacek —dijo, al tiempo que le ofrecía las palmas.

Dirk se levantó para saludarle.

Garse Jadehierro Janacek, advirtió Dirk, llevaba una pistola láser a la cintura, metida en una funda de cuero sujeta a un cinturón de malla de acero, plateada. En el antebrazo derecho llevaba un brazalete negro, gemelo del de Vikary, de hierro y algo que parecía piedraviva.

—Probablemente ya sabe quién soy —dijo Dirk.

—Desde luego —repuso Janacek con una sonrisa maliciosa.

Los dos se sentaron.

Gwen ya estaba masticando una galleta. Cuando Dirk estuvo sentado, ella extendió el brazo por encima de la mesa y le acarició el broche que llevaba en el cuello, sonriendo con aire divertido.

—Veo que tú y Jaan ya os habéis conocido —dijo.

—Más o menos —replicó Dirk.

En ese preciso instante regresó Vikary. En la mano derecha asía dificultosamente cuatro picheles de cuero, y con la izquierda aferraba una jarra de cerveza negra. Dejó todo en el centro de la mesa, y luego fue por última vez a la cocina para traer platos y cubiertos, y una jarra esmaltada con una pasta amarilla y dulce que era, les dijo, para untar las galletas.

Cuando Vikary se fue, Janacek empujó los vasos hacia Gwen.

—Sirve —le dijo con un tono más bien perentorio antes de volverse nuevamente hacia Dirk—. Me dicen que usted es el primer hombre que ella conoció —comentó mientras Gwen servía—. Pues le ha dejado una cantidad de hábitos impertinentes —añadió con una sonrisa fría—. Estoy tentado de tomarlo como una ofensa y exigirle a usted una satisfacción.

Dirk quedó estupefacto.

Gwen había llenado tres de los picheles con espumosa cerveza. Puso uno delante del asiento de Vikary, el segundo al lado de Dirk y bebió un largo sorbo del tercero. Luego se enjugó los labios con el dorso de la mano, le sonrió a Janacek, y le alargó el pichel vacío.

—Si vas a amenazar al pobre Dirk a causa de mis hábitos —dijo—, supongo que me corresponde retar a duelo a Jaan por todos los años que he tenido que sufrir los tuyos.

Janacek hizo girar el pichel vacío en las manos y tosió.

Perra-betheyn —dijo con toda naturalidad, y él mismo se sirvió la cerveza.

Vikary regresó un instante después. Se sentó, bebió un trago de su pichel, y se pusieron a comer. Dirk no tardó en descubrir que le gustaba desayunar con cerveza. Las galletas untadas con una generosa porción de esa pasta dulce, eran también excelentes. La carne estaba algo seca.

Janacek y Vikary le interrogaron durante el desayuno, y Gwen, echada hacia atrás como gozando de la escena, apenas intervino. El contraste entre los dos kavalares llamaba la atención. Jaan Vikary se inclinaba hacia adelante al hablar (seguía con el torso desnudo y de cuando en cuando bostezaba y se rascaba con aire ausente), y su tono era vagamente afectuoso y amigable. Sonreía a menudo, y parecía mucho más tranquilo que en la azotea. Pero Dirk no dejaba de entrever cierta deliberación, la de un hombre parco que se esforzaba conscientemente por ser cordial; hasta sus informalidades —las sonrisas, los bostezos— parecían estudiadas y actuadas. Garse Janacek, aunque permanecía más erguido que Vikary y nunca se rascaba y exhibía todas las afectaciones de lenguaje típicas de un kavalar, parecía sin embargo más genuinamente distenso, como un hombre que disfrutaba de las restricciones que su sociedad le había impuesto y a quien jamás se le ocurriría sortearlas. Su conversación era animada e incisiva; soltaba un insulto tras de otro, casi siempre dirigidos a Gwen. Ella le retrucaba a veces, pero con titubeos; Janacek era más experto en ese juego. Parecían ataques sin importancia, réplicas afectuosas, pero varias veces Dirk creyó notar un rastro de verdadera hostilidad. Ante cada enfrentamiento Vikary arrugaba el ceño.

Cuando Dirk aludió a su año de estancia en Prometeo, Janacek no desperdició la oportunidad.

—Dígame t’Larien —le dijo—, ¿considera humanos a los Hombres Alterados?

—Desde luego —repuso Dirk—. Lo son. Los Imperiales de la Tierra se establecieron allí durante el conflicto. Los prometeicos modernos no son sino descendientes del Comando de Guerra Ecológica.

—Por cierto —dijo Janacek—, pero aun así no estoy de acuerdo con la conclusión de usted. Han manipulado sus genes hasta tal punto que en mi opinión han perdido todo derecho de llamarse hombres. Hombres-libélula, hombres-submarino, hombres que respiran veneno, hombres que ven en la oscuridad como hruum, hombres con cuatro brazos, hermafroditas, soldados sin estómago, hembras de laboratorio sin sensibilidad… Esas criaturas no son hombres. O con más precisión, son no-hombres.

—No —dijo Dirk—. He oído el término no-hombre. Es un vocablo común en muchos mundos, pero alude a gente que ha sido transmutada en tal forma que no puede mezclarse con otras razas. Los prometeicos se han cuidado de sortear ese inconveniente. Los líderes, que como sabrá, son bastante normales, con sólo alteraciones menores para la longevidad y detalles por el estilo, bueno…, los líderes hacen incursiones regulares a Rhiannon y Estarroca, como usted sabrá. En busca de humanos normales…

—Pero ni siquiera la Tierra es terranormal desde hace varios siglos —interrumpió Janacek, luego se encogió de hombros—. No viene al caso, ¿verdad? La Vieja Tierra está muy lejos, de todas maneras. Solo nos llegan rumores que ya tienen siglos. Continúe.

