Capítulo 1

Más allá de la ventana el agua abofeteaba los pilotes del camino de madera que bordeaba el canal. Dirk t’Larien echó una ojeada y vio una barcaza chata negra que bogaba lentamente a la luz de la luna. Una figura solitaria se erguía a popa, reclinada sobre una pértiga delgada y oscura. Los perfiles se destacaban con nitidez, pues la luna de Braque ascendía en el cielo, grande como un puño y muy brillante.

Detrás de la luna había quietud y una tiniebla borrosa, una cortina inmóvil que velaba las estrellas más lejanas. Una nube de polvo y gas, pensó Dirk. El Velo del Tentador.

El principio llegó mucho después del fin: una joya susurrante.

Estaba envuelta en hojas de papel plateado y en terciopelo suave y oscuro, tal como cuando él se la había regalado a ella, años atrás. Deshizo el envoltorio esa noche, sentado frente a la ventana del cuarto que daba al ancho y turbio canal donde los mercaderes conducían incesantemente barcazas de fruta. La gema era tal como Dirk la recordaba: de un rojo profundo, veteada de finas rayas negras, con forma de lágrima. Recordó el día en que el ésper se las había tallado, hacía tiempo, en Avalon.

Al cabo de un rato la acarició.

Era tersa y muy fría al tacto, y le susurraba en lo más íntimo de su cerebro. Recuerdos y promesas que Dirk no había olvidado.

No estaba en Braque por ningún motivo especial, y no comprendía cómo habían averiguado su paradero. Pero lo habían averiguado, y Dirk t’Larien recibió la joya.

—Gwen —murmuró para sí mismo sólo para articular la palabra una vez más y sentir en la lengua esa tibieza familiar. Su Jenny, su Ginebra, reina de sueños abandonados.

Habían sido siete años, pensó mientras rozaba con el dedo la fría superficie de la joya, pero parecían siete vidas. Y todo había terminado. ¿Qué podía querer ella ahora? El hombre que la había amado, ese otro Dirk t’Larien, el que hacía promesas y regalaba joyas, había muerto.

Dirk alzó la mano para apartarse de los ojos un mechón de pelo gris parduzco. Y de pronto, involuntariamente, recordó que Gwen siempre le apartaba el pelo antes de besarle.

Entonces sintió una gran fatiga y un gran desconcierto. El cinismo que cultivaba con tanto esmero vaciló, y un peso le agobió los hombros, un peso fantasmal, la pesadez de haber sido alguien que ya no era. En verdad había cambiado con los años, y a ese cambio le había llamado madurez, pero de repente esa madurez parecía resquebrajarse. Se quedó divagando acerca de todas las promesas que había roto, los sueños que había postergado y luego desechado, los ideales comprometidos, el brillante futuro condenado al tedio y la podredumbre.

¿Por qué Gwen se lo hacía recordar? Había transcurrido demasiado tiempo, a él le habían pasado muchas cosas, y también a ella, probablemente. Además, nunca había pensado que ella recurriría realmente a la joya susurrante. Había sido un gesto estúpido, el alarde adolescente de un joven romántico. Ningún adulto razonable podía tomar en serio un juramento tan absurdo. Le era imposible ir, por supuesto. Apenas había tenido tiempo de ver Braque, tenía su propia vida, tenía cosas importantes que hacer. Después de tanto tiempo, Gwen no tenía derecho a suponer que él se embarcaría rumbo a los mundos exteriores.

Estiró la mano con exasperación y tomó la joya en la palma, cerrando el puño alrededor de la pequeña piedra. Decidió arrojarla por la ventana, a las aguas oscuras del canal, para deshacerse de ella y de todo cuanto significaba. Pero una vez en el puño, la gema fue un infierno de hielo, y los recuerdos eran puñales.

…porque te necesita —susurró la joya—. Porque lo prometiste.