—He dicho cuanto quería decir. Los Alterados siguen siendo humanos. Aun las castas inferiores, las más grotescas, los experimentos fallidos descartados por los cirujanos, todos ellos pueden tener contacto físico con los demás y reproducirse. Por eso mismo los esterilizan, pues temen que se reproduzcan las anormalidades, con mayor énfasis aún.

Janacek bebió un trago de cerveza y le miró con sus intensos ojos azules.

—Entonces…, sí pueden tener contacto —sonrió—. Dígame t’Larien; durante el año que estuvo en ese mundo, ¿tuvo oportunidad de comprobarlo personalmente?

Dirk se sonrojó y se sorprendió mirando a Gwen como si de algún modo ella tuviera la culpa.

—No practiqué la abstinencia en los últimos siete años, si a eso se refiere —farfulló.

Janacek recibió la respuesta con una sonrisa burlona y se volvió hacia Gwen.

—Interesante —le dijo—. El hombre comparte tu lecho varios años y después vuelve de inmediato a la bestialidad.

La cólera ensombreció la cara de Gwen; Dirk aún la conocía lo bastante como para advertirlo. Jaan Vikary tampoco pareció muy complacido.

—Garse —dijo en tono de advertencia.

Janacek le hizo caso.

—Mis disculpas, Gwen —dijo—. No quise insultarte. No tienes la culpa de que a t’Larien le gusten las sirenas y las mujeres insecto.

—¿Recorrerá los bosques de Worlorn, t’Larien? —preguntó Vikary en voz alta, interviniendo deliberadamente en la conversación.

—No lo sé —dijo Dirk saboreando la cerveza—. ¿Debería hacerlo?

—Nunca te perdonaría que no lo hicieras —dijo Gwen con una sonrisa.

—Entonces iré. ¿Por qué es tan interesante?

—El sistema ecológico… Está formándose y muriendo, todo simultáneamente. En el Confín la ecología fue durante mucho tiempo una ciencia olvidada. Aún hoy los mundos exteriores no pueden alardear de poseer más de una docena de especialistas bien entrenados. Cuando se realizó el Festival, Worlorn fue sembrado con formas de vida de catorce mundos diferentes casi sin tener en cuenta la interacción. En rigor eran más de catorce mundos, si piensas en los múltiples trasplantes: animales traídos de la Tierra a Nueva Ínsula, a Avalon, a Lobo, y de ahí a Worlorn, cosas por el estilo.

»Lo que hacemos Arkin y yo es estudiar cuáles fueron las consecuencias. Hace un par de años que trabajamos en eso, y hay bastante como para mantenernos ocupados durante toda una década más. Los resultados deberían interesar particularmente a los granjeros de todos los mundos exteriores. Sabrán qué flora y fauna del Confín pueden introducir con seguridad en sus mundos natales, y bajo qué condiciones, y cuáles pueden ser dañinas para un sistema ecológico.

—Los animales de Kimdiss demuestran ser particularmente perjudiciales —gruñó Janacek—. Tanto como quienes los trajeron.

Gwen le sonrió con sarcasmo.

—Garse está molesto porque parece que el banshi negro está a punto de extinguirse —le dijo a Dirk—. Es una verdadera vergüenza. En Alto Kavalaan los han cazado con tanta saña que la especie está realmente amenazada, y se tenía esperanzas de que los ejemplares que soltaron aquí hace veinte años se adaptarían y multiplicarían, de manera que podrían volver a capturarlos y llevarlos de regreso a Alto Kavalaan antes de la llegada del frío. No resultó. El banshi es un depredador temible, pero no puede competir con el hombre, y la reserva que le corresponde en Worlorn ha sido infestada por espectros arbóreos de Kimdiss.

—Casi todos los kavalares consideran al banshi como una plaga y una amenaza —explicó Jaan Vikary—. En su hábitat natural mata hombres con frecuencia, y los cazadores de Braith, Acerorrojo y Shanagato consideran al banshi un animal peligroso. Existe una sola excepción: en Jadehierro siempre ha sido diferente. Hay un antiguo mito, de la época en que Kay Herrero y su teyn Roldan Lobo-Jade luchaban solos contra un ejército de demonios en las colinas de Lameraan. Kay había caído y Roldan, de pie a su lado, ya perdía sus fuerzas cuando desde las colinas irrumpieron los banshis, en bandadas tan oscuras y numerosas que tapaban el sol. Se lanzaron sobre el ejército de demonios y los devoraron a todos, dejando a Kay y a Roldan con vida. Más tarde, cuando los teyn-y-teyn encontraron su cueva de mujeres y fundaron el primer clan de Jadehierro, el banshi se transformó en bestia-hermana y emblema. Ningún Jadehierro ha matado jamás un banshi, y la leyenda dice que cuando la vida de un hombre de Jadehierro está en peligro, un banshi acudirá a guiarlo y protegerlo.

—Una bonita historia —dijo Dirk.

—Es más que una historia —dijo Janacek—. Existe un lazo entre Jadehierro y el banshi, t’Larien. Tal vez sea un lazo extrasensorial, tal vez las criaturas sean sensitivas, tal vez todo sea puro instinto. No pretendo saberlo. Pero el lazo existe.

—Superstición —dijo Gwen—. En realidad no debes pensar mal de Garse. No tiene la culpa de no haber recibido nunca una buena educación.

Dirk untó una galleta con pasta y miró a Janacek.

—Jaan mencionó que era historiador, y ya sé a qué se dedica Gwen —dijo—. ¿Y usted? ¿De qué se ocupa?

Los ojos azules le miraron con frialdad. Janacek no respondió.

—Tengo la impresión de que usted no es ecólogo —prosiguió, al tiempo que Gwen soltaba una carcajada.

—Esa impresión es estremecedoramente correcta, t’Larien —dijo Janacek.

—¿Qué hace usted en Worlorn, entonces? Y por lo demás —se volvió hacia Jaan Vikary—, ¿qué hace un historiador en un lugar como éste?