No movió la mano. Dejó el puño cerrado. El frío que sentía en la palma penetró, más allá del dolor, en su aturdimiento.

Ese otro Dirk, el más joven, el Dirk de Gwen, había hecho una promesa. Pero también ella, recordó. Hacía mucho tiempo, en Avalon. El viejo ésper, un ajado emereli de Talento muy menor y pelo dorado y rojizo, había cortado dos joyas. Había leído a Dirk t’Larien, había palpado todo el amor que Dirk sentía por Jenny, luego había vertido ese sentimiento en la gema, en la medida en que se lo permitían sus escasos poderes psi. Luego había hecho lo mismo con Gwen. Después habían intercambiado las joyas.

Había sido idea de Dirk. Puede que no siempre sea así, le había dicho a Gwen, citando un antiguo poema. De modo que ambos se habían hecho una mutua promesa; envía este recuerdo y acudiré. No importa dónde esté, ni cuándo, ni qué haya ocurrido entre nosotros. Acudiré y no habrá preguntas.

Pero la promesa ya no tenía efecto. Seis meses después que ella le abandonara, Dirk envió la joya. Gwen no había acudido. Después de eso, nunca se le habría ocurrido que ella invocaría la promesa de él. Pero lo había hecho.

¿De veras esperaba que acudiera?

Y él sabía, lamentablemente, que el hombre que había sido entonces, ese hombre, habría acudido pese a todo, pese a todo su odio, o todo su amor. Pero ese idiota había sido enterrado hacía tiempo. El tiempo y Gwen le habían matado.

Pero aun así escuchaba la joya y sentía sus viejas emociones y su nueva fatiga. Y finalmente levantó los ojos y pensó: bueno, tal vez no sea demasiado tarde pese a todo.

Hay muchos modos de moverse entre las estrellas, algunos más rápidos que la luz y otros no, pero todos son lentos. Viajar de un extremo al otro del reinohumano requiere casi toda una vida, y el reinohumano —los dispersos planetas habitados y el gran vacío que los separa— es la parte más pequeña de la galaxia. Pero Braque estaba cerca del Velo y de los mundos exteriores, y entre ellos había intercambios comerciales, así que Dirk pudo encontrar una nave.

Se llamaba Temblor de Enemigos Olvidados e iba de Braque a Tara, y luego atravesó el Velo rumbo a Lobo y luego a Kimdiss y finalmente a Worlorn, y el viaje, aun a velocidades MRL, requirió más de tres meses. Después de Worlorn, Dirk sabía que la Temblor seguiría viaje hasta Alto Kavalaan y di-Emerel y las Estrellas Últimas, antes de virar y emprender el tedioso regreso por la misma ruta.

El puerto espacial tenía capacidad para un movimiento de veinte naves por día; ahora tal vez no pasaba de una por mes. Casi todo el lugar estaba cerrado, oscuro, abandonado. La Temblor aterrizó en el centro del pequeño sector que aún funcionaba, gigantesca frente a un grupo cercano de naves privadas y un carguero toberiano parcialmente desmantelado.

Una parte de la vasta terminal, automatizada pero falta de vida, estaba aún brillantemente iluminada, pero Dirk se apresuró a atravesarla para salir a la noche, una noche típica de los mundos exteriores, casi sin estrellas. Estaban allí, esperándole, detrás de las puertas principales, más o menos como Dirk lo había supuesto. El capitán de la Temblor había anunciado su llegada en cuanto la nave abandonó el hiperespacio.

Gwen Delvano había venido a recibirle, tal como él le había pedido. Pero no había venido sola. Gwen y el hombre que la acompañaba hablaban en voz baja y cautelosa cuando Dirk salió de la terminal.

Se detuvo tan pronto como cruzó la puerta, sonrió con tanta soltura como pudo, y dejó caer la pequeña maleta que traía, su único equipaje.

—Eh —dijo suavemente—. Me han dicho que por aquí hay un Festival.

Ella se volvió al oírle y se echó a reír con una risa que Dirk recordaba muy bien.

—No —le dijo—. Te has retrasado algo así como diez años.

Dirk carraspeó y meneó la cabeza.

—Diablos —exclamó; luego sonrió nuevamente, y ella se le acercó y se abrazaron. El otro, el desconocido, se quedó donde estaba y observó con aire impávido.

Apenas se tocaron. En cuanto Dirk la rodeó con los brazos, Gwen se apartó. Después de separarse permanecieron muy cerca, mirándose para ver qué habían hecho los años.

El paso del tiempo había dejado huellas en Gwen, pero prácticamente seguía siendo la misma, y los cambios que Dirk advertía eran tal vez un engaño de la memoria. Los grandes ojos verdes quizá no eran tan verdes ni tan grandes y quizás ella era algo más alta y corpulenta que como la recordaba. Pero las diferencias no eran muchas; sonreía igual, y el pelo era el mismo, delicado y oscuro, y le cubría los hombros como una cascada rutilante más oscura que una noche sin estrellas. Vestía igual que en Avalon: un jersey blanco de cuello vuelto, pantalones de tela gruesa y tornasolada, ahora negra como la noche, y un pañuelo ancho le ceñía la frente. También usaba un brazalete, y ese detalle era nuevo: un objeto macizo, de plata con incrustaciones de jade, que le cubría la mitad del antebrazo izquierdo. Llevaba el jersey arremangado para poder lucir el adorno.

—Estás más delgado, Dirk —dijo.

Él se encogió de hombros y hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta.

—Sí —dijo; en verdad su delgadez era casi enfermiza, y tenía los hombros algo encorvados por la costumbre de no erguir bien la espalda. Los años también le habían hecho envejecer en otros aspectos; tenía el pelo más entrecano que antes, cuando predominaba el castaño; además, lo llevaba casi tan largo como Gwen, aunque el de Dirk era una masa confusa y ensortijada.

—Ha pasado mucho tiempo —dijo Gwen.

—Siete años —convino Dirk—. No pensé que…

El otro hombre, el desconocido, tosió como para recordarles que no estaban solos. Dirk irguió la cabeza y Gwen se volvió. El hombre se adelantó y se inclinó para saludar. Era bajo, regordete y muy rubio, tan rubio que el pelo parecía blanco. Vestía un lustroso traje de seda sintética, verde y amarillo, y una diminuta gorra tejida que pese a la inclinación siguió en el mismo lugar.

—Arkin Ruark —se presentó.

—Dirk t’Larien.

—Arkin está trabajando conmigo en el proyecto —dijo Gwen.

—¿Proyecto?

Ella parpadeó.

—¿Ni siquiera sabes por qué estoy aquí?

No, no lo sabía. La joya susurrante había sido enviada desde Worlorn, y sólo por eso sabía dónde podía encontrarla.

—Eres ecóloga —dijo—. En Avalon…

—Sí. En el Instituto. Hace mucho tiempo. Terminé allá, recibí mi credencial y desde entonces estuve en Alto Kavalaan. Hasta que me enviaron aquí.

—Gwen está con el clan de Jadehierro —dijo Ruark con una expresión vaga y sonriente—. Yo por mi parte, represento a la Academia de la Ciudad de Impril, Kimdiss. ¿La conoce?

Dirk asintió. Así que Ruark era kimdissi y pertenecía a una de las universidades de los mundos exteriores.

—Impril y Jadehierro; bueno, van detrás de lo mismo, ¿sabe? Investigando la interacción ecológica en Worlorn. Durante el Festival no se hizo nada como corresponde, pues en los mundos exteriores no hay gente capacitada en ecología; una ciencia olvidada después del interregno. Pero ese es el proyecto. Gwen y yo nos conocíamos desde antes, así que pensamos… bueno, ya que estamos aquí por la misma razón, es sensato que trabajemos juntos y aprendamos todo lo posible.