Vikary acunó el pichel de cerveza entre sus robustas manos y sorbió un trago meditativamente.

—Es muy sencillo —dijo—. Soy un altoseñor kavalar del clan de Jadehierro, ligado a Gwen Delvano por jade-y-plata. Mi betheyn fue enviada a Worlorn por decisión del consejo de altoseñores, así que es natural que también yo esté aquí, lo mismo que mi teyn, ¿comprende?

—Supongo que sí. ¿Acompaña a Gwen, entonces?

Protegemos a Gwen —dijo Janacek glacialmente, con suma hostilidad—. Por lo general, de su propia locura. No tendría que estar aquí, y sin embargo vino. Así que nosotros también estamos aquí. En cuanto a su pregunta anterior, t’Larien, soy Jadehierro, teyn de Jaantony alto-Jade-hierro. Puedo hacer cualquier cosa que mi clan necesite de mí: cazar o sembrar, batirme en duelo, guerrear contra nuestros enemigos, hacer hijos en el vientre de nuestras eyn-kethi. Eso es lo que hago. Usted ya sabe lo que soy. Le he dicho mi nombre.

Vikary le miró de reojo y le incitó a callar con un ademán breve y contundente.

—Considérenos turistas retrasados —le dijo a Dirk—. Estudiamos y vagabundeamos, recorremos los bosques y las ciudades muertas, nos divertimos. Nos encargaríamos de enjaular banshis para llevarlos de regreso a Alto-Kavalaan, sólo que no hemos podido encontrar ningún banshi —se levantó y terminó la cerveza de un trago—. El día pasa y nosotros seguimos sentados —dijo después de depositar el pichel sobre la mesa—. Si quiere usted salir, debería hacerlo pronto. Cruzar las montañas lleva tiempo, aun con el aeromóvil, y no es prudente permanecer afuera después del anochecer.

—¿No? —Dirk terminó su cerveza y se secó la boca con el dorso de la mano. Las servilletas parecían no formar parte de la etiqueta kavalar.

—Los banshis nunca fueron los únicos depredadores de Worlorn —dijo Vikary—. En los bosques hay bestias asesinas y merodeadoras de catorce mundos, y no son el mayor peligro. Lo peor son los humanos. Worlorn es hoy un mundo callado y desierto, y sus sombras y páramos están llenos de acechanzas.

—Mejor que los dos vayan armados —dijo Janacek—. O mejor aún, Jaan y yo deberíamos acompañarles, para más seguridad.

Pero Vikary meneó la cabeza.

—No, Garse. Tienen que ir solos y hablar. Es mejor así, ¿comprendes? Es mi deseo —luego recogió varios platos y se dirigió a la cocina; pero cerca de la puerta se detuvo y miró por encima del hombro, y sus ojos se encontraron con los de Dirk.

Y Dirk recordó el diálogo de aquel amanecer en la azotea. Existo —había dicho Jaan—. Recuérdelo.

—¿Cuánto hace que no vuelas en aeropatín? —le preguntó Gwen poco después, cuando se encontraron en la azotea. Se había puesto un traje tornasolado de una sola pieza, un atuendo vagamente rojizo que la cubría desde las botas hasta el cuello. El pañuelo que le sujetaba el cabello negro era de la misma tela.

—Desde que era niño —dijo Dirk, que vestía ropas idénticas. Gwen se las había dado porque eran lo más apropiado para el bosque—. Desde Avalon. Pero tengo ganas de intentarlo. Solía ser bastante hábil.

—Muy bien, pues —dijo Gwen—. No podremos ir muy lejos ni muy rápido, pero eso no importa —abrió el baúl de carga del aeromóvil gris con forma de raya y extrajo dos pequeños envoltorios plateados y dos pares de botas.

Dirk se sentó en el ala para calzarse las botas y sujetárselas. Gwen desenvolvió los patines, dos pequeñas plataformas metálicas, blandas y delgadas, donde apenas había lugar para apoyar los pies. Cuando Gwen las depositó en el suelo, Dirk siguió con la vista los cables entrecruzados de los controles de gravedad ubicados en la parte inferior. Se puso de pie en una de ellas, apoyándose con cuidado, y las suelas metálicas de las botas se adhirieron con firmeza mientras la plataforma se ponía rígida. Gwen le entregó el control manual y Dirk se lo ciñó a la cintura de modo que le quedara al alcance de la palma de la mano.

—Arkin y yo recorremos los bosques en aeropatín —le dijo Gwen, agachada, atándose las botas—. En aeromóvil es diez veces más rápido, desde luego, pero no siempre es fácil encontrar un claro donde aterrizar. Los patines sirven para estudiar ciertos detalles con más detenimiento, siempre y cuando no se lleve demasiado equipo o no se tenga demasiada prisa. Garse dice que son juguetes, pero… —se incorporó, subió a su plataforma y sonrió—. ¿Listo?

—¡Claro que sí —dijo Dirk, y rozó con el dedo el disco plateado que tenía en la palma de la mano derecha. Quizá con demasiada fuerza. El patín salió disparado hacia arriba y hacia afuera, arrastrándole por los pies y bamboleándole de un lado al otro. En sus bruscos balanceos estuvo a punto de partirse el cráneo contra la azotea, y luego se elevó al cielo riendo a todo pulmón y colgado de la plataforma.

Gwen le siguió de pie en la plataforma, trepando en el viento crepuscular con una destreza nacida de una larga práctica, como un genio montado en una alfombra plateada. Cuando alcanzó a Dirk, éste ya había logrado enderezarse manipulando los controles, aunque aún se meneaba hacia atrás y hacia adelante en un afanoso esfuerzo por conservar el equilibrio. Al contrario de los aeromóviles, los aeropatines no tenían giróscopo.