—Supongo que sí —dijo Dirk; en aquel preciso instante no le interesaba demasiado el proyecto…, quería hablar con Gwen, y dijo volviéndose hacia ella—: Tendrás que contármelo más tarde, cuando hablemos los dos. Me imagino que querrás hablar conmigo, ¿verdad? Vengo desde el Confín…

Ella lo miró de un modo extraño.

—Sí, por supuesto. Tenemos mucho de que hablar.

Dirk recogió la maleta.

—¿Adonde vamos? —preguntó—. Me conformaría con un baño y algo de comer.

Gwen intercambió una mirada con Ruark.

—Arkin y yo hablábamos precisamente de eso. Él puede alojarte. Estamos en el mismo edificio. A sólo unos pisos de diferencia.

—Por supuesto, por supuesto —asintió Ruark—. Es un placer recibir a los amigos, y los dos somos amigos de Gwen ¿no es cierto?

—Eh. Yo pensé…, bueno, que podría irme contigo, Gwen.

Ella evitó mirarle directamente. Miró a Ruark, al suelo, al negro cielo nocturno, antes de decidirse a enfrentar la mirada de él.

—Tal vez —dijo ya sin sonreír, con voz cautelosa—. Pero no ahora. No creo que sea lo mejor, no de inmediato. Pero iremos a casa, desde luego. Tenemos un aeromóvil.

—Por aquí —terció Ruark antes que Dirk pudiera articular una respuesta.

Allí había algo muy extraño. Durante los meses de viaje a bordo de la Temblor, Dirk había pensado reiteradamente en la escena del encuentro, y a veces la había imaginado tierna y amorosa, otras como una furiosa confrontación, lacrimógena en otras ocasiones. Pero nunca la había imaginado así, embarazosa desde todo punto de vista, con la presencia de un extraño como testigo. Se preguntó quién sería exactamente Arkin Ruark, y si su relación con Gwen era en verdad tal como ellos decían. Aunque en realidad no habían dicho demasiado. Sin saber qué decir o qué pensar, Dirk se encogió de hombros y los siguió hasta el aeromóvil.

No tuvieron que caminar mucho. Cuando se acercaron al vehículo, Dirk quedó sorprendido. En sus viajes había visto muchos tipos diferentes de aeromóviles, pero ninguno como éste; con sus musculosas alas curvas y triangulares, casi parecía dotado de vida, una gigantesca raya voladora de color gris acero. Entre ambas alas había una pequeña cabina con cuatro asientos, y debajo de los bordes de las alas Dirk vio unos tubos ominosos.

Los señaló, volviéndose hacia Gwen.

—¿Qué son? ¿Láseres?

Ella asintió con una tenue sonrisa.

—¿En qué diablos viajáis? —preguntó Dirk—. Parece una máquina de guerra. ¿Nos van a atacar los hranganos? No he visto nada semejante desde que visité los museos del Instituto en Avalon.

Gwen se echó a reír, tomó la maleta y la arrojó al asiento trasero.

—Entra —le dijo—. Es un aeromóvil fabricado en Alto Kavalaan, perfectamente normal. Empezaron a fabricarlos hace poco, y se supone que debe parecerse a un animal, el banshi negro. Un depredador, y también la bestia-hermana del clan de Jadehierro. Muy importante en el reino autóctono, una especie de tótem.

Gwen entró y se acomodó detrás de los mandos, y Ruark la siguió con movimientos algo torpes, encaramándose en el ala para instalarse en el asiento trasero. Dirk no se movió.

—¡Pero tiene láseres! —insistió.

Gwen suspiró.

—No están cargados, nunca lo han estado. Todos los vehículos construidos en Alto Kavalaan traen algún arma. Una exigencia cultural. Y no me refiero sólo a Jadehierro. Acerorrojo, Braith y Shanagato son iguales en ese aspecto.

Dirk rodeó el vehículo y subió, sentándose al lado de Gwen con una expresión perpleja.

—¿Qué?

—Son los cuatro clanes-coaliciones kavalares —explicó ella—. Piensa en ellos como naciones pequeñas, o grandes familias. Son un poco las dos cosas.

—¿Pero por qué los láseres?

—Alto Kavalaan es un planeta violento —repuso Gwen.

—Ah, Gwen —dijo Ruark, riendo roncamente—. ¡Esto está muy mal, muy mal!

—¿Mal? —exclamó Gwen.

—Sí. Muy mal, porque dices parte de la verdad, pero no toda. Lo cual es la peor mentira.

Dirk se volvió en el asiento para mirar al kimdissi regordete y rubio.

—¿Qué?

—Alto Kavalaan fue un planeta realmente violento. Pero ahora, la verdad es que los violentos son los kavalares. Gente hostil toda ella, con frecuencia xenófobos, racistas. Jactanciosos y soberbios. Con sus altaguerras y su código de honor, sí. Y por eso los aeromóviles kavalares tienen armas. ¡Para luchar en el aire! Le prevengo, t’Larien…

—¡Arkin! —exclamó Gwen apretando los dientes, y Dirk no dejó de advertir la huella de irritación en su voz. Gwen conectó de pronto el control de gravedad, tocó la palanca, y el aeromóvil dio un brinco y arrancó con un gemido de protesta, elevándose rápidamente. Abajo, el sector donde la Temblor de Enemigos Olvidados descansaba entre las naves estelares más pequeñas brillaba en contraste con el resto del puerto, envuelto en sombras. Alrededor, la oscuridad se perdía en el horizonte invisible, donde el suelo negro se confundía con un cielo aún más negro. Sólo una delgada nube de estrellas titilaba en lo alto. Aquello era el Confín, con el espacio intergaláctico encima y la borrosa cortina del Velo del Tentador debajo, y el mundo parecía más solitario de lo que Dirk había imaginado jamás.

Ruark mascullaba ahora algo entre dientes, y un pesado silencio reinó en el vehículo durante un rato.

—Arkin es de Kimdiss —dijo al final Gwen, riendo algo forzadamente. Pero Dirk la recordaba demasiado bien para dejarse engañar; ella seguía tan tensa como un momento antes, cuando había regañado a Ruark.

—No entiendo —dijo Dirk, sintiéndose muy estúpido, pues todos parecían dar por sentado que tenía que entender.

—Usted no es de los mundos exteriores —dijo Ruark—. Avalon, Baldur, no importa cuál. La gente del Velo no conoce a los kavalares.

—Ni a los kimdissi —dijo Gwen con más calma.

Ruark refunfuñó.

—Un sarcasmo —le dijo a Dirk—. Los kimdissi y los kavalares…, bueno, no nos llevamos bien, ¿sabe? De modo que Gwen le advierte que soy un prejuicioso y no debe creerme.

—Sí, Arkin —dijo ella—. Dirk, él no conoce Alto Kavalaan, no entiende ni a esa gente ni a su cultura. Como todos los kimdissi, sólo te dirá lo peor, pero el asunto es más complejo de lo que él está dispuesto a admitir. Tenlo en cuenta cuando este canalla empiece a fastidiarte con sus juicios apresurados. No te costará demasiado. Antes siempre repetías que cada problema tiene treinta facetas.

Dirk rio.

—De acuerdo —dijo—. Es verdad. Aunque en estos últimos años me he puesto a pensar que treinta es demasiado poco. Sea como fuere, aún no entiendo a qué viene todo esto. El aeromóvil, por ejemplo…, ¿te lo dan en el trabajo? ¿O tienes que volar en un artefacto así, sólo porque trabajas para Jadehierro?

—Ah —dijo Ruark en voz alta—, no se trabaja para Jadehierro, Dirk. No. Se está con ellos, o no se está… Sólo hay dos opciones. Si no se es de Jadehierro, no se trabaja para Jadehierro.