—¡Hurraaaa! —gritó Dirk cuando ella se le acercó. Riendo, Gwen se colocó detrás de él y le dio una vigorosa palmada en la espalda. Era todo lo que necesitaba para perder nuevamente la estabilidad y empezar a girar como un tiovivo enloquecido en el cielo de Larteyn.

Gwen le lanzó un grito de advertencia. Dirk parpadeó y notó que estaba a punto de estrellarse contra el flanco de una alta torre de ébano. Tecleó los controles y se elevó bruscamente, aún luchando por estabilizarse.

Volaba a gran altura, bien erguido sobre la plataforma, cuando ella le alcanzó.

—¡No te acerques! —le advirtió con una sonrisa, sintiéndose estúpido, torpe y juguetón—. ¡Otro golpe así, mujer, y voy en busca del tanque volador y te borro del cielo con el láser! —se inclinó de lado, y en su afán por conservar el equilibrio se volcó aullando hacia el lado contrario.

—Estás borracho —le gritó Gwen a través del viento cortante—. Demasiada cerveza en el desayuno —ahora volaba por encima de Dirk, los brazos cruzados sobre el pecho, observando los esfuerzos de él con una mueca de burla.

—Estos aparatos parecen mucho más estables cuando cuelgas cabeza abajo —dijo Dirk. Finalmente había logrado un aparente equilibrio, aunque por la forma de extender los brazos se le notaba que no estaba seguro de poder conservarlo.

Gwen descendió al mismo nivel y se le acercó, bien plantada y segura de sus movimientos. El pelo renegrido ondeaba a sus espaldas como un salvaje estandarte negro.

—¿Cómo va eso? —aulló mientras volaban uno al lado del otro.

—¡Creo que lo tengo! —anunció Dirk, que aún se mantenía en pie.

—Bien. ¡Mira abajo!

Él miró más allá del borde de la plataforma. Habían dejado atrás las oscuras torres de Larteyn y las calles de opaca piedraviva. En cambio, se veía una pronunciada pendiente que descendía al llano a través del desierto cielo crepuscular. Atisbó un río allá abajo, un hilillo de aguas oscuras que serpenteaban en el difuminado verdor. Entonces sintió que se mareaba, apretó las manos y cayó otra vez de lado.

Gwen se zambulló debajo de Dirk mientras él colgaba cabeza abajo. Se cruzó de brazos y le dijo socarronamente:

—Eres incorregible, t’Larien. ¿Por qué no vuelas cabeza arriba?

Él refunfuñó, o quiso refunfuñar. Pero el viento le cortó la respiración, y la protesta murió en una mueca. Luego se incorporó nuevamente. Este ejercicio ya le hacía doler las piernas.

—¡Ahí tienes! —gritó y miró hacia abajo con un gesto desafiante, para demostrar que la altura no volvería a afectarle.

Gwen volaba nuevamente a su lado. Le miró por encima del hombro y cabeceó.

—Eres una vergüenza para los hijos de Avalon, y para los aeropatinadores del universo entero —dijo—. Pero tal vez logres sobrevivir. Ahora, ¿quieres ver el bosque?

—¡Guíame, Jenny!

—Entonces date la vuelta. Estamos volando en dirección contraria. Tenemos que cruzar las montañas —Gwen extendió la mano libre, tomó la de Dirk y viraron juntos trazando una ancha espiral que les dejó enfrentados a Larteyn y la pared montañosa. La ciudad se veía gris y desleída desde la distancia. Las orgullosas piedravivas eran opacas al sol, contra el trasfondo oscuro de las montañas.

Volaron juntos hacia ellas, elevándose paulatinamente hasta que estuvieron muy por encima de la Fortaleza de Fuego, a suficiente altura para franquear las cumbres. Era la altura máxima que podía alcanzar un aeropatín; claro que un aeromóvil podía ascender mucho más, pero para Dirk era suficiente. Los trajes tornasolados habían adquirido una tonalidad gris blancuzca, y por suerte eran abrigados, pues soplaba un viento frío y el indeciso día de Worlorn no era mucho más cálido que la noche.

Cogidos de la mano y gritándose ocasionalmente comentarios, contoneándose al viento, Gwen y Dirk remontaban las laderas cuesta arriba y luego volaban cuesta abajo hasta valles sombríos y pedregosos, una y otra vez, y pasaban de largo frente a afiladas estribaciones de roca verdinegra, altas y angostas cascadas y precipicios aún más altos. En un momento determinado Gwen le desafió a una carrera y Dirk aceptó gritando, y luego salieron disparados a tanta velocidad como se lo permitía el patín y su habilidad, hasta que al fin Gwen se compadeció de él y regresó para darle nuevamente la mano.

Más al oeste la cadena montañosa descendió de golpe, tan abruptamente como se había erguido hacia el este, formando una alta muralla que resguardaba la selva de la luz de la Rueda, que aún trepaba en el cielo.

—Abajo —indicó Gwen, y él asintió.

Descendieron lentamente hacia la maraña verde y oscura. Hacía más de una hora que volaban y el fuerte viento de Worlorn había aturdido un poco a Dirk, que sentía aguijonazos en todo el cuerpo.

Aterrizaron en el corazón de la selva, a orillas de un lago que habían avistado al descender. Gwen bajó trazando una curva grácil y suave que la depositó en una playa musgosa al lado del agua. Dirk, por miedo a estrellarse y romperse una pierna, se apresuró a aflojar el control de gravedad y rodó por el suelo.

Gwen le ayudó a separar las botas del aeropatín, y entre los dos sacudieron la arena húmeda y el musgo de las ropas y el cabello de Dirk. Luego ella se le sentó al lado y sonrió. Él le devolvió la sonrisa y le dio un beso.

O lo intentó. Cuando se le acercó para rodearla con el brazo, Gwen se apartó. Él comprendió y dejó caer las manos, la cara ensombrecida.

—Lo siento —murmuró.

Desvió la cara y miró hacia el lago. El agua era verde y oleaginosa, y la quieta superficie estaba tachonada por islas de hongos de color violeta. Lo único que se movía eran los enjambres de insectos que, apenas visibles, zumbaban sobre las ciénagas cercanas. La selva era aún más oscura que la ciudad, pues las montañas todavía ocultaban casi todo el disco rojo del Gordo Satanás.

Gwen alzó la mano y le tocó el hombro. Luego le dijo con suavidad, aunque sin atreverse a mirarle:

—No. Soy yo quien lo siente. También a mí se me olvidó… Era casi como en Avalon.

Él la miró con una sonrisa lánguida y forzada, sin saber qué responderle.

—Sí. Casi. Te eché de menos, Gwen. Pese a todo. ¿O no debería decirlo?

—Tal vez no —dijo ella; eludió nuevamente los ojos de Dirk y miró más allá del lago. La orilla opuesta se perdía en el aire empañado. Escrutó la distancia largamente, inmóvil, salvo cuando el frío la hacía tiritar.

Dirk observó cómo las ropas de Gwen adquirían un tono amarillento, moteado de verde, al igual que las sombras del suelo donde estaba sentada.

Finalmente estiró una mano vacilante para tocarla. Ella se apartó, sacudiendo el hombro.

—No —le dijo.

Dirk suspiró, recogió un puñado de arena fría y pensativamente la dejó escurrir entre los dedos.

—Gwen —titubeó—. Jenny, no sé…

Ella le miró de soslayo y frunció el ceño.

—Ese no es mi nombre, Dirk. Nunca lo fue. Nadie me ha llamado nunca así, salvo tú.

Él parpadeó, consternado.

—Pero por qué…

—¡Porque no soy yo!

—Tampoco es otra que no tú —dijo él—. Simplemente se me ocurrió, en Avalon. Te sentaba bien, y te puse ese nombre. Creí que te gustaba.

Ella meneó la cabeza.

—En un tiempo. No entiendes. Nunca entiendes. Para mí llegó a significar más de lo que significaba al principio, Dirk. Más y más y más, y las cosas que evocaba ese nombre no eran buenas. Traté de decírtelo, incluso entonces. Pero eso fue hace mucho tiempo. Yo era más joven, una niña… No conocía las palabras precisas para explicarlo.

—¿Y ahora? —dijo Dirk con la voz crispada de irritación—. ¿Conoces ahora las palabras, Gwen?

—Sí. Para ti, Dirk. Más palabras de las que puedo usar —una broma secreta la hizo sonreír, y Gwen meneó la cabeza esparciendo el cabello al viento—. Escucha; es bonito tener nombres privados. Es una manera de compartir algo especial. Así ocurre con Jaan. Los altoseñores tienen nombres largos porque cumplen muchas funciones. Él puede ser Jaan Vikary para un amigo de Avalon, y Riv en el culto, y Lobo en la altaguerra, y aún tener otro nombre en el lecho, un nombre privado. Y está bien que sea así, porque él es todos esos nombres. Lo admito. Ciertas cosas de él me gustan más que otras. Prefiero a Jaan antes que a Lobo o alto-Jadehierro, pero todos esos atributos le pertenecen. Los kavalares tienen un refrán que dice que todo hombre es la suma de todos sus nombres. Los nombres son muy importantes en cualquier lugar, pero los kavalares les dan especial atención. Algo que no tiene nombre carece de sustancia. Si existiera, tendría un nombre. Y del mismo modo, si le dieras un nombre, en algún lugar, en algún nivel, lo que nombras existirá, llegará a ser. Ese es otro refrán kavalar. ¿Entiendes, Dirk?

—No.

Ella rio.

—Eres el torpe de siempre. Escucha: cuando Jaan vino a Avalon era Jaantony Jadehierro Vikary. Ese era su nombre. Su nombre completo. Lo más importante eran las dos primeras palabras. El verdadero nombre de él, el nombre de bautismo, es Jaantony, y Jadehierro es su clan y su alianza. Vikary es un nombre inventado que adoptó en la pubertad. Todos los kavalares suelen tomar esos nombres, que generalmente pertenecen a altoseñores que admiran, a figuras míticas, o a héroes personales. Muchos nombres de la Vieja Tierra han sobrevivido de esa manera. Se piensa que al adoptar el nombre de un héroe, el muchacho heredará algunos atributos del hombre en cuestión. Parece que en Alto Kavalaan la cosa funciona de veras.

»El nombre que eligió Jaan, Vikary, es algo insólito en varios aspectos. Suena como un cliché de la Vieja Tierra, pero no lo es. Por lo que se cuenta de él, Jaan era un niño extraño: soñador, melancólico, demasiado introspectivo. Cuando era pequeño le gustaba que las eyn-kethy le cantaran y le contaran historias, lo cual no es bueno para un niño kavalar. Las eyn-kethy son las nodrizas, las madres perpetuas del clan, y se supone que un niño normal no debe permanecer con ellas más de lo necesario. Cuando Jaan creció solía estar mucho a solas, explorando cavernas y minas abandonadas en las montañas. Celosamente alejado de sus hermanos de clan. No le culpo. Siempre le atormentaban, y prácticamente no tuvo amigos hasta que conoció a Garse. Es mucho más joven, pero sigue ligado a Jaan como su protegido desde las últimas etapas de la niñez. Con el tiempo todo eso cambió. Cuando Jaan se acercó a la edad en que sería sometido al duelo de honor, las armas le interesaron y las dominó rápidamente. En verdad asimila las cosas de un modo asombroso; hoy es temiblemente veloz y se le considera un adversario mortal, aún más diestro que Garse, cuya habilidad es ante todo instintiva. Pero no siempre fue así, sin embargo. En cualquier caso, cuando le llegó el momento de elegir un nombre, tenía dos grandes héroes a los que no se atrevía a mencionar ante los altoseñores. Ninguno de los dos era Jadehierro, y para colmo los dos eran parias, villanos de la historia kavalar, líderes carismáticos cuyas causas se habían perdido y habían sufrido generaciones de deformación oral. De manera que Jaan se las arregló para juntar los dos nombres y pulir los sonidos hasta que el resultado se pareció a un viejo nombre familiar importado de la Tierra. Los altoseñores lo aceptaron sin discusión. Era sólo el nombre que había elegido, lo menos importante de la identidad de él. Al fin y al cabo, es lo último que se adquiere —Gwen frunció el ceño y continuó:

»Toda esta historia viene a cuento de esa circunstancia. Jaantony Jadehierro Vikary fue a Avalon, y era ante todo Jaantony Jadehierro. Sólo que Avalon es un mundo muy sensible a los apellidos, y allí él descubrió que en principio era Vikary. La Academia le registró con ese nombre, y los instructores le llamaban Vikary, y tuvo que vivir dos años con ese nombre. Pronto se transformó en Jaan Vikary, además de ser Jaantony… Creo que le gustaba; desde entonces procuró ser Jaan Vikary siempre, aunque no fue fácil después que regresamos a Alto Kavalaan. Para los kavalares él siempre será Jaantony.

—¿De dónde sacó los otros nombres? —preguntó Dirk, a pesar de él. Aquella historia le fascinaba y parecía arrojar una nueva luz sobre las palabras de Jaan Vikary en la azotea durante el amanecer.

—Cuando nos casamos, él me trajo consigo a Jadehierro y se convirtió en altoseñor, con lo cual automáticamente pasó a formar parte del consejo —dijo ella—. Eso añadía un 'alto’ a su nombre, y le daba derecho a poseer una propiedad privada independiente del clan, a hacer sacrificios religiosos y a guiar a sus kethi, sus hermanos de clan, en la guerra. Así que obtuvo un nombre de guerra, una especie de grado, y un nombre religioso. En un tiempo esos nombres eran muy importantes. Hoy no tanto, pero las costumbres se conservan.

—Ya veo —dijo Dirk, aunque no atinaba a entender del todo; los kavalares parecían conferir una excepcional relevancia al matrimonio—. Y eso, ¿tiene algo que ver con nosotros?

—Mucho —dijo Gwen, poniéndose seria una vez más—. Cuando Jaan llegó a Avalon y la gente empezó a llamarle Vikary, él cambió. Se transformó en Vikary, un híbrido de los ídolos iconoclastas que había adorado. Los nombres tienen ese poder, Dirk. Eso fue lo que precipitó el final de nuestra relación. Yo te amaba, sí. Mucho. Te amaba, y tú amabas a Jenny.

—¡Tú eras Jenny!

—Sí y no. Tu Jenny, tu Ginebra. Lo repetías una y otra vez. Me llamabas por esos nombres y también por el de Gwen, pero tenías razón. Eran tus nombres. Sí, me gustaba. ¿Qué sabía yo del poder de los nombres? Jenny es muy bonito, y Ginebra tiene la fascinación de la leyenda. ¿Qué sabía yo?

»Pero aprendí, aunque nunca tuve palabras para expresarlo. El problema era que tú amabas a Jenny…, pero yo no era Jenny. Tal vez se basaba en mí, pero ante todo era un fantasma, un deseo, un sueño que habías modelado por tu cuenta. La sujetaste a mí y nos amaste a ambas, y con el tiempo me sorprendí transformándome en Jenny. Dale un nombre a algo y de algún modo llegará a existir. Toda la verdad reside en los nombres, y también todas las mentiras, pues nada distorsiona tanto como un nombre falso, un nombre falso que cambia la realidad así como cambia las apariencias.

»Yo quería que me amaras a mí, no a ella. Yo era Gwen Delvano, y quería sacar el mejor partido de ser Gwen Delvano, pero sin perder mi identidad. Me resistía a ser Jenny, y tú te empeñabas en conservarla. Nunca lo comprendiste, y por eso te dejé —terminó con una voz fría y serena, la cara rígida como una máscara, y luego volvió a mirar hacia otro lado.

Y finalmente Dirk comprendió. En siete años no lo había entendido, pero ahora, fugazmente, atinaba a vislumbrarlo. Por esta razón, pues, ella le había enviado la joya susurrante. No para recuperarle…, no, sino para decirle al fin por qué le había abandonado. Y todo tenía su lógica. De pronto la furia de Dirk se diluyó en una fatigosa pesadumbre. Distraídamente, desmenuzaba entre los dedos puñados de arena fría.

Ella vio su rostro y suavizó la voz.

—Lo siento, Dirk —le dijo—. Pero me llamaste Jenny otra vez. Y tenía que decirte la verdad. Nunca lo olvidé, y creo que tú tampoco, y con los años pensé en ello una y otra vez. Fue tan bueno mientras duró…, pensaba. ¿Cómo pudo fallar? Estaba asustada, Dirk, realmente asustada. Si lo nuestro pudo fallar, pensaba, entonces nada es seguro, nada puede tener consistencia. El miedo me paralizó durante dos años. Pero finalmente, con Jaan, comprendí. Y ahora te doy la respuesta que encontré. Lamento que sea dolorosa para ti, pero tenías que conocerla.

—Había abrigado esperanzas…

—No —le previno ella—. No empieces de nuevo, Dirk. Ni lo intentes siquiera. Lo nuestro terminó. Admítelo. Si lo intentamos, nos destruiremos a nosotros mismos.

Él suspiró, totalmente desarmado. A través de la prolongada conversación, ni siquiera la había tocado. Se sentía impotente.

—Debo suponer que Jaan no te llama Jenny… —dijo al fin con una sonrisa amarga.

—No —dijo Gwen, riendo—. Como kavalar, tengo un nombre secreto, y el me llama por ese nombre. Pero lo he adoptado y no tengo ningún problema. Es nombre.

Él, simplemente, se encogió de hombros.