—Sí —dijo Gwen enfurruñándose otra vez—. Y yo estoy con ellos. Más vale que lo recuerdes, Arkin. A veces empiezas a fastidiarme… —terminó firmemente, casi amenazante.

—Gwen, Gwen —dijo Ruark, muy agitado—. Eres una amiga, una auténtica compañera. Juntos nos hemos enfrentado a grandes problemas. Nunca te ofendería, no era esa mi intención. Además no eres una kavalar, en absoluto. En principio, eres demasiado mujer, una auténtica mujer; no una mera eynkethi o una betheyn.

—¿No? ¿De veras? Sin embargo acepté el vínculo de jade-y-plata —se volvió hacia Dirk y añadió con voz algo más baja—: Por Jaan. En realidad, el aeromóvil es de él y por eso lo utilizo, para responder a tu pregunta original. Por Jaan.

Silencio. Mientras ascendían en la negrura sólo se oía el viento huracanado que arremolinaba la melena larga y lacia de Gwen y los rizos de Dirk, que mientras el frío le penetraba la delgada vestimenta braqui se preguntaba por qué el vehículo no tenía burbuja protectora, apenas un pequeño parabrisas. Luego se cruzó de brazos, apretándolos contra el pecho, y se acurrucó en el asiento.

—¿Jaan? —preguntó con serenidad. Una pregunta. La respuesta llegaría, estaba seguro, y le tenía miedo pues Gwen había lanzado el nombre como si lanzara un reto.

—Él no lo sabe —dijo Ruark.

Gwen suspiró y Dirk notó que ella estaba nuevamente en tensión.

—Lo siento, Dirk. Creí que lo sabías. Ha pasado mucho tiempo. Pensé que… en fin, alguno de nuestros amigos comunes de Avalon sin duda te lo habrían comentado.

—Nunca veo a nadie —dijo cautelosamente Dirk—. A ninguno de nuestros conocidos, quiero decir. Siempre estoy de viaje; Draque, Prometeo, el Mundo de Jamison… —su propia voz resonaba hueca y frágil en sus oídos. Hizo una pausa y tragó saliva—. ¿Quién es Jaan?

—Jaantony Riv Lobo alto-Jadehierro Vikary —dijo Ruark.

—Jaan es mi… —titubeó—, no es fácil de explicar: soy la betheyn de Jaan, cro-betheyn de su teyn Garse —durante un segundo se volvió, apartando los ojos del panel de instrumentos; luego miró de nuevo hacia adelante mientras Dirk seguía tan perplejo como antes—. Mi esposo —concluyó entonces, encogiéndose de hombros—. Lo siento, Dirk. No es exactamente así, pero es el modo más aproximado de decírtelo en una sola palabra. Jaan es mi esposo.

Dirk, acurrucado en el asiento y cruzado de brazos, no dijo nada. Tenía frío, le dolía todo el cuerpo y se preguntaba a qué había venido. Recordó la joya susurrante y se sintió aún más intrigado. Ella le había llamado por alguna razón, sin duda. Y a su debido tiempo, se lo diría. Era comprensible, en realidad, que no viniera a recibirle sola. En el puerto había pensado incluso, por un instante, que tal vez Ruark…, y eso no le había molestado.

Después de una prolongada pausa, Gwen se volvió hacia él una vez más.

—Lo siento —repitió—. De veras, Dirk. Nunca debiste haber venido.

Tiene razón, pensó Dirk.

Los tres continuaron vuelo en silencio. Habían cambiado algunas palabras, y no las que Dirk habría querido oír, sino palabras que en nada alteraban la situación. Estaba aquí, en Worlorn, y tenía a Gwen a su lado. Pero de pronto ella se había convertido en una extraña. Los dos eran extraños. Dirk iba hundido en el asiento sumido en sus reflexiones, mientras un viento frío le azotaba el rostro.