—¿Eres feliz, entonces?

Gwen se levantó y se sacudió la arena de las piernas.

—Jaan y yo… En fin, hay muchas cosas difíciles de explicar. Una vez fuiste mi amigo, Dirk. Tal vez mi mejor amigo. Pero hace tiempo que no nos veíamos. No me presiones demasiado. En este preciso momento necesito un amigo. Hablo con Arkin, y él escucha y trata de comprender, pero no sirve de mucho. Tiene una opinión muy formada y es demasiado ciego frente a los kavalares y su cultura. Jaan, Garse y yo tenemos problemas, sí, si a eso te refieres. Pero es difícil hablar de ellos. Dame tiempo. Espera, si estás dispuesto a hacerlo, y sé mi amigo otra vez.

El lago estaba muy quieto en el perpetuo atardecer gris rojizo. Dirk observó la superficie endurecida por la costra fungosa y evocó el canal de Braque. De modo que ella sí le necesitaba, pensó. Tal vez no como él había esperado, pero no obstante podía brindarle algo a Gwen. Se aferró con fuerzas a esa posibilidad; quería dar algo, tenía que hacerlo.

—Lo que sea —dijo al levantarse—. Hay muchas cosas que no entiendo, Gwen. Demasiadas. No dejo de pensar que casi todo lo que se ha hablado hasta ahora me resulta incomprensible, y ni siquiera sé qué preguntas debo formular. Pero puedo intentarlo. Estoy en deuda contigo, supongo. De un modo u otro, estoy en deuda contigo.

—¿Esperarás?

—Y escucharé, cuando llegue el momento.

—Entonces me alegra que hayas venido —dijo ella—. Necesitaba a alguien, alguien de afuera. Has llegado a tiempo, Dirk. Una suerte.

Qué extraño mandar buscar a la suerte…, pensó él. Pero no dijo nada.

—¿Y ahora?

—Ahora déjame enseñarte los bosques. A eso hemos venido, al fin y al cabo.

Recogieron los aeropatines y se alejaron del lago silencioso para internarse en la espesura. No había huellas para seguir, pero la maleza no era intrincada y caminar era fácil, pues había muchos senderos posibles. Dirk guardaba silencio, y estudiaba la arboleda con los hombros caídos y las manos hundidas en los bolsillos. Era Gwen quien decía lo poco que había que decir. Cuando hablaba, la voz de ella era tan baja y reverente como el susurro de un niño en una gran catedral. Pero en general se limitaba a señalarle cosas para que las contemplara.

Los árboles que rodeaban el lago eran amigos familiares que Dirk había visto antes millares de veces. Pues esto era lo que se denominaba la floresta hogareña, la vegetación que el hombre llevaba consigo de un sol a otro, y plantaba en cada mundo que hallaba. La floresta hogareña tenía raíces de la Vieja Tierra, pero no procedía toda de la Tierra. En cada nuevo planeta la humanidad encontraba nuevos favoritos, plantas y árboles que pronto eran tan entrañables como los que en un comienzo habían venido de la Tierra. Y cuando las naves estelares emprendían el vuelo, las semillas de estos mundos acompañaban a los alejados nietos de la Tierra, y así la floresta hogareña se multiplicaba.

Dirk y Gwen atravesaban la espesura con lentitud, tal como otros habían atravesado esa misma espesura en una docena de mundos. Y conocían los árboles; arces de azúcar, arces de fuego, pseudorrobles y robles auténticos, y conos de plata y pinos deletéreos y ásteres. Los habitantes de los mundos exteriores los habían traído aquí tal como los antepasados los habían traído al Confín, para que el hogar estuviera presente pese a la distancia.

Pero aquí esta vegetación se veía diferente.

Era la luz, comprendió Dirk después de un rato. La luz brumosa que el cielo irradiaba con mezquindad, el vago fulgor rojo que constituía el día de Worlorn. Esta era una selva crepuscular. En la lentitud del tiempo, en este otoño excesivamente prolongado, agonizaba.

Dirk prestó más atención y notó que los arces de azúcar estaban todos desnudos, que al caminar pisoteaba las hojas descoloridas. No brotarían otra vez. Los robles también estaban pelados. Se detuvo y arrancó una hoja de un arce de fuego, y vio que las nervaduras rojas y delgadas habían ennegrecido. Y los conos de plata ya eran de un gris polvoriento.

No tardarían en pudrirse.

De hecho, algunas partes de la selva ya se estaban pudriendo. En un valle desolado donde el humus era más grueso y negro que en otras partes, Dirk percibió un cierto aroma. Se volvió hacia Gwen y le preguntó. Ella se agachó y le acercó un puñado de esa arcilla negra a la nariz. Dirk desvió la cara.

—Era un lecho de musgo —le dijo ella con melancolía—. Lo trajeron desde Eshellin. Hace un año era todo verde y escarlata, sembrado de florecillas. Lo negro no tardó en propagarse.

Siguieron internándose en el bosque, cada vez más lejos del lago y la montaña. Los soles ya estaban casi en lo alto del cielo, el Gordo Satanás opaco y borroso como una luna ensangrentada, con una aureola irregular formada por cuatro soles pequeños y amarillos. Worlorn había retrocedido demasiado y en la dirección menos favorable; el efecto de la rueda estaba perdido.

Hacía más de una hora que caminaban cuando las características de la vegetación empezaron a cambiar. Lenta y sutilmente, el cambio se acentuó en forma tan paulatina que Dirk apenas pudo advertirlo. Pero Gwen se lo hizo notar. El aroma familiar de la floresta hogareña se disipaba frente a algo más extraño, algo singular y salvaje. Árboles negros y esbeltos de hojas grises, altos muros de zarzales de puntas rojas, musgos colgantes de un azul pálido y fosforescente, enormes formas bulbosas infestadas de manchas oscuras, resecas; Gwen señalaba cada especie y le daba un nombre. Había un tipo que proliferaba cada vez más: un arbusto amarillento y alto al que le brotaban ramas intrincadas en toda la superficie del tallo cerúleo, y pequeños vástagos en esas ramas, y otros aún más pequeños en éstos, hasta transformarlo en un sólido laberinto de madera. 'Estranguladores’ los llamaba Gwen, y Dirk pronto supo por qué. En el corazón del bosque uno de los estranguladores había crecido junto a un esbelto cono de plata y sus ramas sinuosas y amarillentas se habían mezclado con las otras, rectas, grises y espigadas, y sus raíces habían rodeado las del otro árbol, asfixiando al rival en un abrazo cada vez más fuerte. Ahora el cono de plata apenas se veía: una estaca alta y sin vida, perdida en medio del estrangulador.

—Los estranguladores proceden de Tóber —dijo Gwen—. Allá se van adueñando de los bosques, igual que aquí. Les pudimos haber advertido que esto iba a ocurrir, pero a nadie le habría importado. Los bosques estaban condenados de cualquier modo, aun antes de que los plantaran. Hasta los estranguladores morirán, aunque serán los últimos en desaparecer.

Siguieron caminando y los tenaces estranguladores pronto dominaron toda la vegetación. Aquí la espesura era más tupida y oscura, y más difícil de atravesar. Raíces que despuntaban del suelo les entorpecían el paso, mientras en lo alto de las ramas se entrelazaban inextricablemente como los brazos tensos de luchadores gigantescos. Cuando dos o tres o más estranguladores crecían juntos, parecían configurar un nudo único y retorcido, y Gwen y Dirk tenían que sortearlo. Las otras formas de vida vegetal eran escasas, salvo las colonias de hongos negros y violetas que se extendían al pie de los árboles amarillos, e hilolácteos parásitos que colgaban como lianas.

Pero había animales.

Dirk los veía moverse a través de las oscuras sinuosidades de los estranguladores, y oía sus agudos chillidos. Finalmente vio uno. Posado frente a ellos en una rama hinchada y amarilla, observándoles; del tamaño de un puño, tieso como un muerto y un poco transparente. Dirk le tocó el hombro a Gwen y señaló hacia arriba. Pero ella le respondió con una sonrisa y una ligera carcajada. Luego estiró el brazo hacia la pequeña criatura y la trituró con la mano. Cuando abrió la palma frente a Dirk, sólo contenía polvo y tejido muerto.

—Hay un nido de espectros arbóreos en la cercanía —explicó—. Cambian de piel cuatro o cinco veces antes de la madurez, y dejan la vaina como guardián, para ahuyentar a otros depredadores —señaló—. Si te interesa, allá hay uno vivo.

Dirk miró y entrevió fugazmente una criatura amarilla, diminuta y saltarina, de afilados dientes y desorbitados ojos castaños.

—También vuelan —le dijo Gwen—. Tienen una membrana que se extiende desde las patas delanteras a las traseras y les permite planear de un árbol a otro. Depredadores, como sabes. Cazan en manada y pueden derribar a criaturas cien veces más grandes. Pero no atacan al hombre salvo para defender el nido.

El espectro arbóreo había desaparecido, perdido en un laberinto de ramas del estrangulador. Pero Dirk creyó ver fugazmente a otro por el rabillo del ojo. Las pequeñas carcasas de piel transparente estaban por todas partes vigilando el crepúsculo con aire feroz, pequeños y ceñudos fantasmas.

—Son estos los bichos que le hacen perder los estribos a Janacek, ¿verdad? —preguntó.

—Los espectros son una plaga en Kimdiss —dijo Gwen, asintiendo—, pero aquí realmente están en su elemento. Combinan a la perfección con los estranguladores, y pueden atravesar la enramada a una velocidad asombrosa. Los hemos estudiado con bastante detenimiento. Están devastando las selvas. Con los años, exterminarían a las demás especies y acabarían por morirse de hambre. Pero no tendrán tiempo. El escudo fallará antes, y vendrá el frío —se encogió fatigosamente de hombros y apoyó el antebrazo en una rama baja y arqueada. Hacía tiempo que los trajes que vestían habían adquirido el color sucio y amarillento de la vegetación, pero al acariciar al estrangulador Gwen echó la manga hacia atrás y Dirk reparó en el contraste entre el destello opaco del jade-y-plata y la rama del árbol.

—¿Queda mucha vida animal?

—Bastante —dijo ella; la luz pálida y rojiza confería a la planta un brillo extraño—. No tanta como antes, desde luego. Casi todas las especies han abandonado la floresta hogareña. Esos árboles están agonizando, y los animales lo saben. Pero los árboles del mundo exterior de algún modo son más resistentes. Dondequiera que se haya plantado vegetales del Confín encontrarás vida, una vida fuerte que aún subsiste. Los estranguladores, los árboles fantasma, los viudos azules…, florecerán hasta el fin. Y tendrán sus inquilinos, nuevos y viejos, hasta que llegue el frío.

Gwen hacía ociosos ademanes con el brazo, señalando a un lado y otro; a Dirk, el parpadeo del brazalete le parecía un chillido. Un vínculo, un recordatorio y una negación, todo en uno, el amor jurado en jade-y-plata. Y él sólo disponía de una pequeña joya susurrante con forma de lágrima, preñada de recuerdos evanescentes.

Alzó los ojos y vio, más allá del intrincado techo de ramas amarillas, al Ojo del Infierno posado en un cenagoso retazo del cielo, más fatigado que infernal, más compasivo que satánico. Y se estremeció.

—Volvamos —le dijo a Gwen—. Este lugar me deprime.

Ella no se opuso. Encontraron un claro a cierta distancia de los estranguladores que les rodeaban, un sitio apropiado para extender las plataformas metálicas. Luego se elevaron juntos para emprender el largo vuelo de regreso a Larteyn.