En Braque había imaginado que de algún modo la joya susurrante implicaba una nueva llamada, que Gwen quería recuperarle. La única pregunta que le había preocupado era si debía ir o no, si podía regresar a Gwen, si Dirk t’Larien aún podía amar y ser amado. Pero ahora veía que las cosas eran muy diferentes.

Envía esta señal y acudiré sin hacer preguntas. Esa era la promesa, la única promesa, nada más.

Se enfureció. ¿Por qué ella le hacía esto? Había conservado la joya y había advertido los sentimientos de Dirk. Tenía que haberse dado cuenta. Ninguna necesidad de Gwen podía pagar el precio de estos recuerdos.

Luego, finalmente, Dirk t’Larien recuperó la serenidad. Cerró los ojos con fuerza y vio nuevamente el canal de Braque y la barcaza negra y solitaria que por un momento le había parecido tan importante. Y recordó su resolución de intentarlo de nuevo, de ser como había sido, de acudir a ella y darle cuanto le pidiera, cuanto necesitara, no sólo por ella sino también por sí mismo.

Se enderezó con esfuerzo, separó los brazos, abrió los ojos y se irguió frente al cortante viento. Luego miró a Gwen con deliberación, sonriéndole con ese aire tímido que ella conocía.

—Ah, Jenny —le dijo—. Yo también lo siento. Pero no importa. No lo sabía, pero no importa. Me alegro de haber venido, y tú también deberías alegrarte. Siete años es mucho tiempo, ¿verdad?

Ella le miró de soslayo y luego volvió a concentrarse en los mandos, relamiéndose crispadamente los labios.

—Sí. Siete años es mucho tiempo, Dirk.

—¿Me presentarás a Jaan?

—Y también a Garse, su teyn.

Abajo se oyó un gorgoteo, un río perdido en la oscuridad. Desapareció rápidamente; se desplazaban a gran velocidad. Dirk se asomó por el borde del aeromóvil para atisbar la negrura más allá de las alas; luego miró hacia arriba.

—Necesitáis más estrellas —dijo pensativamente—. Me siento como si estuviera ciego.

—Entiendo a qué te refieres —dijo Gwen con una sonrisa, y de pronto Dirk se sintió mejor, como hacía tiempo no se sentía.

—¿Recuerdas el cielo de Avalon? —preguntó.

—Sí, por supuesto.

—Había muchísimas estrellas. Era un mundo hermoso.

—Worlorn también tiene sus encantos. ¿Lo conoces bien?

—Un poco —repuso Dirk sin dejar de mirarla—. Sé algo acerca del Festival, y también que es un planeta errante, y temo que eso sea todo. En la nave una mujer me dijo que Tomo y Walberg descubrieron el lugar cuando viajaban hacia el extremo de la galaxia.

—No es muy exacto —dijo Gwen—. Pero la historia tiene su atractivo. En cualquier caso, todo lo que verás es parte del Festival. Como todo el planeta. Participaron todos los mundos del Confín, y cada cultura está reflejada en las ciudades. Hay catorce ciudades, una por cada mundo del Confín. En medio de ellas están el puerto espacial y el llano, que es una especie de parque. Ahora lo estamos sobrevolando. El llano no es muy interesante, ni siquiera de día. En los años del Festival, solía haber fiestas y competencias de todo tipo.

—¿Dónde está el lugar donde vives?

—En un paraje desierto —dijo Ruark—. Lejos de las ciudades, detrás de la cadena montañosa.

—Mira —dijo Gwen.

Dirk miró. En el horizonte pudo distinguir vagamente una estribación montañosa, una barrera negra y dentada que surgía desde el llano y eclipsaba las estrellas más bajas. Una chispa de luz sanguinolenta destellaba en lo alto de un pico y crecía a medida que se acercaban. Crecía de tamaño pero no en luminosidad. El color seguía siendo ese rojo turbio y ominoso que de algún modo a Dirk le recordaba la joya susurrante.

—Estamos en casa —anunció Gwen cuando la luz estuvo más cerca—. La ciudad de Larteyn. Lar significa 'cielo’ en kavalar antiguo. Esta es la ciudad de Alto Kavalaan. Algunos la llaman Fortaleza de Fuego.

Dirk comprendió el porqué a primera vista. Enclavada en el hombro de la montaña, con rocas por debajo y por detrás, la ciudad kavalar era también una fortificación, gruesa y cuadrangular, de murallas macizas, con estrechas troneras. Incluso las torres que se erguían detrás de las murallas eran pesadas y sólidas. Y bajas; la montaña se alzaba por encima de ellas, y la luz de la ciudad proyectaba reflejos sangrientos en la piedra oscura.

—Piedraviva —le dijo Gwen, respondiendo a la pregunta que él no había formulado—; un mineral que absorbe la luz durante el día y la irradia durante la noche. En Alto Kavalaan solían usarla para confeccionar alhajas, pero extrajeron toneladas y las embarcaron hacia Worlorn para el Festival.

—Impresionante por lo barroco —dijo Ruark—. Impresionante por lo kavalar.

Dirk se limitó a asentir.

—Deberías haberla visto en los viejos tiempos —dijo Gwen—. De día Larteyn absorbía luz de los siete soles, y de noche iluminaba la cordillera. Como una daga de fuego. Ahora las piedras se están volviendo opacas. La Rueda se aleja cada día más. Dentro de una década la ciudad estará oscura como un rescoldo consumido.

—No parece muy grande —dijo Dirk—. ¿A cuánto ascendía la población?

—Llegó a un millón de personas. Lo que ves es sólo la parte superior del témpano. La ciudad está en las entrañas de la roca.

—Algo muy kavalar —dijo Ruark—. Una profunda fortaleza tallada en la roca viva. Pero ahora desierta. Según el último recuento, veinte personas, nosotros incluidos.

El aeromóvil sobrevoló la muralla exterior y enfiló hacia el borde del ancho saliente rocoso para pasar en línea recta frente a la roca y la piedraviva. Dirk vio abajo espaciosas aceras, hileras de estandartes que flameaban lentamente y enormes gárgolas con ardientes ojos de piedraviva. Los edificios eran de mineral blanco y madera de ébano, y a los flancos la roca les arrojaba reflejos que se prolongaban en franjas rojas como las heridas de una bestia oscura y gigantesca. Sobrevolaron torres y cúpulas y calles, callejuelas sinuosas y anchas avenidas, patios abiertos y un vastísimo teatro al aire libre.

Todo estaba desierto. Ni una figura avanzaba por los rojizos caminos de Larteyn.

Gwen descendió en espiral sobre el techo de una torre negra y cuadrangular. Mientras ella apagaba el control de gravedad para el aterrizaje, Dirk avistó otros dos vehículos en la pista: uno lustroso y amarillo, con forma de lágrima, y un viejo y formidable artefacto militar que parecía una pieza de un museo de guerra. Era verde oliva, cuadrado y blindado, con un cañón láser en la cabina delantera y toberas en la parte de atrás.

Gwen aterrizó entre los dos vehículos, y los tres se apearon del aeromóvil. Cuando llegaron a la fila de ascensores, Gwen se volvió hacia Dirk, la cara encendida y extraña bajo aquella melancólica luz rojiza.

—Es tarde —le dijo—. Será mejor que todos vayamos a descansar.

Dirk no puso objeciones a esa brusca despedida.

—¿Y Jaan? —preguntó simplemente.

—Le conocerás mañana —replicó Gwen—. Antes quiero hablar con él.

—¿Por qué? —preguntó Dirk, pero ella ya le daba la espalda y se dirigía a las escaleras. En eso llegó el ascensor y Ruark le hizo entrar apoyándole la mano en el hombro.

Descendieron hacia el descanso y los sueños.